Surrealismo y religión para una de las películas más perturbadoras e hipnóticas del cine español reciente con un duelo actoral único entre Ángela Molina y Eduardo Casanova, que además, dirige la propuesta.
El segundo largometraje del realizador español Eduardo Casanova es un paso en falso tras la mucho más efectiva Pieles, en la que la que el humor negro se utilizaba en pos de un acercamiento, díscolo y fascinante, a aquellos individuos a los que la sociedad no puede mirar más allá de su superficie y ante quienes reaccionan con una mezcla de repulsión y extrañamiento. Si bien Pieles no escatimaba en secuencias que buscaban provocar al espectador, ponerlo al borde de la incomodidad, había un objetivo detrás de esa decisión: el fijar la cámara en los rostros de los excluidos como forma de rebelarse ante una unívoca concepción de la estética. Con La piedad, lamentablemente, no podemos decir lo mismo. Casanova apuesta un shock heredado de, entre otros referentes, Todd Browning, David Lynch y David Cronenberg, pero lo convierte en un fin en sí mismo. No hay nada por fuera de este. En este caso, el cineasta aborda una relación madre-hijo bajo el prisma del horror, con una Ángela Molina que avasalla en su composición de Libertad, esa figura materna para Mateo (Manel Llunell) que, lejos de acompañarlo cuando el joven es diagnosticado con cáncer, se pone en el centro y se va transformando en una presencia posesiva y espectral, cuyas apariciones son reforzadas por la banda sonora de Pedro Onetto. Secuencias musicales, escenarios con colores contrastantes, paralelismos entre ese vínculo tóxico y un régimen dictatorial de Corea del Norte, con La piedad, Casanova no utiliza su claro virtuosismo en función del relato, simplemente se detiene en pasajes pretenciosos más de lo debido, cautivado por sus propias criaturas, pero sin mucho para decir sobre ellas.
Todo en esta producción destila inmisericordia de principio a fin. Después de “Las Cosas del Querer” (1989) o “Ese obscuro Objeto del Deseo” )1977) entre otros, ver a Angela Molina en este filme, duele. Es un gran engaño al espectador, partiendo de una escena hablada en coreano, subtitulada en ingles, hasta imágenes escatológicas injustificadas. Solo queda plasmado la relación simbiótica entre la madre y el hijo estableciendo a la madre como origen del Edipo. Otro punto importante es que en muchas escenas los personajes susurran, eso sumado a la música incidental, similar a las de los filmes serios de Pedro Almodovar, pero mal, impide escuchar los diálogos. Lo que
"La piedad", el estilo por el estilo mismo En su búsqueda del retrato del enfermizo vínculo entre una madre y su hijo, el realizador español abusa del enamoramiento de sus ideas visuales. La cámara está ubicada al ras de suelo y muestra, en cámara lenta y mediante un plano contrapicado casi vertical, a una mujer orinando para hacerse un test de embarazo. Unos minutos más tarde, esa misma cámara registra en primer plano la leche de una mama cayendo lentamente desde el pezón hasta la cabeza de un chico de veinticortos que nunca estuvo ni cerca de cortar el cordón. Y hablando de cordones, la cereza del postre llega poco antes de los créditos finales, cuando registra a esa madre pariendo. Lo hace enfocando la vagina, desde donde empieza asomar una cabeza que no es precisamente la de un bebé, sino la de ese hijo posadolescente enfrascado en una relación tóxica con mamá. Cuando sale, el muchacho queda tirado en el piso, llorando, envuelto en líquido amniótico y con el cordón umbilical uniéndolo a la madre. Las tres secuencias –breves, contundentes, con la capacidad de clavarse como cuchillos en el ojo de un espectador acostumbrado a películas con temor a la ofensa– podrían corresponder a uno de los trabajos más provocadores de Gaspar Noé o de alguno de esos directores que filman motivados por las ganas de congraciarse en aquellos festivales europeos propensos a los escándalos. Allí está, por ejemplo, la Palma de Oro del último Festival de Cannes para El triángulo de la tristeza para comprobar que la búsqueda puede dar sus frutos. Pero no. Se trata de momentos que definen el espíritu arriesgado, de cacheteos constantes a quien mira, de La piedad, la coproducción argentino-española dirigida por el también actor español Eduardo Casanova y producida por, entre otros, su coterráneo Alex de la Iglesia. Pero el núcleo del film no es la sumatoria de esos momentos, sino el vínculo retorcido y perturbador entre una madre recontra híper sobreprotectora y el pobre hijo que vive sometido a sus deseos y perversiones. Como dormir en la cama matrimonial ante los insistentes pedidos de ella, por ejemplo. Con papá ausente desde que los abandonó por otra mujer hace un par décadas, el vínculo, tan particular como enfermizo, se tensionará hasta más allá de lo imaginable cuando al muchacho le detecten un cáncer en la cabeza. Menuda sorpresa se lleva mamá (Ángela Molina), que está obsesionada con la cultura coreana y recrea sus bailes en la casa ante la mala nueva. La piedad muestra el progresivo deterioro de Mateo (Manel Llunell) y, con ello, el de su madre, al tiempo que intenta sortear sus férreos controles con la ayuda de una psicóloga. El problema es que Casanova es de esos directores enamorados de sus ideas, especialmente las visuales, que en este caso consiste en una impronta pictórica y estilizada, pródiga en escenografías de color pastel y con una fotografía de tonalidad blanca que subraya el artificio del asunto. Todo eso puede leerse, en sus mejores momentos, como una ilustración grotesca de un mundo construido por ellos, ajeno a las vicisitudes del exterior. En los peores, como un nuevo ejemplo del estilo por el estilo mismo.
Eduardo Casanova es considerado una suerte de “enfant terrible” del cine español que despierta admiraciones fanáticas y crítica encrespadas sobre sus trabajos. En este filme imagina un mundo construido por una madre posesiva que va desde el incesto a la desmesura para retener a su único hijo, y transformarlo en un ser dependiente crónico que la ama como ella necesita que la idolatren y nada ni nadie impedirá que logre su objetivo. Ellos viven rodeados de una estética rosa chicle deliberadamente kitsch, donde esa araña-madre teje sus redes de esclavitud para que su adolescente no pueda vivir sin ella y nunca lo abandone como lo hizo su marido (un suicida fracasado cuya pareja envidia como la protagonista ha logrado que su hijo la quiera tanto, un objetivo en su vida) A su vez el joven torturado se obsesiona con las informaciones de Corea del Norte y su dictador como un atisbo de un mundo exterior que le es negado y al que casi no se atreve a mirar. Ángela Molina terrorífica e implacable construye a esa madre religiosa e cruel y se luce con su talento. El debutante Manel LLunell , asume su patética criatura mutilada emocionalmente con mucha solvencia. Este film es producido por Alex de la Iglesia y Crudo films. El mundo de Casanova, grandilocuente, oscuro y chabacano por momentos, se construye como un artefacto brillante y disruptivo, irónico, sobre las cosas del malquerer, el poder, las heridas emocionales y las madres monstruosas.
"La Piedad" (2022), el segundo largometraje del español Eduardo Casanova, es una película inclasificable. Si en "Pieles" (2017), su ópera prima presentada en la Berlinale, impuso un estilo personal de excesos estéticos y narrativos, en "La Piedad", que se estrenó en Karlovy Vary, va mucho más allá de lo que uno podría esperar para una obra que cruza melodrama kitsch, política y fantasía. La trama se centra en Mateo, interpretado por Manel Llunell, quien vive en un mundo virado al rosa y es "cuidado" por su madre, Libertad, interpretada por Ángela Molina. A pesar de su nombre, la libertad es algo de lo que Mateo no tiene Es un veinteañero sometido a una niñez eterna, al que su madre baña, corta las uñas y alimenta, por citar solo algunos ejemplos. Cuando reciben la noticia de que Mateo tiene cáncer, Libertad intenta mantenerlo a su lado con mayor ahínco, mientras él hace todo lo posible para cortar el cordón umbilical que lo mantiene unido. Pero, ¿podrá? Por otra parte, La Piedad también presenta una trama secundaria sobre una pareja de Corea del Norte que huye a Corea del Sur cuando las autoridades envenenan a una de sus hijas y ejecutan a la otra. Es una metáfora bastante obvia que iguala el miedo y la devoción dictatorial, en este caso por el líder Kim Jong-il en Corea del Norte, con la propia dependencia y adicción que genera la maternidad tóxica. La Piedad, que comienza como un estilizado melodrama futurista con una tensión que aumenta en forma paulatina, resulta una obra inclasificable y anárquica, aunque todo lo que aparece (y como aparece) en escena está puesto con una intencionalidad calculada hasta el más mínimo detalle. La estética angustiante y el minimalismo extremo que propone se apoya en una paleta de grises y rosas que son contrastados con una iluminación límpida, clara y sin sombras dramáticas cómo símbolo opuesto de la libertad y el cautiverio. Casanova demuestra no solo una visión singular y arriesgada para abordar ciertas cuestiones de la vida humana, sino también una capacidad sensorial para crear atmósferas opresivas a través de una puesta en escena rupturista con una estética pop. El resultado es una obra inclasificable que va más allá de lo que uno podría esperar, ya sea para bien o para mal.
Dulce et tremendum. En algún rincón grisáceo y sin ventanas de Corea, una mujer revuelve una olla y envenena la comida para que su marido muera pronto y sufra lo menos posible las torturas de la dictadura de Kim Jong-Il, que ya se había llevado la vida de sus hijas. Abandona, luego, ese refugio tétrico dispuesta a morir en su patria, sin huir. Un montaje hace una transición lenta entre su imagen subiendo unas escaleras y la espalda de Mateo, quien habla en español y viste una ropa rosa chicle como acolchonada, mientras sostiene una mochila frente a la puerta: tras haberse fugado de la casa de su madre obsesiva, Libertad, busca volver, como quien retorna a su país natal para morir. Se estrena la nueva película de Eduardo Casanova, La piedad (2022). Al ser una coproducción hispano- argentina integrada por realizadores atravesados por el terror como Álex de la Iglesia, Carolina Bang, Florencia Franco y Jimena Monteoliva, y después de películas como el corto Eat my shit (2015) y el largo Pieles (2017), el grotesco asociado al cuerpo entra en el margen de lo esperado. Aun así, no deja de sorprender e incomodar al utilizar el tropo de la madre terrible, común del género, sugestionado por la paranoia que suscita la cobertura mediática del régimen norcoreano. Desde los efectos del control excesivo, se traza un paralelo entre la dictadura y la relación edípica que mantienen Libertad y Mateo, que se intensifica cuando éste contrae cáncer. Su microcosmos, enmarcado en una especie de casa de muñecas y templo cristiano de mármol y predominante rosa pastel, se ve alterado por la enfermedad porque se vuelve necesario el cuidado y, por lo tanto, se permite la intervención constante de la madre sobre el cuerpo del hijo. Tener que salir e ir al hospital abre el riesgo de su separación y, además, obliga a pensar en la proximidad de la muerte. No obstante, la experiencia de la película se enriquece cuando la comparación pierde centralidad para ser devorada por lo abyecto de la maternidad. Cuando Mateo vuelve, se bañan juntos, se acuestan en la misma cama, él se apoya en su regazo y ella lo acaricia. Hace que su madre le de unas pastillas nocivas. Libertad le produce una herida que lo hace sangrar y él le pide con gozo que lo cure. Cuando ella le dice que tiene que comer, se coloca en sus brazos y ella lo amamanta. Su rostro, la teta y el chorro de leche se muestran en cámara lenta como una pintura suave y la música acompaña la perturbadora solemnidad. Estas imágenes remiten a la explicación que hace Julia Kristeva en el ensayo Poderes de la perversión (1980) de lo abyecto como una experiencia de horror específico que se produce cuando se confunden los límites entre lo interior y el exterior, el sujeto y el resto del mundo, lo vivo y lo muerto. La autora ahonda sobre la maternidad, sobre el embarazo, el parto y la lactancia como situaciones que pueden producir incomodidad, entre el amor y la repulsión, justamente por la desestabilización de estos límites: ¿dónde termina la madre y dónde comienza el hijo? Es una pregunta con la que La piedad juega a través del tabú, las convenciones estéticas del exploitation asiático, el musical y el Hong Kong horror, y un humor macabro.
Producida por Álex de la Iglesia, esta película escrita y dirigida por el joven Eduardo Casanova es un particular retrato sobre los límites del amor y la Dictadura, un paralelismo provocador que construye con solidez. Una rareza de las que no abundan. En la casa donde Libertad y Mateo viven encerrados, alejados del frío y gris mundo exterior, todo luce limpio, pulcro, prolijo. El color rosa predomina en cada rincón y detalle, como en una fantasía de Hello Kitty. Cuando Lili se entera de que su joven hijo tiene un severo caso de cáncer cerebral, le sirve para continuar con más razón que nunca su sobreprotección y al mismo tiempo siembra en ella el miedo a tener que separarse. Ahora más que nunca él necesita de ayuda y allí está ella, siempre dispuesta a ser dos. Al mismo tiempo, Mateo, que ya no es un niño pero siempre es tratado como tal, empieza a cuestionarse su realidad y a ansiar conocer un poco más de lo que hay afuera. «Ella es como el Sol. Si te alejas, te congelas. Si te acercas, te quema. Pero la necesitas». Ángela Molina se entrega a estar mujer siempre dispuesta amar pero de manera posesiva. En ella el deseo de la maternidad pasa por tener a alguien que siempre la necesite. La construcción de esta dinámica familiar se completa con la ausencia del padre. Pero La piedad no se queda sólo en esa idea, sino que la espeja con otra muy llamativa: la de la Dictadura Militar totalitaria en Corea del Norte. En el medio se intercala una historia que sucede allí, de quien madre e hijo a veces se enteran por los canales de noticias, y que tiene a un dirigente capaz de envenenar a sus habitantes por el solo hecho de controlar la población. Un lugar donde la gente no puede salir y aseguran que se vive de manera feliz. Este paralelismo puede parecer algo burdo en un principio pero Casanova lo hace funcionar a medida que la historia se sucede. La falsa sensación de seguridad y protección que le brinda Kim Jong-il es la misma que Libertad le brinda a su hijo. La trama puede parecer simple pero lo que le pasa a estas personas, tanto emocional como corporal, es de otra intensidad. Casanova también le brinda mucha importancia a la imagen. Por un lado, tiene una estética artificial y súper cuidada que recae en una dirección de arte exquisita. Por el otro, busca provocar con imágenes potentes y peculiares para narrar momentos ordinarios como una madre orinando para hacerse un test de embarazo o dando la teta. Es claro que hay una fuerte intención de llamar la atención, de perturbar y lo consigue. También que todo tipo de provocación indefectiblemente polarizará al público. Imposible de clasificar, en La piedad hay humor, horror, melodrama, secuencias musicales (este aspecto quizás deja con ganas de que haya sido más explorado, sobre todo con la presencia de Macarena Gómez)… Un rejunte de ideas tanto visuales como narrativas pero que consiguen convivir en armonía, siempre apostando a un registro excesivo y absurdo al que hay que permitirse entrar. Ángela Molina brilla una vez más, aquí como esta madre tóxica que construye junto a su hijo su propia realidad.
La palabra controversia reluce desde una carrera incipiente y prometedora. ¿Ha nacido uno de los grandes directores contemporáneos? Un cineasta difícil de ignorar nos induce a pensar que el arte ha servido como instrumento para provocar a lo largo de la historia. Para fans incondicionales y detractores, imposible resulta quedarse indiferente ante el nuevo estreno de Eduardo Casanova. Su segundo largometraje visibiliza una historia de relación toxica entre madre e hijo. La sucesión de acontecimientos nos conduce hacia una espiral de destrucción que exhibe su costado de reflexión social, en probable analogía a la dictadura que sufre Corea del Norte. La sensacional Ángela Molina agrega otro mayúsculo rol a su ilustre trayectoria, mientras “La Piedad”, inquietante concepción de lo horroroso, se erige como gran film, merced a unas características notables. Operístico desarrollo narrativo, estética pesadillesca, abundancia de lo bizarro y marcado gusto por lo camp. Un omnipresente sentido del humor es un elemento no menor, dentro de una obra que saca partido de su enrevesado punto de vista, del aspecto metafórico quey yace en paralelo y de una elección de colores que responden a estados de ánimo bien concretos. Firmas de estilo personalísimo en manos del director de “Pieles”; huella identitaria reconocible a tempranas alturas, para una filmografía que promete sorprender en años venideros. Ningún fotograma está puesto por casualidad a lo largo del metraje; el autor es un esteta que controla su material al exceso el material que pacientemente moldea. Fanático el irreverente John Waters, así como de la etapa más kitsch de Almodóvar, tales influencias conviven bajo la presente extraña y teatralizada disrupción. Meritorio resulta el valor de arriesgarse, casi una señal de identidad propia para el realizador madrileño.