El objeto causa del deseo Un padre depresivo, una familia abandonada, un títere que viene a salvar lo que ya nadie creía salvar, y por si esto fuera poco, Jennifer Lawrence hace estragos en la pantalla. Walter Black (Mel Gibson) ha sido un empresario de juguetes exitoso, padre de dos hijos maravillosos y marido amado por su mujer (Jodie Foster), pero un día comenzó un proceso de depresión que lo llevó al mayor de los abismos. Un día redescubre la vida mediante un títere de mano castor, que le permitirá retomar impulso a su vida, darle voz y volver a vivir. Pero detrás de ese objeto que toma brillo agalmático y se convierte en la envoltura de la causa del deseo como dice Lacan, hay mucho transfondo por resolver y no será tan fácil si es aferrado a un objeto que se crea bajo la”falta de ser” (que le permite en este caso amarrar su vida y ordenar su economía libidinal) que tanto habla la psicología. Claro, mi intensión no es convertir esto en una cobertura psicoanalítica del filme, pero qué manjar se harán los estudiosos de Freud y sus secuaces con el último filme como directora de Jodie Foster. La obra del guionista Kyle Killen es muy interesante para entender cómo el sujeto ante la falta, la pérdida o la castración se sumerge en estados mentales complejos. Y aquí, en esta cinta, tenemos a Walter protagonizado de manera genial por el loco de Mel Gibson, acompañado por Foster también delante de cámara y por Anton Yelchin, en el papel del hijo mayor que rechaza fuertemente a su padre. Y ahí está el centro de esta historia, el foco de un padre y un hijo con muchas similitudes que cada vez están más alejados por más cerca (inconcientemente) quieran estar. En esa lucha por el acercamiento aplastado por cuestiones externas al amor, se enlaza la lucha de encontrar en el otro algo de sí para llenar el vacío que los invade. Walter encuentra en “El Castor” — “The Beaver” es el título original de la cinta, mucho mejor que la elegida para países de habla española— una manera de cubrir una pérdida y recuperarse; mientras su hijo Porter Black encuentra en las similitudes con su progenitor una manera de sanar esa pérdida que tiene real sobre su relación con él. Y a pesar de odiar ser como él, es ésta su mejor manera de sentir que hay algo cerca entre ellos. Pues bien, la película logra lo que se propone. Mel Gibson, quien también intepreta también la voz del castor, le dió un acento mucho más londiense y musical que el pensando desde el guión y se nota su aporte creativo y personal. Foster contenta de volver a trabajar con su compañero de ruta en “Maverick”, logra salir aireosa de esta historia que pintaba ser una comedia y termina siendo un drama ,por no decir, un dramón. Ahora, más allá de una cuestión de géneros, “La Doble Vida de Walter” es muy filme atrapante que logra los tiempos de pausa justos para potenciar la narración y no dejarla caer con tanta tensión. Admito que esperaba ver una cosa, y me llevé una sorpresa grata en encontrar un muy buen trabajo actoral, una dirección prolija y un guión complejo pero muy original. Punto aparte, es la actuación de Jennifer Lawrence que está sensacional y cada vez mejor.
Mi reino por un castor. La depresión es un trastorno del estado del ánimo, ocasionada a partir de diversas causas y generadora de vastos síntomas como pueden ser decaimiento, tristeza, disminución en la capacidad para disfrutar y en la actividad laboral, entre otros tantos como el insomnio e inclusive llegar a tener intenciones suicidas. Walter (Mel Gibson) es un deprimido padre de familia, una bien disfuncional como se las ve comúnmente hoy en día, de esas con escasa comunicación entre padres e hijos; su esposa es quien ante el cuadro de su par que notoriamente afecta al clan familiar se aisla y busca quehaceres como la de un soft para construir montañas rusas virtuales y así anularse del tema; su hijo mayor tiene como hobbie pegar ayudamemorias en “post it” sobre una de las paredes de su cuarto para recordar cada mueca o latiguillo característico de su padre y así evitar mimetizarse; el hijo menor apenas percibe todos estos problemas pero nota la ausencia paterna. Luego de dos años de insistir con terapias psicológicas y utilizar fármacos, Walter es echado de su hogar, la situación se convirtió insostenible y comprende que debe hacerlo por el bien de su familia, desganado, sin ánimo, sale a hacer las compras diarias en un supermercado y dentro de un contenedor de basura encuentra un gastado títere de peluche, un castor, elemento que terapéuticamente comienza a utilizar como parte de un auto-tratamiento. Una vez que Walter colocó el títere en su mano, este toma vida, habla por el, y representa todo aquello que quiere expresar y construir, una especie de puente que transita por arriba del problema mayor esquivándolo, convirtiéndose de tal manera en su único sustento para volver a conectarse con sus pares, su familia, su trabajo. Jodie Foster, con una carrera actoral con más de 70 films iniciada en su infancia, logra con éste su tercer film bajo la dirección. Abarcando siempre temáticas familiares y sociales, como hiciera con Mentes que Brillan, su ópera prima acerca de un niño prodigio y Feriado de Familia, sobre una reunión familiar ante el festejo del Día de Acción de Gracias. La Doble Vida de Walter constituye al momento su film más profundo y visceral, desalentador en casi su totalidad por el tono que lleva implícito al acompañar el trastorno que vive el personaje principal, quien crea empatía. En esta une fuerzas junto a su Gibson, co-protagonista en Maverick de Richard Donner, a quien muchos adjudican tal incorporación al elenco como un gesto de amistad entre ambos, ante el mal rato que estuviera transitando el actor debido a inconvenientes personales que tuvieron cabida en medios que se hicieron eco mundialmente sobre sus declaraciones / sucesos de índole homofóbica y violenta. Gibson logra una gran y talentosa actuación al igual que sus pares, se reivindica de decisiones actorales vagas que tomó en los últimos años luego dedicarse a la dirección. La profundidad del guión de Kylle Killen es de utilidad para demostrar cómo gracias a un objeto inanimado alguien bajo un trastorno tan común puede salir a flote de los más profundos abismos en los que pueda encontrarse, el objeto o elemento es una excusa, una herramienta de la que se vale el protagonista que en este caso identifica claramente el problema, pero individualmente no puede resolver.
¿Quién se esconde detrás del castor? A diferencia de lo que podía suponerse por lo desopilante de su propuesta, La doble vida de Walter (The Beaver, 2011) es una película sumamente atractiva. Dirigido por Jodie Foster y protagonizado por Mel Gibson, el film es una fábula familiar acerca de la normalidad y la locura. Y la construcción de la imagen tiene muchos que ver en eso. Mel Gibson interpreta a Walter, un hombre deprimido, caído en desgracia (no sabemos bien porqué) que decide poner fin a su miserable vida luego de perder a su familia y a la empresa que heredó de su padre. En el instante menos pensado encuentra un castor de peluche que comienza a hablarle y curiosamente le devuelve su vida ordinaria. La nueva película de Jodie Foster se desarrolla en un ambiente familiar, como su última realización Feriados de familia (Home for the Holidays, 1995). Pero a diferencia de aquella, La doble vida de Walter trata desde el seno familiar la construcción de la identidad a través de la imagen. Y Mel Gibson -de gran actuación- le aporta mucho al relato gracias a su extraña personalidad. Jodie Foster directora –que también actúa en la película- alterna meticulosamente planos de Gibson y el castor, y también de Walter y su hijo Porter, interpretado por Anton Yelchin. Se ven imágenes de Walter deprimido, su reflejo en espejos, en el agua, y las imágenes de Porter buscando su identidad mientras trata de distanciarse de la imagen heredada por su padre. Porter debe escribir un discurso por encargo para su compañera de estudios Norah, interpretada por Jennifer Lawrence la actriz de Lazos de sangre (Winter’s Bone, 2010), pero no como si fuera ella sino desde la personalidad exitosa que ella construyó. Los medios fomentan también un tipo de imagen socialmente aceptada y en la película se evidencia en las entrevistas televisivas que Walter realiza, Castor en mano. Es la TV la que olvida al hombre detrás del muñeco recortándolo del plano por completo. Automáticamente deja de lado la personalidad real por la fantasía exitosa. Todos tienen una máscara social que si es aceptada se transforma en lo normal. En este juego de apariencias Foster induce un mensaje. Porque La doble vida de Walter como toda fábula tiene una moraleja que llega mediante recursos propios del cine indie norteamericano: el sutil manejo de cámara, composición de planos, leves movimientos y una atmósfera intimista lograda principalmente por las buenas actuaciones de sus protagonistas. Así, Foster nos presenta al castor como un muñeco simpático que esconde la enfermedad de su protagonista en La doble vida de Walter, utilizando la fábula para adentrarnos en un interesante film familiar donde lo normal es una cuestión de imagen.
DEL RIDÍCULO SE VUELVE Ver a un hombre casado, padre de familia y ejecutivo de una importante empresa de juguetes hablando a través de un títere con forma de castor como única forma de combatir (o atenuar) su estado de absoluta depresión puede ser bastante ridículo. Pero que, además, ese personaje esté a cargo de Mel Gibson, acusado en los últimos tiempo de casi todos los males de este mundo (machista, homofóbico, racista, golpeador, borracho, paranoico y un largo etcétera) es casi un golpe de gracia para este nuevo film de Jodie Foster. Sin embargo, aunque tiene todos los elementos propios de una película "fallida" (incluidos ciertos diálogos excesivos que pueden herir los oidos y conspiran contra la credibilidad y el impacto emocional del film), voy a intentar una defensa de una película que me parece no sólo arriesgada sino incluso muy honesta, sentida (y, sí, por momentos conmovedora). Aunque la cosa pase por las diferentes sensibilidades que podamos tener cada uno de nosotros en cuanto espectadores, no se le puede negar a Foster (en su doble faceta de directora/actriz) ni al vituperado Gibson una gran convicción para sostener esta historia de familia de clase media disfuncional que parece la contracara del sueño americano. Lo que más me gustó del film es que no se queda en los lugares comunes del melodrama (aunque pueda caer en alguno de ellos) sino que apuesta a incomodar con un humor negrísimo que seguramente indignará a los puristas del género (no es Rain Man ni Forrest Gump). Lúdica, tragicómica, trasgresora, excesiva y anticonvencional, La doble vida de Walter es una película concebida a contracorriente, al margen de la fórmulas, los cánones y las modas. Bienvenida sea.
El Castor le dará una mano Jodie Foster es la encargada de dar vida a este interesante film y como de doble vidas se trata, ella misma se sumerge en la dirección y en la actuación. El caso de Mel Gibson es distinto y él solo interpreta a Walter Black, pero de manera correctísima y creíble, en esta fábula donde el foco de la cámara se sitúa en la familia Black y su montaña rusa de sensaciones. La película comienza con un Walter Black en declive, donde pasa de ser un exitoso ejecutivo de juguetes y hombre de familia, a un hombre atormentado por sus propios demonios que llega a sumergirse en una profunda depresión. Los motivos de la depresión pueden ser mucho, pero lo importante es como intenta salir de ella, ya que luego de intentar quitarse la vida, termina oprimido por la tv y hablando con un títere de castor que promete sacarlo de ese atormentado estado. Si bien esto puede parecer una locura, el castor le devolverá con su compañía inseparable la confianza para afrontar los vestigios de una vida totalmente en ruinas. La historia es mucho más que una comedia o un drama, habla del lugar en el cual el ser humano se sitúa para enfrentar el día a día. Quizás detrás de una sonrisa, una personalidad sociable, una máscara, un acto ermitaño o un muñeco que habla por uno. Foster busca captar la atención y la reflexión del espectador, y logra hacerlo. ¿Es posible amar a alguien distinto, que busca recuperar su familia desde la locura? La respuesta quedará en cada asiento del cine, pero lo que sí deja claro es que la película moviliza y se fortifica con los planos, la música y las buenas actuaciones de todos, incluyendo al castor. Con un reparto bien seleccionado, Anton Yelchin interpretando a Porter, un hijo que desea no parecerse a su padre, Jennifer Lawrence la actriz de Lazos de sangre (Winter’s Bone, 2010) que intenta recluirse en la belleza y el estudio, para dejar atrás un triste suceso y Riley Thomas Stewart como el hijo menor que aprende a aceptar a su padre tal cual es, con castor incluido. Jodie Foster luego de su última realización, Feriados de familia (Home for the Holidays, 1995), regresa a filmar sobre la familia, pero esta vez bucear en aguas aún más profundas, para dar como resultado un film que merece ser visto e interpretado.
Extrañas conversaciones con un castor El bienvenido regreso de Foster a la dirección pone en escena a un torturado personaje que solo puede comunicarse a través de un títere que, con el correr del metraje, se volverá algo siniestro. Pero una innecesaria subtrama le resta tensión. Tal como le sucede al personaje protagónico, hay dos películas que luchan una contra la otra en La doble vida de Walter. Por un lado, se percibe algo decididamente incómodo, perturbador, fuera de norma en el bienvenido regreso a la dirección de Jodie Foster. Pero esa zona oscura de la película debe convivir con otra mucho más estereotipada, rutinaria, convencional. En ese combate muchas veces desigual entre el Ello del excéntrico guión de Kyle Killen y el exigente Superyo de Hollywood, con toda su batería de normas y reglas para conformar al gran público, el Yo de la directora encuentra un raro equilibrio en la impensada figura de Mel Gibson, capaz de exorcizar algunos de los demonios interiores que en los últimos tiempos lo llevaron a los titulares de las páginas más amarillas de la prensa sensacionalista. “Este es un retrato de Walter Black, un individuo con una depresión crónica incurable”, dice una acartonada voz en off –a la manera de la de un locutor de un viejo documental– mientras el odioso Gibson yace flotando inerme sobre una colchoneta, en la piscina de su casa, con los brazos extendidos como un Cristo crucificado en el altar del conformismo suburbano. El relator informa que no ha habido terapeuta ni terapia, ortodoxa o alternativa, que haya podido arrancar a Walter de su limbo. El diálogo con su mujer (la propia Foster) se ha vuelto inexistente y la distancia y el desapego con sus hijos es tan profundo que el menor acusa serios problemas en la escuela y el mayor directamente lo odia. Lo que el espectador no tardará en descubrir es que esa voz engolada que describe en tercera persona el calvario del señor Black no es otra que la del propio Walter. O, para ser más precisos, la de su otro yo, un raído títere de puño con la forma de un castor, no necesariamente amigable. Sucede que una noche en la que la señora Black, harta de su esposo, lo echa finalmente de la casa (al menos para que reaccione o pronuncie una palabra), el bueno de Walter encuentra en la basura a ese castor, tan solo y abandonado como él. Bastará que Walter fracase en su torpe intento de suicidio para que llegue a la conclusión de que quien lo ha salvado ha sido ese títere que lleva en su mano izquierda y que de ahí en más nunca dejará de acompañarlo, ni siquiera bajo la ducha. El castor, sin embargo, se convierte en algo más que en su salvador: llega a ser su alter ego, la voz que a Walter le faltaba, con la cual es capaz de decir cosas –sobre la vida, el trabajo y la familia– que ni él mismo sabía que era capaz de pronunciar. Que en un principio Walter y su castor regresen a casa, se ganen de nuevo la confianza de su mujer y de su hijo menor (con el otro no hay caso) y hasta puedan asumir la dirección de su empresa –una fábrica de juguetes, nada menos, de pronto exitosa bajo la nueva conducción bipartita–, no oculta el hecho de que en algún momento todo ese súbito, artificial paraíso comenzará a derrumbarse. El títere –que comparte incluso los momentos más íntimos, como ese extraño ménage-à-trois que conforma en la cama con Walter y su mujer– irá tomando posesión del señor Black, un poco en la mejor tradición de Al caer la noche (1945) y Magia (1978), donde el ventrílocuo pasa a ser víctima de su muñeco. Es una pena que el film de Foster, que como directora había probado –en Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995)– tener una aguzada sensibilidad para retratar mundos familiares poco convencionales, se deje ganar por una subtrama del guión que, como el castor del título, poco a poco se va apropiando de la película hasta eclipsar la trama principal. En esta segunda película dentro de la primera, el hijo mayor de Walter (el anodino Anton Yeltin) también se empeña en descubrir su propia voz, y no solo la suya, sino también la de la chica de la cual se ha enamorado (Jennifer Lawrence, la protagonista de Lazos de sangre). Pero en esta zona de la película todo es tan lineal, tan previsible, tan moralista que parece colocado allí expresamente para morigerar los efectos nocivos que pudiera tener el otro costado de La otra vida de Walter, aquella donde el castor en cuestión causa estragos en todos los sentidos, al punto de que por momentos no se sabe si se está asistiendo a una farsa de humor negro o a la punta del iceberg de un film de terror. Considerando que The Beaver se rodó a fines del 2009 y que estuvo escondida hasta el Festival de Cannes de mayo pasado, cuando ya se suponían extinguidos los ecos del escándalo en el que estuvo inmerso Mel Gibson (acusado de abusar física y verbalmente de su compañera), la película parece pasible ahora de ser leída de manera confesional. ¿Por qué si no un actor otras veces tan limitado como Gibson luce aquí tan sincero? Es como si con un títere su amiga Jodie Foster lo hubiera ayudado a sacudirse de encima al monstruo que tiene adentro.
La doble vida de Walter es una muy buena película de Jodie Foster que presenta uno de los mejores trabajos actorales en la carrera de Mel Gibson. Acá el actor explota todo su talento con un personaje complicado que vive una profunda depresión y usa una marioneta para comunicarse mejor con el mundo que lo rodea. Más allá de sus problemas personales y los escándalos en los que se vio envuelto en el último tiempo, Gibson demuestra una vez más que es un actorazo con otra poderosa interpretación que representa el mejor atributo que tiene este estreno. La historia es bastante extraña porque cuesta aceptar la premisa que un tipo que tiene una profunda depresión se cure solo usando un títere, pero bueno, esto tampoco es un documental. Más allá de algunas escenas graciosas, que realmente son muy divertidas por las situaciones absurdas que presentan, Jodie Foster brinda un film que se refiere a cómo las enfermedades mentales no sólo afectan a las personas que la sufren, sino también a los familiares que los rodean. Foster ofrece un muy buen trabajo en la dirección donde se toma el tiempo para desarrollar las historias que viven los personajes secundarios que están relacionados con el conflicto central. Al margen de las escenas graciosas que tiene la historia, el film se toma muy en serio la problemática de la depresión y sin desbordarse en los aspectos emocionales ofrece un muy buen cuento al respecto.
¿Títere terapéutico o enajenación progresiva? El cine a veces ofrece posibilidades de redención y en otras ocasiones entierra determinadas carreras sin el más mínimo preámbulo: si existe alguien que conoce de estos avatares de la vida artística es el inefable Mel Gibson, un señor que ha sido acusado de prácticamente todo lo nocivo en la historia de la humanidad (racismo, maltrato, homofobia, misoginia, violencia, antisemitismo, etc.). Con el transcurso de los años el norteamericano se ha convertido en un paria dentro de Hollywood tanto por las “actividades” apuntadas como por varias decisiones profesionales arriesgadas y por fuera de los cánones de la industria. Junto con Al Filo de la Oscuridad (Edge of Darkness, 2010), La Doble Vida de Walter (The Beaver, 2011) constituye el regreso de Gibson a la interpretación luego de más de un lustro abocado al rol de director, recordemos para el caso las pomposas aunque insípidas La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004) y Apocalypto (2006). Puede resultar curioso pero lo más rescatable de la propuesta en cuestión es precisamente el desempeño del simpático de Mel como el Walter del título en castellano, un CEO de una compañía de juguetes que padece de una depresión crónica que le impide relacionarse con su entorno. Así las cosas, un día el protagonista encuentra en un tacho de basura un títere de un castor y casi instintivamente se lo lleva al hotel que habita desde que su esposa Meredith (Jodie Foster) lo echó del hogar. Después de un intento de suicidio fallido, el pequeño ser de peluche se transforma en un álter ego a través del cual procurará recuperar a su familia y hasta salvar a su empresa de la bancarrota. Jamás sabremos cuánto de ficción hay en el trabajo del actor no obstante consigue destacarse sacando a relucir su costado ciclotímico y moviéndose con ingenio en esa delgada línea que separa al verosímil del ridículo absoluto. Lamentablemente debemos señalar que en el convite la que no sale muy bien parada es Foster, aquí delante y detrás de cámaras en lo que parece ser el tardío eslabón final de una trilogía centrada en los sinsabores del devenir parental. Como en las correctas Mentes que Brillan (Little Man Tate, 1991) y Feriados en Familia (Home for the Holidays, 1995), la acción hace foco en la dinámica maltrecha de un clan en el que los conflictos están a punto de estallar. Pese a que mantiene el tono ameno, hoy no vislumbramos la fuerza narrativa de antaño y las buenas intenciones del relato no tapan las carencias en el desarrollo general. Sin embargo vale aclarar que el problema principal del film es el guión del inexperto Kyle Killen ya que acumula muchos estereotipos, se siente demasiado previsible y nunca llega a tomar vuelo más allá de una medianía respetuosa para con un tema tan delicado como la depresión (basta con decir que la subtrama protagonizada por los excelentes Anton Yelchin y Jennifer Lawrence por momentos opaca al resto). Por suerte la película evita las soluciones facilistas símil manual de autoayuda del dramedy contemporáneo e invita a compartir las vivencias con los seres queridos para esquivar una progresiva enajenación…
El loco son ustedes Jodie Foster vuelve a demostrar que es una eficaz directora, alejada de los artificios y notable en la dirección actoral. Foster confía en sus talentos, planta la cámara y deja que los actores hagan su trabajo. Captura emociones y narra la historia sin caer en lo moralizante. Tiene en sus manos un drama potente y en un punto aleccionador, mas lo interesante es que Foster nunca lo impone; es tal el poder del relato que su moraleja se impone sola. Walter Black (Mel Gibson) es un hombre sumido en una tremenda depresión. La enfermedad lo lleva a perder la empresa que heredó de su padre y a su familia. En realidad, su familia, es decir su esposa (Jodie Foster) decide dejarlo a su suerte, que se arregle solo y ya no moleste en la casa ni perturbe a sus hijos, el pequeño Henry y el adolescente Porter, obsesionado por no parecerse a su padre. Es entonces en la soledad de un cuarto de hotel donde Walter deja fluir a su alter ego, un castor que no es más que un títere en su mano izquierda, pero que le sirve como intermediador entre su yo y el resto del mundo. La historia se presenta sin trazos gruesos, solo con la velocidad que impone la industria para el público de hoy, al que consideran poco paciente y deben entregarle el conflicto lo más pronto y digerido posible. Pero Foster es hábil, se crío en la industria pero tiene la sensibilidad suficiente como para saber qué material tiene entre manos y cómo no banalizarlo. Es público que Mel Gibson ha tenido problemas con el alcohol y que en estado de ebriedad estuvo involucrado en casos de violencia doméstica y profirió insultos políticamente incorrectos. No es posible entonces escindir a Gibson de Black, no al menos en el primer acto. Hay algo de catarsis en Gibson que Foster, y desde ya los productores, han sabido apovechar. Si como no pocos especialistas sostienen: el inconsciente comprende la metáfora, entonces en el climax de la historia Black parece haberse percatado de su condición, pero no es más que otra trampa esquizofrénica que desembocará en, tal vez, la solución definitiva.
No deja títere con cabeza Gibson entrega una de sus mejores interpretaciones. Esta película tiene múltiples entradas, sentados desde la butaca. Alguna tiene que ver con su protagonista, Mel Gibson, cuya vida fuera de la pantalla está llena de exabruptos y que podrían condicionar la visión de La doble vida de Walter por un motivo claro: el personaje del título cae en el alcohol, como su intérprete. Pero al ver el filme es evidente que el actor de Arma mortal y Corazón valiente entrega una de sus mejores interpretaciones. Y no parece que sea porque el arte imita a la realidad. Por otro lado, la tercera película con Jodie Foster detrás de la cámara se emparenta, y mucho, con sus anteriores realizaciones, Mentes que brillan y Feriados en familia . A la actriz de El silencio de los inocentes le interesan como directora los relatos familiares. Ahondar allí donde los cineastas de Hollywood prefieren panear rápido la cámara, es lo que Foster mejor sabe hacer. Walter es un hombre sumido en una depresión aguda. En ella arrastra a toda su familia (Foster es su esposa), sus dos hijos -uno adolescente que pareciera odiarlo, y el menor, que lo ama sin vueltas- y también a su empresa. Pues bien, sin saber cómo comunicarse con los suyos y el mundo exterior, y tras un fallido intento de suicidio, Walter encuentra un títere de mano, un castor (de allí el título original, The Beaver ) con el que le hablará al mundo… y primero, a sí mismo. El primer diálogo es revelador. “Dejame solo”, es la respuesta de Walter a su mano izquierda. “Eso no es lo que querés, no querés estar solo”, le dice el castor. La doble vida... habla de la necesidad de tener contacto con los otros, de la soledad de un personaje, pero también de la de cada miembro de su familia, y de encontrar una salida a una depresión que puede terminar con un núcleo familiar... y con una vida. Foster, cuando presentó su película fuera de concurso en Cannes, dio una explicación a por qué entiende que sus compatriotas no comprendieron La doble vida de Walter . “Es el mix de comedia y drama”, se encogía de hombros, dando a entender que los estadounidenses son, cómo decirlo, un tanto cuadrados. Y es precisamente esa conjunción la que hace que el filme se eleve de la medianía de los productos hollywoodenses estandar, ya que si resulta surrealista que un personaje falsee la voz y se ordene la vida -y que muchos le sigan la corriente-, el costado sobrecogedor no tarda en ganar espacio en la aguda mirada de la directora. Ese humor negro es el que, tal vez, haya descolocado al público. Es el mismo de sus dos películas anteriores. En el plano actoral, es clave que Foster eche mano a sus conocimientos –es actriz desde los 3 años- para que el desenvolvimiento de los chicos gane naturalidad. Las incomprensiones en la pareja de Meredith y Walter tampoco resultarían creíbles sin la química de Foster y Gibson, dos almas en pena que atraviesan un relato lleno de ironías.
Actor y personaje en busca del otro lado Habrá que resistir ante todo la tentadora curiosidad de comparar la ficción de La doble vida de Walter con el mundo bien concreto del actor que la protagoniza. Porque el personaje central de este film, triunfador en los negocios y en la vida hasta que una depresión lo paraliza en estado de eterna somnolencia, no es otro que Mel Gibson, otro ganador indiscutido en el pasado que afronta hoy las perspectivas de un futuro incierto por culpa de su incontinencia verbal y física. Todavía no sabemos cómo saldrá Gibson de su laberinto personal, pero en el cuento que lo trae de vuelta al primer plano de la interpretación cinematográfica su personaje parece haber hallado una solución: colocar sobre su brazo un castor de peluche, moverle la boca como si fuese un ventrílocuo y dejar que el muñeco maneje sus conductas y temperamentos. Así irá recuperando de a poco la autoestima y la creatividad en los negocios, por más que su familia mantenga razonable perplejidad frente a tan extraña salida. La opción elegida por Jodie Foster en su tercera incursión como directora para retomar la pregunta que parece perseguirla casi obsesivamente en su carrera artística (¿cómo resolver conflictos en familias disfuncionales?) queda claramente abierta a riesgos y extravagancias. La película no teme por momentos bordear el ridículo, afrontar las consecuencias de algunos diálogos sentenciosos y retratar el cuadro familiar desde cierto psicologismo de corto vuelo, como cuando describe la simbiótica relación entre Walter y su hijo mayor (el excelente Anton Yelchin). Pero al mismo tiempo Foster cuida a sus personajes, les insufla admirable convicción y deja que Gibson sostenga con todo el peso de sus grandes dotes de actor intuitivo un personaje que en otras manos caería en la impostura y el desborde. Con tales premisas y respaldos, la directora sortea con discreción algunos de los desequilibrios a los que ella misma decide exponerse y en los mejores momentos de un film dispar hasta consigue conmover al espectador.
Gibson y su amigo el castor Es difícil saber a qué tipo de público se dirige Jodie Foster con esta especie de fábula de autoayuda que podría definirse como mezcla de comedia dramática de salud mental, estilo «canto a la vida», y película de psicópata, sin ser en realidad ninguna de las dos cosas. El film empieza con una familia abatida por la depresión del marido, un Mel Gibson que heredó una fábrica de juguetes con la que no sabe qué hacer, mientras Jodie Foster, su esposa, se refugia en su trabajo de diseño de montañas rusas (la familia tipo). La comunicación con sus dos hijos, uno adolescente y otro mas chiquito, es casi nula, hasta que harta de la situación la esposa manda al marido deprimido a vivir solo. La idea no parece ser lo mejor para el paciente, y así, en medio de un ataque de cuasi coma alcohólico, termina hablando con un títere que coloca en su mano, con el que desarrolla una extraña doble personalidad en principio aparentemente beneficiosa para su comportamiento social, más alla de lo excéntrico que pueda lucir un tipo hablando con un castor de peluche. En todo caso, el hombre encuentra una manera de estar menos deprimido, ya que antes de dirigirse a las demás personas les entrega una tarjeta que indica que deben hablarle a través de ese títere terapéutico. Así logra en pocas semanas renovar su vida marital -pese a algunos recelos lógicos de su esposa- y, sobre todo, a relanzar maravillosamente su empresa con la nueva sensación del mundo del juguete, una caja de herramientas con cara de castor. Esta última creación lo lleva a convertirse en una verdadera celebridad que aparece en televisión y todo, aunque claro, el recurso terapéutico también tiene su lado oscuro, que en cualquier momento puede hacer eclosión. Como directora, Jodie Foster no sabe encontrar el tono adecuado, aunque en este caso hay que reconocer que el guión no la ayuda. Mel Gibson sobreactúa un poco en un papel que podría irle mejor a Robin Williams, y sólo cuando el clima se oscurece un poco empieza a meterse más de lleno en el personaje de doble vida. La película es mas rara que realmente buena, aunque de todos modos tiene sus momentos.
Operativo retorno para el gran Gibson Después de ganarse los titulares por sus exabruptos misóginos, religiosos y racistas, el célebre actor de los films más taquilleros de los ’80 vuelve a tener una oportunidad para demostrar su versatilidad en esta película de Jodie Foster. No es fácil hablar de La doble vida de Walter sin caer en el juicio rápido que bien puede derivar en calificarla como una genialidad o por el contrario, en una soberana ridiculez. Lo cierto es que la última película de Jodie Foster (Feriados en familia, Mentes que brillan) tiene un poco de ambas cosas, en un relato tragicómico sobre un hombre que encuentra la manera de luchar contra sus demonios a través de una marioneta. Walter (Mel Gibson) fue un buen padre, un buen marido y un empresario exitoso, hasta que la depresión lo alcanzó y todo se desmoronó. Ni la increíble paciencia de su esposa Meredith (Jodie Foster), ni el amor de su pequeño hijo Henry (Riley Thomas Stewart) lograran sacarlo de la apatía y el abandono. Tampoco el rechazo de su otro hijo, Porter (Anton Yelchin), una especie de genio adolescente que cobra por hacer los trabajos escolares de sus compañeros mientras lucha por diferenciarse de su padre. La situación familiar se hace insostenible y finalmente Walter abandona el hogar. Pero un día descubre que una marioneta con forma de castor puede ser el vehículo para superar su estado y de pronto las cosas empiezan a mejorar, aunque por supuesto, tiene que superar el rechazo social que produce un hombre que habla a través de un muñeco. De ahí en más la película es un tour de force de Gibson, que ofrece una interpretación convincente de un loco que hace lo posible para recuperar su vida a través de un método, como mínimo, poco convencional. Entonces vemos a Walter en diferentes situaciones, desde el choque con su familia a partir del nuevo compañerito, pasando por el estupor de sus empleados, hasta una desopilante y patética lucha con su propia mano, que recuerda al Ashley Williams de Posesión infernal, de Sam Reimi. El film de Foster es en realidad un relato sobre una familia quebrada, un tema que la directora californiana domina a la perfección, que aquí aplica los habituales tips del cine independiente estadounidense, con mucho humor negro, muchos giros inesperados, más la confianza de depositar la historia en el trabajo del vapuleado protagonista –¿es necesario recordar que en los últimos años Mel Gibson fue noticia por su alcoholismo y por sus exabruptos misóginos, religiosos, racistas e incluso, por su capacidad como director con películas feroces como Apocalypto y La pasión de Cristo?–, un border que vuelve a demostrar que puede ser un buen intérprete, en un papel que parece hecho a su medida.
VideoComentario (ver link).
Anexo de crítica: Una vez más el marketing de la autoayuda encuentra su lugar de privilegio en el cine. En este caso la directora Jodie Foster vende castor por liebre en una película que se acerca mucho más al melodrama convencional de familia de clase media disfuncional que a la supuesta tragicomedia que pretende ser La doble vida de Walter. Mel Gibson con este rol intenta lavar culpas de sus atropellos públicos y lo consigue a medias atravesando el camino del ridículo hasta el de la complacencia por verlo sufrir. El resto es pura fórmula disfrazada de audacia.
Este buen (mal) hombre merecía un film en el que, definitivamente, pudiera demostrar el gran actor que es. Mel Gibson puede que sea el justo destinatario de las condenas más variopintas; antisemita, machista, violento, xenófobo, fanático religioso, mesiánico, anche alcohólico irrecuperable. Así y todo, mister Mel logra aquí alejar todos sus miserables fantasmas durante 90 minutos gracias a la que es, sin dudas, la mejor interpretación de su carrera. The Brave ("El castor") cuenta el click mental que acontece en el pobre Walter (Gibson), un hombre que se encuentra en medio de un pozo depresivo que le anuló la relación marital, además de que interrumpió la comunicación con sus hijos. Para colmo, fracasa como director de la compañía que heredó de su padre, lo que le causa un profundo vacío espiritual. Hasta que, por accidente, llega a su vida el títere de un castor que, luego de una rápida conclusión, termina por convertirse en la posible ruptura de esa crisis. El heterodoxo sistema de autotratamiento que se impone Walter es hablar a través del títere, sea con quien fuere y donde fuera, desde una charla con su hijo menor hasta una entrevista en una cadena televisiva. El castor habla por él. Claro que no es un tratamiento sin daños colaterales. Jodie Foster, como realizadora, demuestra que está para mucho más de lo que había demostrado en sus films anteriores. Además, pone su puesta de cámaras y amable estilo narrativo al servicio del lucimiento de Gibson, que aprovecha cada minuto en pantalla para desplegar un trabajo actoral notable y que incluso, durante el tiempo que transcurre la ficción, al menos, logra enternecernos pese a su oscuro background. ¿Lo tendremos en la alfombra roja del Oscar el año próximo, o pesará más la sombra de Darth Vader que según parece arrastrará por siempre?
El hombre contra el sistema Si la premisa de La doble vida de Walter recuerda inicialmente al famoso Sr. Garrison de South Park (aquel profesor de primaria que convive con un títere en la mano) pues, las comparaciones no son del todo odiosas. Principalmente porque el Walter que le da nombre al film en nuestro país, es un personaje que ha caído en la más absoluta depresión, con problemas psicológicos, sumiso en un inerte estado: es una víctima (¿Social? ¿De su entorno?). No importan su familia (“He vivido los últimos dos años por ti” le dirá su esposa), no importa la empresa que ha heredado de su padre y ni siquiera importa su propia vida. Bajo esta premisa, el tercer largometraje de Jodie Foster como directora se meterá con temas delicados de una forma cuanto menos curiosa: Walter encontrará en un títere castor, la valentía para llevar su problema adelante. Primero como un ejercicio de autosuperación y luego como una forma de ocultarse, esconderse bajo una figura que con el correr de los minutos ganará lugar a fuerza de resultados. Lo más importante: para que semejante historia resultara por lo menos creíble, el desafío principal era para Mel Gibson. Con cuestionables antecedentes personales (conductas sociales y realizaciones cinematográficas incluidas) el actor de Arma Mortal logra una composición sobresaliente de un hombre acosado por su propia psiquis. De todas maneras, la mano de la Foster directora (también actúa como la mujer del protagonista) ayuda a la gran labor de Gibson evitando caer en el ridículo en los momentos necesarios. Para aclarar: en la mayoría de los casos, los planos mostrarán a Walter y a su muñeco por igual, generando el mismo punto de vista que los personajes que con él/ellos interactúan, y por lo tanto –se supone- las mismas sensaciones. Claro, todo cambiará cuando los medios se hagan eco de un éxito producido por la sociedad hombre/castor y revele primero a ambos, pero reduzca luego su mirada hacia un muñeco parlante con Gibson como sujeto tácito. Aparecerán además las conexiones con los dos hijos que complementan la familia y una historia de amor adolescente que por momentos se gana la mayor parte del relato. Si La doble vida de Walter logra evitar los excesos en la forma de tratar los trastornos psicológicos y un tema tan delicado como la depresión, no resulta lo mismo con ciertos momentos del film, que rozan el tono moralista, aún cuando logra salirse rápidamente de ese lugar. A pesar de sus debilidades, este film (un tanto extraño, un tanto atractivo), termina por ganar crédito a fuerza de buenos personajes y, principalmente, correctas actuaciones. Con los prejuicios individuales y los lazos familiares como principales temas, Foster compone una comedia negra con tanto drama en su interior, que termina por ser una radiografía del hombre alienado: aquel que cada día debe enfrentar a un sistema que, como en los peores momentos de la historia humana, primero juzga y después pregunta.
Un castor en la familia La depresión y el aislamiento consigo mismo, lo llevaran a Walter (Mel Gibson) a estar cada vez más lejos de su familia. En uno de sus ataques de locura y pánico tomará un títere de un castor y de ahí en mas no se lo quitará de su mano; siendo que ya no solo será parte de él, sino que le encomendará su propia vida y como excusa para poder recuperar a su familia y que la empresa familiar que había heredado progrese, se dirigirá a todos a través de la marioneta. Principalmente, en esto se centrará La Doble Vida de Walter, el nuevo film de Jodie Foster, quién también co-protagonista al interpretar a Meredith, la esposa del damnificado. Ella deberá lidiar con Porter (Anton Yelchin) su hijo mayor adolescente, el cual no se siente para nada identificado con su padre y esconde ciertos problemas psicológicos, como con el pequeño Henry (Riley Thomas Stewart), desorientado tras la ida de su progenitor, pero sumamente ilusionado a su regreso y con su cambio de actitud junto al castor. Como lo hizo el cine estadounidense en las últimas décadas, La Doble Vida de Walter es una película más que incursiona en el factor de la familia disfuncional; Todd Solondz con Felicidad, Sam Mendes con Belleza Americana, y en una de las más recientes, Lisa Cholodenko con Mi Familia ya habían profundizado en el tema. Todos y con alternativas distintas mostraron este fenómeno de la manera más real y cruda posible, y el caso del film de Foster no será la excepción en una obra que a pesar de tener momentos cómicos, refleja el más profundo drama de las personalidades de sus protagonistas. El film, gracias a un sólido guión de Kyle Killen, se centrará en la lucha de la familia por aceptar la locura de Walter, que a pesar de que en principio todo podía parecer agradable y con un buen fin para todos, todo se le terminará complicando al protagonista hasta perder el control de sus acciones. Tanto esto como los hechos paralelos del progreso de la compañía de juguetes presidida ahora por el castor y la típica relación conflictiva entre Porter y su compañera de secundario Norah (Jennifer Lawrence) llevaran a que todos los aspectos de la obra, tanto narrativos, argumentales y psicológicos respecto a la profundidad y sentimiento de los personajes, estén muy bien caracterizados. Con su tercer título como realizadora, Mentes que Brillan y Feriados en Familia los anteriores, se puede decir que Foster concreta un film más que correcto, que entre buenas actuaciones y un buen desarrollo de temas severos como la depresión y la locura, hacen de La Doble Vida de Walter una obra a considerar en la carrera de su titiritera.
La presencia de Mel Gibson en el rol de Walter Black hace de La doble vida de Walter una película mucho más introspectiva e intensa de lo que podría haber sido. Con tres películas en su haber como directora, Jodie Foster ya comienza a dar señas de poseer un universo propio bastante particular, aunque es con esta tercera película, La doble vida de Walter, que explota con una historia por demás llamativa. Al igual que en Mentes que brillan y Feriados en familia, Foster directora juega nuevamente con lo extraño, con aquello que se sale de la norma y que impacta contra lo convencional, haciendo foco quienes tienen que convivir con estas “anomalías”. Que en verdad no son anomalías, sino comportamientos, decisiones, síntomas de los otros, que por movernos del lugar en el que cómodamente nos ubicamos, nos generan dudas, incertidumbres y nos hacen verlos como rarezas. Pueden ser un niño genio, una hija conflictuada en el marco de una familia estructurada convencionalmente o un tipo que para mitigar su depresión se inventa un alter ego en un títere con forma de castor. Estas formas de lo que no debe ser son exacerbadas en este film, el más logrado hasta ahora de la directora, que además transmuta su temática a la propia narración, desacomodando y desencajando al espectador continuamente. Claro que Foster tiene un as en la manga, que hace de La doble vida de Walter una película mucho más introspectiva e intensa de lo que podría haber sido. Ese elemento extraño, ese meteorito enrevesado que choca y saca astillas de incomodidad, se llama Mel Gibson. No hay inocencia que valga, Walter Black es un personaje que le sirve para hacer catarsis. Y el actor le incorpora su habitual sadismo, que aquí es físico pero mucho más psicológico, por ende, más profundo. Walter Black es un empresario exitoso que sufre una gran depresión y esto no sólo lo complica laboralmente, sino también afectivamente: sin nada para comunicarle a sus hijos ni a su esposa, es una especie de fantasma que recorre la vida. Su esposa (Foster) lo echa de la casa, se instala en un hotel e intenta suicidarse. Pero falla en el intento y Walter vive ese suceso como un llamado de atención sobre lo que tiene que hacer con su vida desde ahora. Aunque, detalle: adjudica eso a la presencia del castor-títere, que se convertirá de ahí en adelante en la voz de su inconsciente… y en su mano izquierda. La actuación de Gibson es notable, como así el trabajo de la directora respecto de cómo introducir este elemento extraño en la narración. Foster lo hace sin medias tintas, sabe que lo que va a mostrar puede sonar ridículo, pero va hasta el fondo. Y recorre salvajemente (porque el film es veloz, tenso, acelerado) todas las posibilidades que un tipo con un títere en la mano puede generar. Hay humor, hay absurdo, hay apuesta al ridículo, hay provocación (¿alguien dijo menage a trois entre el muppet y el matrimonio Black), hay terror y también un necesario recorrido que no olvida que, después de todo, La doble vida de Walter es un film de autodescubrimiento, de procesos, de gente que no tiene voz y que debe hallarla para poder convertirse en alguien. O al menos intentarlo. Es lo que le pasa también a su hijo mayor (Anton Yelchin), que cobra por hacer las tareas de sus compañeros de escuela, y a la porrista mejor promedio (Jennifer Lawrence), que tiene que decir su discurso de fin de año y no sabe qué decir o cómo decirlo. Nos habíamos olvidado de decir que La doble vida de Walter tiene una subtrama, una segunda línea narrativa protagonizada por el hijo de Black y la porrista. Olvido consciente: pues ahí encontramos no lo peor, pero sí al menos lo más convencional del film. Lo convencional en esta película es condenable, porque precisamente lo que se intenta es aprender a entender lo que está por fuera de lo comprensible. Sin embargo, uno puede leer esto como un descanso del relato, un necesario remanso antes de emprender un nuevo viaje ascendente-descendente, como esa montaña rusa que funciona (a veces torpemente) como leitmotiv, hacia la profundidad de la psicología de Walter Black. Es interesante por tanto fijarse un rato en esas montañas rusas. En el film, Meredith (Foster) es una ingeniera que las construye. Que al final sea una montaña rusa lo que una a la familia puede ser una metáfora un tanto ordinaria, pero lo que importa es su valor simbólico: es la esposa, la mujer, la madre, como red; son las manos de Meredith que elaboran esos recorridos, parecidos a los de la vida y a los de la cabeza de cualquiera de nosotros (incluso la de Walter), con sus caídas y sus subidas. Por eso, Meredith mira desde afuera en el final, mientras padre e hijo se abrazan. No hace falta involucrarse o meterse más de la cuenta, dice, piensa Meredith madre y Foster directora: de ahí las brillantes elipsis y fueras de campo que son parte del relato. A veces basta con saberse parte de ese todo que se construye, ese todo con lo bueno y lo malo que implica: por eso la trama áspera con Walter, por eso la convencional con su hijo. Por eso, al final, logran congeniar y abrazarse. De este todo orgánico, repleto de rabia, amor, risa, llanto, frustraciones y demás, está hecho el camino. Hay que atreverse a transitarlo, aunque no prometemos que el viaje sea del todo luminoso. Walter, Meredith y Mel Gibson, lo saben. Foster también, y lo filma como pocos.
Esta nueva incursión de la realizadora, otrora niña prodigio de la factoría hollywoodense, Jodie Foster tiene el mérito que, a pesar del paso de los años, incursionar por tercera vez sobre un tema (que ya parece una obsesión personal) complicado, como es la constitución, sostenimiento y reparación de las relaciones humanas dentro de una familia disfuncional. Las dos primeras, ambas de la última década del siglo XX, “Mentes que Brillan” (1991) y “Feriados en familia” (1995), no presentaban un texto tan turbulento y negro como el presente (ya desde el apellido del personaje principal), tenían vertientes más livianas de lectura y observación. En este caso la locura se hace presente desde el inicio, con una voz en off, luego la identificaremos como de la del mismísimo protagonista, que nos anticipa una patología grave. Él, Walter Black (Mel Gibson), jefe de la familia Black, lo reitero pues no creo que sea casual, es un ser depresivo grave, casi entrando en la cronicidad. Lleva mucho tiempo en ese estado, tanto que su mujer Meredith (Jodie Foster), cansada de lidiar con la enfermedad, e intentando al mismo tiempo preservar la salud de sus dos hijos, lo echa de su casa. ¿Santo remedio? La familia, bastante acomodada económicamente, dependía de él, de la empresa de juguetes que había heredado de su padre, pero que en su estado mental actual había casi abandonado y llevado a una posible bancarrota. Todo esto ocurre en los primeros minutos de la historia, incluyendo el fallido intento de suicidio por parte de Walter, el encuentro con un muñeco, un títere de peluche con forma de castor, dejado en un tacho de basura, abandonado, rescatado por Walter. Colocado en su brazo izquierdo es promovido en esa relación objetal, no muy normal por supuesto, al rango de substancia mediadora, como un otro que yo separado y será utilizado para satisfacer necesidades cuasi primarias, como lo es la comunicación con los otros. Se pone en juego la posibilidad de reconstituirse en la familia, sobre todo a partir de la aceptación de esos nuevos códigos de convivencia que impone el “enfermo”, quien obliga a los otros a comunicarse con él a través del muñeco. Esto derivará irremediablemente en un estado de manía extrema, que cerraría por definición en un diagnóstico de psicosis maniaco depresiva, llamado actualmente trastorno bipolar. Pero como nada en el cine es tan simple y lineal, sobre todo el de Hollywood, guionista y directora debieron construir y desarrollar subtramas que sostengan y eviten la asfixia del espectador en relación al drama vivido por el personaje protagónico. La principal de estas historia paralelas es protagonizada por su hijo mayor, Porter (Anton Yelchin), un adolescente que todo lo que desea es diferenciarse lo máximo posible de su progenitor, eso y su relación bastante tortuosa con una joven compañera de escuela, Norah, interpretado por la talentosa y bella Jennifer Lawrence, nominada al Oscar por su labor en “Lazos de Sangre” (2010). El otro hijo, bastante menor, parece no darse cuenta de la problemática familiar, sólo siente, y así lo manifiesta, la ausencia de su padre. Esto parece ir en detrimento de la posibilidad de profundizar sobre el eje principal de la historia, pero, a riesgo de caer en los clisés del genero, Jodie Foster se va alejando, utilizando por momentos el humor absurdo, en otros casi rayano en lo sádico, y en otros hasta irreverente, no muy bien visto en la factoría cinematográfica de la madre patria del norte. A confesión de partes he de decir que esta a flor de piel la tentación de tomar como parámetro de análisis del filme la vida cotidiana de Mel Gibson, con todas las aberraciones cometidas por éste, a saber de sus decires antisemitas, homofóbicos, discriminadores, y sus haceres violentos, alcohólico, padre abandónico, estaba al alcance de la mano, pero no sería justo. Mel Gibson compone muy bien a su personaje, tiene, y los utiliza, un sinfín de recursos gestuales, faciales, corporales, hasta los cambios de tono en la voz que acrecientan el valor del filme y están en perfecta armonía con el despliegue de Jodie foster dentro de su personaje, que hace que ambos sean creíbles y denota una química entre ambos muy pocas veces vista. Hasta se lograría decir que toda su prestancia se podría deber a lo que pareciera ser una producción hecha a contramano de los cánones del genero, pero al último giro de la historia, que no va en linealidad con el resto, le cabría ser leído como un cierre de culpa, castigo y redención, y estos dan por tierra con ese lastimoso intento. Lo único peligroso e importante a señalar desde el discurso del filme es que este puede ser tomado como un burdo catalogo de autoayuda psicológica con el nombre de “cúrate a ti mismo”, con recetas tipo de dietas para adelgazar. Calificación: Buena (Lic. Héctor Hochman).
Diferencias (primera entrega) Foster volvió a la dirección dieciséis años después de Feriados en familia con una de esas historias rayanas con lo imposible para un arte de imágenes y sonidos y tendiente al realismo: un depresivo parece encontrar una cura al ponerse un castor títere en su mano, y así desdoblarse y convertir al castor en su alter ego (o, directamente, en su yo a secas). Esto, a priori, tiene mejor destino de cuento o novela que de película: ¿cómo hacer para que un señor al que vemos hablar con un acento extraño y mover un muñeco para relacionarse con el mundo no sea irremediablemente intolerable? Una decisión es elegir como protagonista a Mel Gibson, actor y director talentoso, desequilibrado, con pozos y euforias constantes en su filmografía (sí, La pasión de Cristo es deplorable, pero pocos otros directores en actividad podrían lograr esa proeza cinética que es Apocalipto). Otra decisión es naturalizar cinematográficamente la situación del castor. Así, Foster exhibe con velocidad y fluidez la historia de Walter (Gibson), y es veloz (a veces demasiado) para pasar del momento eufórico representado por el castor a la renovada caída y al esperable cierre. Sin embargo, hay otra historia en la película que compite con la de Walter: la del hijo adolescente, apenas el gastado derrotero de chico sensible que ya vimos muchas veces. En cada uno de sus segmentos adolescentes la película parece apagarse, detenerse: Foster nos escatima metraje de la historia de Walter y del magnetismo de Gibson (si dudan de Gibson como actor, páguenle al sobrevalorado Clooney para que intente darle vida a un castor de tela) y nos somete a una historia anodina planteada como paralela para que luego, obviamente, deje de serlo. En la falta de determinación por mantenerse con Walter la película obtiene esa doble vida del título local al precio de hacerse débil, inconsistente, chirle.
La del castor Sí, una de las películas más interesantes en lo que va del año está dirigida por Jodie Foster y protagonizada por ella misma junto a Mel Gibson, Anton Yelchin (el ruso tripulante del Enterprise en la ultima versión de Star Trek) y Jennifer Lawrence (protagonista de Lazos de sangre y que hace de Mystique en X-Men: primera generación). Y, sí es la historia de Walter, que a diferencia de lo que dice el infame título que recibió este en Argentina, no tiene, tuvo o tendrá una doble vida. Walter es un depresivo patológico que supo tener una linda familia, un buen trabajo y una hermosa casa, pero todo eso lo ha perdido. Hundiéndose en una profunda angustia, está casi al borde del suicido cuando, de repente, una voz que proviene desde el títere de un castor que tiene en su mano lo detiene, y allí comienza el verdadero relato de la supuesta recuperación de Walter, quien empieza a usar la marioneta como método terapéutico. Este prólogo, maravillosamente contado y dosificado, nos introduce rápidamente en una historia que fluctúa entre lo convencional y lo extraño, que se pone más incómoda, tensa e inquietante a medida que avanzan los hechos. Foster aprovecha a un Gibson efervescente y creíble, capaz de desdoblarse en dos personajes que a la vez son uno solo con total naturalidad, y que brilla sobre todo cuando dialoga con sí mismo (o con el castor) logrando grandes momentos, que van desde la risa por lo ridículo hasta la tensión por un peligro que acecha. La dirección de Foster acompaña con fluidez, ya desde la decisión de los planos elegidos en cada momento y situación. Consigue mostrar con la suficiente sutileza la diferencia entre el mundo íntimo de Walter y el castor, y cómo se los ve en sociedad. La doble vida de Walter, toca (y a veces sólo roza) varios temas al respecto de la familia además de, obviamente, mostrar las relaciones de Walter con su entorno. Aparecen allí el padre ausente; la madre que intenta desviar los problemas a través del trabajo y el cuidado de sus hijos; el hijo que no quiere ser como su padre bajo ningún aspecto, pero que sólo logra parecerse a él cada vez más; y hasta superficialmente la muerte por sobredosis de un miembro de una familia “bien” que lo esconde como secreto de estado. Lugares comunes, en general bien resueltos y contados con la necesaria profundidad. Pero donde la película se potencia es cuando pone en discusión los métodos de autoayuda, terapias psicológicas de toda índole (alternativas y no tanto), y la manera que tiene la sociedad y el individuo mismo para enfrentar problemas de este tipo. Porque Walter ya lo intentó todo, puso en práctica un montón de ayudas externas que no funcionaron, y sigue cada vez más perdido. Es que quizás, en muchos casos ya no quede nada por hacer, aunque leamos el ultimo libro del gurú de moda lleno de obviedades e hipocresía, o nos atendamos con el psiquiatra famoso que viajó al Tíbet, lo que escondemos y apretamos hacia adentro, volverá a salir con mas fuerza, para Walter y para todos, por mas dios, buda, Bucay, Osho o Castor que nos quiera dar respiro. Jodie Foster saca adelante, con oficio, una película que ya sorprendía desde el trailer, pero que con poco se podría haber convertido en un desastre, y que al final termina siendo un relato sincero, que se permite el humor y la tragedia, con un gran Mel Gibson acompañado de un muy buen elenco y el Castor que merece un Oscar y una paliza por parte de los Muppets.
SI SE CALLA EL CASTOR En su tercer film como directora, Jodie Foster se aventura en un terreno arriesgado y límite, y con la complicidad y el talento de Mel Gibson, consigue realizar una obra perturbadora y emocionante sobre la soledad y la angustia del ser humano. El cine industrial norteamericano es, por lejos, el más complejo y rico de la historia del cine universal, capaz de brindar un número extraordinario de obras maestras así como también un gigantesco cúmulo de material olvidable que igualmente llega a las salas del mundo. Pero no hay otra industria ni otro sistema tan capacitado para aunar tantos niveles, variables, ambiciones, locuras, genialidades y mediocridades como ese cine al que todos conocemos como Hollywood. Es sabido, además, que en sus diferentes épocas no ha sido la genialidad lo que se ha buscado en la industria, sino el éxito. Y se sabe también que para alcanzarlo es necesario llenar las salas, y para lograr esto último resulta imprescindible que el espectador se sienta a gusto. Ya sea mediante el terror, la comedia, las lágrimas o lo que fuera, al terminar la función el espectador debe sentirse a gusto. Los genios de Hollywood, desde Hitchcock a Spielberg, pasando por un extraordinario número de cineastas que filmaron en las mismas tierras, han logrado hacer todo esto sin problemas: los resultados artísticos y la satisfacción del espectador conviven en el cine americano de una manera que las demás cinematografías jamás pudieron igualar. Sin embargo, para los cineastas que no son geniales, o simplemente para los mediocres, la búsqueda de esa sensación en el espectador ha consistido habitualmente en no generarle angustia alguna, en no moverlo de los espacios establecidos. El peor defecto del cine industrial norteamericano es la búsqueda de la medianía, algo que nunca podrá ser sinónimo de arte. Y es precisamente por esa búsqueda de medianía que Hollywood muchas veces ha quedado asociado a un cine prefabricado, adocenado, sin complejidades. Si los directores en unas cuantas oportunidades renuncian a su mirada personal, mucho menos riesgo suelen afrontar los actores. Las estrellas del cine industrial en muchos casos le huyen al riesgo. Aunque es importante aclarar que existe también un buen número de estrellas que eligen bien los proyectos y, sin renunciar al arte, consiguen reducir el margen de error. En La doble vida de Walter son dos, y no sólo una, las personas dispuestas a asumir un riesgo importante a favor de la historia que eligieron contar. Sin Jodie Foster o sin Mel Gibson, The Beaver (así es el título original y así hay que llamarla) no sería lo que es. La directora acepta dirigir un proyecto difícil, complicado por donde se lo mire, y se asocia a Mel Gibson, un actor fiel a sí mismo a lo largo de toda su carrera. Los dos saben a qué se arriesgan, y no hay que subestimar el hecho de que detrás de la historia central de The Beaver hay otra lectura posible acerca de la personalidad del actor y su relación con el cine norteamericano. Esa subtrama, de todas formas, es un extra que los admiradores de Gibson podrán disfrutar y valorar, pero no es el centro mismo de la película, aunque sí uno de sus puntos más sutiles e interesantes. Por extensión, la película reflexiona sobre la capacidad creativa sin límites y por el trabajo mismo del actor, capaz de desdoblarse y despertarse detrás de sus personajes. Aunque estos personajes lo terminen consumiendo y devorando poco a poco. La mitad siniestra The Beaver es una película sostenida en dos puntos. El primero responde a una idea derivada de R.L. Stevenson y su libro El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde; el otro, a una reflexión acerca de la recuperación de la voz como expresión de la propia identidad. Vayamos por partes. En primer lugar con la idea del doble, con esta mirada sobre Walter Black y ese muñeco siniestro llamado simplemente “El Castor” (the beaver). El señor Black (sí, negro) tiene una profunda depresión. De su propio padre, dueño de la empresa que ahora dirige él, no sabemos nada. Se dice simplemente que “estaba triste y sufrió un accidente”, con lo cual asumimos que se suicidó. Walter no hace nada, duerme todo el día y aunque inicialmente intentó salir de ese pozo, su vida parece haber tocado fondo. Todo lo que toca se vuelve negro. En el momento de un suicidio fallido, ocurre entonces algo inesperado. La aparición del muñeco de un castor que él usará en su mano izquierda (la siniestra) liberará fuerzas aletargadas que le permitirán recobrar el timón de su vida. La presencia del castor es indiscutiblemente disparatada, pero como el castor hace todo aquello que Walter no hacía, desde comandar una empresa hasta tener una sexualidad intensa con su esposa, todos parecen aceptar esta locura. Un espectador que no sea obtuso, deberá aceptarla también. Como Mr. Hyde, el castor es siniestro e inquietante, pero tiene más energía que –en este caso- el depresivo Walter. La simpatía de la situación y el acento del castor le darán al comienzo un encanto y un carisma que un depresivo difícilmente tendría. Pero como en Mr. Hyde, las fuerzas liberadas a través de él se convertirán en una incontenible fuerza megalómana que lo llevará a querer destruir al propio Walter. Como ocurría con el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Walter y el castor son la misma persona, por lo cual intentar destruir a uno es destruir a los dos. En esa montaña rusa que cierra el film –y que es el lugar que estudia y enseña Meredith, la esposa- está la idea de que las subidas y las bajadas son parte de la vida y que detrás de la euforia vienen los inesperados bajones. Meredith lo sabe, no solo por experiencia, sino porque es la narradora del film en su condición de directora. Ella es la diseñadora de todo. Foster, la directora, se asoma al abismo de lo siniestro en tonos imposibles para el cine norteamericano actual. Por más que ella narre dentro de los parámetros industriales, la película consigue expresar con indiscutible claridad la locura de Walter y lo verdaderamente enfermo de las situaciones que el film muestra. En su tercer film como directora, Foster se adentra en un terreno nada seguro y un espacio poco complaciente. Tú, mi castor y yo Al mismo tiempo The Beaver cuenta la historia de dos personajes: la del padre, Walter, y la del hijo, Porter (nota: Porter se llamaba el personaje protagónico de Payback, uno de los mejores film protagonizados por Mel Gibson). Porter tiene dos características destacables. La primera es una obsesión por todo aquello que lo hace parecido a su padre y que por lo tanto lo angustia y enoja. La otra es la de ser experto en escribir monografías para otros compañeros, imitando su estilo y buscando reproducir su mirada del mundo. Porter no quiere parecerse a su padre pero consigue escribir de forma tal que se convierte en otros. Una especie de camaleón a sueldo que metaforiza su voz acallada y reprimida. Y una capa más se le agrega a este tema, ya que Norah, una estudiante brillante, le pide que escriba su discurso de graduación. Es la gota que rebalsa el vaso para Porter, porque él no va a tolerar que una persona como ella reprima su propia voz. El querrá que ella encuentre su propia voz, a la vez que él no se anima a encontrar la propia. Y todo esto funciona como espejo de Walter, quien no podrá hablar sino a través de un muñeco. La recuperación de la voz es el lado más luminoso de la historia, aun cuando se trate de personajes atormentados, con profundas heridas en su corazón. Tal vez en su condición de jóvenes, Porter y Norah, pueden al final del film correr de la mano felices. Pero Walter ha atravesado un infierno muy distinto. Su oscuridad ha ido de lleno hacia la locura y es difícil de precisar si su regreso será definitivo. Hay algo en el hospital de las últimas escenas que remite a la clínica donde está Scottie, el protagonista del film Vértigo. No se trata necesariamente de una cita, sino de que remite a una clínica donde el personaje se tranquiliza, pero no necesariamente se cura. A esta ambivalencia abona aún más el cierre la película. El plano final de The Beaver es tan brillante en su capacidad de resumir significados como ambiguo a la hora de cerrar la historia. Mientras Meredith, Walter y el pequeño Henry comparten un momento de alegría subidos al carro de una montaña rusa, comienzan a descender hasta entrar en un túnel, donde la familia Black desaparece en la oscuridad total. Y si bien cerrar en negro es una buena forma de terminar un film, en este caso es la entrada al siguiente período de oscuridad, posiblemente inevitable, de la existencia humana.
El reino del ridículo. Hay directores que se regocijan con el sufrimiento de sus criaturas. Darren Aronofsky, por ejemplo. El caso de Jodie Foster es ligeramente distinto, más bien pareciera que busca el ridículo. Esto ya se insinuaba en su primera película, la interesante Mentes que brillan. Luego vino ese insólito festín neurótico llamado Feriados en familia, que fue más lejos en su capacidad de generar en quien les escribe una inevitable pregunta acerca de los personajes: ¿estos son o se hacen? Pasaron dieciséis años para ver una nueva obra de la actriz y cineasta, pero La doble vida de Walter no hace más que intensificar dicha inquietud. Como en los films anteriores, Foster cuenta con un elenco de gran nivel (que la incluye a ella misma) para encarar un guión que raya la estupidez. Otra vez, el tema es la familia. Walter Black (Mel Gibson) es un depresivo incurable. Probó con todas las terapias pero no hubo caso. Ex empresario exitoso, ex buen marido, ex buen padre, el tipo se convirtió en un despojo humano, por lo que a su esposa (Foster) no le quedó otra que echarlo de la casa familiar. Justo en el momento en que está por suicidarse, Walter encuentra la salvación en un basurero. Se trata de un castor de peluche. Acento británico mediante, de ahora en más el protagonista no enfrentará la vida por su cuenta sino que el títere hablará por él. Esta terapia autoimpuesta no tarda en revitalizar el comportamiento del enfermo, que no se saca el bicharraco ni para bañarse. De pronto, la vida comienza a sonreírle. Su fábrica de juguetes, que estaba al borde de la quiebra, ahora no para de vender valijitas con forma de castor. Su mujer no sólo lo acepta de vuelta sino que no puede evitar abalanzársele encima –la imagen de sexo bajo la ducha con el muñeco de peluche estampado contra la mampara debe ser lo más cercano a una escena erótica en un film de Jodie Foster. Pero no todo es felicidad. Eventualmente, Walter comprende que ha creado un monstruo y que no puede vivir sin él. Paralelamente a la historia del protagonista se desarrolla la de su hijo adolescente Porter (Anton Yelchin), que lo odia y es capaz de anotar sus tics en papelitos para no imitarlos. Atormentado por las miserias familiares –y sí, al fin y al cabo, todo indica que golpearse la cabeza contra la pared es el hobbie preferido de los muchachitos anglosajones con tristeza– su habilidad para la imitación le posibilita ganar dinero haciéndole la tarea a compañeros de escuela. Cuando la chica de sus sueños (Jennifer Lawrence, mucho menos brillante y más hermosa que en Lazos de sangre) le pide que escriba un discurso de graduación para ella, Porter se “mete” en sus pensamientos y logra descubrir la gran angustia que la paraliza. Luego de invitarla a salir y conquistarla, intenta exorcizar los miedos de la joven al escribir RIP Brian en una pared. “Lo que tenés en la cabeza es la muerte de tu hermano. ¿Es esto lo que te jode, no?”. Sin palabras. Habiendo llevado el ridículo hasta un punto de no retorno, sólo cabe esperar qué hará la directora al respecto. ¿Acudirá en auxilio de sus personajes, como no lo hizo en sus dos películas anteriores que, no obstante, eran mucho más suaves y convencionales? La respuesta es sí. A pesar de sus padecimientos, Porter se queda con la chica. En cuanto a Walter… no le será nada fácil, pero habrá final feliz. Por suerte tenemos al tantas veces subestimado Mel Gibson, cuya presencia termina salvando lo restante. Como se señaló antes, el gran acierto es el elenco, y la estrella de Mad Max entrega una de las mejores actuaciones de su carrera. Sólo gracias a él se justifica un relato como este.
Jodie Foster ha vuelto a ponerse detrás (y delante también) de las cámaras con La Doble Vida de Walter, luego de 16 años, con un film un tanto raro que cuenta la historia de un hombre hundido en una profunda depresión, que encuentra una salida al tomar un títere con forma de castor y utilizarlo como si fuera una extensión más de su cuerpo que siente, habla y piensa por él. Si, es correcto, no leyeron mal la historia, porque The Beaver (su título original) es eso, y obviamente es uno de sus puntos más llamativos, aunque muchas veces no quiere decir positivo, y en este caso lo es a medias. La Doble Vida de Walter danza entre el drama y la comedia sin lograr profundizar en ninguno de ellos. Lamentablemente Foster jamás consigue narrarnos una historia con vuelo debido a la intervención de una innecesaria voz en off que sirve para resumirnos a Walter al comienzo, pero que lamentablemente nos introduce directamente a un personaje que nos es ajeno y del que es difícil creer lo que le pasa. El problema es que cuando logramos fundirnos con el personaje interpretado brillantemente por Mel Gibson, Foster nos introduce en paralelo la historia del hijo del protagonista, restando importancia y minutos a la trama que realmente nos incumbe, generando una importante desconexión con la película que solo es retomada por la mencionada estupenda labor del actor de Corazón Valiente. Otro apartado bastante molesto de The Beaver es el continuo subrayado que hace Foster sobre ciertas cuestiones, como por ejemplo el repetitivo énfasis con el que narra la relación entre Walter y su hijo Porter. Al comienzo la directora se encargó de mostrarnos que Porter no quiere parecerse a su padre, por medio de unas anotaciones que hace buscando eliminar las similitudes, pero no conforme con eso Foster después vuelve para que veamos los golpes que el muchacho le da a la pared ante cada padecimiento y como si esto no fuera poco la charla final entre ambos no hace más que subrayar nuevamente estas cuestiones, algo que realmente se torna bastante pesado. Más allá de todas estas cuestiones y explayándonos un poco más, La Doble Vida de Walter es salvada por un inmenso Mel Gibson, en una de las mejores actuaciones de su extensa carrera. Gibson transita con maestría tanto la depresión de su personaje, como la inyección de ánimo que recibe al utlizar al castor o la crisis que tiene al querer desprenderse de él. Los ojos de este gran actor hablan y se expresan acorde a sus gestos, y realmente no puedo dejar de mencionar la pena que me causa que cuestiones ajenas al set de filmación sean condicionantes para verlo delante/detrás de la gran pantalla. La Doble Vida de Walter es una llamativa cinta que más allá de sus propias logra ser salvada por una brillante actuación de su protagonista.
ORIGINAL DRAMA FAMILIAR QUE PECA DE SUPERFICIAL En su carrera como directora, Jodie Foster ha desarrollado una buena reputación por su gran habilidad para compartir temas universales sobre dinámicas familiares, a través de las experiencias específicas de los personajes en sus películas ("Little man Tate", "Home for the holidays"). "The beaver" (El castor) es un drama familiar, la historia de un hombre deprimido que se ha desligado emocionalmente de su mujer e hijos; un filme que cuenta en términos muy directos cómo una familia fracturada encuentra la manera de sanarse a sí misma. Walter es un ejecutivo de una fábrica de juguetes que sufre de depresión crónica, y redescubre nuevamente la vida por medio de un títere, un muñeco con forma de castor que toma la voz cantante y le permite volver a comunicarse con su entorno. El conflicto viene cuando su familia no acepta esta nueva forma de contacto. A pesar del efectivo planteamiento de la trama, el principal problema del filme es que se queda corto con el desarrollo del conflicto principal. Nunca queda demasiado claro qué llevó exactamente a Walter a estar con semejante depresión; no hay un panorama médico-psicológico que justifique las acciones de este hombre enfermo (a pesar de la narración en off explicativa - innecesaria), y por momentos se hace imperativo conocer más para empatizar con su conflicto que, lamentablemente, se resuelve un poco fácil. Al margen, Mel Gibson realiza una interesante entrega actoral, ya sea en los momentos hondamente dramáticos como algunos graciosos que incluyen a su marioneta. Hay también otro conflicto lateral: el de una compañera de estudios del hijo mayor (Anton Yelchin), interpretada exquisitamente por Jennifer Lawrence (nominada este año por "Lazos de sangre"), que también adquiere protagonismo, quitando, tal vez, relevancia al conflicto principal del guión. Foster se reservó el rol de la esposa que no logra comprender a su marido y, egoista e infructuosamente, pretende sanarlo mostrándole fotos de cuando eran felices. Es un personaje edulcorado, algo "antipático" y no aporta positivamente a la trama. Con algunos lugares comunes y hollywoodenses (por ejemplo, el tratamiento que hace la prensa sobre Walter y su castor y el concesivo desenlace) el filme de Mel y Jodie se disfruta y entretiene (y hasta emociona un poco), pero no se extiende mucho sobre un tema que tenía mucho para profundizar.
Sí se puede La Doble Vida de Walter (The Beaver), un título que si me preguntan a mí es una traducción malísima del concepto de la película, trata justamente sobre Walter Black y su forma de lidiar con esa enfermedad tan dura que es la Depresión, a través de la expresión de sus sentimientos por intermedio de un castor de peluche, pero siempre dejando en claro que no hay doble vida, sino que hay una lucha interna de sanación y enfermedad en este oscuro pero representativo personaje, que pone en pantalla un problema creciente en las sociedades modernas. Dirige y actúa en la cinta la reconocida actriz, y en ocasiones directora, Jodie Foster (El Silencio de los Inocentes, Contacto) que creo hace un buen trabajo en la dirección, un poco desorganizado y con algunos baches, pero que como producto final satisface el objetivo para el cual fue creado. Un acierto fuerte de Foster fue dejar de lado los comportamientos erráticos de Mel Gibson en la vida real para ficharlo como protagonista, ya que debemos admitir que sin él quizás el resultado favorable no habría sido el mismo. Completan el cast, Anton Yelchin (Porter hijo de Walter) y Jennifer Lawrence (Norah, la chica de Porter) que por estos días no deja de trabajar y se involucra en proyectos de alto vuelo. Quien haya vivido de cerca la depresión ya sea porque la padeció, o por un familiar o amigo cercano, sabe que es una de las enfermedades más crueles, ya que el entorno sano suele no comprender por lo que está pasando la persona y piensa que con un viaje, un discurso de la belleza de la vida o una buena cagada a pedo el depresivo va a levantarse y andar... esto no es así, y es muchísimo más complejo y grave de lo que se puede entender. En The Beaver hay una buena descripción de los 2 procesos, tanto del depresivo con sus mufas, desinterés por su entorno y actitudes autodestructivas, como del entorno inmediato del enfermo que no comprende la gravedad de la situación y decide enojarse y odiar, en vez de acompañar y tener paciencia. Como descripción de la interacción familiar en estas situaciones, creo que la película cumple muy bien con su cometido, aunque debo admitir que no logró emocionarme mucho y que no terminó de coparme la idea del castor como herramienta de sanación, lo que hizo que le baje puntuación. Buen cierre con la montaña rusa como metáfora y una duración que da gusto.
Depresión norteamericana Graduada en la Universidad de Yale, inolvidable actriz niña de "Taxi driver", protagonista de un éxito comercial y popular ("El silencio de los inocentes") y excelente actriz adulta en "Acusada", Jodie Foster también dirige y no lo hace por primera vez. Sus filmes anteriores "Nell", "Pequeño gran hombre" no fueron éxito de taquilla, pero reafirmaron que no tiene nada que ver con la ideología cinematográfica hollywoodense. Y la elección de este particular guión de Kyle Killen lo demuestra. En la película, Mel Gibson interpreta a un importante ejecutivo que tiene, aparentemente, todo en la vida, la casa perfecta, la compañía líder, la esposa ideal y un hijo adolescente. Pero no es feliz. En cierto modo, esto es una suerte de consuelo para desocupados, sub empleados y profesionales en desgracia, por eso de "el dinero no hace la felicidad". Pero, lamentablemente, la depresión es "un derecho de todos" y Walter cae en ella. Pero ahí está el castor, para ayudarlo. ¿Y quién es el castor? Un animalito de peluche que forma parte de la gigantesca fábrica de juguetes de Walter, ésa que le dejó el padre y con la que acrecentó su fortuna. UN JUGUETE A partir de ese momento, Walter adopta al castor y lo convierte en su interlocutor y en él mismo porque, poco a poco, va volcando sus reacciones en el juguete y lo transforma en ese Otro con el que tiene problemas de comunicación. Filme intimista, sencillo, donde las pasiones nunca estallan, "La doble vida de Walter" muestra que la familia que lo tiene todo, puede desbaratarse, que la imagen y la realidad, la máscara y la verdadera identidad no es un don para todos y la vida es una larga construcción. Si Walter está en problemas, su hijo adolescente está casi peor, porque no quiere parecerse a él y hasta la delegación del discurso de graduación en otra persona para que se lo escriba, muestra cómo "la máscara y el rostro" están en crisis. Un tema interesante, de factura sencilla, nunca melodramático, sin sobresaltos exteriores, pero que inquieta. Bien Jodie Foster, Mel Gibson exacto en su papel, quizás una de sus mejores interpretaciones y demostrando una vez más su ductilidad. Mientras la chica Jennifer Lawrence ("Lazos de sangre") confirma ser una de las más interesantes actrices jóvenes del momento.
Cuidado con el castor Jodie Foster vuelve a dirigir después de más de 15 años y elige una historia muy original, acerca de un hombre que encuentra en el títere de un castor un ancla con el mundo, del cual estaba casi totalmente apartado por una profunda depresión. Walter se convierte en protagonista excluyente de la película y es importante subrayar que la elección de Mel Gibson para encarnarlo resulta sumamente acertada; aquí, el protagonista de tantas aventuras alocadas y de vertiginosas historias de acción (y también de un recordable "Hamlet", de la mano de Franco Zeffirelli) confirma que es un gran actor; compenetrado al máximo con el papel, logra convencer al público de que un hombre, voluntaria e indisolublemente atado a un títere que habla por él, no sólo no resulta ridículo sino que puede ser tremendamente conmovedor. Walter, al borde del suicidio, se desdobla entre su propia persona (gris, débil, destrozada) y la fuerte personalidad del castor que lleva en su mano izquierda; el muñeco asume el comando de esta compleja entidad y parece que Walter va a encontrar un camino para resolver sus problemas. Pero las cosas no son tan sencillas, y paralelamente, se desarrolla el conflicto de su hijo mayor, obsesionado por la idea de tener que repetir el oscuro destino de su progenitor. Un gran mérito de la directora es asumir sin complejos un asunto que, bajo otro tratamiento, podría caer fácilmente en el ridículo. Foster lo toma con naturalidad, lo narra hábilmente y, apoyada en un elenco sólido (que ella también integra), termina por entregar una de esas películas que dejan mucho margen para la reflexión. Otro rasgo de inteligencia de la directora está expresado en la evidente intención de escapar de las fórmulas del melodrama y de zafar, a través del humor y de la transgresión, de situaciones que la solemnidad condenaría irremisiblemente al ridículo. Es posible que la película no conquiste al gran público; pero no deja de ser una propuesta más que interesante.
La historia trata sobre un tema tan delicado y tan triste como el modo en que una familia se destruye cuando un integrante cae en la depresión, algo que ya se ha visto en varias películas, pero lo especial y original en ésta es el modo en que el protagonista trata de recuperarse. Pero el problema acá radica en que para algunos espectadores...
Cable a tierra Qué lindo es esperar con ansias una película y que sea lo que esperabas cuando la vas a ver. Justamente eso me pasó con La doble vida de Walter (The Beaver, Jodie Foster, 2011), que presenta un argumento bastante llamativo para mí y que parecía muy prometedor. Cuenta la historia de Walter (Mel Gibson), que sumido en una depresión intenta suicidarse cuando de repente un castor títere de peluche lo salva y de allí en más comienza a hablarle. A través del títere, manejado por el mismo Walter, el protagonista comenzará a recuperar todo lo que estaba perdiendo a causa de su enfermedad (su empresa, su familia, su matrimonio). Hay momentos en la vida de los seres humanos en los que parece que somos tan pero tan pequeños e inservibles que no podemos llevar a cabo nada, que todo se nos derrumba en nuestras narices y que nuestra debilidad nos lleva a no hacer nada. Es en esos momentos donde solemos buscar un cable a tierra; cuando ya no se puede ir más abajo intentamos subir, de la mano de algo externo, algo que nos exceda porque nos pensamos incapaces para todo. Solemos buscar en Dios, en el arte, en terapias, etc. El personaje de nuestra película en cuestión buscará algo tan simple como un peluche viejo y olvidado: le dará vida (la vida que él ha perdido) y lo dotará de todos los atributos del que él mismo había sido despojado. La vía por la cual podrá establecer relación con el mundo exterior será por este elemento que tomará fuerza a partir de la debilidad de Walter. The Beaver Poster La doble vida de Walter: Cable a tierra cine El film comienza con la imagen de un hombre y una voz en off diciendo: “este es el retrato de Walter Black”. Una imagen sórdida, abatida, de un hombre que parece estar muerto, absolutamente marchito. El castor, personaje más que principal tendrá una personalidad completamente opuesta a la de su “dueño”, siendo extrovertido, simpático, cariñoso, positivo, gracioso, etc. y tendrá una presentación muy diferente a la de Walter, siendo muy solemne y casi mítica, donde nos anuncia que las cosas tomarán otro curso. Walter, al adoptarlo como extensión de su brazo producirá un quiebre en su vida y en la relaciones que venía llevando lo que sería la “sombra” de Walter. Lo que era un hombre gris ahora es el poseedor de un peluche que conquista todo lo que toca. Entonces es posible ver cómo a partir de la apropiación de un elemento ajeno y externo el personaje puede sacar a la luz todas aquellas cosas que las tiene vedadas por su condición; le es necesario un vehículo que lleve a cabo todo lo que él no puede. Igualmente, la gente a su alrededor comenzará a “enamorarse” del representante de Walter, olvidando lo que hay detrás. Y resulta ser que él no puede desempeñarse en la vida cuando intenta despojarse de su amigo peludo. Si bien él es consciente de que quien maneja el muñeco es él mismo, se piensa incapaz para llevar a cabo las acciones que realiza cuando el El Castor está al mando. Ponerse o sacarse el títere implica un cambio de actitud ante la vida sumamente decisivo: la vida o la muerte. En su inestabilidad, Walter vacila y se siente desprotegido sin este personaje que él mismo ha creado, pero que en este momento es el único cable a tierra que lo mantiene vivo. Resulta interesante cómo las atmósferas creadas transmiten el estado de Walter permanentemente: primero sombrías, luego más brillantes e iluminadas y acompañando los altibajos, con una musicalización ideal donde “Exit Music (For a film)” de Radiohead resalta significativamente en uno de los momentos más críticos del film. Y no se puede dejar de destacar el papel de Jodie Foster, que no sólo se puso en el rol de directora sino que interpreta nada menos que a la esposa de Walter quien vive a cada segundo (algo desconcertada) la metamorfosis de su marido, con una actuación muy a medida y muy creíble. Gibson, por su lado, parece haberse tomado su papel muy a pecho, ya que se lo ve descarnado y sumamente inmerso, despojado de sus clichés de galán hollywoodense. El film se me presentó preciso, con algunos desvíos en la historia pero aún así compacto sin decaer en ningún momento; si bien el ritmo es lento, lo cual es entendible por la historia contada. Realmente disfruto las historias simples que delatan una complejidad psicológica y que llevan a sus personajes a límites insospechados. Y eso es La doble vida de Walter, un drama profundo y duro, una crítica, una mirada a la vida, adentrándose en la historia de un hombre corriente que simplemente pide ayuda.
Estrenada en Argentina con el título La doble vida de Walter, The Beaver es una película difícil de asimilar, uno de esos ovnis que muy esporádicamente despegan de Hollywood y que nadie sabe muy bien cómo rubricar. En estos casos lo más práctico es decir que se trata de un film “fallido”, ya que hay razones evidentes para respaldar ese juicio. Pero ahí corremos el riesgo de descartar la película sin sondearla por lo que realmente es: un artefacto inclasificable, un reto al optimismo de manual, una voz osada -la de Jodie Foster- que logró colarse en el mainstream para narrarnos un cuento de inusitado dolor. Walter Black (Mel Gibson) es un padre de familia que está profundamente deprimido. El relato comienza cuando su mujer (Foster) le pide que la deje sola con sus hijos. Él pasa una noche terrible y a la mañana siguiente se despierta dialogando con un títere que tiene forma de castor. El muñeco da órdenes y conmina al protagonista a recuperar el timón. No es una fantasía: Walter efectivamente porta el títere y habla a través de él, explicando a todos que la mediación del roedor representa una especie de terapia. Todo resulta incómodo e insólito y, sin embargo, las piezas de a poco parecen volver a encajar, salvo en la tensa relación que Walter tiene con su hijo adolescente, Porter (Anton Yelchin). Aquí el relato abre un conflicto paralelo -y banal- que sigue a Porter en el colegio, en donde es conocido por dedicarse a redactar trabajos prácticos para terceros. La idea, claro, es subrayar que padre e hijo se asemejan mucho y que ambos son, de alguna manera, ventrílocuos que se esconden en la voz de otros porque no consiguen hallar la propia. Pero mejor dejemos de lado al chico. Y también a la esposa y a la empresa de juguetes y a todo el ostensible relleno de guión. The Beaver es Mel Gibson. No es muy frecuente, pero a veces ocurre. Persona real y personaje se necesitan mutuamente y se fusionan al punto de engullir la puesta en escena completa. Es como si no importara nada más, como si la trama toda fuera pura guata que sólo ocupa el lugar de una convención habilitante, una fachada para narrar otra cosa, precisamente eso que el dogma comercial (y light) prefiere desaconsejar. Con su barniz de “lección de vida”, la historia del hijo sólo sirve para disfrazar el corazón irremediablemente negro de la película, y ése es el abismo que Foster quería tantear. O acercarse a sus bordes, al menos. Es extraño encontrar en el cine industrial una angustia tan opresora, tan terminal como la que se respira en esta película. Porque Walter lo intentó todo pero hay algo que no lo deja en paz, y lo desesperante es que sólo alcanzamos a imaginar muy difusamente los motivos del derrumbe. No es un film sobre las causas, sino sobre la imposibilidad de superar las consecuencias, aun cuando -supuestamente- se poseen “todas las herramientas” para lograrlo (por nombrar sólo una de las tantas fórmulas de consuelo que suelen proferir quienes no sufren). En su colosal entrega Gibson pone alma, cuerpo y miseria para decirnos que, a veces, la única opción es tocar fondo… y a no confiarse, porque ni siquiera eso garantiza el retorno. Todavía no sé cómo definir The Beaver pero ahora sospecho que, en esencia, la intención fue cristalizar la entereza de un actor. La directora tuvo que fabricar una película y estampar una historia, es cierto, pues estas son las reglas del juego. Sin embargo, se percibe aquí la humildad de un ojo-cámara que podría haber sido perfectamente feliz limitándose a explorar en detalle el rostro de Gibson, su ceño vencido, su fractura, su extremismo, su transparencia, para comprobar que existe una inagotable fuente de magia camuflada en cada arruga.
Jodie Foster como realizadora siempre de ha despegado de obras anteriores tratando de ofrecer propuestas diferentes, arrancando con la pequeña pero entrañable Mentes que brillan, lúcido análisis de la precocidad intelectual humana, que se extendió a la interesante búsqueda dramática de Home for the Holidays. En el medio de estos dos films brindó como productora y protagonista el notable Una Mujer Llamada Nell, que aún si ser dirigido por ella contiene su espíritu estilístico y expresivo. Su retorno detrás de cámaras la ubica nuevamente en un film que no se parece a ninguno de su filmografía, teniendo en cuenta que sus elecciones como intérprete son menos selectivos y rigurosos que como cineasta. Sea como fuere, La doble vida de Walter presenta particularidades varias, desde abordar los bloqueos mentales más inexpugnables, hasta la curiosa elección como protagonista de un Mel Gibson que ofrece como actor una de sus composiciones más arriesgadas. Un rol sólo comparable al de El hombre sin rostro, su primera pieza como director, un campo en el que no se le pueden negar audacias que lo vinculan fuertemente con la distintiva carrera de su amiga y aquí directora. Walter Black, exitoso empresario de juguetes, sufre una indescifrable y a la vez profunda depresión que lo desvinculan de su tranquila vida familiar y de su propia existencia. Sin embargo en un acto desesperado se aferra a un viejo títere manual de su creación, que cobra vida y lo resucita en todos los órdenes, hundiéndolo a la vez lo en un nuevo y aparentemente irreversible desorden psicológico. Un extraño y desafiante melodrama, casi siempre perturbador y tragicómico aunque con wscasas líneas de humor. La trama paralela que engloba al hijo adolescente de Walter y sus conflictos redondea una propuesta atrayente, simbólica y controvertida que quizás daba aún para más. El trabajo de Gibson es encomiable y lo propio se puede decir de los ascendentes Anton Yelchin y Jennifer Lawrence.