Sólo una denuncia Maximiliano González construye en La Guayaba (2013) un fallido relato sobre la trata de personas en el noreste argentino que derrapa por su sensiblería cercana a un culebrón latinoamericano y una serie de fallas técnicas y narrativas. En el segundo trabajo de Maximiliano González (La soledad, 2006), Florencia (Nadia Ayelén Giménez), una adolescente de 17 años, es capturada por una red dedicada a la trata de personas y encerrada en el prostíbulo de un pueblo del que mucho no se conoce su ubicación. Una vez instalada en el lugar es tratada como una esclava en pleno siglo XXI, dentro de un espacio frecuentado por todo tipo de personas, incluidos policías, empresarios y políticos. El valor más potente de La Guayaba radica en la denuncia que formula, aunque narrativamente puede ser cuestionado por una sucesión de situaciones confusas, que desde el guión no se aclaran y tampoco aportan nada al conflicto. Al menos en la forma que se plantean dentro de la trama. Otro de los problemas a los que se enfrenta el film es a su puesta en escena demasiado televisiva, con una fotografía que se contrasta entre plano y plano. Sin que haya justificación alguna se pasa de un plano saturado en la composición del color a un contraplano opaco, como si se tratase de una elipsis temporal o espacial cuando en realidad todo ocurre en el mismo espacio-tiempo. La trata de personas se tocó en los últimos tiempos en películas que se nota han influenciado a La Guayaba, como el caso de La mosca en la ceniza (2009) dirigida por la fallecida Gabriela David o el cortometraje María (2012), de Mónica Lairana, y casualmente protagonizado por la misma actriz. Pero a diferencia de estos, en donde sí hay una construcción visual y narrativa armónica, La Guayaba termina enredándose en un laberinto de situaciones y pretensiones que opacan el resultado final y el sentido de una película de estas características.Siendo más rescatable la denuncia en sí misma que la forma elegida para contar y mostrar un tema tan rico en matices y personajes que Maximiliano González no supo aprovechar.
Duro retrato de la trata de mujeres Nuestro cine ha expuesto el negocio de la trata de blancas en varias ocasiones. Sin ir más lejos, "Mujeres perdidas" (1964, sobre historia de Dalmiro Sáenz), "La mala vida", "El camino del sur", "Frontera Sur" (estos tres, ambientados en tiempos de la mafia Zwi Migdal), el sexploitation "Las esclavas", donde Rodolfo Ranni resolvía el problema a lo Rambo, el sugestivo corto de Martín Salinas "Bajo un cielo azul", y sobre todo "La mosca en la ceniza", de Gabriela David, estrenado en 2009 pero filmado antes que se conociera la telenovela "Vidas robadas", de indiscutible importancia. "La guayaba" fue hecha por gente de Misiones, provincia castigada por la trata, según denuncia la Organización Internacional para las Migraciones. El título remite a los buenos momentos del hogar, cuando una adolescente y su hermanito se iban de noche a comer guayabas al pie del árbol, y contemplar estrellas. Más adelante, en su triste pieza, la chica dibujará estrellas en el cielorraso con la birome que le deja un cliente. No vale la pena usar esa birome para arrojar afuera pedidos de auxilio. Perla Pezelorska pudo hacerlo porque su ventana daba a una calle del Once, pero ella está encerrada en una mísera whiskería al costado de alguna ruta (la 14, km. 141, se oye por ahí). La explotación es reducida: la entregadora (la típica señora amable que convence a una inocente para ir a trabajar "a una casa de familia de Buenos Aires"), el cafisho, la madama joven que entró al negocio por gusto y por amor al hombre que la domina, como se deduce de una fugaz charla con la madre, y el barman, que vigila a las tres o cuatro cautivas de turno, y mensualmente les aplica una inyección anticonceptiva que interrumpe la menstruación (un modo de evitar que "se pierdan días de trabajo"). Maltrato inútil, sordidez, miseria moral y mental. Si alguna se enferma, ya traerán otra. Hay muchas whiskerías semejantes a lo largo de las rutas argentinas. También hay una ley nacional pero parece que todavía no está en plena vigencia. Para nuestro personaje, la salvación vendrá de un modo novelesco, a través de un viejo reblandecido y vicioso que no es tal. Ese, y otro personaje, tienen un pasado setentista que por suerte el guión apenas sugiere. Lástima que el guión tampoco incluya ciertos detalles que hacen a la continuidad dramática y la credibilidad general, pero igual es claro. Protagonista, Nadia Ayelén Giménez, la del corto "María", de Mónica Lairana, que también expone la sordidez en que se encuentran "las blancas". Autor, Maximiliano González, iguacense que en su obra anterior, "La soledad", había expuesto el problema del embarazo infantil en su provincia. Música, excelente, Raúl Barboza y Osvaldo Aguilar. En el reparto, Lorenzo Quinteros, Bárbara Peters, Marilú Marini en particular caracterización, Raúl Calandra, la rubia Gabriela Licht, Sandra Grandinetti como la madre de la madama, Tamara Garzón, María Lopategui, Paula Sartor.
Un tema que no tiene solución Filmada en Puerto Iguazú, en la zona de la frontera con Brasil y Paraguay, el filme de Maximiliano González, cuenta la historia de una chica que es engañada por una mujer joven, que la convence para que sea empleada doméstica en la casa de una señora en la ciudad, cuando en verdad la intención es que trabaje en un prostíbulo ubicado en una ruta de Misiones. Florencia (Nadia Ayelén Giménez) vive con su padre y sus hermanos en una alejada zona de Puerto Iguazú. En ese lugar, a pesar de la pobreza y que la comida no alcanza para todos, es feliz. Pero la necesidad de querer ayudar a su padre, hace que confíe en el ofrecimiento de una simpáticar rubia, que le regala un collar y le promete un buen sueldo para que pueda ayudar a los suyos. MENORES DE EDAD Poco después Florencia se da cuenta que la realidad es totalmente distinta a lo que le prometieron. Es golpeada y llevada en un auto hasta un prostíbulo junto con otras chicas, menores como ella. Lo que se muestra a continuación es lo de siempre, en este tipo de filmes: el sometimiento y el maltrato que recibe las "pupilas", hasta que un día un accidente que sucede en la puerta del prostíbulo, le permite a Flor, poco tiempo después conocer a Marilú (Marilú Marini), la que se convertirá meses más tarde en un posible pasaporte de libertad para ella. El filme de Maximiliano González maniobra una intensa tensión dramática, ilustra muy bien los escenarios, pero resulta demasiado débil en su guión, aunque se destacan las actuaciones de Nadia Ayelén Giménez (Florencia) y Marilú (Marilú Marini).
El grito que esconde dolor La cruda historia de Florencia, una de las tantas víctimas de la trata de personas. Con Lorenzo Quinteros y Marilú Marini. “Lo lindo se termina rápido por acá”. Esa frase de Bárbara, una especie de madama que regentea un prostíbulo en un lugar perdido de la Argentina, es una herida abierta en La guayaba, la película del director Maximiliano González, quien abordó con mucha seriedad el tema de la trata de personas. El filme parte en Puerto Iguazú, Misiones, donde la tierra roja y el potente caudal de las cataratas enmarcan la vida de Florencia (Nadia Ayelén Giménez), una chica de 17 años que viaja engañada a una casa de familia. Su tranquila rutina adolescente, acompañada junto a su hermano, con quien contempla las estrellas o sumerge en aguas turbias, se ve truncada ante el sórdido grito de la prostitución y sus siniestros personajes. En ese bar, el tiempo no corre, o al menos así lo refleja González, todo es un eterno y dramático loop donde asoman las miserias y necesidades de los personajes secundarios. El Oso (Lorenzo Quinteros), el abatido barman del lugar, quien con la mirada siempre baja gatilla cada noche su arma hacia la oscuridad. Raúl (Raúl Calandra), el amenazante dueño del boliche que viola a Florencia (“un cliente, un plato de comida, si tenés hambre los hacés salir más rápido”) y controla todo. Y Bárbara (Bárbara Peters), cuyo bálsamo a su rostro pétreo y ojos llenos de dolor son las eternas rondas de whisky. Verán al cliente abusivo que se encierra en una fantasía unilateral, el dialoguista, el callado: una paleta de hombres a los que Flor se ve sometida diariamente. Y ella lo refleja con gestos de ausencia. Luego de los primeros 40 minutos, La guayaba se estanca, cada noche es igual, el filme pierde su foco de denuncia y se repliega sobre el dolor de Florencia. La dramática puesta en escena, repleta de opacidad y con cierta impronta televisiva, no ayuda en el guión. La tensión deja lugar a la depresión, melancolía y las pulsaciones del filme bajan. Muy lentamente. El electroshock llega con Marilú (Marilú Marini), un travestido y logrado personaje que le otorga una vuelta de rosca al filme. Ella se camufla como cliente exclusivo de Florencia, siempre paga doble, toma ginebra y tiene una misión crucial: liberar a la chica. Pero la película navegará en la medianía hasta desembocar en un final algo espectral, cíclico e innecesariamente sangriento. Lo cruel, será la realidad: “según el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, desde 2008, en Argentina se rescataron más de 3.500 víctimas de trata de personas”.
A los 17 años, Florencia y sus cuatro hermanos viven en una humilde casa en las afueras de Puerto Iguazú. La situación económica es de extrema pobreza, ya que viven apenas de la venta de leña a los vecinos. Hasta que un día llega una mujer en un lujoso automóvil, se detiene frente a la vivienda y se acerca a Florencia para ofrecerle regalos y promesas de un buen trabajo. Florencia acepta y viaja con la mujer hasta el bar de un pueblo alejado que no es otra cosa que un prostíbulo. Allí comenzará el infierno para la muchacha, que, junto con otras jóvenes, está allí para satisfacer el apetito sexual de los parroquianos, explotada por los dueños del lugar. El director y guionista Maximiliano González tomó como punto de referencia para su film los datos que hablan de una estimación de 27 millones de personas en el mundo que son víctimas de la trata. Con fuerza dramática, el realizador da el ejemplo de ello en esta historia, que habla de la deshumanización, de la violencia y de la injusticia. Aunque por momentos la trama deja algunos cabos sueltos, el film es un fuerte llamado de atención frente a esta tremenda realidad. Del elenco sobresale el trabajo de Nadia Ayelén Giménez como la chica explotada, aunque no hay que desdeñar la impecable labor de Marilú Marini en un personaje de extrañas aristas ni la actuación siempre exacta de Lorenzo Quinteros. La guayaba queda como una voz de alerta acerca de una problemática tan dolorosa como injusta.
En su segundo largometraje Maximiliano Gonzáles se mete de lleno con una realidad escabrosa y una problemática difícil de abordar, la trata de blancas en el interior del país. Tema que ya fue tratado en otras oportunidades, pero aún así lejos está de haber sido abarcado en su totallidad, y menos aún de ser “pasado de época” o volverse remanido. Es la historia de Florencia (Nadia Ayelen Giménez) de 17 años que viven e Puerto Iguazú, Misiones, justo en la frontera del país. Como tanas otras, Florencia y su familia (que cuenta con cuatro hermanos y su padre) pasan penurias económicas diarias, los aqueja el hambre y la necesidad. Como bien dice el dicho, ante la necesidad aparece el aprovechador, y ante Florencia aparece una mujer, claramente citadina, en apariencia simpática, amable, y con promesas de conseguirle un trabajo como niñera y mucama cama adentro de un matrimonio adinerado. Con toda su inocencia Florencia acepta, promete a su hermano comprarle su ansiada bicicleta con el primer sueldo, y se sube al auto de esa misteriosa mujer, que por supuesto en medio del viaje ya no es tan simpática, traspasa la frontera y la lleva a un bar de mala muerte en donde quedará cautiva, sin documentos, y será ofrecida como prostituta de pseudo cabaret. Al principio Florencia se resiste, se niega, ¿pero qué puede hacer? Todos sus intentos son infructuosos, y las otras “compañeras” le aconsejan que haga caso, que se acostumbre. En el bar los personajes son tremendos, desde el dueño que se aprovecha de todos, la mujer del dueño que también es cautiva a su manera aunque se cree mejor que el resto, y está El Oso (Lorenzo Quinteros), quizás el peor de todos, el que atiende el mostrador, el que se encarga del trabajo sucio. La Guayaba propone una toma de conciencia, hacernos sentir las terribles experiencias de estas chicas de extrema inocencia, presas de un horror inimaginable, y también, acorde vaya avanzando el relato, trazar paralelismos cada vez más fuertes con el horror de los secuestrados en centros de detención durante la Dictadura del ’76. En este punto, será vital un personaje encarnado por Marilú Marini del cual no conviene adelantar mucho pero que otorgará una suerte de giro en la historia.El film de Gonzáles es de estructura básica, se reconoce austero, con pocas locaciones y dispuesto a mostrar también desde la imagen lo oscuro y ominoso del ambiente. El esquematismo tanto del argumento como de los personajes lo vuelven algo rutinario, y hay momentos en que parece que está todo dicho y cuesta avanzar. Los personajes son buenos o malos, no hay grises, salvo el personaje de Bárbara Peters que muestra algunas flaquezas emocionales. El giro promediando el final es interesante, aunque no llegué a plasmarse de modo totalmente coherente; y el personaje de Marilú Marini (que junto con quinteros se destacan en el elenco por sólidas interpretaciones) parece extraído de otra película, con reminiscencias a La noche de los lápices. Así y todo, La Guayaba es una película muy interesante y vale una visión aunque más no sea como un desgarrador testimonio de una realidad mucho más terrible que la que aquí se puede adivinar; otra vez se demuestra que estos horrores son incomprensibles.
Con varios cortos en su haber, el realizador Misionero Maximiliano González impacta con su segundo filme “La Guayaba” (Argentina, 2013) de manera doble. Por un lado trabaja tangencialmente con la temática de la dictadura, y por otro lado, el eje central, sobre la trata y explotación de mujeres. Florencia (Nadia Ayelen Giménez) es una joven de 17 años que vive de manera humilde con su familia y pasa todas las tardes jugando con su pequeño hermano Joaquín (Álvaro Sacramento). Por las noches con el niño se escapan de la pequeña y atiborrada casa para encontrar imágenes formadas en el cielo por las estrellas. Mientras lo hacen comen el fruto del árbol que da nombre al filme. Un día es tentada por una mujer que con regalos y falsas promesas de un trabajo bien pago se la lleva casi a su pesar a la tierra prometida. Pero ese paraíso de perlas de plástico y dinero casi instantáneo termina transformándose en una cárcel con forma de cabaret de mala reputación perdido en algún lugar del litoral. Un plato de comida por un cliente le dice Raúl (Raúl Calandra) su dueño, su amo, su primer hombre forzado, y así Florencia comenzará a transitar en la prostitución de manera obligada y controlada por el Oso (Lorenzo Quinteros) y la pseudo madama Bárbara (Bárbara Peters). Ella pide ayuda a aquellos “clientes” que ve con ojos buenos. Pero lo que no se da cuenta es que todos están inmiscuidos dentro de una red que contiene al alicaído cabaret y que es sostenida por policías, gobernantes, profesionales y etc. “Lo lindo se termina rápido” le dice Bárbara, y ella espera que alguien la rescate. La visten, le dan tacos, la joven/niña intenta hacer lo que le piden, pero no puede. “Ningún trabajo es fácil” le escupen en la cara. Y ella lo sabe. Y llora y sufre. Y sueña con su hermano y las estrellas. Un día hay un accidente en la puerta del cabaret. Florencia aprovecha que todos están ayudando a las víctimas y sale afuera. Alguien la mira desde dentro de un vehículo. Le gritan y la obligan a volver. En ese gesto de acompañar aunque sea sólo con una mirada estará luego su posible salvación, porque sin adelantar mucho, en un momento alguien, gracias a Dios, finalmente le dará una mano a Florencia. González filma “La Guayaba”, que ya pasó por el Global Peace Film Fest 2013 y el Festival de Manheim-Heidelberg 2013, no tanto desde un lugar de suntuosidad o exageración, sino más bien desde la simpleza y lo básico de colocar la cámara expectante de las situaciones. Con grandes momentos de digresión, planos detalles, principalmente de los objetos y vestimenta de Florencia, como así también la utilización de algunas elipsis (pasos por escalera) hacen que el centro de la película sea lo que denuncia más allá de cómo lo hace. Casi al finalizar y luego de una reflexión de la protagonista que hace de esto de “sin clientes no hay trata” una declaración inobjetable, aparece la gran Marilú Marini en un papel que dará mucho que hablar y que la hace la portavoz del mensaje sobre la dictadura que mencioné al inicio de esta reseña. Honesta, simple, sin ambiciones más que la de contar y denunciar, “La Guayaba” cumple con las premisas que quiso contar y un poco más.
Relata las experiencias de una adolescente víctima de la explotación sexual. No es la primera vez que llega este tipo de historias al cine, hace poco se estreno "La mosca en la ceniza" (2009) de Gabriela David protagonizada por Paloma Contreras y Dalma Nerea Maradona, donde mostraba dos amigas que llegan a Buenos Aires desde el Noroeste buscando un futuro mejor, pero son víctimas de un engaño, son obligadas a trabajar en un prostíbulo en contra de su voluntad e intentarán sobrevivir, una de ellas busca la forma de huir y la otra se resignará. Un tema sacado de la actualidad, la trata de blancas y la esclavitud sexual muy penosa en nuestros días. Más de 27 millones de personas en todo el mundo son víctimas y lamentablemente son pocas las mujeres que logran escapar de estas mafias que las explotan y menos las que se atreven a contar su experiencia. Desde 2008 en Argentina se han rescatado más de 3500 víctimas, por eso a través de estas situaciones se pide que no seas cómplice denuncia llamando al 145. Y como se llega a esto, casi siempre vienen de la misma manera necesidades económicas y la inocencia, acá Florencia (Nadia Ayelén Giménez) de 17 años, llena de sueños, vive junto a su padre y cuatro hermanos en las afueras del Iguazú. Hasta que un día una mujer simpática que le regala cosas le ofrece un trabajo en una casa de familia en Buenos Aires, ella no quiere irse y dejar a su familia pero su hermana la convence, la situación económica y el futuro es difícil y ese dinero sería de una gran ayuda. En un principio Florencia goza de buenos tratos pero cuando se alejan esta mujer la hace viajar en el asiento de atrás y la maltrata, luego la deja en un bar al costado de la ruta y quien la recibe es Raúl (Raúl Calandra, “Fantasmas de la noche”), la mete en una habitación pequeña es una especie de sótano y todo se transforma en un gran calvario. Aunque ella intenta escapar en varias ocasiones no lo logra, este hombre la golpea y la viola más de una vez, la hace hablar con su familia para que no sospechen, le da un plato de comida de forma miserable y la obliga a tener relaciones sexuales con quienes concurren al lugar, con todo tipo de personas, dirigentes políticos, empresarios, policías, entre otros, en ese lugar todos se mueven con total impunidad. Y todas las mujeres que viven allí y se encuentran sometidas, sufren todo tipo de violencia, humillaciones, hambre, hasta las obligan a consumir drogas y echan sus destinos a la suerte. La historia comienza bien pero luego se hace un poco lenta, no ayuda demasiado el guión, levanta un poco más la trama cuando ingresa el personaje de Marilú Marini, un ser bastante misterioso, otros de los personajes son: El oso (Lorenzo Quinteros), una especie de barman, además vivió un época oscura y Bárbara (Bárbara Peters) como una madame vencida por el alcohol y desconsuelo, hay secretos, un gran desconsuelo y congoja. Esta historia le puede suceder a cualquier mujer, por eso el mensaje más importante que tiene la película es el de comprometerse ante cualquier irregularidad que uno vea y la denuncie. La guayaba significa muchacha muy joven y agraciada.
Ojo con el cine argentino. Rodeado de prejuicios, y de juicios también, no favorables, a veces justificados. La guayaba es cine nacional del bueno. Se trata de una película dura, muy dura de a ratos, pero muy bien realizada. El que mejor logre separar las emociones de lo que vea, la pasará mejor. La realidad de todos los días. Marita Verón. Tantos niños y jóvenes como ella que desaparecen y viajan al submundo debajo de nuestra sociedad. Prostitución forzada. En esta ficción la víctima se llama Florencia y la diferencia es que en vez de imaginar (o no querer hacerlo) lo que les ocurre a esas pobres personas, podemos verlo y sentirlo casi como si fuera verdad. El mérito en esto último tiene explicación en un grupo de excelentes profesionales, encabezado por el realizador y guionista Maximiliano González. Todos ayudan a contar con un realismo espeluznante el calvario de la chica. Su sometimiento, su encierro, su deterioro físico causado por la violencia psicológica y el suministro de drogas, su miedo, y el sueño recurrente de poder escapar, están mostrados desde una intimidante proximidad física. Como si un ángel observara las escenas sin permiso para actuar. Pero además la película, pese a contar una historia que de la que ya todos conocemos un poco, no es previsible. Suceden cosas que se lo impiden y que generan suspenso. Situaciones, o la aparición de personajes, como el empresario de la soja. Técnica y artísticamente también es un filme logrado: los recortes de los primeros planos de los personajes, la fotografía y la luz en las escenas donde las jóvenes prostituidas se bañan una y otra vez mientras se cuentan sus secretos, la música el sonido ¿Para qué sirven estas películas? ¿Salir del drama de la vida cotidiana para entrar al drama de un filme? De lo que no hay duda es de que las historias hacen una invisible y periódica tarea de reparación de nuestras almas. Sólo el cine argentino puede reflejar temas que, aunque suenen universales, los comprenden mejor que nadie los que viven en nuestra tierra, y tienen nuestras costumbres.
El tema de la trata de adolescentes es abordado nuevamente por el cine argentino, como ocurriera subrepticiamente en la pieza nacional estrenada la semana pasada, Destino anunciado. En ese caso se trataba sólo de una alusión, mientras que en La Guayaba el tratamiento es claro y directo con respecto a una problemática dolorosamente presente en la actualidad. Por eso guarda profundas correspondencias con La mosca en la ceniza, el excelente film de la fallecida realizadora Gabriela David que reproducía el desolador cuadro de explotación y esclavización instalado en prostíbulos clandestinos. Aquí esa temática es abordada en otro contexto, más pueblerino y campestre, pero el martirio que sufren chicas confinadas en verdaderos calabozos, sumados a la brutalidad, el desprecio por mínimos derechos humanos y la indolencia y complicidad de clientes y autoridades correspondientes, está igualmente plasmado en este segundo largometraje de Maximiliano González. También aquí una joven que vive en un ámbito humilde pero familiar y feliz, es coptada y llevada a la fuerza a una casa donde será recibida ya de entrada con maltrato y violación. El film, sin la contundencia expresiva del film mencionado, cuenta de todos modos con un interesante desarrollo, algunas metáforas y buenas actuaciones. Entre ellas, las de Lorenzo Quinteros, Marilú Marini en un rol difícil e inusual, Raúl Calandra, Bárbara Peters y la convincente debutante Nadia Ayelén Giménez.
Cuando el mundo desaparece El sabor de la guayaba es inolvidable. Tiene gusto a recuerdo de infancia. ¿Dónde conseguir guayabas que no se haya llevado el tiempo? Quizás éste sea uno de los móviles que guarda el mismo realizador, Maximiliano González, oriundo de Puerto Iguazú, a la vez que de afectos cercanos a Rosario, donde cursara sus estudios de cine. En el fruto se intuye un vínculo de afecto, también de desarraigo. A Florencia (Nadia Ayelén Giménez) la guayaba se le deshace entre las estrellas que solía compartir con su hermano pequeño, durante las noches límpidas, en las afueras de Puerto Iguazú. Un ritual que soñaba mañanas, promesas. Ahora dibujadas en el techo de un cuarto putrefacto, donde sus 17 años reiteran otro ritual, el de su cuerpo vejado, ultrajado, víctima de la trata de personas. El film de González se introduce en este otro mundo que no se sitúa en confines exóticos, sino apenas a kilómetros de donde se dormía, vivía, quería. Una propuesta de trabajo que no era, el convencimiento de una familia humilde, la desaparición del mundo tal como se lo conocía. Situación que La guayaba expone desde el cruce de un umbral, la transición hacia el otro lado del espejo, una frontera que se atraviesa para no volver atrás, en donde los ánimos cambian, los rostros se enrarecen, la violencia aparece. Si las noches eran idílicas, asociadas con el silencio de los sueños, ahora se convierten en una sola e interminable. Paredes adentro -entre chicas de suertes similares, víctimas todas de un entorno hediondo-, de a poquito se le dibuja a Florencia el rostro de su nueva casa, con sus cancerberos e inquilinos. Lo que a ella se le borra de una vez y para siempre es la sonrisa. Hasta que un accidente automovilístico sucede, y un rostro le queda grabado mientras curiosea. No sólo a ella. El relato de La guayaba se asume, por momentos, desde un cuidado que casi atenta con el verosímil construido. Frases y réplica de diálogos que aparecen sin nexo con el entorno, dichas para el espectador. Destaca Marilú Marini, capaz de internalizar un umbral que espeja, encarnado un límite que enhebra lo que sucede con lo ya vivido. No es la única, también está allí el "Oso" (Lorenzo Quinteros), cuyos conocimientos médicos han sido útiles en épocas pasadas, con torturas parecidas. Ahora dedicado a anestesiar y drogar niñas. Entre los dos hay miradas, y alguna exclamación que dice mucho sin necesidad de aclarar. Allí se cifra lo terrible del asunto. Y aún cuando Florencia pueda recuperar su vida arrebatada, la sonrisa le queda como un recuerdo ido.