La Nostalgia del Centauro describe el mundo de un matrimonio de ancianos que vive en los cerros tucumanos. Como representantes de una larga tradición gauchesca, ellos parecen vivir en un tiempo que ya no existe. La búsqueda de la película es mostrar ese mundo sin casi alterarlo, exponerlo como es. Así las reflexiones no son altisonantes ni buscan golpes emotivos, las situaciones carecen de crecimiento dramático y casi no asoman los motivos por los cuales ese mundo va quedando atrás. Los paisajes son imponentes y la mayor respuesta a los motivos por los cuales alguien vive en ese lugar lejos de la civilización y los avances tecnológicos o el confort. El director siempre sabe dónde colocar la cámara para que no exista un solo plano descuidado o carente de belleza. Pero lo que apuesta en imagen no lo puede respaldar en narración. El mundo de estos dos ancianos nunca llega a traducirse al lenguaje de los espectadores. Si acaso el director está fascinado por ellos, esa fascinación no logra alcanzar a la película como tal. La película no produce la mencionada fascinación. No se ve sabiduría, no se entienden los motivos y finalmente no hay en estos personajes algo que nos llegue. Los vemos pero nunca los entendemos.
Entre cabras y añoranzas Por momentos, la ópera prima documental de Nicolás Torchinsky exalta el paisaje imponente ante la minúscula presencia del hombre y la naturaleza como compañero en la soledad cuando el tiempo parece estancado por lo menos desde la subjetividad de una cámara fija. Pero si hay algo que transcurre y que sucede precisamente tiene como protagonista indiscutido al Señor Tiempo. Pasa y nos deja solos, como Juan Armando Soria, un gaucho a la antigua, un hombre que recupera la tradición de esa vida distinta, apacible, junto a sus animales, su esposa Alba Rosa Díaz, y que se anima a compartir con la cámara que lo observa -sin engaños- fragmentos de coplas y de su vida con los recuerdos, intactos como esa llama que por la noche le escapa a la extinción total para ganarle un día más la batalla al tiempo. El director no recae en la muestra de catálogo observacional, algo sumamente repetido en muchas propuestas de esta magnitud, sino que acude a la escucha y a la idea de registrar un aquí y ahora de estos ancianos que viven en Tucumán, acompañados de las noches estrelladas, sus costumbres, y no mucho más que eso. El resultado es gratificante porque en cada imagen se condensa información desde el vivir cotidiano o la rutina que exige ese tipo de andar cansino, pausado, aunque siempre con vitalidad en los ojos o en una mirada que añora tiempos pasados mejores. Los caballos y los sueños entran en juego y abren en el documental de Nicolás Torchinsky una pequeña puerta para sacudir el tono realista y ascético por otra manera de aproximarse a la subjetividad, completamente fluida y nada forzada en la propuesta integral.
Con la excusa de mostrar la vida y las tradiciones en el norte argentino, el realizador reposa la mirada en Alba y Juan, dos ancianos que conviven pero que sin siquiera dialogar entre sí terminan por configurar un relato sobre el patriarcado y la soledad de aquellos que han aceptado mandatos como manera de vida.
Un film que apuesta a lo visual de un mundo rural, en un paisaje de ensueño de un paraje perdido de Tucumán, habitado por un matrimonio de adultos mayores que han perdido el vínculo de la palabra entre ellos, “nos hemos dicho todo” dice en algún momento la mujer. El hombre, mas social, recitador, con una ideología extremadamente patriarcal y machista “A mi mujer yo le regale mi apellido…” dice condescendiente. Pero entre ellos, en un mundo que tiende a desaparecer, de marcación de animales, tropillas, arrieros, asados, esta esa naturaleza retratada con precisión, capturada en su subyugante belleza, con su ritmo, sus sonidos. Con una calidad fascinante.
El documental de Nicolás Torchinsky es un viaje visual y sonoro que refleja la cotidianeidad de una pareja de ancianos de Tucumán. Las imágenes y los sonidos construyen una atmósfera hipnótica que tiene el objetivo de mostrar un modo de vida casi extinto. Juan debe de tener más de ochenta años. Vive en Tucumán junto a su esposa Alba y la comunicación entre ellos es mínima. Dedicaron toda su vida a los caballos y, ocasionalmente, a la cría de cabras, ovejas y alguna que otra vaca. Mientras marcan a las cabras, él recita. Entre los gritos desesperantes de los animales improvisa poemas que se dispersan en el viento. Egresado de la Universidad del Cine (FUC), Nicolás Torchinsky realiza un documental de observación casi en su totalidad. Solamente hay un par de intervenciones justificadas que sirven para retratar a este gaucho de otra época, un hombre que se encuentra cerca del final y lo sabe. Con primeros planos de los rostros y de las manos, el realizador evidencia las marcas del paso del tiempo. No hace falta hablar para entender por lo que han pasado los protagonistas. La nostalgia del centauro tiene secuencias atrapantes que no escapan a los sentidos. La pelea entre dos cabras con el sonido estruendoso de los cuernos, el crepitar del fuego o la llegada de la tormenta configuran un plano sonoro que nos sitúa en el lugar. Porque más allá de esas imágenes que se adhieren a la retina, el realizador supo explotar los sonidos de la naturaleza Cabe destacar que el documental de Nicolás Torchinsky remite a otra época pero eso no habilita a señalarlo como un relato que apela al sentimentalismo. La nostalgia del centauro no permite segundas lecturas y lo mostrado es suficiente para adentrarnos en un mundo que pertenece a otro tiempo.
Tras ver los primeros segundos de La nostalgia del centauro queda claro que las imágenes y el sonido tendrán absoluta preponderancia por sobre las palabras. Cada plano y cada capa de ese sonido con fuerte presencia de la naturaleza adquieren una dimensión y un sentido que superan por mucho a los balbuceos o diálogos mínimos que ofrecen los protagonistas de este documental. Es que el film está dedicado a Juan y a Alba, dos ancianos que viven en un paraje aislado de los cerros tucumanos manteniendo las costumbres gauchescas. Juan recita viejos poemas o canciones y Alba cuenta alguna anécdota mínima, pero no hay nada demasiado interesante o importante que puedan ofrecer desde lo oral. Lo valioso del registro tiene que ver con su dinámica cotidiana y la del entorno, que pasa por pastar ovejas, afilar un cuchillo, preparar un asado o participar en un desfile (gauchesco, claro, ya que nadie anda sin su sombrero ni su caballo). La película -bella y elegíaca- nos deja la sensación de estar asistiendo a un micromundo en vías de extinción, al final de una época en un paraíso natural y con una forma de vida dominada por las tradiciones que el implacable progreso se encargará muy pronto de arrasar. Torchinsky es fiel, dedicado y respetuoso en su observación no intrusiva (más allá de algunas interacciones y preguntas a los ancianos), con un sólido trabajo del fuera de campo visual y sonoro, y alejada de todo pintoresquismo o manipulación. Una exploración sobre el paso del tiempo, sobre los recuerdos y el valor de la memoria, con dos seres sencillos, comunes y al mismo tiempo extraordinarios.
El documental dirigido por Nicolás Torchinsky, que participó en la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, entre otros, retrata los días de Juan y Alba, un matrimonio de ancianos que vive en los cerros tucumanos según las costumbres y la tradición gauchesca. Un lugar que parece detenido en el tiempo, entre recuerdos, un fogón a punto de apagarse y la cría de animales. “Un hombre de a pie, es la mitad de un gaucho”, sintetiza esta historia que muestra a personajes distantes, con sus rostros ajados como testigos de una vida dura, rutinaria y un final que parece acercarse como un caballo al galope. La cámara se detiene en sus manos, en su casa precaria construida con ladrillos a la vista y en sus elementos cotidianos, entre paisajes estrellados, brazas humeantes y tormentas. Afuera están las cabras y las ovejas, mientras que los caballos entran de manera onírica en el filme. “Ya no quedan vacas. Sólo falta que él me cambie por un caballo”, asegura Alba, confirmando el particular vínculo que la une a su esposo Juan, el gaucho que trabajó en un ingenio, perdió a sus amigos y siente el peso de la soledad. La nostalgia del centauro ofrece su mirada pausada y cargada de silencios a través de una cámara que parece ocupada en registrar cada fragmento más que en lograr una narración de la que pueda desprenderse alguna emoción... En ese sentido, la película cuenta con escasos testimonios a cámara, rezos y cantos rurales que se repiten desde la infancia mediante bellas imágenes de una tradición gauchesca (como el desfile) a punto de desaparecer. Todo resulta lejano para el espectador por la ausencia de un clima dramático. El documental se pasea entre días y noches interminables, recuerdos y el presente crepuscular de la dupla de protagonistas que vive más allá del tiempo.
La sonoridad autóctona no tiene desperdicio en "La nostalgia del centauro" La concentración y conservación del sonido por medio de la naturaleza y las coplas de Juan Armando Soria hacen de un documental de observación, el más rico folclore tucumano. Además, una celebración a los ritmos campestres y gauchescos con tramas de tristeza y soledad. Por. Florencia Fico El documental argentino "La nostalgia del centauro" dura 70 minutos, posee la dirección y guión de Nicolás Torchinsky. La música compuesta por Pablo Butelman y la fotografía de Baltazar Torcasso. Los intérpretes fueron: Alba Rosa Díaz, Juan Armando Soria, Fabián Moya y Roberto Moya. La producción en manos de Cabeza Negra Cine. Y aborda el género documental, argumentos sobre la vejez y la vida rural. El resumen del filme es en un punto alejado de los cerros tucumanos residen Alba y Juan, una relación de adultos mayores que contestan a cánones y rituales de una costumbre gauchesca que los sobrepasa. Con cierta edad madura donde no queda mucho por contar, y el repetir sus relatos repiquetea para dar directivas a sus cabras o para volver a mencionar las rimas viejas de la construcción imaginaria de la existencia rural. La fusión entre Butelman y Torcasso hacen un escenario de un fogón el panorama de los pensamientos de un anciano como Juan. Se complementa con el ruido de grillos, ronquidos de un caballo y primeros planos de un caballo relinchido. El ocaso de una noche donde el animal y el hombre conjugan una mismo ser; el mítico "centauro". Esas dos partes son el hilo conductor del guión y dirección que dispone Nicolás donde, por un lado, hay la esencia de los animales por todos lados ya sean: pájaros, cabras, obejas, vacas, cerdos, terneros, crias y asimismo insectos ya sean larvas o grillos. Por otro lado, la mano del hombre que manipula la naturaleza para hacer fogones, limar cuchillos, despellejar animales, matanza de especies, hacer coplas y rimas, rezos y manifestar sus historias de vida. Es chocante para un público defensor de las criaturas, el quejido de un corte a uno de ellos ya basta para pararse e irse de la butaca aunque así es como se gana la vida la comunidad, un mensaje subliminal del padecimiento de la fauna. Juan canta una melodía originaria en plano americano. El suelo arenoso rojo y espejado con el fuego anaranjado espejándose en un piso colorado. Su vestuario es una bufanda de lana y anteojos. Torcasso da tomas opacas o sepia, en lugares cerrados como su casa de adobe y en los momentos más fríos de estaciones invernales. Dando lugar al dejo de una época pasada o sin ánimo. La pisada en el hielo lenta y las palabras por fragmento demuestran la palidez de los años transitados. Los accesorios de Juan como el bastón, un bigote canoso y sus lentes con aumento personificaban sin dudas a un anciano apocado. Los planos detalle o en plena jineteada de los caballos son un espectáculo que regala el documental donde el ring de los gauchos como Juan se autoperciben como triunfadores. La fauna gloriosamente capturada por Torcasso entre árboles pelados la niebla tapa todo con su manto blanco y se desata la tormenta impiadosa con un trueno estruendoso. La música de Butelman es envolvente en un inicio con guitarras criollas tono de balada folclórica y al final con un toque redoblante donde suenan: bombo leguero, caja de percusión, arpa popular y/o charango. También aprovecha el canto de aves, voces de niños gritando, el choque de cuernos en peleas de ganado, el zumbido de un panal de abejas, el encendido de un fósforo. El tratamiento especial picado y contrapicado de Alba orando desde arriba y su rezo abajo ante la cruz muestra la mixtura de Torcasso y el oído de Butelman quien registra que se queda sin aliento al parecer. "Para San Antonio para que me haga encontrar todas mis cosas, que uno necesita o haya perdido", la voz en off de ella. Las escenas domésticas separan a Juan y Alba sólo se juntan para dormir. Ella teje, lava la ropa y el en una toma a contraluz con sombrero de gaucho mira al horizonte. Las caminatas aisladas de ambos él zigzaguea y ella camina para rezar el Ave María o el Padre Nuestro. El afila su cuchillo, arma el pastorea. Desde los 20 años que Juan trabaja en ingenios, luego en el servicio militar, posteriormente en pastorear al ganado, se hizo carrerista, se peleaba con algún gaucho y participaba de fiestas o desfiles rurales. En cambio ella barre su casa recorre el pastizal " tantas cosas habíamos de hablar", comenta como desganada. Confesaba que él se iba al norte y la dejaba sola, no tenía qué comer y les pedía a los vecinos. "Plata que agarraba la ponia en caballo y ponerles zapatos", atestiguaba Alba por su fanatismo por la especie, pero a ella le gustaba más vacas ya que con eso alimentaba y vendía a los lugareños. En escenas silvestres Nicolás toma el espíritu llamativo de dos personajes que conversan por separado con él y recupera la narración oral proveniente de la tradición de las leyendas o fábulas rurales. Es el caso, de su agradecimiento especial al "Gauchito Gil". Rememora el trabajo manual con las leñas del anciano, una pava y haciendo mate él sentado, rechina su silla, sorbe y casi mira a cámara. Es notoria la caída del chorro de agua y enfoque en detalle a sus manos de laburante. Su esposa barre el piso y le murmura a alguien, la escoba rasga el piso, mira su casa y apaga la luz. En todo momento se hace alusión al caballo en decoraciones de la casa, galopes, el trote del ganado, las rondas y cabalgatas. Alba y Juan comparten su religión cristiana en palabras de Soria: "Dicen que los caciques amparan a los cristianos, los tratan como hermanos, el que se va por su gusto y que pasan el susto y vamos pasando el poncho y vamos. Gracias le doy a la virgen y al señor en medio de tanto rigor no perdí mi amor por el canto y mi voz como cantor", esboza Juan en su época más amarga y penosa. Sus coplas y rimas lo aseguran: "Me dicen que no me quieren después de haberme querido, que pasa con esa prenda que jamás entendí. Me han dicho que tengo dueño, mentira no tengo nada. Solo duermo en la cama abrazando la almohada" La marcha con los caballos y la bandera nacional están presentes en el filme como un símbolo patriótico - gauchesco tras una gran peña donde comen los chicos entre los ruidos de moscardones. La única vez que el documentalista aparece es en una pregunta que hace aflojar la sensibilidad en Juan su costado más querible: "Extrañaba a mi madre y padre, pero más a la madre es pa' todo punto de vista". El pasó muchos tiempos angustiantes, mientras estaba en el ingenio Ledesma Sociedad Anónima. Su paso por su entrenamiento militar a fines de los años 50', aún soltero y sin su familia era doloroso. Puntaje:80
La nostalgia del centauro es el título de la opera prima de Nicolás Torchinsky, un director argentino que nos presenta un documental que se estrena en nuestro país luego de su paso por diversos festivales. Sus protagonistas son Juan Antonio Soria y Alba Rosa Díaz, un matrimonio de ancianos que viven en los cerros tucumanos manteniendo las tradiciones gauchescas. Algo que se puede apreciar en la casa en la que viven, la vestimenta y las coplas que recita Juan Antonio en diferentes ocasiones. Esta película tiene a su favor el muy buen trabajo de fotografía, a cargo de Baltazar Torcasso, quien supo encontrar imágenes de una notable belleza de un paisaje agreste en diferentes momentos del día. Así como también el muy interesante tratamiento de sonido a cargo de Sofía Straface y Sebastián González, que capturaron e hicieron un montaje muy atractivo en base a los sonidos de la naturaleza que transmiten la tranquilidad de ese ambiente alejado de la civilización. El único elemento extradiegético que forma parte de la banda sonora es la música minimalista dePablo Butelman, con algunos acordes de guitarra inspirados en nuestra música folclórica. Pero el principal problema de esta película es que se centra en la descripción de la vida cotidiana de este matrimonio sin presentarlos hasta el último acto, donde los oímos hablar de sus historias de vida. Una opción discutible, porque que si hubiese ocurrido al principio habrían logrado generar mayor empatía e interés con el espectador, al que es muy posible que la sucesión de escenas descriptivas unidas aleatoriamente le terminen resultando monótonas, opacándose lo que tiene de significativo. En conclusión, La nostalgia del centauroes una película experimental que no aprovecha en toda su dimensión la sensibilidad para obtener bellas imágenes. Porque puede empañar la atención en muchos espectadores al no hacer avanzar la trama, presentando a sus protagonistas y su estilo de vida tan particular desde el principio, como ocurre por ejemplo en otros documentales del estilo como Babooska.
Abrazar la posibilidad del misterio Este documental, que sigue a una pareja de ancianos en Tucumán, se aleja de las formas tradicionales del género. El cielo estrellado del campo, lejos de poluciones lumínicas y el asedio de otras distracciones, ofrece un espectáculo irresistible a la vista y se transforma en un punto de contacto con la infinita inaccesibilidad del universo. Así parece también entenderlo Nicolás Torchinsky: su ópera prima se abre y se cierra con una serie de imágenes de la esfera celeste, su giro –es decir, el del planeta– replicado a alta velocidad gracias a los efectos especiales de posproducción. El sentido es doble, al mismo tiempo realista y poético, y sus implicancias remiten al paso del tiempo cósmico, tan distinto al humano. Poco antes de eso, una respiración grave, tal vez un ronquido, se deja escuchar en la banda sonora. ¿Es producto del sueño de un ser humano o acaso ese caballo, que parece observar atentamente a la cámara, está practicando una nueva forma del relincho? La nostalgia del centauro, lejos de los trazos del documental tradicional, abraza la posibilidad del misterio, de la trascendencia oculta en sus imágenes cotidianas, al tiempo que registra una forma de existencia que parece estar al borde de la desaparición. Rodada en Tucumán, con una pareja de ancianos como protagonistas (casi) excluyentes, la película –que tuvo su paso por algunos de los festivales internacionales más prestigiosos dedicados al cine documental, como el suizo Visions Du Réel– no podría estar más alejada de la antropología cinematográfica, a pesar de que varios de sus pasajes detallan costumbres y objetos cotidianos, estilos de vida y formas del lenguaje y del canto. Juan Armando Soria, gaucho resistente a pesar de su crecientes achaques, recita coplas como si en ello se le fuera la vida; su mujer Alba Rosa Díaz, en tanto, murmura palabras incomprensibles o recita el Padre Nuestro en su versión íntegra frente a una cruz de hierro. Recién muy avanzada la proyección hablarán en sendas entrevistas, más o menos formales, cada uno por su lado, con el realizador. En ese momento la mujer dirá que su marido siempre estuvo atento a los caballos, que los animales definieron en más de un sentido su vida. “A veces se iba cuatro, cinco meses y yo tenía que pedirles comida a mis vecinos”. “Yo le ofrecí a ella mi apellido –afirmará poco después Juan– y ella me dio algunos hijos y sus atenciones: colgar la ropa, la comida”. A tal punto existe en La nostalgia del centauro una preponderancia de lo visual y lo sonoro –que se impone por sobre cualquier clase de discurso descriptivo o narrativo–, que la secuencia de títulos incluye dos roles usualmente inexistentes: la “dirección de montaje”, a cargo de la experimentada realizadora Ana Poliak, y la “dirección de sonido”. A una imagen de alto contraste y definición extrema de la casita de la pareja, rodeada por un grupo de cabras por delante y la inmensidad de los cerros tucumanos al fondo, puede seguirle una serie de postales en penumbras de rostros, cuerpos y paisajes, disueltas unas en otras gracias al fundido encadenado. En el terreno sonoro, el registro de los versos o alguna de las escasas conversaciones es sobrepasado en la memoria por la cacofonía del balar de las cabras o el concierto de animales nocturnos, transformados por la mezcla en una densa capa semi musical de tonos expresionistas. Esa compleja elaboración audiovisual da como resultado un film evocativo, cuyas intenciones parecen estar siempre un poco más allá de lo evidente, conjugando la belleza con cierta sensación de alejamiento, una suerte de extranjería respecto de los protagonistas que socava en parte sus evidentes virtudes.
Calma, respetuosa contemplación de la vida cotidiana de un viejo criollo y su esposa enlos hermosos cerros tucumanos. Buen registro de tiempos y personas que se están yendo entre silencios, coplas sueltas, trabajos y añoranzas.
El director va mostrando los días y noches de una pareja de ancianos: Juan y Alba que viven en los cerros tucumanos, tienen luz pero no tienen televisión y no gozan de las comodidades del mundo moderno, pero ellos eligieron esa forma de vida. Allí ronda lo cotidiano, su cultura gauchesca, junto a las fiestas, tradiciones, sus costumbres, la naturaleza y otros gauchos. Las voces que resuenan son las cabras, el fuego del brasero, otros animales y las coplas de Juan. La cámara se encarga de capturar imágenes y sonidos. Ideal para espectadores que disfrutan de cierta artística y este tipo de arte.
UN PLANTEO QUE NO ALCANZA Una pareja de ancianos que vive en una casa cerca de los cerros será el eje central de La nostalgia del centauro, documental que sigue el día a día mostrando todas las actividades que realizan. La idea de un estilo de vida que se apaga o algo que es parte del pasado y se aferra a no desaparecer, da vueltas en esta historia. El protagonista, un gaucho que rima coplas y algunas vez tuvo caballos (diría José Larralde en su tema El Tamayo) parece ser el último de los que quedan por la zona, como él dice. Junto a su mujer, que lo acompaña y le dio hijos (el entrevistador le repite varias veces “¿y ella que te dio?” y el gaucho dice “algunos hijos”, casi como menospreciándola), parecen aislados o como si lo estuvieran. Las imágenes que los muestran en sus actividades son monótonas, no sorprenden, y si el espectador no entabla una conexión con los personajes, la rutina termina por ganarle no solo a la narración sino también a las ganas de seguir mirando la pantalla. El mejor momento de La nostalgia del centauro es cuando hablan a cámara y dan sus versiones de su vida juntos, que difieren mucho entre sí: la más divertida es la de la mujer, que cuenta lo inestable que era su marido laboralmente y lo poco que la ayudaba desde lo económico. Sin embargo, es apenas un fragmento puntual de interés dentro de una totalidad que no llega a impactar. Cuando pensamos y analizamos La nostalgia del centauro desde su estructura global, nos encontramos ante una historia que se amoldaba mejor para un cortometraje y a la que le se nota que su pequeña premisa no le alcanza para ser realmente atractiva.
Egresado de la FUC, Nicolás Torchinsky es director de cine, sonidista y docente. Con “La Nostalgia del Centauro” concreta su opera prima, la cual será exhibida en el festival “FestiFreak” de la ciudad de La Plata.Próxima también a ser presentada en el Festival Internacional de Mar del Plata, la película es un acercamiento a la tradición gauchesca a través de un matrimonio de ancianos. A partir del retrato documental de esta pareja, que vive en los cerros de una localidad al norte de Tucumán, el director bucea en sus realidades, trascendiendo recuerdos, sueños y –porque no-la proximidad de la muerte. “La Nostalgia del Centauro” es un documental de observación, con pocas intervenciones dialogadas, que prefiere explorar la magia de esos lugares y esos seres nativos que los habitan, con belleza tan singular, profundamente desconectados de la vertiginosa vida en las grandes urbes. Quizás la contemplación necesaria como para limitarnos a ser partícipes de esa magia ritual: el director capta con gran poder sensorial los sonidos de la naturaleza, como se aprecia la contundencia visual que exhibe remarcando la presencia del fuego en medio de la oscura noche. Si concebimos la figura mitológica de los centauro, como las de seres salvajes, esclavos de las pasiones animales, son evidentes las marcas del paso del tiempo en dos personajes que parecen habitar otra época, en su propia ley universal, conformando la propia memoria de un lugar. La cámara captura la esencia de lo campestre, buscando reflejar los misterios que esa naturaleza oculta, con reminiscencias visuales que dejan ver una influencia estética del cine de Tarkovski. Luego de haber circulado en los festivales internacionales de Reél (Suiza y Leipzig (Alemania), Torchinsky se estrena en el plano local, concibiendo una sensible visión del mundo desde el retrato de dos seres anónimos para la sociedad.
Todos los jueves a las 19, en el MALBA, se exhibe este film argentino, una reflexión sobre la tradición gauchesca narrada a través de la historia de amor de dos ancianos que viven en los cerros tucumanos. En algún lugar recóndito de los cerros tucumanos viven Alba y Juan, una pareja de ancianos que responden a valores y costumbres de una tradición gauchesca que los trasciende. A esta altura de la vida, ya se han dicho todo, y el eco de sus voces resuena solo para dar órdenes a sus cabras o para repetir de memoria un sinfín de rimas antiguas del imaginario rural. LA NOSTALGIA DEL CENTAURO espía los días y las noches de esa vida taciturna, examina algunas particularidades (la relación entre el gaucho y los caballos), mientras captura la esencia de esa calma en cuadros bucólicos de una espectacularidad única, sin caer nunca en el pintoresquismo, y plasmando un puñado de imágenes espectrales que contienen en su singularidad toda la potencia del cine. La cámara de Nicolás Torchinsky explora en lugares y detalles recónditos, como buscando el secreto de cierta magia que, aunque rústica, va revelando su extraña belleza poco a poco, como esos árboles que se dejan ver cuando la niebla de la mañana se esfuma. Torchinsky se acerca a ellos, en principio, desde la observación más pura y dura, con la cámara mirando de cerca sus cotidianas actividades y con una fotografía cuidada que va entregando casi delicados cuadros de la vida campera. Si bien por momentos se pasa de preciosista, pronto el film gira desde la observación hacia una intervención más directa, que se da a partir de algunas conversaciones entre ellos y una voz fuera de cuadro que, uno imagina, es la del realizador. Pese a algunos momentos un tanto excesivamente “pictóricos”, LA NOSTALGIA DEL CENTAURO permanece en la memoria como un retrato honesto y cercano de dos vidas alejadas de cualquier atisbo de modernidad, aferradas (para bien o para mal) a un tiempo que ya quedó en el recuerdo de la mayoría.
as tradiciones sobreviven a los hombres y las mujeres, quienes nunca pueden conocer del todo el origen de aquellas. La tradición gauchesca no tiene un nacimiento preciso, sí sus textos canónicos y las costumbres que aún perviven en las localidades que no han sido absorbidas por los imperativos de la vida moderna. Lo que no significa que una tradición goce de los mismos privilegios que los dioses y otros seres sobrenaturales. Una tradición puede morir, y es probable que de ser así su ocaso apenas resulte perceptible.
Un hombre y una mujer en medio de un imponente paisaje. Mejor dicho: un hombre o una mujer ya que la pareja no se muestra de manera conjunta a lo largo del largometraje sino que se intercalan imágenes de ambos. Una decisión para nada improvisada por parte de su director Nicolás Torchinsky. La nostalgia del centauro nos acerca la vida cotidiana de estos dos personajes. Él que canta junto a la fogata, ella a la mañana siguiente apagando los restos de brasas. Él que afila su cuchillo entre copla y copla, ella que reza y teje. Así vemos su presente, sin ningún diálogo entre ambos, como si no fuera necesario ya siquiera intentarlo. Tampoco el largometraje tendrá demasiadas palabras sino apenas un corto pero potente testimonio de ella mientras recuerda cuando él la abandonaba –sin siquiera dejarle alimentos- y él diciendo que le dio su apellido y ella nada, bah, sí, sus hijos.