La oscuridad es la sombra de Dios. Y finalmente Alejandro Jodorowsky pudo concluir otra película. Transcurrieron 23 largos años desde El Ladrón del Arcoíris (The Rainbow Thief, 1990), aquel trabajo por encargo que le dejó un muy mal sabor de boca y reconfirmó sus “sospechas” con respecto al hecho de que en la industria cinematográfica sobreabundan los necios. Aquí por suerte no tuvo que pelearse con productores cretinos ni nada parecido, ya que es el mismo Michel Seydoux quien apuntaló el proyecto: ambos se reencontraron con motivo de Jodorowsky’s Dune (2013), el extraordinario documental que retrata el intento fallido de adaptar la obra magna de Frank Herbert, y decidieron encarar una nueva epopeya en un contexto que no suele ver con buenos ojos a un cine que escapa a los clichés y las categorizaciones fáciles. Una vez más la efusividad creativa, el surrealismo y las mitologías trastocadas cubren toda la pantalla en un film que hace foco en la infancia de Jodorowsky en Tocopilla, Chile, durante la Crisis del 30 y la primera presidencia de Carlos Ibáñez del Campo. La Danza de la Realidad (2013) dialoga abiertamente con su carrera y juega con una mirada subjetiva que niega la razón instrumental: incluye alegorías ásperas acerca de los vínculos de pareja en la línea de Fando y Lis (1968), el nudo del relato nos presenta un viaje de reconstrucción existencial símil El Topo (1970), el chamanismo y un imaginario visual extremo nos reenvían a La Montaña Sagrada (The Holy Mountain, 1973), y hasta descubrimos planteos edípicos y una parodia agridulce del fundamentalismo en sintonía con Santa Sangre (1989). Tomándose muchas libertades para con su propio derrotero, el director traza una cronología tan infausta como poética en la que su “versión niño”, interpretada por Jeremias Herskovits, debe convivir con su padre Jaime (Brontis Jodorowsky), un discípulo irascible de Stalin, y su madre Sara (Pamela Flores), una mujer muy perspicaz que se comunica sólo mediante arias de resonancias operísticas. Los desequilibrios, las humillaciones, el éxtasis, la locura y la transformación constituyen las distintas etapas que atraviesan los personajes a lo largo de un periplo maravilloso caracterizado por la imprevisibilidad, la valentía formal y las encrucijadas de toda índole. El “circo” de Jodorowsky remite a su homólogo de Federico Fellini y nos interpela sobre la necesidad de una vivificación del saber y el goce inmaterial. Precisamente, las relaciones de poder que la figura paterna pretende imponer a su entorno son sin dudas el gran obstáculo para el crecimiento espiritual y la desaparición definitiva de las cadenas ideológicas que el afán de lucro implanta en el inconsciente colectivo. Hoy no sólo somos testigos del exorcismo personal del cineasta, quien a la Ken Russell subvierte y reconfigura el naturalismo reaccionario que domina en el mainstream, sino que también nos adentramos como espectadores en una odisea mística que adquiere un tamiz refulgente y arrebatador, en el que la angustia y la euforia se confunden constantemente. El Dios que venera Jodorowsky, bajo la sombra del cual nos deja reposar, es una entidad inaprehensible y multidisciplinaria que destruye las instituciones e incorpora al arte al devenir cotidiano…
Crónica de un niño solo Veintitrés años tardó el realizador chileno Alejandro Jodorowsky en reunir el dinero necesario para autofinanciar su nueva usina creativa a modo de película, que tiene por objeto narrar de manera poética y cinematográfica su infancia, para llevar al extremo las posibilidades del lenguaje del cine desde su aspecto no narrativo para vérselas contra todo sistema de representación industrial y siempre fiel y coherente con su forma de entender el séptimo arte como algo mayúsculo desligado de todo efecto comercial detrás. Es que Jodorowsky hace el cine que quiere y es por eso que siempre obtiene resistencia de parte de los productores, quienes no encuentran negocio alguno en esas historias y delirios que forman parte de su universo, desde Fando y Lis (1968), pasando por El Topo (1970) hasta el film que nos compete: La Danza de la Realidad (2013), donde se mezcla tanto el misticismo como el chamanismo, entre otras tantas cosas, pero que el propio director de Santa Sangre (1989) se encarga de alejar de lo que podría ser interpretado como film surrealista a secas. Si bien lo onírico y lo simbólico en cada película del chileno se dan la mano, eso no reduce su propuesta cinematográfica y artística a un único rasgo de estilo. La Danza de la Realidad es el nombre elegido por el poeta, escritor y psicomago para recorrer en un viaje espiritual sus primeros años de infancia: un traumático periplo y tour de force para un niño judío (interpretado por Jeremias Herskovits) en la Chile reaccionaria del dictador Carlos Ibañez del Campo, en el pueblo de Tocopilla, y en el contexto del crack financiero de 1930. Los avatares del pequeño Jodorowsky primero descansan en soportar la severidad de un padre (Brontis Jodorowsky) sumamente autoritario, admirador de Stalin con tendencias fascistas, desde su rigor de enseñanza concentrada en el castigo corporal y la permanente humillación ante los demás, y una madre (Pamela Flores) con anhelos de ópera, pero cuya frustración en la vida real según el propio Alejandro Jodorowsky muta aquí en el éxito rotundo, pues durante todo el largometraje cada vez que este personaje se expresa lo hace mediante el canto. Lo que muta también en Jodorowsky y particularmente en La Danza de la Realidad como plataforma creativa donde no aparecen límites tanto en las ideas alegóricas como en la puesta en escena a veces tan maximalista como el tono pomposo de algunas secuencias o el tono altisonante que atraviesa la trama entre escena y escena. Ciertos rasgos de opereta sobrevuelan el relato por momentos, aunque no necesariamente dominen el núcleo de la historia y su derrotero, que toma de referencia en varias oportunidades el punto de vista del niño protagonista rodeado de personajes variopintos. La atmósfera circense y el recuerdo latente de Federico Fellini también dicen presente en este opus autobiográfico, del que se conoce al menos como información no desmentida una segunda parte como proyecto futuro una vez que el realizador de El Ladrón del Arcoiris (1990) pueda recaudar los millones de euros necesarios para poner en marcha sus sueños, bajo el pretexto del cine como herramienta de comunicación, de ideas y sentidos. Si la realidad es lo que vemos y cómo nos ven los otros, la película del cineasta chileno rompe toda estructura racional para crear una sensación de continuidad donde está abolido el tiempo lineal y las elipsis cinematográficas (de ahí la palabra danza como orientación) a cambio de un entramado de conjunción de diferentes capas de realidades en las que entran a tallar las pujas entre el inconsciente con el consciente en plena construcción radical y revolucionaria del Yo. Tal vez, algo de ello pueda configurar esa traumática infancia desde el proceso de construcción de la propia identidad o al menos marcar las coordenadas del arduo camino espiritual hacia la trascendencia para que todo aquello que vemos se trastoque de tal manera que reconfigure toda la realidad y así el circo deje de ser un circo para transformarse en un espacio lúdico, donde la inocencia de un niño es mucho más poderosa que la prédica vacua del adulto represor; donde los mutilados o tullidos son tan importantes como aquellos con todos sus miembros inútiles y autómatas a cuestas. En definitiva, la libertad y el autoritarismo se expresan en su faceta más cruel en una batalla por demás desigual. Además hay ironía y crítica mordaz a la religiosidad machacada en La Danza de la Realidad, pero a la vez, un profundo respeto por lo sagrado, algo que excede en esencia el repiqueteo de palabras, consejos o máximas religiosas cuando el subtexto de ese mensaje en realidad se resume en una palabra subversiva: Autodeterminación. Autodeterminación que también nutre la propuesta de La Danza de la Realidad cuando de cine industrial se trata porque la trasgresión estética es una posición ética ante los hechos narrados. Ese concepto o punto de partida no negociable, deja plasmada la capacidad de síntesis de Alejandro Jodorowsky, cuando elige hablar por ejemplo de la atroz dictadura chilena nada menos que desde la representación más realista posible de una escena de tortura que incluye genitales picaneados y otro tipo de prácticas muchas veces estilizadas por el mainstream como parte de un discurso estético y visualmente atractivo pero completamente negador de la realidad y el efecto provocado en el espectador y desde su mensaje ideológico encubierto en la seguidilla de imágenes violentas pero vacías. Cabe aclarar que como toda película de Alejandro Jodorowsky, hay un umbral que el público debe atravesar para encontrar los puentes de conexión no tanto desde la intelectualidad, sino desde la sensibilidad dispuesta a poner todo patas para arriba, inclusive una interpretación humilde como la que acabo de compartir.
De Alejandro Jodorowsky ( “El topo”,”Santa Sangre” y “La montaña sagrada”) es una figura mítica de la cultura chilena. Con un estilo exagerado, fellinesco, el devenir grandilocuente, vacio, de la historia de su país.
Cuando el profeta le gana por goleada al cineasta Hacía 23 años que Alejandro Jodorowsky (que hoy tiene 86) no dirigía una película (su principal afición parecía ser en los últimos tiempos twittear en 140 caracteres aforismos espirituales para su legión de más de un millón de seguidores) y, por eso, la presentación de La danza de la realidad -sumada a la exhibición del bastante más valioso documental Jodorowsky's Dune- se convirtió en uno de los grandes eventos de la Quincena de Realizadores de Cannes 2013. El chileno es un auténtico director de culto y son todavía unos cuantos los que se siguen fascinando por sus imágenes absurdas, sus situaciones provocativas y sus frases "célebres"; otros, en cambio, nos quedamos afuera de ese ejercicio exhibicionista, exagerado y caprichoso por parte de un octogenario al que, efectivamente, notamos anclado en un cine viejo y a esta altura bastante torpe y berreta. Nunca fui demasiado fan de películas como El topo, Santa sangre o La montaña sagrada, pero entiendo que fueron importantes y hasta revulsivas en los contextos de su época (los años '70 y luego como "films de medianoche"). Hoy, las acumulaciones de simbolismos y metáforas, citas y homenajes de Jodorowsky resultan un artificio hueco y demodé que no funciona ni siquiera como curiosidad. ¿Qué propone Jodorowsky en su regreso al cine y a Chile? Ejércitos de freaks (marginales sin piernas ni brazos) a-la Tod Browning, gordas tetonas y enanos "fellinianos", travestis comunistas cantando La Internacional, retratos del fanatismo nazi y stalinista y del antisemitismo, imágenes circenses, fetichismo y perversiones varias, militares que torturan y reprimen, una mirada (espantada y espantosa) a las fuertes diferencias sociales en Chile, varios pasajes sobre la espiritualidad y las religiones y... ¡hasta una participación especial de Gastón Pauls cerca del final! Todo construido a los ponchazos en viñetas independientes que sólo en muy contados casos funcionan de manera autosuficiente. Basada en recuerdos y experiencias autobiográficas, La danza de la realidad arranca con un padre comunista, rígido hasta lo sádico (interpretado por Brontis Jodorowsky), que es capaz de exigirle al odontólogo que le aplique a su hijo el torno sin anestesia porque "el dolor se domina con la voluntad". Y está también su madre sufrida que habla cantando con su insoportable voz aguda como si estuviese en una ópera. Si Jodorowsky pone a su hijo Brontis haciendo de su padre, no se priva tampoco de aparecer de vez en cuando en pantalla tirando a cámara aforismos sobre el dinero cual profeta y gurú. La película pendula todo el tiempo entre la tragicomedia farsesca, el varieté (puro exotismo y pintoresquismo) y el melodrama televisivo (enfatizado para colmo por una música insoportable), pero nunca trasciende una superficialidad alarmante en su búsqueda del impacto fácil y efímero. Una absoluta decepción para quienes no formamos parte de la secta Jodorowsky.
La danza de Jodorowsky Tomó tan solo 23 años, pero finalmente ha sucedido: Alejandro Jodorowsky ha vuelto a filmar. No la anhelada secuela de su “western ácido” El topo (1970) sino algo más en la línea de Santa sangre (1989), épica carnavalesca narrada desde la mirada de un niño. La Danza de la Realidad (2013) ofrece una revisión surrealista de la niñez del autor, y funciona como una suerte de autobiografía. Posiblemente se trate también de un adiós. Así se siente. Podría decirse que ésta es la Amarcord (1973) de Jodorowsky: como Federico Fellini, crece en un pequeño pueblo en los 30s en una nación enferma de golpismo militar; como Fellini, elige narrar su semi-autobiografía a razón de viñetas cómicas y melancólicas, mezclando el sueño y la memoria, luciendo personajes grotescos y estrafalarios. Las comparaciones son obvias, pero no desmerecen el poder de la película. Jodorowsky sigue “jugando a filmar”, pero su nueva película rezuma una franqueza otrora ajena a sus viejas obras. Por primera vez logra abrirse al espectador sin dejar que lo bizarro opaque el contenido. Al menos éste es el caso durante la primera mitad de la película, que sigue los pasos del joven Jodorowsky (interpretado por Jeremias Herskovitz) en su pueblo nativo, la chilena Tocopilla. Sus padres son Jaime (interpretado por Brontis Jodorowsky, hijo de Alejandro) y Sara (la voluptuosa soprano Pamela Flores, quien canta todas sus líneas de diálogo). El resto del elenco es la típica banda de freaks de Jodorowsky: enanos, vagabundos, lisiados, circenses, cultistas, militares, alguna que otra figura mesiánica y el propio director, que hace de narrador. Los padres: Don Jaime es un tirano que idolatra a Stalin (de hecho se parece bastante a él) y vive intentando “rectificar” a su afeminado hijo con retos demenciales, como sobrevivir una visita al dentista sin anestesia o soportar las cosquillas de una pluma sin hacer ruido. Doña Sara directamente aborrece a su hijo, producto de una violación (de su propio esposo). La familia, inmigrantes judío-polacos, de por sí debe contender con la xenofobia y el antisemitismo del pueblo. La segunda mitad de la película pierde inercia (y probablemente el interés del público) al concentrarse casi exclusivamente en las andanzas del padre, quien abandona a su familia para asesinar al dictador Carlos Ibáñez del Campo – misión entorpecida por algún que otro súbito giro que no termina de entenderse. La película entonces se convierte en una odisea de sanación espiritual para el padre, mientras su esposa e hijo aguardan en casa. Así como el giro focal es inesperado, la película – ya de por sí una maraña de episodios surrealistas de inestable pregnancia – lo sufre, y el recorrido del padre no termina de cerrar sentido. Más allá de las pequeñas inconsistencias que pinchan la película en ciertos sitios – lo cual incluye una cuota de filosofía “psicomágica” – La Danza de la Realidad es una de esas bellas experiencias que resultan imposibles concebirse fuera del cine, porque su encanto se halla en la procesión de sus fantásticas imágenes y cómo se experimenta el tiempo a través de ellas. No resulta ni tan alocada ni tan visceral como sus antiguas películas, pero la pasión del director arde intacta y La Danza de la Realidad resulta la plataforma ideal para compartirla.
Viaje a un pasado real e imaginario Con el último Fellini como referencia, el cineasta –y escritor y chamán– pone a uno de sus hijos, Brontis Jodorowsky, a interpretar a su abuelo paterno. Este, en el film, abandona a su clan y comienza un camino de cicatrización y transfiguración en el exilio. Que se estrene comercialmente en la Argentina La danza de la realidad, el regreso de Alejandro Jodorowsky al cine luego de un paréntesis de veintitrés años, es una rareza y un motivo para celebrar, más allá de la valoración que pueda hacerse sobre su último largometraje. Reconocido en nuestro país fundamentalmente por su faceta de escritor y chamán –el chileno es el creador de una técnica terapéutica llamada “psicomagia”–, sus películas han sido atesoradas por varias generaciones de cinéfilos, aunque no tanto por sus seguidores en el campo “espiritual”. Caso extraño que hermana su faceta como cineasta con la de Bruce Lee: en ambos casos, sus creaciones para la pantalla intentaron reunir y encauzar didácticamente trazos filosóficos o místicos en un puñado de narraciones cinematográficas (muy populares en el caso del chinonorteamericano, no tanto en el universo fílmico de Jodorowsky), que finalmente fueron recibidas con los brazos abiertos por un grupo de espectadores –masivo o reducido, poco importa– para quienes ese trasfondo resulta apenas secundario, siempre unos pasos detrás de las formas y movimientos de la superficie.Ciudadano del mundo –vivió en su Chile natal, en Francia durante algunos años y finalmente en su país de adopción, México–, poeta, dramaturgo, historietista y mimo eventual, tarotista, tuitero empedernido y director de cine esporádico, aunque consecuente con sus ideas sobre el medio, Jodorowsky es una suerte de hombre renacentista reinventado por la generación de Carlos Castaneda. Su breve filmografía (apenas siete largos y un corto a lo largo de casi seis décadas) es cualquier cosa menos arbitraria y su centro de poder descansa, no casualmente, en sus dos películas más famosas: El topo (1970) y La montaña sagrada (1973), ambas realizadas en México y justamente llamadas “de culto”, a tal punto de que su mera mención parece volver a poner en el lugar preciso a esa expresión devaluada por el abuso. Historias de trasformación y crecimiento personal, de muerte y resurrección metafísica, en ambos films la imaginería surrealista, los golpes de violencia real y simbólica y una capa de crítica política y social levitan por sobre cualquier imperfección técnica o creativa. El cine de Jodorowsky nunca fue ni quiso ser perfecto o bello en un sentido tradicional.La danza de la realidad es, en más de un sentido, una continuación de sus búsquedas cinematográficas, que siempre han tenido vínculos con otros realizadores y territorios: el spaghetti western en El topo, el giallo en Santa Sangre, el universo de Buñuel en Fando y Lis. Ahora la referencia más evidente (pero no la única) es la del último Fellini, el más autobiográfico y formalista. Rodada parcialmente en Tocopilla, el pueblo natal de Jodorowsky en el norte de Chile, la película es un viaje a un pasado real e imaginario en partes iguales, en el cual uno de los hijos del realizador, Brontis Jodorowsky, interpreta a su abuelo paterno, en algún momento entre fines de los años ’30 y comienzos de los ’40. Estalinista ateo de origen judío (ninguna paradoja allí, afirma el film), el Jodorowsky padre de la ficción es un hombre duro e inflexible a la hora de educar a su hijo (el debutante Jeremias Herskovits): en una de las primeras escenas, preocupado por sus actitudes de “mariquita”, lo llevará a la peluquería para cortar esa cabellera demasiado larga y dorada.Su madre, en cambio, personaje que dialoga sin excepciones en forma de canto, como en una ópera de lo cotidiano, es la madraza protectora, puro y eterno amor lactante (rotunda la presencia de Pamela Flores en ese rol, de una enorme entrega actoral). Pero como suele ocurrir en el cine del realizador, nada permanecerá inmutable con el tiempo. La madre, por caso, devendrá en entregadora de verdades y se transformará en guía ante la llegada de la pubertad. El padre, luego de pergeñar un plan para asesinar al dictador Carlos Ibáñez del Campo –anacronismo que no parece partir de un error de la memoria sino de una construcción histórica que cruza tiempos y espacios, un Chile políticamente mitológico–, abandonará a su clan y comenzará un camino de cicatrización y transfiguración en el exilio. Típico asunto de familia: otros dos hijos del director tienen roles dentro y fuera de la pantalla, y el propio A.J. aparece como una cruza de coro griego y ángel de la guarda.Como casi todas sus películas, La danza de la realidad es grotesca en varios pasajes. En otros, obvia, fea y torpe. Siempre consciente y orgullosa de su artificio, alejada tanto del academicismo como del miedo al ridículo, visualmente agresiva y barroca (¡esa reunión del P.C., esa curación mediante una lluvia dorada, esa banda de lisiados antisemitas!). A pesar de ello, difícilmente adquiera status de clásico en la obra del realizador. Como en las menos interesantes de las películas tardías de Fellini, cierto regodeo en la endogamia estilística y la autocomplacencia derriba los atisbos de frescura genuina, aunque hay algo ciertamente indiscutible: varias de sus imágenes resultan imposibles de olvidar. ¿Artista, bromista, farsante? Dudas que Jodorowsky ha protegido y cultivado a lo largo de toda su carrera. 6-LA DANZA DE LA REALIDAD Chile/Francia,2013Dirección y guión: Alejandro Jodorowsky.Fotografía: JeanMarie Dreujou.Montaje: Maryline Monthieux.Música: Adan Jodorowsky.Duración: 130 minutos.Intérpretes: Brontis Jodorowsky, Pamela Flores, Jeremias Herskovits, Alejandro Jodorowsky, Bastián Bodenhöfer.
Publicada en edición impresa.
Desbocado regreso a la infancia. Artífice de un lenguaje muy particular que ha tenido a lo largo de los años eficaces manifestaciones en la literatura y el cine, el chileno nacionalizado francés Alejandro Jodorowsky volvió a filmar una película en 2013, después de veintitrés años de silencio en ese terreno. Aficionado a la hipérbole, los desafíos a la lógica y el surrealismo más desatado, Jodorowsky repartió su energía últimamente entre el cómic, el tarot, la psicoterapia, las conferencias e incluso Twitter. Su regreso al cine es la adaptación de su propio libro de memorias, llevada a cabo con una enorme cantidad de ideas visuales y un encadenado sin pausa de situaciones extravagantes y operísticas que tienen su traumática niñez como epicentro. No hay en esta película desbocada, autoindulgente y narcisista ningún rastro de autocensura. En sus mejores pasajes, recuerda los encantadores desbordes del cine de Fellini. Y aún en los más caprichosos revela una libertad expresiva que es difícil de encontrar en el cine actual.
Toda una experiencia Hay que estar de humor para ver una de Jodorowsky. Tiene algunos pasajes de belleza y de poesía. En épocas en las que el 75 % de los estrenos consiste en productos estandarizados, hechos según fórmulas comerciales más o menos probadas, la llegada a los cines de una película como La danza de la realidad es para festejar. Es el regreso, después de 23 años, del ya octogenario Alejandro Jodorowsky, alguien a quien, con sus fanáticos y detractores, el bastardeado mote de “artista” no le queda grande. Cineasta, novelista, guionista de historietas, poeta, dramaturgo, actor, mimo, tarotista, creador de la psicomagia, Jodorowsky supo ganarse la admiración de creadores como David Lynch, Federico Fellini o John Lennon por sus películas de los ‘70, El topo y La montaña sagrada, que con los años se transformaron en objetos de culto. Al contrario de aquéllas, en La danza de la realidad sí hay una historia clara. Es la primera de una anunciada serie de películas autobiográficas de Jodorowsky -en junio comienza el rodaje de la siguiente, Poesía sin fin-, y cuenta la dura infancia del director en Tocopilla, una ciudad del norte de Chile, con eje en la difícil relación con su padre, Jaime, un estalinista en el sentido más amplio de la palabra, que, para “hacer hombre” a su hijo, lo sometía a toda clase de crueldades. El encargado de interpretar a ese padre tiránico es Brontis, el hijo mayor de Jodorowsky, que encabeza la larga lista de integrantes de la familia que participaron de la película. Hasta aparece el propio Alejandro, como un narrador de cuerpo presente. Hay que estar de humor para ver una de Jodorowsky. Estar dispuesto a sumergirse durante más de dos horas en un mundo surrealista, onírico, delirante. A ver escenas grotescas protagonizadas por enanos, tullidos y actores aficionados o no muy dúctiles. A tolerar a un personaje -la madre- que sólo se expresa cantando como una soprano. A escuchar enseñanzas de vida con tufillo a libro de autoayuda. El realismo mágico habrá sido una novedad atractiva hace 50 años, pero perimió hace rato. El espectador valiente y tenaz de La danza de la realidad tendrá su recompensa con algunos pasajes de profunda belleza y de auténtica poesía, y una didáctica introducción al curioso arte de la psicomagia. Vivirá, como dice el lugar común, toda una experiencia. Pero con demasiados efectos colaterales.
La danza de la realidad de Alejandro Jodorowsky, una pelicula para ser vivida en el cine. El cine de Alejandro Jodorowsky no es un cine muy prolífico, ni es un cine demasiado convencional. La danza de la realidad no es la excepción, aunque esta obra no tiene el nivel de vuelo de sus producciones anteriores. La danza de la realidad, cuenta de manera (muy) poética la infancia del propio Jodorowsky, quien vive su infancia en medio de la dictadura en Chile (aunque la frase correcta seria “una dictadura), con un padre muy autoritario y una madre cuya sensualidad recuerda a las madres del cine de Fellini. Así, el film nos muestra como este chico de origen judío, tiene que vivir en un pequeño pueblo en el cual, sus inclinaciones artísticas, al igual que su religión, lo vuelven un paria, no solo ante sus amigos y compañeros de estudio, sino también ante su padre. La película comienza de manera muy original y… artística(?) pero en cuanto la cámara se decide por acompañar al padre que se embarca en una misión suicida de liquidar al dictador, el código de realidad se apodera de la imagen, haciendo que gran parte de la potencia metafórica se pierda. El producto es interesante, esta a la altura de una primera aproximación de esta generación al cine de un gran artista, pero para aquellos que hemos visto algunas de sus obras anteriores, (su obra anterior es de hace mas de veinte años) la película termina siendo un poco “demasiado normal” para lo esperado. Es definitivamente una película que no acepta puntos medios, o se ve en un buen cine con muy buen sonido, o no se ve, porque es una película que requiere a un espectador entregado al ciento por ciento.
Desmesura y alegorías. El chileno Jodorowsky tiene 86 años, hacía 25 que no filmaba y le costó conseguir dinero para La danza de la realidad, su último opus que tendrá sus furiosos detractores y también fanáticos que no dudan en admirar a un cineasta tótem dedicado a la magia y el esoterismo y, en los últimos años, a la voracidad del twitter que lo lleva a tener más de 1 millón de seguidores. Es que el director de El topo, Santa sangre y La montaña sagrada trabaja sobre los límites de la representación, cruzando géneros hasta reconstruirlos a su manera, recurriendo a la alegoría con énfasis, convirtiendo a sus tramas en relatos oníricos, lejos del verosímil y de una puesta en escena realista. La danza… es autobiográfica o no (trabaja parte de la familia del director), remite a su educación con un padre stalinista, pero también recorre la historia de su país desde la originalidad y el subrayado burdo, la genialidad efímera y la estupidez narcisista, la provocación tardía y una mirada personal que destruye sin miramientos a Buñuel y al surrealismo para convertirlo en un desfile de travestis, enanos de circo, extras y danzarines sin brazos, escenas escatológicas, otras de tortura con picana en plano detalle y una mujer, la mamá del niño protagonista, que arremete con su voz operística en una performance cercana a una María Callas clase B. Todo es artificio en La danza de la realidad, acumulación desmedida como simulación narrativa, capricho y elocuencia de un creador admirado y repudiado por propios y extraños, pontificación extrema digna de un profeta de Internet, en especial en la última media hora del film. A los 117 minutos aparece brevemente Gastón Pauls sumándose al circo Jodorowsky, un espectáculo digno de un genio o un chanta. Tómelo o déjelo.
Jodorowsky ya no es el que era. Convertido en una especie de gurú de filosofías esotéricas new age, Alejandro Jodorowsky no filmaba desde hace 23 años, y por lo que se ve en "La danza de la realidad", el pulso del director del film que comenzó el fenómeno de las cult movies, "El topo", ya no es el mismo de antes. En este film, Jodorowsky regresa a su infancia en Chile, en la localidad de Tocopilla que sirvió de locación a casi todo el rodaje. El mismo director aparece como una especie de ángel guardián de su alter ego niño (Jeremias Heskowitz) y su hijo Brontis encarna a su padre, un hombre durísimo que, entre otras cosas obliga al hijo a negarse a que el dentista le aplique anestesia. Hay de todo, gente con muñones agarrada a las patadas, nazis, torturas terribles y gente que orina sobre otra, pero tal vez lo menos soportable sea la actriz Pamela Flores que como madre del pequeño Jodorowsky nunca habla, sino que canta como si estuviera en medio de una ópera desquiciada. Durante unos 40 minutos, la película tiene cierta hilacion, pero de golpe se va centrando en los delirios del padre, que se va de la casa y de su pueblo obsesionado por asesinar al presidente de Chile. A partir de ese momento, todo se vuelve más confuso y descoordinado, algo que ya sucedía con algunos de los mejores films de este cineasta totalmente personal, por ejemplo "La montaña sagrada" y "Santa sangre", sólo que en ésas y otras ocasiones los delirios eran mucho más inspirados y originales en su imaginería, mientras que aquí Jodorowsky parece centrarse en influencias más conocidas, empezando por el cine de Federico Fellini. El resultado es desparejo y demasiado largo, con atractivas locaciones y paisajes chilenos y momentos aislados donde brilla el talento del director que revolucionó el cine hace décadas hasta que se dedicó a otro tipo de cosas.
Junto con Jerry Lewis y Leonardo Favio, Alejandro Jodorowsky quizás sea uno de los directores más libres y desprejuiciados de la historia. Tras la fallida El ladrón del arcoiris y después de veintitrés años lejos del cine (pero cerca del teatro, la historieta y la psicomagia) Jodorowsky vuelve con La danza de la realidad, un retrato fantástico de su infancia con personajes que se mueven en un mundo fracturado entre el pasado de Chile y el delirio surrealista. Alejandrito es un joven que se debate entre superar las pruebas crueles de su padre bombero y comunista, y la promesa de un universo maravilloso que le llega de parte de tullidos y de un chamán que se le aparece misteriosamente. La película puede pasar sin escalas del misticismo a la sátira política atravesando el musical y la comedia absurda, y alternar el relato de maduración del protagonista con un intento de magnicidio que incluye el envenenamiento de un majestuoso caballo blanco. Para Jodorowsky el exceso y la fantasía son solo otras formas posibles de la memoria.
Browning, Fellini y Gilliam filmando el Chile de los años 1930 Alejandro Jodorowsky es un artista multifacético, echador de cartas, dramaturgo y escritor, gran soñador, guionista de historietas -por lo cual es más conocido en Francia, donde vive desde 1953-, director de cine y se nos olvidan unos cuántos talentos más. En La danza de la realidad, adapta su autobiografía y relata su infancia en los años treinta en Tocopilla, una ciudad del norte de Chile atrancada entre el Pacífico y el acantilado del desierto del Atacama. Oriundo de una familia judía-ucraniana que lleva una tienda de lencería femenina, el joven Jodorowsky está traqueteado entre su padre, un comunista obsesionado por Stalin y el dictador chileno de la época, Carlos Dávila, y su madre -Pamela Flores-, que habla cantando. Es poco decir que su nueva película después de veinticuatro años desborda de vida. A los 84 años, Jodorowsky ofrece un precipitado de sus recuerdos que mezcla con sus fantasías, sus sueños, sus obsesiones, para regalarnos un baile visual extraordinario. La danza de la realidad es a la vez su Amarcord, su Fenómenos y sus Aventuras del barón Munchausen. Es extravagante y audaz, poética y tierna, original e inventiva, cargada de psicoanálisis y de “psico-magia”, esa técnica curandera inventada por él mismo. Es la caravana monstruosa -en el sentido de excesiva, prodigiosa, fuera de lo común- del circo Jodorowsky. En el centro de la pista están Alejandro joven -Jeremias Herskovits- y su padre, interpretado por el propio hijo de Jodorowsky viejo, Brontis Jodorowsky, en una inversión vertiginosa de los papeles. Seguiremos las tribulaciones de los dos, en Tocopilla y en un Chile exuberante y sombrío. Quizás al seguir así los dos, el padre después del hijo, el relato se debilita un poco. Pero la magia de las imágenes cuidadosamente compuestas por Jodorowsky termina por llevarnos hacia un final apaciguado.
Para entrar a la danza de la realidad hace falta entrar a la ilusión. Esta es la primera consigna de una película que se presenta en los minutos iniciales, tambien, como la invitación a la danza de las paradojas. Paradojas entre el sufrimiento y el placer, el autoritarismo y el amor, el machismo y la maternidad, el color y la oscuridad, la libertad y la represión. Fascinante en su despliegue visual, Jodorowsky nunca se desapega del artificio más abundante, alimentado por su interés estético por los comics, esas fábulas de dibujos chatos y llenos de sentencias sobre la vida y la felicidad que viene produciendo de modo sistemático desde 1966. Hay mucho de fabuloso e irreal en este verdadero legado creativo de un hombre de 85 años que toca poéticamente las dos puntas de la vida: la vejez y la infancia. Nada muy nuevo en esa operación, sin embargo las formas que elige para decirlo parecen nunca vistas. Es que para entrar a esa realidad hay que hacer convenios con un universo individual (el de El topo o La montaña sagrada) trasvasado hacia lo social y político del siglo XX (el stanlinismo, el nazismo), sin perder la perspectiva desde la historia dramática de Chile: el paisaje de Tocopilla, bien al norte de ese país, le va bien a esa dramaturgia alienada y de acuerdos entre lo político alucinado y la puesta en escena desconcertante. Qué diferencia hay en todo caso entre una y otra. Lo negro-ocre del paisaje generalmente vacío se repleta de colores puros, mayormente complementarios. Circenses, como el principio. La literatura postmisticista en alguna de las figuras mágicas: como la del teósofo, que reúne todas las religiones del mundo o el mismo José el carpintero y todas sus citas bíblicas. La voz de Jodorowsky de la que se escucha cosas tales como que no existen diferencias entre el dinero y la conciencia, tampoco entre la conciencia y la muerte, ni entre la muerte y la riqueza. Pero Lo bello tambien puede ser paródico o terrible. Esa mirada absurda es la que elige Jodorowsky, confundiendose en esa voluntad de unir las dos puntas de la vida en la mirada de un niño trans, acosado por su padre, un stalinista autoritario que tras contagiarse de una extraña peste debe redimirse asesinando al dictador. El problema empieza hacia la mitad de la pelicula cuando la voz enunciadora identificada con ese par niño-viejo es interrumpida por el viaje de Jaime (el padre) a la capital, “un mundo de perros disfrazados que da asco” y por las intervenciones mágicas de la madre, algo inconexas. El espacio para lo más terrible de la pobreza y la Dictadura y la idea peligrosa de que si se recupera la memoria se acaba el sueño o desaparece la vida. Toda esa segunda parte despues de la despedida de Jaime en el pequeño puerto de Tocopilla se torna densa por la innumerable cantidad de situaciones que terminan aislándose entre ellas. La danza de la realidad es pura hermenéutica histórica delirante y un monumento autobiográfico que hay que atrapar con sus códigos, o dejar pasar.
El retorno del psicomago Alejandro Jodorowsky, chileno que filmó su obra maestra en México, desde donde obtuvo reconocimiento internacional, es una de las influencias menos reconocidas y más retorcidas en la historia del cine. El topo, aquel western transfigurado, poblado de locaciones surrealistas y personajes deformes, llegó a llamar la atención de John Lennon, quien financió la realización de su siguiente film, La montaña sagrada, donde define un estilo que influyó en gente tan diversa como Darren Aronofsky y Marilyn Manson. A los 85 años y a más de dos décadas de su último film (un período que invirtió en el tarot, la poesía y su gran creación, la psicomagia), Jodorowsky regresa con una película que es vista como su propia Amarcord, una mirada hacia el pasado, a su infancia en el pueblo costero de Tocopilla, a los recuerdos del niño judío perseguido y a los fantasmas que poblarían sus películas. En esos complicados giros que son su pura esencia, el hijo del director, Brontis, representa a su padre, un militante comunista, y luego el joven Jodorowsky (Jeremías Herscovits) se encuentra con el propio director, en una escena fantástica que recuerda en mucho a El otro de Borges. La danza de la realidad no va a sorprender a los fans de Jodorowsky, pero para los neófitos resulta una buena introducción a su filmografía.
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Un film con más pretensiones que resultados El chileno Alejandro Jodorowsky siempre realizóo un cine muy particular. Alejado durante más de 20 años de la pantalla, se decidió por contar su propia historia, incluso en algunos segmentos él mismo se mete en la pantalla para narrar algunas cosas, y otras pone su voz en off. Resolvió la narración de una manera fellinesca, que en algún momento recuerda a “Amarcord”; recuerda, no lo es ni lo será. El film narra su infancia con su padre, un anarquista tiránico, y su madre que se expresa únicamente cantando en tono operístico, con quien sostiene una relación que por momentos raya el incesto. Todo esto contado de un modo surrealista, de tal manera que parece una película vieja, con olor a naftalina recién sacada, después de muchas décadas, del arcón de los recuerdos. Este film puede gustar a los pseudosfilósofos del cine, aquellos que le quieren encontrar una explicación a todo, hasta donde no la hay, ni donde el director la puso. Por lo tanto, “La danza de la realidad” es una película de esas que solo irán a ver aquellos que se autodenominan cultores del cine arte o de autor. Los demás, los críticos que solo nos dedicamos a analizar los films, y el público en general, seguiremos esperando que la próxima obra de Jodorowsky sea menos pretensiosa pero con mejores resultados.