"Cave of Forgotten Dreams" es una película que le propone al espectador ser testigo de una de las obras de arte más valiosas y antiguas de la historia y, con una narración en off que ayuda a comprender lo mostrado y a reflexionar sobre el paso del tiempo, con una tecnología en 3D que se aprovecha muy bien para crear las atmósferas indicadas, y con una fotografía que se centra en mostrar desde diferentes ángulos las diferentes pinturas y formaciones dentro de la cueva, logra convertirse en una sencilla y profunda propuesta para pensar y disfrutar.
Estos fueron días de mucha reflexión acerca de la figura de Werner Herzog y su cine más grande que la vida. Días en que descubro que me apasionan sus trabajos, sus ganas de mostrar algo nuevo, algo diferente, controlando las herramientas que el arte le provee, doblando las reglas cinematográficas a su antojo. Los años le dieron prestigio, el prestigio le dio capacidad financiera, y esta capacidad financiera le brindó la cintura para embarcarse en todo tipo de realizaciones. Proyectos enormes, de gran originalidad, que le permiten circular con fluidez entre el registro documental o la ficción. En los últimos años se ha convertido en uno de los directores más prolíficos, dejando a su paso un legado de grandes obras. Entre estas puede ser incluida Cave of Forgotten Dreams, película que llama la atención desde la premisa, ya que si el director de clásicos de todos los tiempos como Aguirre o Fitzcarraldo decidió hacer una película en 3D, eso es algo digno de ver. En la cueva Chauvet-Pont-d’Arc no puede entrar nadie ajeno al equipo de investigadores, historiadores o paleontólogos que la estudian desde que fuera descubierta en 1994. Proponiendo que la película fuera propiedad de Francia y cobrando sólo un euro de honorarios, el Estado francés le otorgó al alemán el permiso para documentar su interior. Esta oportunidad de ingresar en terrenos prehistóricos supuso una serie de restricciones. Sólo se le permitieron cinco jornadas de rodaje de cinco horas cada una, luces portátiles de baja intensidad para no calentar el entorno, no tocar nada ni salir del camino señalado, y sólo pudo entrar un equipo de cuatro, por lo que cada uno tuvo tareas específicas. Conociendo las limitaciones técnicas, Herzog supo aprovechar al máximo lo que tenía al alcance de la mano y eligió un formato tan ajeno como el 3D como medio capaz de transmitir con fidelidad el interior de la cueva, debido a los relieves y texturas de la roca. Una vez más el director se embarca en una de sus aventuras hacia terrenos desconocidos, sobre los que arroja luz por medio de entrevistas a los principales involucrados en la investigación así como también por sus propios registros fílmicos. Son algunos de estos testimonios los que terminan causando algunas molestias, introduciendo valoraciones subjetivas y conjeturas que no terminan cerrando del todo. Respecto a lo que se ve, es algo único el sentirse parte de una experiencia colectiva de descubrimiento, sabiendo que alrededor nuestro hay más de 300 personas que con ojos de niño vislumbran por primera vez esas imágenes hermosas. Es que más allá de su valor histórico estas tienen un valor artístico, lejos de tratarse de las conocidas pinturas rupestres de hombres hechos con líneas rectas, los animales que se avistan, especialmente la pared dedicada a los caballos, son representaciones perfectas. Herzog asombra, maravilla, conmueve y hacia el final advierte y preocupa. Una central nuclear opera a unos pocos kilómetros de distancia de este patrimonio del hombre, causando trastornos tanto en la flora como en la fauna. Los cocodrilos que a causa de una mutación genética son albinos, hace algún tiempo atrás se hubieran presentado como un desvío por parte del director hacia otros tópicos por los que ya ha demostrado interés. Hoy no obstante, a un mes de la tragedia de Japón y los peligros de un desastre nuclear aún latentes, adquieren un valor casi premonitorio y se convierten en un llamado de atención para toda la humanidad.
Antropología Cinematográfica Desde sus primeras obras, Werner Herzog siempre se ha fascinado por indagar e investigar en la relación del hombre y su naturaleza. Naturaleza externa e interna. Herzog lleva a sus personajes a estados extremos de desconfianza y alienamiento para que se descubran a ellos mismos como salvajes en medio del ambiente natural. Herzog se ha internado en selvas, bosques, desiertos, glaciares, y ya sea usando formato documental o ficción ha retratado los sueños e impulsos del ser humano en un contexto primitivo.
Uno de los mayores hallazgos de la humanidad La nueva película de Werner Herzog es un fascinante recorrido por uno de los mayores hallazgos de la historia de la humanidad: la Cueva de Chauvet-Pont-d’Arc, indeleble testimonio de una antiquísima cultura con la que el realizador dialoga. En este 2011 el cine de autor y el formato 3D se unieron como nunca antes. En Pina (2011), Wim Wenders rindió un homenaje a la gran coreógrafa Pina Bausch potenciando el sentido espacial de la danza a través de la tridimensionalidad. En La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams, 2011), el celebrado realizador Werner Herzog –también alemán- se deja llevar por la fascinación que le produce una cueva que alberga un verdadero tesoro del arte rupestre, pues en ella se encuentran imágenes que ya tienen 32.000 años. Herzog mantuvo a lo largo de su obra una particular fascinación por el diálogo entre el hombre y la naturaleza, visible en films que sostienen una apuesta por la épica, como en el caso de Fitzcarraldo (1982), o que imbricados en otras tradiciones (el expresionismo, como en Nosferatu, 1979) abordan la dialéctica entre lo cultural y lo natural. En este documental el eje está puesto en el registro de las enigmáticas pinturas rupestres que fueron descubiertas en 1994, cuando fue explorada por tres espeleólogos. Además de las pinturas, el hallazgo incluyó restos fósiles de animales. Es importante señalar la belleza del sitio, en donde sobresalen estalactitas y pequeños diamantes adheridos a éstas. Por otra parte, el realizador ha tenido la habilidad de ubicar al espectador en el rol de testigo, al punto que su propia voz en off, por momentos, se asemeja a un susurro en nuestros oídos. Además de explicitar las estrictas reglas que debe cumplir para filmar en la cueva, Herzog hace del procedimiento cinematográfico una oportunidad para instaurarnos en el espacio, como si formáramos parte de la expedición. En ese sentido, el efecto tridimensional es efectivo, sólo que se resiente en varios momentos porque no hay profundidad de campo que potencie sus alcances. La cueva de los sueños olvidados no solamente es un recorrido meramente testimonial. A medida que el metraje avanza se transforma en una pregunta por el sentido de la supervivencia, el significado de la espiritualidad en diversas épocas, y la relación –siempre frágil- entre historia y memoria. Aparecen varios integrantes del equipo de paleontólogos que investiga la cueva aportando datos científicos sin caer en simplificaciones, pero detrás de estos valiosos puntos de vista siempre subyace una pregunta por lo sagrado. En una de las entrevistas (no todo el documental transcurre cueva adentro), un científico francés nos cuenta que luego de haber ingresado a este lugar no pudo dejar de soñar con un uno de los tigres que vio dibujado. Ese efecto de ensoñación también recorre al documental de principio a fin, con subyugantes melodías románticas que acompañan el recorrido de la cámara. Sólo algunas elecciones no parecen encontrar su rumbo dentro de la propuesta del realizador. La menos problemática, en ese sentido, es la extensión de algunas secuencias dedicadas a recorrer la cueva. En otros momentos, los testimonios ofrecen algunos apuntes humorísticos un tanto forzados. Herzog trabajó la comicidad de forma muy convincente en La salvaje y azul lejanía (The wild blue yonder, 2005), pero aquí aparece en clave disonante. Finalmente, si en la película la reflexión sobre el arte y lo espiritual emergen de forma amena y pertinente, el epílogo aparece, al menos, como un inserto forzado. El final nos lleva a una planta nuclear y un criadero de cocodrilos (algunos de ellos albinos), con una posterior reflexión en donde se nos compara con ellos. Más allá de estos problemas, La cueva de los sueños olvidados revela cómo un documental que podría haber sido abordado con una estética televisiva, en manos de un gran realizador se transforma en un intenso ejercicio para el intelecto y –por qué no- para el corazón.
Un lugar sorprendente History Film presenta, La Cueva De Los Sueños Olvidados, una película que no sólo es un hallazgo para la humanidad, sino que marca un gran encuentro con lo que posiblemente jamás podremos conocer en persona. La cueva de Chauvet se convierte en el escenario elegido por el director Werner Herzog para rodar este apasionante documental en tres dimensiones. Situada en el sur de Francia, la misma cuenta con las pinturas rupestres más antiguas, calculándose entre 20.000 y 30.000 años. Esta deslumbrante cueva fue hallada de manera casi casual por Chauvet, de allí su nombre, y es uno de los descubrimientos más importante de la historia. En un viaje a su interior se podrá vislumbrar el arte rupestre nunca visto, donde los diseños parecen tener movimiento y, la cueva, vida propia. Con entrevistas a científicos e historiadores destacados, el atractivo de la película pasa por recorrer de manera dinámica las maravillas de este paraje. Cuando el espectador se pregunte si vale la pena ver un documental de estas características en el cine, la respuesta rotunda es sí. El film es un documento único de un pasado jamás visto y que actualmente se encuentra cerrado al público para su total conservación, ya que el simple aliento de los turistas producía moho y deterioraba semejante templo cultural.
En busca del tiempo perdido Las cuevas de Chauvet albergan en su interior una de las obras de arte más relevantes de la humanidad. Son cuevas angostas, con una longitud de unos 400 metros, y sus paredes irregulares han atesorado durante más de 32.000 años un conjunto de pinturas rupestres que representan la abundante y variada fauna que habitaba Europa durante el Paleolítico. El ser humano no cesa de lamentar la falta de registros que testimonien la vida en la Prehistoria, antes de que la escritura como la entendemos hoy fuera inventada. Por ello, todo resto de representación es extremadamente valorado. Cuando dichas cuevas fueron descubiertas en 1994 las pinturas estaban en perfecto estado de conservación, y después de las experiencias de Altamira y Lascaux, donde la presencia de numerosos turistas deterioró las pinturas allí encontradas, el gobierno clausuró las cuevas de Chauvet a los curiosos. Sólo se permite la entrada a un limitado número de investigadores -durante un corto período del año y por unos pocos minutos-, quienes deben transitar por un angosto sendero elevado construido para proteger los rastros de animales –osamentas y huellas de patas de osos cavernarios- y el delicado suelo de la cueva. Werner Herzog es el más inquieto, el más original del grupo de directores alemanes surgidos en los ´70 dentro del movimiento que se llamó Nuevo Cine Alemán. Su obra abarca una variedad de registros, desde la ficcionalización de mitos americanos y europeos, experiencias con hipnosis, a un variado rango de documentales: desde el inefable, inorgánico e inclasificable Fata morgana, pasando por los que se ocupan de seres marginales, como Grizzly Man o País del silencio y la oscuridad, o de lugares inexplorados como En la salvaje azul lejanía, Encuentros en el fin del mundo y éste, dedicado a las cuevas de Chauvet-Pont-d´Arc. Herzog se introduce por el estrecho canal de acceso a las cuevas con su fotógrafo Peter Zeitling y allí, a pesar de las restricciones naturales y las impuestas, construye otro viaje hacia lo maravilloso. Sería absurdo describirlo, el film hay que verlo, pero baste mencionar que allí hay toda una representación de la vida animal del abundante bestiario que habitó Europa durante el Paleolítico, cuando estaba cubierta de glaciares, las temperaturas eran bajísimas y el ser humano habitaba en las cavernas: osos, leones sin melena, rinocerontes lanudos, caballos, hienas, mamuts, mariposas y otros insectos están dibujados con una técnica que parece actual. En gran parte realizados con carbón, los (¿las?) artistas han aprovechado las irregularidades de las superficies para sugerir el movimiento de las bestias. Entre tantos animales, una única figura humana: el pubis de una mujer figura asociado a un bisonte, en lo que se interpreta como la primera representación -prehistórica- del mito del Minotauro. Porque Herzog no cesa de indagar sobre el alma de aquellos artistas rupestres: la posible función religiosa de esa cueva, cómo fue la vida de los artistas y sobre todo, cuáles habrán sido sus sueños. Para ello, entrevista a arqueólogos, paleontólogos y artistas relacionados con el estudio de esas cuevas. Sin embargo, poco es lo que los científicos pueden agregar a la elocuencia y el poder de las imágenes. En un momento, el guía propone callar, para escuchar el silencio de la caverna y percibir el sonido de los propios cuerpos. Herzog, siempre ávido, no lo soporta, e introduce una música que quiebra la magia de esa penumbra. Como su colega y compatriota Wim Wenders en su documental Pina, Herzog utiliza la filmación en 3D para dar mayor realismo, sensualidad y espectacularidad al registro de esas superficies sinuosas, y logra el mayor efecto en las tomas en el exterior, en los meandros del río Ardèche, junto al acantilado que se desmoronó en parte hace miles de años, clausurando la entrada a esa cueva. Lo cual hace pensar en un tema no menor: cómo se habrán iluminado los artistas, pues la entrada original no aportaría la luz necesaria para iluminar el fondo de la caverna. Pero además de las pinturas y los restos de osamentas, la cueva alberga un fascinante bosque de estalagmitas, formadas a lo largo de los siglos, después de que la cueva fuera clausurada, y los cristales de esas formaciones espejan en medio de esa galería de arte. El film tiene momentos de humor, algunos casi ridículos, como la demostración de caza de un arqueólogo, o la interpretación musical ¡del himno estadounidense con una flauta prehistórica de hueso, y otros inquietantes, como el ambicioso epílogo. Fiel a sí mismo, Herzog explora la magia oculta tras las imágenes.
Grito de piedra Sin lugar a dudas este primer estreno en salas comerciales argentinas de un trabajo documental de Werner Herzog obedece al hecho de que ha sido filmado en 3D, lo que señala la popularidad del formato e invita a sopesar tanto el espíritu impredecible y aventurero del mítico cineasta como su energía vital, esa misma de sus comienzos y que hoy a los 69 años continúa dando batalla produciendo obras verdaderamente exquisitas. Las obsesiones temáticas de siempre han permanecido intactas a lo largo de las décadas: el choque de culturas, la dialéctica de los misántropos, la búsqueda de la pureza, la voracidad destructora de las metrópolis, la marginación social y las muchas utopías de los visionarios. Uno de los tópicos fundamentales de su carrera ha sido la más que conflictiva relación entre hombre y naturaleza, centrándose principalmente en los diferentes grados de comprensión y/ o aceptación por parte del ser humano según la civilización e individuos particulares considerados (en un margen que va desde la convivencia pacífica hasta la explotación irresponsable). En esta oportunidad el alemán utiliza la tecnología tridimensional con el fin de registrar todos los detalles constituyentes de las pinturas rupestres más antiguas y mejor conservadas de las que se tenga noticia, ubicadas en la llamada Cueva Chauvet/ Pont-d`Arc, en abierto homenaje a su descubridor y a la comuna francesa en la que se encuentra. Aquí nuevamente el propio Herzog narra los pormenores de la tarea y ofrece sus clásicas reflexiones acerca de las implicancias antropológicas y filosóficas de tamaño ejercicio artístico de nuestros antepasados, otro ejemplo más de ese empeño inclaudicable -que se remonta al Paleolítico- orientado a aprehender el entorno que nos rodea mientras que en simultáneo fijamos nuestra trascendencia. Hallada en 1994, la formación rocosa funciona a ojos del cineasta como una extraordinaria “cápsula del tiempo” porque su entrada fue sellada por una avalancha hace miles y miles de años, circunstancia que ha garantizado la preservación de las viñetas y la inalterabilidad de los restos fósiles y las huellas en el suelo. Cada año la administración francesa autoriza sólo a un puñado de investigadores a realizar distintos estudios complementarios por algunos días con vistas a ampliar el conocimiento sobre este tesoro de la arqueología, es en esta coyuntura restringida en la que el director explora la caverna y encuentra desde impresiones de manos y bellos dibujos de especies animales ya desaparecidas hasta manchas de humo de antorchas ancestrales, una figura de una Venus y rastros fortuitos de posibles rituales animistas. Por suerte no está permitida la entrada al público en general para no contaminar el área y por los altos índices de dióxido de carbono, lo que convierte a toda la propuesta en una experiencia única y fascinante. En La Cueva de los Sueños Olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) regresa el mejor Herzog documentalista, aquel de Lessons of Darkness (Lektionen in Finsternis, 1992), Little Dieter Needs to Fly (1998) y la maravillosa Mi Enemigo Íntimo (Mein Liebster Feind- Klaus Kinski, 1999). En sintonía con los demás exponentes de este “período anglosajón”, The White Diamond (2004), Grizzly Man (2005) y Encuentros en el Fin del Mundo (Encounters at the End of the World, 2007), el devenir de las quimeras y nuestros límites en tanto mortales vuelven a estructurar la simbología cotidiana de estos “gritos de piedra” en donde la vida -tal cual es- se nos presenta a través de los abismos del tiempo…
Anexo de crítica: Solamente una persona con la sensibilidad e inteligencia de Herzog puede reflexionar o preguntarse por los sueños del hombre primitivo a partir de los rastros y las huellas artísticas descubiertas en el interior de la cueva en lugar de reducirlo a un eslabón de la evolución humana. En ese recorrido majestuoso donde el espacio está atravesado por estalactitas y puntos que brillan como si fuesen diamantes el público tiene acceso como testigo privilegiado a un lugar restringido con la voz guía de un afilado Herzog que fuera de la caverna patenta su gran capacidad para preguntar e incluso atreverse a la ironía al detectar la pedantería o arrogancia del discurso científico que en ese fragmento de conjeturas también persigue la búsqueda de la verdad. Sin embargo, la pregunta por esa verdad absoluta que pueda determinar cómo era aquel hombre del paleolítico; cómo pensaba; cómo se relacionaba con la naturaleza termina igual de encapsulada en otra pregunta más trascendente y profunda: por qué tuvo necesidad de comunicar su tiempo, de trascender más allá de su finitud y su mortalidad. La respuesta descansa en el silencio de los tiempos.- Pablo Arahuete (10 puntos)
Además de haber dirigido dentro de la ficción épicas como Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios y de haber incursionado en el cine norteamericano con películas como la remake de Un maldito policía , el director alemán Werner Herzog se ha dedicado a viajar por el mundo para filmar notables documentales sobre personajes exóticos, genios creadores, osos, la vida en la Antártida, historias absurdas construidas con imágenes submarinas o espaciales y hasta temas de fuerte impacto político como la pena de muerte. En una de sus tantas travesías, tuvo el honor (y la responsabilidad) de poder acceder por primera vez con una cámara (en este caso, pensada para la exhibición en tecnología 3D) a la cueva Chauvet-Pont-d'Arc, en el sur de Francia, donde en diciembre de 1994 se descubrieron bellísimas pinturas rupestres de hasta 32.000 años. Lo que en principio daba para un documental pintoresco y de espíritu didáctico (nació como un encargo para History Channel), termina siendo en manos de ese gran director que es Herzog no sólo la minuciosa investigación que podía esperarse sino también una aventura apasionante, un hermoso viaje cinematográfico y una inteligente reflexión de alcances filosóficos y espirituales sobre la existencia humana, el legado de nuestros antepasados y la manera en que nos vinculamos y recuperamos nuestra propia historia. A partir de los testimonios de arqueólogos, paleontólogos y geólogos que estudiaron las imágenes, los huesos de animales y las formaciones de estalactitas y estalagmitas, Herzog pone en su exacta dimensión la jerarquía del hallazgo. Luego, con su inglés "germánico" en la narración y con él mismo como líder de la expedición (mitad guía turístico, mitad detective) nos va conduciendo por los intrincados pasillos de la cueva: el resultado es fascinante, por momentos embriagador. Tantas veces cuestionadas por su efectismo y su artificialidad, las imágenes tridimensionales tienen en esta narración de Herzog no sólo una justificación cinematográfica sino un aprovechamiento integral, incluso cuando su acabado técnico es menos logrado que en tantas producciones de Hollywood: gracias a ellas, podemos apreciar, "sentir" la inmensidad del lugar y de la obra de los creadores primitivos. Un gran documental para un gran descubrimiento. Una incursión en una cueva que termina siendo una exploración -no exenta de lirismo- del alma humana y de un tiempo que parecía perdido.
Werner Herzog viaja a la prehistoria Sin caer en la trampa del didactismo, el realizador da otra mirada a las imágenes creadas por el ser humano más antiguas. El siglo XXI encuentra al alemán Werner Herzog en una nueva etapa de producción, frenética y creativa, una suerte de renacimiento artístico que en realidad no es tal: el director de Aguirre, la ira de Dios no estaba muerto, sólo que sus películas no parecían correr en paralelo con el zeitgeist cinematográfico. Ahora su nombre goza nuevamente de los favores de los programadores de festivales y de la crítica en general y, tal vez por ello, productores de distintas extracciones aceptan sus proyectos y le acercan otros con la intención de tentarlo, tanto en el terreno de la ficción como en el documentalismo. Una de las características históricas del documental herzoguiano es hacer propio lo ajeno, en el sentido de acercarse a una idea, temática o personaje y, a partir de allí, construir una poética personal, partiendo de cierta instancia objetiva para transformarla completamente a través del filtro de su mirada. Es el caso de algunos de sus films de no ficción más recientes como Encuentros en el fin del mundo (2007) o Grizzly Man (2005). Y también el de La cueva de los sueños olvidados, una fascinante investigación sobre la necesidad humana de crear y legar imágenes de su propia existencia y su entorno que, en más de un momento, semeja una película de ciencia ficción donde un grupo de astronautas descubriera los vestigios de una cultura alienígena. Sin alejarse del planeta Tierra, las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, descubiertas en 1994 en el sur de Francia, son las imágenes creadas por el ser humano más antiguas conocidas a la fecha. Unos 30 mil años atrás, esa región –como la mayor parte de Europa– era un territorio vasto y frío habitado por diversas especies animales, entre ellas los últimos descendientes del hombre de Neanderthal y los más evolucionados homo sapiens. Fueron éstos últimos los encargados de darles forma a las imágenes que decoran las paredes de esta gigantesca cueva, oculta durante milenios a la mirada humana –y a las inclemencias del clima– gracias a un desprendimiento de material rocoso que taponó su entrada, transformándola en una verdadera cápsula temporal. Herzog y su reducido equipo técnico lograron un permiso excepcional para ingresar a la caverna y registrar en vivo y en directo esas ilustraciones paleolíticas. Para ello utilizaron una pequeña cámara 3D que, en determinados pasajes del film, logra transmitir las curvaturas y protuberancias de esa gigantesca tela con forma de muro y contagiar el sentimiento de prodigio espiritual, casi religioso, que todos aquellos que ingresaron en el lugar afirman haber experimentado. Pero también hay tiempo para admirar las estalactitas y estalagmitas que encuadran las diversas criptas, los huesos de osos y otros animales que habitaron el lugar, las pisadas y rastros de carbón que denotan la presencia humana. En otras instancias, La cueva de los sueños olvidados se acerca conceptualmente al audiovisual institucional por encargo, destinado a destacar las virtudes del equipo de científicos que investigan y protegen el lugar. Pero Herzog escapa de esa trampa más temprano que tarde, haciendo hincapié en la belleza de las pinturas –particularmente la de ese grupo de caballos que evidencia un enorme talento artístico alejado de cualquier idea de primitivismo– o bien tomando algunos desvíos excéntricos o irónicos, como ese científico que le saca las notas del himno norteamericano a la reproducción de una flauta prehistórica. El documental parece en ciertos pasajes una oda solemne ofrendada a los albores de la inteligencia y la sensibilidad artística de la raza humana, enmarcada por la banda de sonido de Ernst Reijseger –grave y majestuosa– y la voz impostada del propio Herzog. Pero cuando se hace difícil discernir si el realizador se ha embrollado en la enredadera de la pretenciosidad, ahí está el inserto de Fred Astaire bailando con sus propias sombras o las imágenes de los cocodrilos albinos que cierran el film para certificar que La cueva de los sueños olvidados es un Herzog de pura cepa: más interesado en generar imágenes extrañadas y portentosas que en seguir un derrotero marcado por el didactismo o la divulgación.
Lo histórico, lo lúdico y lo onírico Documental antropológico, con el sello de Werner Herzog. Uno podría -ay de la tentación gacetillera- escribir: documental sobre una caverna hallada en el sur de Francia en 1994, con pinturas rupestres de más de 32.000 años y restos fósiles de animales prehistóricos. Nada. El mero título, La cueva de los sueños olvidados , demuestra que estamos frente a una película que trasciende -lo que no significa que se sitúa por encima de - su valor científico e histórico. Un filme de Werner Herzog, al fin: afán por bucear en el vínculo entre el hombre y la naturaleza, a través de una mirada que incluye lirismo, interpelación, humor, desmesura y hasta cierto grado de delirio. Como documentalista, Herzog es un director ecléctico, verborrágico, omnipresente. En La cueva... se muestra, una vez más, como una suerte de antítesis de, digamos, Frederick Wiseman. Herzog no funciona como una “mosca en la pared”, sino como una avispa que nos hace sentir su presencia y nos aguijonea con sus reflexiones y sus sensaciones frente a lo que estamos observando. Interviene, enfáticamente; aunque con un estilo más lúdico y provocador que pedagógico: nos cuenta lo arduo que fue conseguir permiso para filmar en Chauvet y trabajar con un equipo ínfimo sin salirse de una plataforma metálica; nos comenta -desde un off casi constante- lo que se pregunta y siente ante tanta maravilla; nos transmite, a partir de digresiones, su mirada irreverente, a veces burlona, sobre los entrevistados. Para algunos, tal vez, un rasgo de megalomanía; en todo caso, el efecto es divertido, fluido, asombroso. Aclaración: al margen de sus comentarios (casi siempre o siempre pertinentes), Herzog logra introducirnos en esa cueva onírica -formada y preservada por un desmoronamiento hace dos milenios- y nos hace sentir dentro de ella, física y espiritualmente. A partir de un delicado registro en 3D, y de una iluminación que procura reproducir los efectos de las hogueras del hombre de Neanderthal, convierte a la sala de cine en una experiencia sensorial, en una suerte de extensión de esa caverna. Más discutible es cierto uso que hace de la música, con la que quiere alcanzar una epifanía. Y, como ya sabemos, las epifanías, al igual que el amor y tal vez la felicidad, ocurren o no ocurren; indiferentes a las búsquedas humanas, incluidas las artísticas. En un momento del filme, un científico -los turistas tienen prohibida la entrada a Chauvet- propone que el grupo no hable e intente captar el sonido del silencio de la cueva, que tal vez sea el latido de sus propios corazones. ¿Y qué hace Herzog? En la postproducción, le agrega música... En otros tramos, sus intervenciones, sumadas a la increíble potencia y belleza de las pinturas, nos transportan, sí, hasta las fronteras de la metafísica. Hasta esa sensación -esa certeza- de insignificancia personal y, a la vez, de formar parte de un entramado universal, de una dialéctica con el pasado más remoto. Uno de los entrevistados opina que los dibujos rupestres -el arte, en definitiva- comunican lo que la palabra no pudo y no puede comunicar. Y los compara con la película en la que está quedando registrado. Herzog le da prioridad a este concepto. La cueva... tiene una coda con imágenes casi surrealistas, plagadas de seres cuya rareza se asemeja a la del axolotl de Cortázar. Un juego con el tiempo, el espacio y la perspectiva. La diferencia entre ver un documental de Herzog y el de un director cualquiera.
Para Herzog, el 3D es más que un efecto Así como el cinerama sirvió para grandes fantasías y para documentales que nos hacían viajar casi literalmente por el mundo, ahora la nueva etapa del 3D nos descubre la posibilidad de otro viaje, con parecida sensación de realismo y sugestivas reflexiones que nos hacen pensar y también fantasear. Quien ha dado ese paso es el veterano Werner Herzog, que a lo largo de su vida combinó documentales y ficciones con igual grado de extrañeza y de lúcida angustia existencial, recorrió desiertos que se tragan el asfalto, terribles hielos polares, montañas de paredes casi verticales, selvas agotadoras donde el hombre enloquece, bosques de animales salvajes, «oficinas» de torturadores iraquíes, planicies australianas «donde sueñan las hormigas verdes». Y ahora se mete en la Chauvet de Pont lArc. ¿Cómo lo hizo? Ese lugar está prohibido al público. Una puerta de acero con sistema de alarma y guardias armados lo custodian. Ahí solo entra un puñado de científicos por año, y sólo unos pocos días al año. Adentro está la más antigua, variada, y numerosa serie de pinturas rupestres de nuestra civilización. Unas 400, todas hechas con particular nivel estético hace decenas de miles de años, ocultas luego por un alud, y descubiertas en diciembre de 1994 por tres espeleólogos de pueblo: Jean-Marie Chauvet, su vecina Eliette Brunel, y Christian Hillaire. A medida que penetraban en la cueva, entre estalactitas y estalagmitas, iban apareciendo más tesoros, y también huesos y huellas dactilares. Los pintores, posiblemente, dejaban su «firma». Enseguida el Ministerio de Cultura de Francia se hizo cargo. Debía impedir la depredación y hasta el aliento humano, que todo contamina. Por eso tantas precauciones. Tras las fotos de registro, ni un solo equipo de cine pudo penetrar en ese museo de la prehistoria. Pero Herzog no es un cineasta común. Es casi un filósofo, un tipo de gran cultura que convivió con civilizaciones muy distintas, sabe preguntar a los que saben, y reflexiona de un modo muy particular sobre la especie humana. El Ministerio lo contrató, acordó un equipo mínimo, él recorrió todo, charló con conocedores y también con locos sueltos, registró el modo en que los primeros artistas supieron usar las salientes de las rocas para dar relieve a sus pinturas (de ahí la necesidad del 3D), estudió y probó cómo ellos habrán visto esas paredes a la luz tintineante del fuego, y nos entrega ahora este viaje en el tiempo, fascinante, hipnótico, ilustrativo, y a veces también divertido. El espectador puede admirarse del paseo, de las pinturas, del trabajo de los especialistas, de la envidiable y rápida labor de los organismos oficiales (véase «grotte chauvet pont darc» en www.culture.gouv.fr.) y, en particular, puede admirarse de nuestro cicerone, un tipo fuera de serie. En resumen: una excepcional visita guiada, otra aplicación para los anteojitos, y mucho para apreciar.
Una película de Herzog nunca es lo que es, siempre es algo más. Es otra cosa, muchas cosas más. Pero siempre, indefectiblemente un Herzog es un Herzog. No importa si es una épica en el Amazonas o si es un policial intoxicado. No importa si es un documental o una ficción, un Herzog tiene siempre una marca en el orillo que lo convierte en otro género que va más allá de las dos cosas. Un Herzog es un Herzog. Uno de los rasgos particulares de esta marca es el exceso. Exceso de imágenes, exceso de técnica, exceso de ideas. Desde su concepción barroca del mundo, Herzog construye piezas que están en permanente tensión. Sus historias (reales o inventadas) nunca cuentan una relación armónica con el mundo. Siempre habla de una relación tensa (crispada sería la palabra ideal si no fuera porque no puede usarse más). Por eso cuando empezó a circular el rumor de que Herzog iba a filmar un documental 3D, los que conocemos su gusto por el exceso pensamos que quizá la experiencia iba a ir muy lejos. Y no nos equivocamos. Como de costumbre la anécdota es lo de menos. La excusa histórico-arqueológica de visitar unas cuevas está al mismo nivel que el esquiador especialista en salto a distancia, los pozos petroleros en llamas o los escaladores de la montaña luminosa. Esta vez, parece que Werner consiguió un permiso del gobierno de Francia y, cobrando sólo un euro de caché, se metió a filmar en unas cuevas que llevan 32.000 años selladas y a las que no puede entrar nadie más que un selectísimo grupo de científicos. La mirada es atenta pero creativa. El director parece darle tanta importancia a lo que pasa dentro de la cueva como lo que pasa dentro de su cabeza. Todo lo que muestra con sensibilidad documental está colado por su punto de vista que conduce, recorta, interpreta cada dato científico y lo manipula para su interés. El uso que hace del 3D no es para nada naturalista. Aunque por momentos lo usa para darnos la impresión de estar descendiendo con él y su equipo a la zona vedada y de sufrir como él por no poder estirar la mano para tocar los huesos y las pinturas tan al alcance, la mayoría del tiempo abusa del relieve convirtiendo piedras, estalactitas y estalagmitas en potentes fantasmagorías, apariciones fantásticas que nos llenan los ojos y nos interpelan con violencia. Todo parece dispuesto dentro de la cueva para la visita: los huesos de osos cavernarios regados con cuidado para ser vistos por la lente, piedras colocadas sugestivamente que indican rituales desconocidos, marcas de animales salvajes que ya no existen y arañaron las paredes. Entre esos restos Herzog rescata historias, rastrea el rasgo humano, husmea para encontrar la marca de quienes estuvieron, habitaron y utilizaron esa cueva hace miles de miles de años. Usa el 3D con un fin sobrecogedor para rescatar el detalle mínimo, la marca de la mano, las cenizas de las antorchas, la huella y, por supuesto, los dibujos. “Acá, junto a la entrada no hay dibujos” dice el primer científico Ciceron después de que pasamos con la cámara la vedada puerta de nuestra cápsula del tiempo, “eligieron que estuvieran en la profundidad, en la oscuridad” y encantados con esta idea, nos conduce a la zona oscura y en ella a los pictogramas. En un juego sugestivo Herzog nos muestra con la última tecnología disponible -el 3D-, las imágenes que hombres anónimos hace miles de años plasmaron con las primeras tecnologías conocidas. Estas figuras, bajo la lente de Herzog se convierten en una teoría del protocine cuando nos muestra que los dibujos de animales con 8 patas debían crear un efecto de movimiento cuando se combinaran las irregularidades de la cueva y los efectos de la luz vacilante de las antorchas. De la mano de otro especialista nos topamos con la idea de que las siluetas proyectadas sobre el fondo de la caverna debían dar el efecto de figuras bailantes y el inglés afectado de Herzog construye la genealogía poniendo a esos homo sapiens como precursores de Fred Astaire y como los creadores de la primera forma humana no sólo representada sino proyectada. En este documental de Herzog, la cueva no solo es una curiosidad arqueológica, es, además, una gran caja de Pandora que encierra los secretos del origen del Arte, pero no de cualquier arte, de su arte, el cine. Los pictogramas muestran el mundo, la realidad del mundo de estos protohombres, pero para mostrarlos lo construyen de nuevo, como Herzog, para verlo en la profundidad de una sala oscura. Pero el director no se detiene acá, como quien junta las piezas de un gran rompecabezas, indaga, investiga, pregunta con una curiosidad infantil y con un espíritu lúdico que se deja fascinar por las respuestas, y entre estas idas y vueltas dentro y fuera de la cueva, Herzog va pisando otro terreno ya conocido de todas sus películas: las historias de gente obsesionada. Gente para la que su ocupación no es sólo una forma de pasar el tiempo, es más bien un padecer, una enfermedad. Y así nos encontramos con las historias de quienes trabajan en la cueva. Con uno de ellos construye ante nuestros ojos el mito del arqueólogo que antes había trabajado en un circo y que tuvo que dejar de entrar a la cueva porque de noche lo perseguían leones en sueños. Acerca de un espeleólogo cuenta que en el pasado fue un excelso perfumista y que hoy confía en su nariz para detectar nuevas cuevas. Se hace del caso de la científica en jefe, especie de malvada madre superiora, que vigila celosamente los caminos de piedra y que puede reconocer a uno de los primitivos artistas por su meñique torcido. O arma un paso de comedia sobre ese científico incapaz de mostrar la eficacia de los elementos de caza o el musicólogo que sostiene que dentro de las posibles melodías interpretadas por nuestros ancestros con una flauta de hueso de pájaro, muy posiblemente, estuviera la el himno de EE.UU. Herzog va y viene del pasado al presente, de los primeros hombres a los hombres actuales. Mezcla una computadora que simula las capas de las pinturas con una hoguera prendida hace miles de siglos. Hace convivir a un niño con un lobo que quizá nunca se vieron. Hace cazar a un científico un caballo imaginario con un arma que quizá existió. Todo es conmovedoramente cierto dentro de la caverna que en sus paredes, como en el mito platónico, tiene reflejados los arquetipos del arte que fue y del que iba a ser. Pero también todo es apariencia, todo parece especulación y, en cierta medida, fantasía incontrastable. Verdades científicas y fabulaciones están tan cerca que es difícil ver dónde termina una y empieza la otra. La cueva es una cápsula del tiempo en la que se mezclan las vidas de los hombres que vivieron hace miles de años y las que hoy viven en la cueva. Un misterio tan grande y fascinante se esconde en los motivos de unos y de otros, y el ojo de Herzog está ahí para revelárnoslo.
ASOMBRO EN LO PROFUNDO La primera película en 3D... “Buscar paisajes que todavía no hemos ofendido, planetas que aún no existen, paisajes soñados”, decía Herzog hace un tiempo. Filmar lo que todavía no tiene una imagen ha sido uno de los vectores de su cine. Lo extremo y lo excéntrico son otras características ostensibles, pero Herzog es el cineasta de nuestra especie: entiende el costado poético materialista de Darwin y por tanto ve a la especie humana como una especie entre especies. Su especialidad son los hombres y, aunque por momentos un nihilismo juguetón es visible en sus películas, Herzog no es un practicante de la misantropía. El eje de La cueva de los sueños olvidados es una anécdota de montaña y un hito evolucionista. En 1994, unos exploradores se encontraron con un pasaje angosto en una zona montañosa cercana al río Ardèche en el sur de Francia. Al adentrarse en la cueva descubrieron una suerte de museo de arte paleolítico. Entre cristales que parecen esculturas de parafina, había pinturas rupestres: leones, caballos, rinocerontes, bisontes, incluso las palmas de las manos de estos artistas inimaginables de hace más de 33.000 años podían verse sobre las rocas utilizadas como lienzo. Después del descubrimiento, el gobierno de Francia selló la entrada con una puerta parecida a la que se utiliza en los bancos. Preservar el hallazgo y a su vez estudiarlo fue la política adoptada. Ciencia sí, turismo no. Son los científicos y algunos artistas, entre ellos Herzog y un equipo mínimo de rodaje (por un tiempo breve), los que han podido y podrán visitar este territorio encantado, aunque se proyecta una réplica exacta para que el público pueda ver la Cueva de Chauvet (Chauvet es el apellido del líder de la expedición). Quizás la mejor opción sea otra: visitarla a través del ojo mecánico y tridimensional de Werner Herzog. El plano inicial es un travelling hacia adelante en un viñedo. Paulatinamente, la cámara se mueve y el efecto en 3D anticipa una intención: hacer partícipe a quien mira de un viaje. A menudo, en el cine 3D lo que importa, algo ya establecido casi como una regla, es que la imagen se escape de la pantalla física. Los objetos se salen del rectángulo blanco y los recibimos ópticamente a menor distancia; así los sentimos cerca, están con nosotros. El procedimiento de Herzog durante todo el film será inverso: serán los ojos los que se implicarán con el plano percibido en 3D. La profundidad de campo ampliada es un aliciente para el observador. Son los ojos los que deben encaminarse. A partir de esto, incluso, se pueden adivinar las intenciones de Herzog cuando elige un falso plano de intromisión de la pantalla hacia la platea, un plano subjetivo desde un parapente en el que una persona frenará al camarógrafo volador. El modo como sucede parece ser un efecto de salida, pero en realidad es el mismo movimiento propuesto desde un inicio: se ataja la mirada, y las manos de quien frena el vehículo volador simplemente detienen al camarógrafo. La estructura narrativa es sencilla: ver las pinturas, los espacios circundantes, escuchar las opiniones de distintos científicos, volver a ver las pinturas y propiciar nuevas preguntas. En algún momento habrá un viaje tridimensional a través de un diseño computacional de toda la estructura de la cueva; literalmente, es un viaje óptico inolvidable que funciona además como interludio de un esquema preciso que Herzog sigue y viene repitiendo en sus recientes documentales: cabezas parlantes, paisajes no discursivos y su intervención reflexiva (que oscila entre el sentido común y la indagación filosófica) se combinan de tal modo que sus filmes constituyen ensayos generales sobre la especie y sus creencias, películas que pueden ser tan cinematográficas como televisivas (de autor, según su compatriota Kluge), tan extremas como accesibles. En todas ellas preexiste un concepto que organiza secretamente lo que vemos. Diríase que Herzog es nuestro cineasta darwinista por excelencia: su lente mira nuestra especie y las mil formas de adaptación, sin olvidar nuestra interacción con las otras criaturas que pueblan el mundo y la intersección entre lo artificial y la naturaleza. Jamás postula, si se mira con atención, ningún elemento transcendental que dé sentido al escenario del mundo constituido por materia: el límite es la inmanencia. En Herzog, el mundo no es jamás la expresión de un diseño inteligente y profundo. La Tierra y nosotros en ella estamos simplemente en una involuntaria travesía a la deriva, sin un origen que respalde nuestra empresa exploratoria. ¿Una cosmología conscientemente atea? Sí, y sin vacilación alguna, incluso si el objeto del documental es el Dalai Lama. Eso no oblitera ni el asombro ni el placer sensual de estar en el mundo, ni siquiera impide maravillase por la obsesión metafísica de postular entidades sagradas. El animal del lenguaje imagina, delira, inventa. En Herzog ha sobrevivido una experiencia vital en extinción: la noción de aventura. Ir en búsqueda de lo desconocido. Lugares sin palabras, tierras sin imágenes, se trata de buscar siempre un antes de la civilización, el afuera del orden del discurso. Evidentemente, una experiencia erosionada por diversas prácticas cotidianas en donde todo está a la vista para devenir en mercancía simbólica. Herzog, todavía, consigue validar una experiencia moderna del movimiento ligada con la expedición. Trasladarse es moverse de un lugar que conocemos a uno que desconocemos. La experiencia del mundo todavía se resiste a una codificación total. En Herzog, el genoma de nuestra vida simbólica sigue siendo indescifrable. La primera interpretación de las pinturas es de Herzog. En la figura de los leones y los caballos ve el inicio del cine, su prehistoria. En efecto, son pinturas que intentan dar cuenta del movimiento, y es ahí donde quizás habría que localizar a los primeros cineastas y animadores. Más tarde, Herzog se preguntará si la invención del alma humana no tendría allí su genealogía, declaración central de la película, pues se pronuncia en un estilo especulativo, minutos después de que uno de los científicos apela a un salto metafísico. Más que homo sapiens –dirá el hombre de ciencia– somos homo spiritualis, lo que Herzog niega dialécticamente minutos después y recupera en clave darwinista. Es que el alma, desde un punto de vista clásico y ortodoxo, jamás puede ser una invención. Que la genealogía del alma ha tenido lugar en esa cueva remota significa simplemente que en esas pinturas y algunas ceremonias sagradas que acompañaban su realización se estaba instituyendo un léxico poderoso en el cual se proponía un algo más allá del mundo. Ese más allá tendrá más tarde su correlato en la interioridad, otra invención, desde esta perspectiva, de lo que se predica la prehistoria del alma. En un epílogo delirante y filosóficamente relevante, Herzog sugiere en una visita enigmática y cómica a un invernadero situado a pocos metros de las cuevas y más cerca de una planta nuclear, en donde viven unos cocodrilos albinos, quizás mutaciones vivientes frente a la exposición nuclear, que esas criaturas son nuestros dobles. ¿Qué clase de asociación es ésta? Una lectura posible de Un maldito policía en Nueva Orleans es que no es otra cosa que un cuento filosófico sobre nuestra condición animal, algo así como un film sobre el carácter dominante de nuestro complejo R, la zona cerebral que supuestamente compartimos con lagartos y serpientes. Ese giro cómico al final de La cueva de los sueños olvidados tiene una resonancia filosófica que excede la asociación libre y la tendencia al humor. Finalmente, Herzog en 3D tiene (un) sentido. Los primerísimos planos del suelo de la caverna, los travellings sobre los huesos animales y los famosos dibujos son operaciones formales con un fin específico. El 3D en Herzog funciona como un dispositivo destinado a superar la representación cinematográfica, el plano dimensional que refiere a la pintura y a la fotografía, trastocado por el movimiento pero sin superar la distancia inconmensurable entre lo que es visto y quien mira. La búsqueda parece ser muy diferente a la de Cameron y Burton, dos supuestos autores que han trabajado en tres dimensiones. Aquí no se trata de estimular sensorialmente la percepción sino de alterar la experiencia sustituyendo la representación (que, por definición, implica una distancia entre el observador y lo observado). Una exigencia ontológica se le impone a Herzog, y quizás también una difusa e inconsciente deontología respecto de un registro que, por ser histórico e irrepetible, debe reproducir más que representar una experiencia. La cámara debe ser literalmente una extensión de nuestra mirada, una experiencia óptica democratizada, tal vez fallida pero intensa, pues ni usted ni yo veremos por nuestros propios ojos las cuevas de nuestros antepasados, ese escenario primordial en el que nacieron los sueños y en donde Herzog creyó encontrar los primeros esbozos del cine.
El abismo del tiempo En los últimos meses llegaron a nuestras pantallas dos muestras de que el 3D es una herramienta de infinitas posibilidades. Primero fue Pina, de Wim Wenders, y ahora -después de su paso por el último BAFICI con funciones agotadísimas- la imperdible La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog. En tiempos de piratería, hay que empezar diciendo que tanto Pina como esta película demandan ser vistas en el cine; no hacerlo sería casi como perdérselas. En ellas el 3D no es un simple truco, sino que está íntimamente ligado al tema de la película: la danza, en el caso de Wenders; las pinturas rupestres, en el caso de Herzog. En La cueva de los sueños olvidados, Herzog y su equipo son de los pocos privilegiados autorizados a adentrarse en la cueva de Chavuet, que alberga las pinturas rupestres más antiguas descubiertas hasta la fecha. Decíamos que la tridimensionalidad es aquí esencial: primero, porque aunque la pintura sea definida como un arte bidimensional, las pinturas rupestres están encarnadas en la piedra, con todos sus accidentes, y el 3D recupera –aunque sea en parte- esta materialidad. El 3D evidencia también su asombroso estado de conservación (asombroso al punto que se llegó a creer que podían ser falsas) de un modo que ningún testimonio habría logrado. Por otro lado, es una herramienta ideal para un cineasta que siempre le pone el cuerpo a sus películas, pero literalmente; el 3D permite compartir esto en cierto modo con el espectador, haciendo que la inmersión en la cueva se vuelva casi tangible. Relieve y profundidad: estas son las dos claves de la fotografía de la película. El acceso a la cueva es restringido desde un comienzo: pocos días, pocas horas, con un equipo reducido, sin posibilidad de ir más allá de un camino ya pautado. Las imágenes son, entonces, limitadas. Herzog rodea una y otra vez las mismas pinturas, hipotetizando sobre eso que a la vez nos une y nos distancia de quienes las realizaron, buscando la clave de ese momento en el que despertó el alma del hombre moderno. La película, estructurada a partir de la inconfundible voz del director y de los testimonios de los científicos que estudian la cueva, sería en otras manos poco más que un documental educativo, aunque su objeto sea fascinante. El documento sigue ahí, pero Herzog la convierte en mucho más que eso.Para empezar, a través de sus reflexiones. Con Herzog es imposible saber cuándo tomarse las cosas en serio; hay en él un extraño sentido del humor y una solemnidad extrema, que combinados dan como resultado una visión del mundo delirante y sobrecogedora a la vez (como ejemplo bastan las digresiones del epílogo). Pero además, gracias a su capacidad de construir los personajes más insólitos a partir de lo que en cualquier otro documental habría sido tan sólo un testimonio. Todos los personajes del film podrían ser el punto de partida para otra película de Herzog: el antropólogo que fue malabarista, el que recrea vestimenta e instrumentos musicales prehistóricos, el experto en perfumes que trata de descifrar el aroma de la cueva… Todos están tan poseídos por su tarea científica como lo estaba Fitzcarraldo por la idea de arrastrar un barco cuesta arriba a través de una montaña. Hay un vínculo indisoluble entre el cine de Herzog y las fuerzas naturales (el hombre, entre ellas). Quizás todo lo que nos cuenten sus películas sea el devenir de un paisaje interior: el hombre poseído por el mundo, el mundo como expresión del hombre; y siempre, al final, la naturaleza como un ente inconmensurable y superior a toda estrategia humana de conquista y conceptualización. Entre las pinturas rupestres y nosotros hay un abismo de tiempo infranqueable, que las hace inaccesibles a un nivel esencial. A esa distancia se suman las otras, las que impone la ciencia: para conservar la cueva hay que prohibir su acceso. Podemos proyectar sobre esas pinturas sólo lo que sabemos; la película nos las muestra bellísimas en su misterio, y delineadas por las múltiples miradas que intentan descifrarlas. Pero hay mucho que no sabemos, y que no se puede recuperar. Como dice Herzog sobre nuestros antepasados: “nosotros vivimos encerrados en la Historia, y ellos, no”. Frente a la infinita distancia que nos separa de las pinturas de la cueva de Chauvet, sólo quedan preguntas.
Hay algo interesante en el hecho de que un cineasta considerado magistral como Werner Herzog tome el artefacto 3D y realice con él un documental. De algún modo, legitima un procedimiento que, hasta ahora, era considerado sólo como un aditamento comercial más o como la posibilidad de que el cine remedara a una montaña rusa. Es también interesante que Wim Wenders haya realizado su homenaje a Pina Bausch utilizando la misma técnica y casi al mismo tiempo: ambos cineastas muestran que el 3D es ideal para sumergir al espectador en lo más parecido a la experiencia de la realidad, y reclaman su dominio para el género más alejado del artificio. En este caso, Herzog recorre cavernas antiguas donde hombres que vivieron hace miles de años retrataban en las paredes su sueños, sus fantasías y sus deseos. Por cierto, los discursos a veces cómicos de Herzog hacen contrapunto con el mero registro. Y, en algún punto, también señala los límites -técnicos, sí, pero también emotivos- del procedimiento. Sin dudas, el film representa una experiencia lúdica extraordinaria, mientras que Herzog nos cuenta que es imposible transferir todos los elementos de esa experiencia en el mundo real. Lo hace, por cierto, con humor y fascinación tanto por el aparato que tiene entre manos como por ese mundo: la más alta tecnología del arte se encuentra con la más baja y ambas se identifican. Un entretenimiento, pues, paradójico y por eso mucho más interesante que su propio tema.
Hay que agradecer una y otra vez a Werner Herzog por haber pensado en este documental, el darnos la posibilidad de contar con este verdadero sueño maravilloso del que nosotros, mortales corrientes no podríamos acceder si no fuese por causa de este proyecto; transitar el estrecho pasillo especialmente construido para realizar la incursión única a la cueva de Chauvet - Punt-d’Arc(Francia) con 32.000 años de historia, poder ver todo el arte en su interior incluyendo también los huesos, huellas, piedras, uno de los dibujos de 360° de un pubis femenino al cual tenemos el acceso denegado para no pisar la zona por la que ha dejado sus grandes huellas un oso. Gracias a Herzog, quien cuelga su cámara a un sostén, podremos completar esa imagen. Este nos brinda un nuevo registro de la femeneidad de la época cual Venus de Willendorf. Asi también sabemos que los leones de entonces no poseían melena (otro dato para los curiosos, en el documental hay varios)...
Sin dudas, no será "The cave of forgotten dreams" un documental que la gente irá a ver masivamente en cines. La afluencia de público que elige ver documentales es reducida, con lo cual la primera impresión que tenemos al salir de las salas es "cuanta gente se lo va a perder"... Soy docente (ya lo saben) y me fascina ver lo didáctico que son algunos directores a la hora de graficar y construir sus universos partiendo de elementos concretos y palpables. Aquí, no hay ficción, por lo que la manera en la que el enorme Werner Herzog encara su increíble recorrido dentro de uno de los lugares más famosos de la tierra, es admirable. Es cierto que la idea de ser parte de un viaje en tres dimensiones en este espacio atrae, pero el cineasta utiliza los recursos narrativos con maestría, logrando un entretenimiento intenso y profundamente reflexivo a la vez... Herzog logró la autorización para visitar y filmar la cueva de "Chauvet-Pont-d’Arc", situada en el sur de Francia y que posee las pinturas rupestres conocidas más antiguas en la humanidad. La misma fue descubierta en 1994 y no hay acceso a la gente para preservar las condiciones propias del espacio (se cuenta durante el film que en una similar se permitió la afluencia del público y la respiración producida fue creando moho en las paredes de la misma, contaminando las paredes y complicando su estudio a nivel científico). Por lo que, ninguno de nosotros jamás podremos pisar esta maravilla. Digo esto, porque es trascendente el hecho de saber que esta será la única manera que tendremos (seguramente, a no ser que seamos científicos prestigiosos) de conocer este increíble lugar. Y Herzog, pone su equipo a trabajar en ella, utilizando la técnica 3D para transmitir el máximo de fidelidad a la hora de percibir la cueva. El travelling por el lugar es un viaje en sí mismo. Pero obviamente, un hombre como Werner Herzog no se va a quedar en lo majestuoso de la imagen, sino que él mismo tomará a su cargo el relato y nos regalará su particular visión de "Chauvet-Pont-d'Arc" debatiendo y entrevistando a científicos, historiadores y técnicos sobre el significado de las pinturas que se ven, desentrañando una red de conceptos muy interesantes sobre el origen y la evolución del hombre. Y no se queda ahí. Sobre el final, hay un cierre muy interesante que no queremos anticipar, donde dejamos de lado el pasado y pensamos críticamente el futuro... Herzog pone bastante color al elegir quienes participan en sus entrevistas, (el especialista en perfumes tiene una cara! y el que estudia las armas y los métodos de casa en la antiguedad es uno!!!) pero quizás el único reproche que podemos hacerle desde aquí es que en algunos tramos se excede en el tiempo que filma la cueva en soledad. El siente que el espectador necesita ese tiempo pero es su sensación y desde la butaca, si bien interesa, a veces creemos que su duración podría ser acotada. Vuelvo al inicio y creo que "The cave of forgotten dreams" en 3D es un hito en la historia del documentalismo, no sólo por la técnica aplicada en él, sino también por el enfoque que el director ofrece sobre un lugar absolutamente necesario para nuestro conocimiento. Siento en su trayecto que este no sólo es un gran film, sino que marca un camino que esperamos, ansiosos, que otros realizadores transiten pronto. Un gran cierre de año, realmente.
El enorme Werner Herzog retoma su obsesión por los documentales sobre grandes misterios de la Tierra y, tras los fallidos Grizzly Man y Encuentros en el fin del mundo, consigue una obra maestra al nivel de sus últimas ficciones. La novedad de La cueva de los sueños olvidados es que Herzog filma por primera vez en 3D. El cineasta se metió con un equipo de solo 3 personas en la cueva de Chauvet-Pont-d’Arc, que hace 32 mil años escondía pinturas humanas. El resultado es un ambicioso y, sobre todo, vistoso documental con un 3D filosófico que indaga, con el inigualable tono de Werner Herzog, los orígenes del alma humana y un intento de proto-cine cavernario.
El cine se desarrolla en el terreno de los sueños, de los anhelos y deseos colectivos... algo especial que no se da en la pintura, la arquitectura o la literatura... Me inclino hacia un cine que pueda fabricar el mundo de otra manera, que pueda devolvernos intactos nuestros sueños, nuestros deseos". Werner Herzog. Las experiencias vividas de niños nos acompañan de un modo u otro a lo largo de nuestras vidas. En el caso de Herzog, su vida en las montañas de Baviera ha contribuido a marcar su filmografía, haciendo siempre del paisaje un personaje más de la historia. Si bien es cierto, que su obsesión por registrar con su cámara lo que todavía no ha sido capturado ha sido recurrente en su obra, su idea de apresar lo real, la esencia de la existencia sin imágenes previas tiene, en esta ocasión, otras connotaciones. Esta vez y es probable, que únicamente, tanto él como los espectadores serán concientes de lo que implica ser el primero y el último cineasta que ha podido apresar y captar con su cámara por primera vez los sueños del pasado anclados en la cueva de Chauvet- Pont-d´Arc, Ardeche - Francia descubierta en diciembre de 1994. Porque La cueva de los sueños olvidados es un documental en 3D que nos introduce en 30.000 años de historia y que alberga en su interior un verdadero tesoro del arte rupestre del Paleolítico. La cueva de Chauvet es un momento congelado en el tiempo en donde se introduce Herzog a través de un sendero de 60 centímetros y por sólo unas horas de tiempo, con el objetivo de crear “Historia” e imaginar las “historias “, de esos hombres, mujeres y niños, que están allí representados por el arte y presentados a su vez por esta representación. Hay un halo de melodrama Wagneriano y movimiento a lo Fred Astaire en estas pinturas y en este escenario, y estos remiten a apelar a la imaginación para lograr reconstruir el espacio y el tiempo, y fundamentalmente LOS SUEÑOS. Porque lo que se evoca cuando pensamos: ¿Que querían comunicarnos?, no es al Homo Sapiens, sino al Homo Spiritualis. A eso apunta el film, y en un tono romántico (del más puro romanticismo alemán). Narrada en primera persona, La cueva de los sueños olvidados representa el testimonio estético y filosófico más antiguo de la humanidad y Herzog ha conseguido generar asombro y transmitir emoción. Al margen de que con él el cine en 3D alcanza hasta hoy su sentido más profundo, ya que trasladar el fenómeno de la percepción en forma directa en la cueva desde el comienzo al final de su recorrido es una experiencia absolutamente inédita. Sin desmerecer el excelente trabajo de Win Wenders sobre Pina Bausch, con la que quedó demostrado que el cine en 3D podía aportar una vivencia diferente en este caso el movimiento del cuerpo humano asociado a la danza y por ende más teatral y vanguardista. En el caso del trabajo de Herzog, la estrategia es transformar a los espectadores en testigos, ya que nos hace formar parte de una experiencia sensorial sin precedentes, que nos invita escuchar al silencio sumado solo a los latidos de nuestro corazón. Fundador del denominado Nuevo Cine Alemán junto a Fassbinder este (por momentos polémico cineasta) ha demostrado una vez más, que sin ninguna duda sigue fabricando un mundo fiel a sus sueños y a sus deseos. Publicado en Leedor el 29-12-2011
Sobre el documental de Herzog no tengo mucho para decir, más allá de que es notorio que Herzog brilla mucho más en el epílogo –en donde se lo nota más libre para relacionar temas, para sorprender, sacudir, inquietar– que con la exploración del arte rupestre dentro de la cueva de Chauvet (en donde filmó con múltiples restricciones). El documental no deja de ser sólido, más o menos atractivo según el interés de cada uno en los orígenes de la representación figurativa, y las declaraciones de los entrevistados y la narración del propio Herzog tienen momentos enjundiosos, pero el Herzog genial es, por ejemplo –y por nombrar otra película que incluye cocodrilos–, el de Un maldito policía en Nueva Orleans. La cueva de los sueños olvidados muestra a un gran director con un montón de condicionamientos temáticos y en el rodaje. Por otra parte, espero no leer demasiadas veces en las críticas sobre esta película que “Herzog hace un magnífico uso del 3D” porque no hay nada demasiado destacable en ese eso. Es decir, nada que no haya hecho ya mucho mejor y desde muchos más ángulos James Cameron en Avatar. Sería por lo menos raro, tal vez hasta injusto, elogiar el 3D de Herzog –y hacerlo con cierto desprecio hacia esa tecnología– sin haber visto, qué sé yo, un hito del 3D no animado como Jackass 3D. En Un zoológico en casa Cameron Crowe hace su mejor película desde Jerry Maguire (1996). Y como en esa película (y como en la menos lograda Elizabethtown*), Crowe vuelve al tema de la refundación de una vida. En Un zoológico en casa, de forma explícita, relaciona –por medio de un diálogo que dice Matt Damon– el desafío individual, el volver a empezar personal y familiar con la aventura, el sueño americano. Un zoológico en casa utiliza tantos recursos para emocionar con facilidad que es difícil decir que se excede en ese uso. Los excesos sensibleros y emocionales son la lengua de la película, y gracias a un actor como Matt Damon el relato se mantiene cohesionado (Jerry Maguire descansaba en Tom Cruise, y Elizabethtown no podía descansar tan cómoda sobre Orlando Bloom). Por supuesto, como siempre, Crowe hace de cineasta disc jockey, enamorado de las canciones de Tom Petty, Bob Dylan y un largo etcétera. La película de Werner Herzog muestra a un Herzog casi siempre contenido, y la de Cameron Crowe a un Crowe desatado. La que mostraba a Crowe contenido, impostado, era Casi famosos, en donde quería ser más cool de lo recomendable para su cine que, a fin de cuentas, fue siempre mucho más de sentimientos cálidos y de cierta ñoñería que de áspera actitud rockera. Herzog, en el que suele aflorar el asombro frente al mundo, en La cueva de los sueños olvidados se mantiene casi siempre dentro de la buena educación y corrección científica, y de esa forma no siempre está a la altura de los sueños –o, mejor dicho, pesadillas– que suele ofrecer como el cineasta superior que es. Y hablando de educación científica y terminología correcta, no puedo dejar de decir que Cameron Crowe se ha ido al carajo –estilísticamente hablando– y eso no es del todo una mala noticia. *Después de escribir los párrafos anteriores y mientras revisaba unos números viejos de El Amante, encontré este texto breve que escribí hace seis años, sobre Elizabethtown. Creo que se aplica bastante a Un zoológico en casa: “Si la cursilería amenazaba el cine de Cameron Crowe desde Jerry Maguire, en esta comedia romántica very american, mezcla con drama familiar y relato de aprendizaje, directamente lo toma por asalto. Si las películas de Crowe ya eran en buena medida unos ‘grandes éxitos musicales’, acá pasa lo mismo, pero de manera más descarada, al punto de que unos CDs compilados con indicaciones cursis se comen el cuarto final del asunto. Con todo, hay algo extrañamente atractivo aquí. Tal vez sea porque Crowe decidió que podía hacer todo eso convencido y sin sonrojarse.” Y ahora, sin sonrojarme, y convencido al menos del primer puesto, las mejores películas de mi año de estrenos: 1. Más allá de la vida (Clint Eastwood) / 2. Damas en guerra (Paul Feig) / 3. Copia certificada (Abbas Kiarostami) / 4. Larry Crowne (Tom Hanks) / 5. Amigos con derechos (Ivan Reitman) / 6. Super 8 (J.J. Abrams) / 7. La piel que habito (Pedro Almodóvar) / 8. Los Marziano (Ana Katz) / 9. Habemus Papa (Nanni Moretti) / 10. El estudiante (Santiago Mitre). Y fuera del top ten pero con ganas de entrar: 11. Imparable (Tony Scott) / 12. Piraña 3D (Alexandre Aja). Y no consideré para el top ten porque se estrenaron en formatos de menor jerarquía a Alamar (Pedro González-Rubio) y Carlos (Olivier Assayas), pero quería destacarlas. Y que tengan un feliz 2012.
El director alemán Werner Herzog consiguió concretar un sueño que acunaba desde su infancia cuando logró ingresar a la cueva francesa Chauvet-Pont-d’Arc, donde se esconden tesoros de arte rupestre de 32 mil años de antigüedad. Tras un acuerdo con el Ministerio de Cultura de Francia el director —que aborda el documental con el mismo entusiasmo con el que hace ficciones filmadas—, plasmó una obra con imágenes que sólo podrán apreciarse en el cine, ya que, por las medidas conservacionistas que lo resguardan, en el lugar no se admiten las visitas del público. En un recorrido por escenas de la historia milenaria del hombre en la Tierra, Herzog ofrece una prueba invaluable sobre los orígenes del arte pictórico. El recurso de filmar en 3D se justifica porque produce la sensación real de encontrarse en un ámbito donde el tiempo parece detenido. El director admitió que cuando en su infancia descubrió en la tapa de un libro el dibujo de un caballo del Paleolítico, esa imagen lo persiguió y, finalmente, lo llevó a recorrer los vericuetos de la caverna junto a otros tres hombres provisto de una cámara 3D, con la que registró la magia encerrada en las profundidades de la piedra que conserva la memoria artística del hombre. Una película para ver y admirar, con los toques creativos que el director le aporta para sacarla del contexto de un frío filme documental y dotarla del calor de la mirada humana.
Recuerdos del futuro Dos elementos que se conjugan, aparentemente de forma aleatoria, son los que dan a esta producción cinematográfica visos de lo extraordinario. En principio el público en general no podría tener acceso a conocer, a ver, a vivir la experiencia que implica poder ser testigos, aunque mal no sea visuales, de uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de los últimos años, las ahora consideradas como más antiguas pinturas rupestres, dentro de la cueva “Chauvet Pont de Arc” en Francia. Estas pinturas fueron halladas en 1994 por un grupo de exploradores. Luego de verificar científicamente que las mismas datan de hace 32.000 años, por lo que superan en casi el doble de tiempo a las consideradas hasta entonces como las más antiguas, las encontradas en la cueva de Altamira, España. No sólo estas dos manifestaciones están separadas por el tiempo de su producción, o por la diferencia temporal del descubrimiento, las de España se habían descubierto en la segunda mitad del siglo XIX, sino que además las francesas tienen otro plus a su favor, son la técnica utilizada y la perfección del uso del espacio físico de las mismas. El otro elemento que hace pie para construir esta maravilla del séptimo arte es la mano, el ojo, la sapiencia, de uno de los más grandes directores de cine Werner Herzog. Más allá de los prejuicios, la película viene promocionada con la vedette tecnológica de los últimos tiempos: el 3D. Pero el realizador alemán, al igual que su compatriota Wim Wernders con el maravilloso film “Pina”, utiliza la tecnología mayormente dentro del plano de lo narrativo constructivo. Sin olvidarse de lo ideológico ni de lo estético (Herzog) o en el plano de la estética discursiva (Wenders), que parece pero no es lo mismo, y no como “espejito de colores” tal cual la factoría hollywoodense” nos esta vendiendo, o intentando imponer a través de sus ultimas producciones. Luego de su incursión por el cine de ficción en Estados Unidos Werner vuelve al género documental, pero como siempre pone su sello personal, su impronta, no estamos frente a formas como “National Geographic” o “Animal Planet” El dato es que las pinturas descubiertas sobre las piedras son de una calidad exquisita y de una actualidad asombrosa, el artista, o los artistas, utilizaron la irregularidad y rugosidad del lienzo (la piedra, entiéndase) para que las figuras representadas den la sensación de movimiento y profundidad, entonces la elección del 3D está en función de lo que se muestra, y lo que se ve esta en relación directa con el hacer cotidiano del hombre que “habitaba” esas cuevas hace más de 30.000 años. Esas representaciones, en las cuales no sólo hay figuras de animales, aportan valiosos elementos para estudiar culturas pasadas, eso lo sabe muy bien Herzog, entonces intercala su expedición, incursión, exploración dentro de la cueva con entrevistas a arqueólogos, antropólogos, paleontólogos, pero no lo hace en función periodística, es una de sus formas de investigación para poder darle escritura al texto fílmico. De la misma manera sale de la cueva para mostrar el bello paisaje exterior. En los tres espacios y en los tres momentos va modificando de uno a otro el estilo, pero lo que a primera vista parece ser de libre albedrío, en realidad responde al producto en general. De la misma manera utiliza la música, no sólo esta puesta para adornar las escenas, de forma empática, sino que por momentos parece puesta en función del estado de animo del realizador. Que dicho sea de paso demuestra su buen sentido del humor durante algunas entrevistas, en cómo y por qué reflejar a los científicos a los que recurrió. El espectador podrá percibir ese acuerdo perfecto que se establece entre la estética de éste arte y la intensidad visual en la pantalla por donde desfilan durante 90 minutos centenares de escenas, multitud de lugares, infinidad de expresiones y miles de años. Posiblemente Herzog todavía no haya podido responderse la pregunta filosófica por excelencia, y que tanto lo mueve: ¿Qué es el hombre? Por ahora sólo nos muestra qué es el cine.
Por los orígenes de la humanidad El director de Fitzcarraldo decidió encarar un proyecto ambicioso: filmar en el lugar donde aparecen pinturas rupestres del hombre prehistórico de hace 32 mil años, utilizando el 3D para plantear una serie de tesis. Sólo a un lunático consciente como Werner Herzog se le podía ocurrir filmar en las cuevas Chauvet (Francia), previa autorización de los expertos, con el propósito de registrar, descubrir, explorar y demostrar por dónde andaba la humanidad hace 32 mil años. Sólo el director alemán, quien ya anduvo por el Amazonas, El Paseo del Inca, montañas y ríos de acá y de todo el mundo, era el indicado para utilizar el 3D con tal de desentrañar los misterios que encierran esas pinturas rupestres y plantear su tesis del protocine debido a las imágenes creadas por artistas anónimos que articularon un discurso en movimiento. Solamente a un tipo como Herzog, que está más allá del bien y del mal, se le podía pasar por la cabeza investigar en aquella prehistoria de glaciares, temperaturas bajas, mamuts, rinocerontes lanudos y leones sin melenas. La cueva de los sueños olvidados, antes que nada, es una película de un director que desde hace tiempo toma al cine como pretexto para escarbar en campos que le pertenecen a la ciencia y sus búsquedas más exploratorias, diseccionando el origen de la humanidad, invadiendo con autoridad un territorio que pertenece a los especialistas. Por eso Herzog aparece en cámara y es el narrador de su último documental, o algo que se asemeja al género. Lejos quedaron los tiempos donde Klaus Kinski metía un barco en el Amazonas escuchando a Enrico Caruso (Fitzcarraldo) o alcanzaba la gracia salvaje en las tierras de El Dorado (Aguirre, la ira de Dios). Esas fueron ficciones con su actor amado-odiado, su alter estado demencial. Desde hace rato, Herzog explora los orígenes del mundo y el espacio cósmico como único responsable de las investigaciones. Por supuesto que en La cueva de los sueños olvidados la ayuda de los especialistas en el tema resulta fundamental para conocer datos, bucear hipótesis, plantear suposiciones y enigmas sobre cómo habrá sido la existencia durante el Paleolítico. Pero es Herzog el responsable de la puesta en escena y son esas cuevas las protagonistas, con sus cinematográficas estalagmitas que el recurso del 3D aprovecha como nunca. En un momento, el guía de la expedición pide silencio para que la cueva transmita sus particulares sonidos, incluyendo los latidos de los corazones de los visitantes. El instante es misterioso, rico en matices, donde el silencio es locuaz y enfático al mismo tiempo. Pero Herzog, alemán en el sentido más principista de la definición, aguanta poco y rompe la magia insertando la banda de sonido. Es que Herzog es tan poderoso y enigmático como la supuesta figura de esa mujer fusionada con un bisonte en una hipotética configuración de los orígenes del Minotauro. Ocurre que La cueva de los sueños perdidos, al fin y al cabo, es un film sugestivo e intangible, seductor y antiturístico, específico y único en su especie. Como su mismo director.
Un viaje alucinante Werner Herzog forma parte de esa clase de cineastas a los que determinados rótulos genéricos no les cuadra o al menos habría que considerarlos con cierto cuidado. Decir que La cueva de los sueños olvidados es un documental (por lo menos en su sentido más convencional) representa, al igual que en sus trabajos anteriores, una insuficiencia puesto que la película intenta desplazarse en forma permanente hacia otros terrenos, a la vez que confirma, una vez más, los rasgos de una poética personal. La historia de base es así: en el sur de Francia, en 1994, tres exploradores encontraron una cueva con imágenes pictóricas, las más antiguas descubiertas hasta la fecha. Por supuesto, esta es sólo la excusa para que con poco material y limitaciones técnicas evidentes, el cineasta alemán descubra, fascinación mediante, una nueva forma de sinfonía visual, una expresión estilizada de un paisaje (“instante congelado en el tiempo”) y una reflexión sobre la forma en que el ser humano se representa con imágenes. Desde el inicio, la delicada partitura musical, sumada a la voz en off del director, nos instala en un ámbito hipnótico (procedimiento similar a otra obra mayor y recomendable del realizador, Lecciones de oscuridad), mientras la cámara viaja y envuelve panorámicamente toda la naturaleza circundante a la cueva de Chauvet. Es el primer signo de desplazamiento, uno de los momentos de poesía, de búsqueda de imágenes, uno de los puntos sobresalientes dentro de las preocupaciones de Herzog y de su posición con respecto al estado actual del arte cinematográfico. Bastan algunas declaraciones al respecto, a propósito de una retrospectiva dedicada en Buenos Aires a su obra hace unos años: “Estoy harto de las imágenes de las revistas, de las tarjetas postales. Estoy harto de entrar a una agencia de viajes y ver un cartel de Pan Am sobre el Gran Cañón: es un desperdicio, imágenes gastadas”. O la famosa aseveración en la película de Wim Wenders, Chambre 666, de 1982: “Lo que pasa simplemente es que sólo quedan pocas imágenes”. Por algo llegó a decir que se iría a Marte a buscar imágenes puras. Este sentido político en torno a la representación aparece como constante desde Fata Morgana (1971) hasta la increíble The wild blue yonder (2005), y se reitera con variantes en esta nueva incursión, al presentar las pinturas como una forma de protocine por encerrar en su naturaleza misma la posibilidad de movimiento, como si aquellos artistas fueran realizadores que proyectan su ilusión (sus sombras) sobre las paredes (pantalla). Herzog imagina los sujetos con antorchas frente a la superficie, bailando, e inserta un pasaje de Fred Astaire para establecer una ocurrente continuidad histórica y para confirmar el carácter atemporal del registro humano. A esto se suma la necesidad de recontextualizar estéticamente esas imágenes, de aportarles un nuevo universo de sentido. Para ello, recurre una vez más al poder del relato, a la fascinación de contar e inventar historias. Hay en la película diversos niveles de enunciación que apuntan a cautivar a los oyentes, desde la misma voz en off, pasando por los testimonios científicos, hasta las sentencias de carácter más universal. Nunca el relato es una simple exposición de cabezas parlantes. Otros momentos a través de los cuales el mero registro queda descartado se hacen evidentes en la forma en que la cámara mira a los protagonistas y éstos mismos devuelven su mirada. Son instantes que marcan la sensación de estar en otra esfera existencial (“la cueva es como una cápsula del tiempo”), experiencia que se repite en el epílogo donde se contrasta esta maravilla descubierta con unas centrales nucleares muy próximas. Allí se nos muestra el plano detalle de los ojos de cocodrilos mutantes albinos y se escucha al propio Herzog diciendo “al ver las pinturas, pensé qué harían con ellas. Nada es real, nada es cuento”, una reflexión que apunta a la cuestión de la mirada y que, a esta altura, postula la ilusoria verdad de todo registro documental. En efecto, parece decirnos el director, con pocas imágenes se puede mostrar todo lo que uno pueda ser capaz de recrear. No obstante, una vez más, el desafío es mayor. Es conocida el aura que se ha generado en torno a cada experiencia de rodaje del alemán (otro acervo de historias extraordinarias), y ésta no es la excepción. En primer lugar, por las limitaciones técnicas que supone filmar en un lugar tan acotado, tóxico y con el tiempo justo. La primera parte es una exposición de las dificultades que ello supone. Sin embargo, Herzog no hace de esto un lamento sino que explora las posibilidades expresivas que tal ámbito ofrece desde lo visual pero también desde lo sonoro: “Vamos a oír el silencio de la cueva”, mientras se escuchan progresivamente latidos -lo que recuerda a la hermosa frase que inaugura El enigma de Kaspar Hauser (1974), si de continuidades y poéticas hablamos-: “¿No oyes la horrible voz que grita en el horizonte, a la que normalmente se le llama silencio?”). Por último, una breve coda sobre el 3D, modalidad que parece despabilar a varios en los últimos tiempos. El mismo Herzog se encargó de explicar su uso (“cuando vi el relieve de la caverna, comprendí que el único modo de transmitir cabalmente la noción de ese espacio era filmándolo en tres dimensiones”). La modalidad elegida confirma sus ambiciones ilimitadas (equipos complejos en espacio reducido), a la vez que invierte el postulado que parece predominar en la actual industria del entretenimiento, por el cual una idea debe estar sujeta a la explotación tecnológica. Aquí, se elige el camino contrario, en pos de un sueño.
La aventura del conocimiento Un estreno fenomenal le puso el broche de oro a un año rico y diverso en lo que hace al séptimo arte: cada vez se ve más y mejor cine en Córdoba, y la llegada de la última película de Werner Herzog a las salas 3-D confirma que estamos en un camino alentador. Grandes obras de cinematografías de todo el mundo se pudieron ver en el circuito de cine alternativo: El hombre que podía recordar vidas pasadas (Apichatpong Weerasethakul), Morir como un hombre (João Pedro Rodrigues), De dioses y hombres (Xavier Beavouis), La vida útil (Federico Veiroj), Misterios de Lisboa (Raúl Ruiz), Le quatro volte (Michelangelo Frammartino) o Poesía para el alma (Lee Chang-dong) demuestran que hubo riesgo y confianza en la calidad. Las salas comerciales también aportaron lo suyo, estrenando películas de Abbas Kiarostami (Copia certificada), Wim Wenders (Pina), Nanni Moretti (Habemus Papam) o hasta del rumano Radu Muntean (Aquel martes después de Navidad), algo hasta hace poco impensable. Por no hablar del cine cordobés, que dio películas para todos los gustos, siempre de buen nivel, aunque tuvo puntos altísimos con Yatasto (Hermes Paralluelo) y De Caravana (Rosendo Ruiz), dos vértices de un fenómeno en franca expansión. Por eso el estreno de La cueva de los sueños olvidados es más una confirmación que una sorpresa: Córdoba se está consolidando como una plaza cinéfila, un refugio secreto para una pasión que no tiene patria ni límites geográficos, pues su hábitat natural es una sala oscura donde se proyecte cine. Quedará mucho por hacer, sin dudas, pero por ahora se puede asistir en dos salas de la ciudad (Dinosaurio de Rodríguez del Busto y Showcase) a un verdadero tratado cinematográfico, a una experiencia en parte nueva para nuestro habitual contacto con el cine, otro modo de ver y explorar el mundo. Porque La cueva de los sueños es mucho más que un filme sobrela Cuevade Chauvet, descubierta en 1994 en el sur de Francia, famosa por albergar las pinturas rupestres más antiguas que haya conocido la humanidad, acaso el testimonio más contundente del impulso artístico (y la naturaleza social) del Homo Sapiens. Porque si bien Herzog no evita reflejar en su película el costado académico del acontecimiento, con diversos testimonios que explican la importancia de los descubrimientos y sus consecuencias, su impulso esencial es bien otro: la aventura de buscar lo desconocido se diría, o la necesidad de restaurar nuestra capacidad de asombro ante el mundo y los seres que lo habitan. Herzog es el cineasta científico por excelencia, precisamente porque es capaz de desacralizar la ciencia y restaurar su impulso esencial, su razón de existir: la necesidad de conjurar lo desconocido y de aprehender el mundo circundante. Es crucial en este aspecto el uso que Herzog hace del 3-D, que ahora sí tiene sentido. El primer plano de la película adelanta una filosofía y una estética: al ras del suelo, en un travelling hacia adelante, Herzog recorre un viñedo que nos llevará hacia la montaña donde se descubrióla Cuevade Chauvet. El uso de la profundidad de campo y de toda la amplitud del plano, que luego combinará con precisos planos detalle, instala ya al espectador en un nuevo paradigma visual, donde la tridimensionalidad sirve para reconstruir con mayor precisión y verosimilitud el mundo que la cámara atrapa, o lo que es lo mismo ofrecer a quien ve la mayor autenticidad posible en su experiencia perceptiva. El filme de Herzog se convierte así en una exploración (y un desafío) de los límites de la cinematografía, ya que secretamente se pregunta por la razón de ser del cine, sobre su capacidad para captar al mundo y sus límites para transmitirlo en toda su amplitud, en todos sus registros (al igual que la ciencia, cuyos límites para comprender el pasado quedan patentes en los diálogos con el cineasta). Por eso emocionan los dibujos que albergan estas paredes antiquísimas, conservadas por el azar (la cueva quedó sellada tras un desprendimiento de la montaña) y compuestos hace más de 33.000 años. No sólo impresionan su nitidez y la calidad de los artistas que los crearon, sino también el impulso vital que revelan, donde Herzog descubre incluso el primer atisbo de la cinematografía: caballos o rinocerontes dibujados contiguamente para simular el movimiento expresan sin dudas una prehistoria de este arte de la reproducción. Pero habrá más, ya que como siempre Herzog pasa todo por su propio ojo lúdico, por su propia mirada, que siempre destila humor y un poco de demencia: descubrirá así el costado excéntrico de los científicos que lo acompañan, explorará sus teorías y obsesiones, se detendrá en hallazgos impresionantes de la cueva pero también saldrá al exterior para descubrir su contexto (y proponer una inquietante reflexión final sobre nuestra especie), e incluso desafiará su propio dispositivo con la inclusión reiterada de música en off o algún sonido incorporado en la postproducción a la película. Lo seguro, en todo caso, es que el espectador difícilmente será el mismo luego de pasar porla Cuevade Chauvet descubierta por Herzog. Por Martín Iparraguirre
Bajo relieve El furor popular por el cine en 3D parece haber disminuido, o tal vez el producto ya está instalado y no es necesaria la fastidiosa campaña de marketing con la que se anunciaba el cine del futuro antes del estreno de Avatar. A la hora del balance de 2010, el año en que se impuso el nuevo formato, un sector de la crítica que se obsesiona con encontrar valores en el mainstream colocó entre lo mejor del año a la citada Avatar y a Toy Story 3. Pero en 2011, con la llegada a nuestras pantallas de lo último de Wenders y Herzog, fueron los críticos de la buena conciencia cinéfila los que legitimaron el procedimiento ofreciendo argumentos implacables para elogiar el relieve digital. Los defensores del canon anunciaron entonces que por fin descubriríamos lo que el nuevo dispositivo puede ofrecer cuando es utilizado por auténticos creadores de prestigio. Si nos alejamos tanto de la pose como de la defensa automática, el panorama es más complejo y decepcionante. El uso del 3D en las grandes producciones hollywoodenses genera un espectador más pasivo, restringe la mirada y satura los sentidos, aunque muchas películas provocan algo similar sin utilizar la novedad tecnológica. En el caso de Pina, el 3D se destaca con intermitencias en algunas escenas coreográficas pero queda bastante lejos de una utilización constante y pertinente. Werner Herzog también se aventura con un documental para domesticar el relieve; con lo cual, en apariencia, el nuevo artilugio técnico es más apropiado para las coreografías, los documentales y los dibujos animados. La cueva de Chauvet contiene un grupo de pinturas rupestres, las más antiguas que se conocen hasta el momento, que representan la variada fauna que habitaba Europa en el paleolítico superior, hace treinta y dos mil años. Herzog obtuvo una autorización para ingresar con un equipo reducido a la gruta, filmar los dibujos e instaurar una nueva y diferente presencia humana. El fascinante puente que se crea de manera natural entre los dos tiempos genera una poesía insondable, el relieve permite que el espectador navegue en un espacio cerrado y prohibido como en un sueño a través de las cavidades. Pero la promesa de un placentero vagabundeo entre las sorprendentes pinturas se diluye rápidamente por la gravedad física y didáctica, por una banda de sonido pomposa y por la voz impostada del propio Herzog pronunciando frases trascendentes. La cueva de los sueños olvidados se parece a una película institucional de divulgación, un trabajo por encargo que destaca las virtudes del equipo que protege la gruta. Herzog convoca a arqueólogos, paleontólogos y técnicos de todo tipo para comentar cada paso que da en la caverna. El discurso científico tiene un lugar tan importante que reprime la formidable capacidad de la película para extraer lo real con sus imágenes. Estamos ante un Herzog contenido que se libera sólo en el epílogo, cuando ya es demasiado tarde. El entusiasmo inicial por la posibilidad de descubrir con poesía las mutaciones de los seres vivos, su necesidad de crear y dejar un legado, se ahoga en una producción pedagógica demasiado ilustrativa en la que el discurso racional se instala como un murmullo tranquilizador. En encuentro entre la nueva tecnología y un cineasta habituado a los desbordes genera, paradójicamente, una película prolija, razonable y prudente.