Cantar para vivir El director de Un tiempo para caballos borrachos y Las tortugas también vuelan es el menos iraní de los cineastas iraníes. Sus películas son más pintoresquistas, costumbristas, gritadas y occidentalizadas -bien al gusto del World Cinema- que las de la mayoría de sus colegas compatriotas. Media Luna no es la excepción y, si bien a mi no es el tipo de películas que más me interesan, mal no le va a Ghobadi, ya que con esta tragicomedia -más cercana al cine de Kusturica que al de, digamos, Kiarostami- ganó la Concha de Oro, del premio FIPRESCI de la crítica internacional y del galardón a mejor fotografía en el Festival de San Sebastián 2006. El film narra la historia de Mamo, un viejo y legendario músico kurdo que vive en Irán y que consigue luego de una larga espera y muchos esfuerzos la autorización oficial para ofrecer un concierto final en el Kurdistán iraquí. El veterano artista y su decena de hijos (incluida una hija, a la que no se le permite cantar ante los hombres) se lanzan a un complicado viaje a bordo de un micro hasta la convulsionada zona fronteriza entre Irán, Irák, Siria y Turquía. Ente la road-movie, la comedia de enredos y el melodrama aleccionador, Ghobadi describe de manera bastante obvia y explícita (las coimas, los atropellos de la policía y el ejército, la discriminación contra la mujer) las múltiples connotaciones (políticas, étnicas, familiares y artísticas) del conflicto que sufre la región. Un film que se sigue con cierto interés, pero que al mismo tiempo no tiene grandes hallazgos.
Cuando una voz sea de todos Media Luna (2006) es una road movie que sigue el planteamiento estructural de las anteriores películas de Bahman Ghobadi. Este director es un estandarte de los llamados cines de la periferia, aquellos que pueden dar respuesta a un tipo de cine que difiere en sus búsquedas del más comercial que exhibe Hollywood. Bienvenida entonces esta propuesta distinta, donde la música evoca recuerdos y sensaciones que juntas pueden más que toda la violencia que en sus excesos y prohibiciones ha gestado el pueblo kurdo a lo largo de su historia repleta de vicisitudes. La historia se sitúa sobre Mamo, un músico que ha obtenido permiso para actuar en un concierto en el Kurdistán iraquí, algo que ha esperado los últimos 35 años. Convencido de que la esencia del concierto está en la voz celestial de una mujer, Mamo decide ir a buscar a Hesho una cantante a la que el exilio ha atormentado y vive refugiada junto con otras mujeres. El viaje de Mamo y la cantante se presume atrapante y el mismo transcurrirá pleno de aventuras, donde la fuerza de espíritu los guiará en una travesía que tiene mucho de magia cinematográfica. La evolución de Bahman Ghobadi como director de cine nos muestra una filmografía narrativa y estilísticamente comprometida. Partidario de un cine de denuncia, cuyo estilo y visión casi siempre tiene mas cabida en los festivales internacionales que en el gran publico masivo, este realizador kurdo elige un tono ameno para narrar de forma tragicómica el periplo de un grupo de músicos, con un trasfondo social muy marcado. El cine, se sabe, es un relato audiovisual, compuesto por narración y representación que siguen una corriente estética y Ghobadi hace más que bien los deberes a la hora de combinar lo que dice y como lo muestra. Su estética seduce entreteniendo y su narración encierra un discurso ético que nos lleva a la reflexion. Es interesante su mirada sobre la cultura patriarcal de estos pueblos que relega a las mujeres, allí se estructura un relato sobre la prohibición, la censura y la marginación. A los pintorescos pueblos de la frontera iraní, las panorámicas descriptivas y la contemplación de la naturaleza son el escenario ideal para enmarcar este relato, que parece salido de un cuento de Las Mil y una Noches, una obra que, culturalmente, ha influenciado de manera notable a la literatura occidental. En este desolado e inhóspito paisaje surge una historia plena de magia. El filme, si bien es moroso en su estructura narrativa, es digno en su planteo e inteligente a la hora de abordar una temática de arraigue cultural por aquellas latitudes, incluso hoy en medio del mundo posmoderno. Si bien la redundancia de su relato le quita intensidad dramática, es interesante como tragedia y comedia se complementan. Una propuesta singular -y no sin baches que logra sortear- que concibe la vida como una mezcla de ambas, donde acontecimientos dolorosos a lo largo de la historia del hombre siempre han sido matizados. En esta ocasión es el humor y la música quienes sirven como refugio y reestablecen un poco el equilibrio perdido, dejando ver en el horizonte de estos músicos algo de esperanza entre tanta amargura, puro instinto de supervivencia. Los personajes de Media Luna son en su mayoría actores no profesionales (en Kurdistan la industria cinematográfica es casi nula). Y ellos capturan en su medida justa gran parte de la esencia y la atmósfera de la historia: la pasión por la música, idioma universal si lo hay y vinculo solidario que une pueblos. El relato también es uno de fidelidad hacia los suyos, es por eso que el film es un homenaje a todas esas cantantes mujeres relegadas, exiliadas, oprimidas. El film es un viaje mental, un transportarse al rincón mas intimo de la conciencia humana. Es la impotencia de un pueblo que sobrevive buscando un milagro en medio de un universo musical que les permite seguir manteniendo su identidad, esa que no lograrán acallar jamás.
Música del alma Bahman Ghobadi y otra fábula contra el totalitarismo. El cine iraní alla Kiarostami -tempo moroso, personajes lacónicos, planos-secuencia extensos- ya fue objeto de culto y burlas. El de Bahman Ghobadi, realizador kurdo-iraní de gran aceptación internacional, comparte el trasfondo social y geográfico, pero en otros aspectos funciona como su antítesis: está hecho de un expresionismo exacerbado, tragicómico, cercano al de cierto cine balcánico, italiano o, por qué no, argentino, en su vertiente familiar/grotesca. En realidad, Media luna, una road movie lírica, combina elementos del costumbrismo, la fábula, la alegoría política y hasta el realismo mágico. A partir de anécdotas pequeñas, de sufridos personajes kurdos en la frontera de Irán e Irak, Ghobadi suele buscar impacto a través del shock trágico, matizado con humor negro: siempre con espíritu antibélico y antitotalitario. En Las tortugas también vuelan, un éxito en festivales internacionales, se valió de elementos revulsivos (y criticables): en especial, niños mutilados por minas antipersonales. En Media luna, felizmente, dejó de lado la estética de lo atroz. Optó por la metáfora: algunas veces sutil; otras, no tanto. La historia se centra en Mamo, un famoso músico kurdo, anciano, que, tras 35 años de haberlo intentado en vano, obtiene un permiso para dar un concierto en el Kurdistán iraquí. Para hacerlo, convoca a sus numerosos hijos, instrumentistas, los va subiendo a un viejo micro escolar en el Kurdistán iraní y emprende viaje: los miembros de una etnia sin territorio fatigan territorios familiares y a la vez hostiles. Además, Mamo está convencido de que necesita la voz celestial de una mujer, y las mujeres tienen prohibido cantar frente a hombres en Irán. En un pueblito perdido en la montaña, donde viven 1.334 cantantes exiliadas, suma a la bella Hesho a la banda. Los personajes de Media luna, muchos de ellos interpretados por no actores, eluden -cuando pueden- los abusos totalitarios, aunque son víctimas de variadas injusticias. Y sin embargo se desenvuelven en un tono farsesco, hablando siempre a los gritos, con abundantes ademanes: algo así como la famiglia unita en medio de la asfixia sistémica. Más adelante, los componentes graciosos del filme van dejando paso a la angustia y un lirismo que roza lo onírico. La narración es irregular; la fotografía y los paisajes, imponentes. Media luna, Concha de Oro en San Sebastián 2006, transcurre tras la caída de Saddam Hussein: la brutal opresión -en especial, la ejercida sobre los kurdos-; la barbarie de los "liberadores" norteamericanos; la llegada de la modernidad en medio del atraso; la melancólica crisis de las tradiciones y, a la vez, su carácter perdurable: todos estos elementos están en la película. También está, en forma preponderante, la muerte. Y el arte, la voluntad, la unión: los vanos aunque necesarios intentos de ganarle espacios.
La canción más triste del mundo El fugaz romance entre el público argentino y el cine iraní data de varios años atrás cuando el documentalista Fernando Birri introdujera en el Festival de Mar del Plata una película de un tal Abbas Kiarostami. Fue tal el éxito que no tardaron en aparecer distribuidoras locales que apostaron a traer otros títulos de ese director, así como de otros, para crear una suerte de boom de poca duración pero de gran intensidad. Lo suficiente como para sentar las bases de un tipo de cine caracterizado por su economía de recursos, su alto nivel poético y la constante reafirmación de la identidad y la cultura de pueblos o países bastante alejados del firmamento cinematográfico. No obstante, a partir de la acumulación de títulos el encanto y entusiasmo del espectador argentino se fue apagando y el romance del principio se transformó en una moda pasajera que muy esporádicamente volvió a aparecer en el circuito festivalero, aunque sin tanta adhesión de crítica y público. Por eso, Media luna, del realizador iraní Bahman Ghobadi, galardonada en el festival de San Sebastián y en Estambul, entre otros reconoce explícitamente la herencia de un estilo definido y completamente equiparable al de aquellas películas iraníes e implícitamente apela a la búsqueda para superar ciertos códigos y volverse menos minimalista, desde el punto de vista de ampliar el universo de acción y conflicto de sus personajes, pero además de incorporar un contexto geográfico y socio político bastante más actual que por ejemplo cualquier obra de Kiarostami. Esa distinción encierra el mayor logro de este relato que toma como punto de partida el viaje que emprenden un grupo de músicos kurdos hacia el Kurdistán iraquí tras el derrocamiento por parte del ejército norteamericano de ocupación del tirano Saddam Hussein. Lo que se juega en el teatro de operaciones de una puesta en escena que recurre a la austeridad -y suma elementos alegóricos y simbólicos- no es otra cosa que reivindicar el sentimiento de libertad a través de un concierto que será transmitido a nivel mundial. Así, quien encabeza con su voluntad inquebrantable esta travesía por el desierto, sorteando todo tipo de obstáculo, incluso poniendo en riesgo su propia vida, es Mamo (Ismail Chaffari, brillante) un músico geronte reconocido por sus pares y coterráneos quien va reuniendo en ese viaje a sus hijos desperdigados por el territorio ocupado por las fuerzas invasoras y, que además, pretende llegar a destino acompañado de una cantante (violando la ley suprema que prohíbe el tráfico femenino). Sin embargo, el camino estará atravesado por un sin fin de contratiempos; por el peso constante de la superstición que carga el protagonista, y de presagios y sueños premonitorios que vaticinan lo peor. A fuerza de gran expresión poética, despojo de guiños hacia el cine for export e independencia de criterio, el director de Las tortugas también vuelan (2004) consigue amalgamar la tradición, la transición hacia un oriente occidentalizado y sobre todo la poderosa fuerza de las imágenes cuando las palabras perturban y silencian.
Bahman Ghobadi y el espíritu kurdo El director habla de su propio pueblo, sin país Media luna no es una comedia, aunque muchas veces hace reír e incluye alguna dosis de humor negro. El director kurdo iraní Bahman Ghobadi, el mismo de Las tortugas también vuelan , ha buscado aquí otra perspectiva para hablar de la situación de su pueblo, un pueblo sin país, repartido entre Turquía, Irak, Irán y regiones pequeñas de Siria y Armenia. En lugar de hacer hincapié en un problema cuya posible solución ve con bastante pesimismo, ha preferido subrayar el espíritu con que sus compatriotas sobrellevan la situación: la música y el humor que oponen a su desdichado destino. Su film transcurre entre la aventura picaresca y la poesía visual que extrae de los paisajes y de cierto giro hacia el misticismo. En el primer caso, lo asiste la historia que concibió: es la de un famoso músico kurdo de origen iraní que ha logrado la autorización para volver a tocar en Irak, después de casi cuatro décadas, ahora que lo permite la caída de Saddam Hussein. Así, rearma su orquesta con algunos de sus hijos, para emprender en un ómnibus bastante desvencijado un viaje que los llevará a atravesar fronteras (geográficas o no) y los enfrentará a infinidad de tropiezos, algunos de los cuales pueden sortear gracias al auxilio de la tecnología. Celulares, correos electrónicos y otros beneficios de las notebooks proponen un contraste con el ambiente y con los viejos instrumentos que los músicos portan, que, junto con algún otro delirio, emparientan a Ghobadi más con la desbordada vitalidad de Kusturica que con la austera y transparente poética de Kiarostami y otros cineastas iraníes. El inconveniente principal que debe superar el animoso y tenaz Mamo es la imposibilidad de llevar consigo a una cantante, ya que en Irán las mujeres tienen prohibido cantar en público. Por este costado de la anécdota se filtrará el ingrediente sobrenatural en la persona de la bella Niwemang (o Media Luna), de voz y, quizá también, de condición angelical. Lo picaresco no oculta el drama que hay detrás: cuando al cómico organizador de riñas de gallos que consigue el vehículo para emprender la excursión le preguntan por un gallo que ha incorporado al pasaje, contesta: "Es un huérfano: sus padres fueron muertos en el ring; yo debo criarlo para que ya mayor pueda vengarlos". El buscado colorido de los personajes y alguna tendencia al pintoresquismo tanto en el sector "realista" como en el que apunta a lo sobrenatural no restan mérito al film, que tiene a su favor la fresca desenvoltura de los actores, la seducción de su banda sonora y la singularidad de un paisaje bien explotada.
Road movie que se vuelve hermética Nacida de un proyecto de homenajes al 250º aniversario del nacimiento de Mozart, la película presenta a un grupo de músicos que, entre realismo mágico y alguna alusión a Saddam, va en busca de la voz femenina perfecta por el desértico paisaje iraquí. En 2006, para celebrar el 250º aniversario del nacimiento de Mozart, el New Crowned Hope Festival encargó al británico Simon Field, ex director del Festival de Rotterdam, la realización de una serie de películas a manera de homenaje. Que no tenía por qué ser explícito, y hasta podía resultar indiscernible, lo demuestran dos del lote conocidas en su momento en el Bafici: I Don’t Want to Sleep Alone, de Tsai Ming-liang, y Syndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul. Que el genial compositor vienés haya compuesto un Requiem dio pie al realizador kurdo-iraní Bahman Ghobadi para convertir en eje de su film a un octogenario, cuya muerte se presume próxima. Con el nombre de Media Luna, el aporte de Ghobadi le permitió ganar, tres años atrás, una segunda Concha de Oro al hilo en San Sebastián, luego de haberlo hecho en 2004 con Las tortugas también vuelan. En Argentina, el opus 4 del realizador kurdo (tiene una película posterior, prohibida en Irán) se estrena en proyección DVD. Un octogenario músico kurdo reúne a sus diez hijos, músicos también, desperdigados a lo largo de la frontera entre Irán e Irak. El objetivo: celebrar el primer concierto que el hombre dará en Bagdad en 35 años, tras la caída de Saddam. Suben a un colectivo desvencijado, conducido por un hombre que se dedica a la riña de gallos, con la intención de ingresar en Irak. Los guardias fronterizos no se muestran muy propensos a permitirlo, mientras desde el cielo los aviones aliados lanzan un rocío de bombas. Esa es la mínima línea argumental de Media Luna. Minimalismo que reconoce como origen el escaso tiempo de Ghobadi para cumplir con el compromiso. Como la simple lectura del argumento permite presumir, hay un fuerte sesgo real-referencial en la película, aunque desde ya menos cargado que ese gigantesco golpe por debajo del cinturón que fue Las tortugas... En este caso, las alusiones a la situación post-Saddam y a la ocupación yanqui se reducen a las mencionadas, debiendo sumárseles eventualmente la de una aldea del exilio, de población enteramente femenina, en la que viven –Las mil y una noches en versión política– 1334 cantantes iraquíes. El carácter de road movie da ocasión a Ghobadi, y a su coguionista Behnam Behzadi, de hilar episodios de ataduras no muy tirantes. Una tonalidad costumbrista y con toques de absurdo, cierto grado de capricho y pinceladas de humor negro permiten ver a Media Luna como versión benigna del film de las tortugas voladoras. Caprichos: en la primera escena, el chofer –ingenuo, buenazo, seguramente analfabeto– cita a Soren Kierkegaard. La cita tiene lugar durante una riña de gallos, en medio de una nada pétrea. ¿Será esa nada la que invita a citar al más famoso predecesor del existencialismo? Más posiblemente sea la muerte a la que la cita alude: ya en la escena de su presentación, Mamo aparece acostado en la tumba que previsoramente se cavó. En el último tramo, el leve realismo mágico que hasta entonces teñía la película (incluyendo dos o tres sueños o visiones por parte del anciano) da lugar a lo que puede verse como una forma de intrusión divina. O semidivina, al menos. Mamo necesita para su concierto una cuasi celestial voz femenina, oída al pasar cerca de la ciudad de las mujeres kurdas. No puede dar con ella, cree que todo se ha perdido, cuando se oye un ruido en el techo del colectivo estacionado en el desierto. Es, claro, la portadora de la voz, verdadera deusa ex macchina, llovida desde algún cielo protector y, además, hermosa (Golshifteh Farahani, a la que Hollywood echó el ojo en Red de mentiras). Por si quedara alguna duda del alegórico peso que la película le destina, el nombre de la morocha caída del cielo es Niwemang: Media Luna. De allí en más la amable road movie queda en manos de la Providencia, la alegoría y el hermetismo.
Cómo hacer una road movie y chocarla Todavía hay quien dice que el cine iraní “es aburrido”, incapaz de pescar las sutilezas del mundo límpido de Abbas Kiarostami o de pensar las complejidades de Samira Makhmalbaf o Jafar Panahi. Son autores que suelen darnos grandes films y abrir caminos al cine. Y no son inaccesibles: los personajes no hablan inglés, se visten como en Irán y la cámara suele no moverse mucho, pero nos llegan si somos capaces de ver a esas personas “exóticas” como nuestros semejantes. Pero es cierto y hacemos trampa: mencionamos tres autores importantes de esa cinematografía, no todo el conjunto. Como en cualquier cinematografía, lo mediocre o lo decididamente malo abunda. Y también los cineastas que están desesperados por vender sus productos fuera del mercado local con los festivales como trampolines. A esa ralea pertenece Bahmn Ghobadi, el perpetrador de un film llamado Las tortugas también vuelan, donde aprovechaba a retratar niños kurdos que viven de desenterrar minas y venderlas a un expoliador que las negocia en el mercado negro –niños reales que realmente hacen eso– para levantar el dedito y acusar las atrocidades de la guerra. Aquella película manipuladora se había llevado varios premios internacionales. Esta Media luna, también. Esta vez no son niños sino un viejo músico kurdo que habita en Irán y quiere dar un concierto en el Kurdistán de Irak acompañado por una decena de hijos. Y, como sucede con cualquier película “de caminos”, en cada etapa irá encontrando nuevos problemas, a cual más ridículo y patético. Con este material se puede hacer una comedia, un drama, cualquier cosa. Ghobadi, autor al film, opta por lo mismo que hizo en su film anterior: hace directamente cualquier cosa (menos una película). Aliado al grotesco y al pintoresquismo for export, mirando desde una distancia segura la miseria de sus criaturas, dispone demagógicamente de los elementos para la lágrima o la risa fáciles. Un film que se parece al peor cine argentino de los 80, y que triunfa en ciertos circuitos donde señalar con el dedito es sinónimo de humano compromiso.
Hasta hace algunos años los espectadores argentinos podíamos esperar con anticipada fruición la llegada de cualquier película que viniera de Irán. Se hablaba entonces de Kiarostami, Majid Majidi, Jafar Panahi o algún otro que se agregaba quizá a la lista. Es verdad que los directores de ese origen que conocíamos se reducían a un puñado de pocos nombres, un breve círculo dorado cuyas cifras se podían repetir fácilmente y que refulgía de modo particular entre los cinéfilos más o menos avisados. A la busca de cinematografías desconocidas y originales, capaces de proveer imágenes nuevas, contrahegemónicas, se la recompensaba con la incomparable sensación de asombro y frescura que surge de haber encontrado poco menos que un tesoro escondido. En Irán no se cocinaban solo regímenes teocráticos (en ese momento bastante moderados en comparación con el actual) sino también un cine sofisticado cuya extraña radicalidad solía correr pareja con su aparente sencillez y su enigmático, casi insultante despojamiento. Esos nombres olímpicos empezaron en algún momento a menguar de manera más bien indecorosa, sin embargo, y los estrenos de las películas rubricadas con sus firmas ralearon hasta prácticamente desaparecer. El cine de los maestros iraníes puede verse ahora en festivales del mundo al lado del de algunos otros como el director de origen kurdo Bahman Ghobadi, por ejemplo, que exhibe en Buenos Aires la película que nos ocupa. Es decir, no tenemos más Kiarostami en las salas pero nos toca Ghobadi. Para los que dicen que la vida es injusta, ahí tienen una prueba más que contundente. Como en Las tortugas también vuelan, su anterior película (vista oportunamente en estos lares), Ghobadi se muestra engolosinado con la música y el folklore de la región. La música de Media luna es ciertamente hermosa y sirve para vertebrar la anécdota de la película: Mamo, un famoso músico kurdo ya anciano que reside en Irán marcha con sus hijos (que son tantos que constituyen una orquesta entera) para dar un concierto en una ciudad de Irak. En el camino hacia allí, al pobre hombre y a su trouppe les pasa de todo: los detienen en la frontera, a la cantante se la llevan presa por su condición de mujer, les rompen los instrumentos cuando les requisan el ómnibus, soldados norteamericanos les disparan ni bien ponen un pie en territorio iraquí. La mar en coche. Encima, cuando llaman por celular a un antiguo colega de Mamo que vive cerca para que les proporcione ayuda (ya que es su equivalente artístico en la zona y su reputación podría salvarlos del desastre), al tipo le da un patatús de la emoción y se muere. El modelo de Ghobadi parece ser el de las comedias alla italiana. Su aturdido humor campea aquí y allá, así como los resabios desfallecientes de un neorrealismo de ocasión en el que la tragedia de la vida se confunde con la risa canallesca y la humillación desembozada del cine menos afortunado de Dino Rissi, por ejemplo, como cuando al hijo que fue culpable involuntario del accidente lo cuelgan cabeza para abajo por orden del padre y lo abandonan gritando a la intemperie en medio de una tormenta de nieve. El folklore termina de ingresar en la película para dar cuenta de antiquísimas leyendas y sentencias locales que parecen persistir como síntoma (feliz e indomable) en un mundo cuyas convulsiones de carácter político no son nada ante un orden anterior preciso, inapelable, que sigue rigiendo como un candado de acero el destino de los hombres. La inocua fábula de Ghobadi se solaza así en su dictamen sin tensión ni angustia alguna acerca de ciertos aspectos absurdos de la vida moderna mientras parece querer purgar su irrelevancia postulando, a modo de insuficiente compensación, la naturaleza sagrada y curativa del arte.
La vida kurda El director kurdo-iraní Bahman Ghobadi, es el responsable de Media Luna. Y lo ha hecho más que bien, al punto de ser merecedor de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Esta historia se centra en Mamo, un anciano músico kurdo, que luego de 35 años de espera, le conceden un permiso para dar un concierto con su banda en Kurdistán. Si bien parte de la historia es previsible en un país con burocracia, esto es sólo el comienzo. Mamo y Keko (su fiel amigo) comienzan su travesía en un bus escolar y, para colmo, deben buscar a los diez hijos de este particular cantante, que viven en diferentes lugares de la región. Además de sortear varios obstáculos, todavia queda una tarea: Mamo cree que para el concierto es necesario un voz femenina, la voz de Hesho. Mujer que se encuentra recluida en la montaña, con otras 1333 iraníes. El Irán, las mujeres tienen prohibido cantar frente a los hombres, cosa que Mamo, decide no tener en cuenta y hará lo imposible por llegar a destino con la cantante e,incluso, pasar los controles policiales. Media Luna es una obra ejemplar para disfrutar. Su historia, la música, la magia del lugar y sus personajes son queribles.
Canción para mi muerte A fines de la década del '90, un filme magistral como El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami, se estrenaba en nuestro país. Estampa utópica, al menos para la cinefilia: un filme de uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo, cuyo tema central era el suicidio, colmaba algunas salas del país; la gente hacía cola para ver una película de Kiarostami. La nueva ola iraní se puso de moda por un tiempo. Se estrenaron filmes de Makhmalbaf (padre e hija), de Majid Majidi, de Jafar Panahi, otros de Kiarostami, hasta que un día el descubrimiento de una cinematografía y una cultura compleja y multicultural llegó a su fin. Lo poco que vemos de Irán son postales que insisten sobre su fundamentalismo y su propensión al fanatismo. Un filme como Media luna permite tener imágenes alternativas de una tierra desconocida. El inicio de Media luna es fascinante: una riña de gallos y un discurso en el que se desestima ganar o perder mientras se cita a Kierkegaard para afirmar el carácter existencial de la propia muerte, antes que empiece el combate, son los primeros elementos a la vista. Una llamada telefónica cambiará los planes del maestro de ceremonia. Pronto saldrá de viaje rumbo a la frontera con Irak. La misión: conducir un micro en el que viajará Mamo, un viejo y legendario músico kurdo, y sus hijos, también músicos, quienes tocarán tras 35 años de "ausencia" en algunas zonas del Kurdistán que pertenecen a Irak. El derrocamiento de Saddam Hussein lo permite, aunque el peligro no cesa porque "los americanos tiran sin mirar". Esta road movie política, por momentos mística y feminista, carece de la crueldad característica de la obra de Ghobadi y su propensión a declamar y provocar con imágenes escandalosas. En esta ocasión ningún niño se pasea, como sucedía en Las tortugas no pueden volar, por campos minados mientras el espectador espera lo peor. Si bien la muerte está presente, aquí es en clave espiritual y musical. Un ángel de la muerte es una mujer hermosa, y el tránsito de un mundo a otro, algo que se anuncia desde el inicio, en un extraño plano en el que Mamo reposa en un ataúd, es matizado por varios pasajes musicales y paisajes montañosos. La llegada a una aldea en donde 1334 mujeres exiliadas cantan al unísono podrá ser una secuencia artificiosa pero no deja de ser un instante de placer visual inobjetable. Inspirada en el Réquiem de Mozart y comisionada por el New Crowned Hope del festival de Viena, a propósito del 250 aniversario del nacimiento del músico, Media luna es la mejor película de Ghobadi, y un intento honesto de establecer un entendimiento entre Oriente y Occidente. Aquí, Ghobadi afina bastante bien, a pesar de que cierto realismo mágico aceche y el exotismo no esté del todo conjurado.
Conmovedora pintura de un pueblo sin país por la paleta de un talentoso realizador Contrastando con la monumentalidad técnica de “Avatar”, se contrapuso en la misma semana la muy modesta “Media luna”. La primera, elaborada sobre la base de un equipo técnico cuyo número supera las 1.500 personas (entre ellas 980 vinculadas a los efectos especiales visuales, 14 directores de arte, 40 integrando el departamento de sonido), como apoyo al trabajo de una treintena de personajes (de los cuales el espectador retiene a cuatro o cinco) y una buena cantidad ignota de dobles y acróbatas, todo al servicio de una historia remanida y previsible; la segunda, con no más de una treintena de técnicos como soporte a una veintena de intérpretes (identificables por los personajes que encarnan), para una narración que sin ser totalmente original presenta aristas distintas en el tratamiento de la realidad cotidiana en una región de nuestro planeta. La primera, estructurada sobre el clásico esqueleto que caracteriza a los mega espectáculos fílmicos generados por la poderosa industria estadounidense; la segunda, una pequeña producción de una cinematografía cuasi incipiente. Ambas tienen sus méritos artístico, “Avatar” por la deslumbrante tecnología (ver crítica en esta página); “Media luna” por sus valores cinematográficos y contenido conceptual. La primera recaudará millones entre nosotros; la segunda una decena de miles, en el mejor de los casos. La primera, quedará como un tanque que pasa; la segunda un ford a bigote que seguramente ira a integrar la cinemateca privada de algún cinéfilo o cineclub. “Media luna” narra la historia de Mamo, un anciano y famoso músico kurdo, que lleva esperando 35 años por un permiso que le permita al fin volver a dar un concierto en el Kurdistán iraquí. Cuando llega el ansiado momento le pide a Kako, su mejor amigo, que conduce un ómnibus escolar devencijado, que lo lleve a él y a sus diez hijos músicos que viven en distintos pueblos iraníes. Comienza un largo y accidentado viaje, no exento de peripecias y magia, desoyendo una premonición terrible que ha de cumplirse antes de la siguiente luna llena. Mamo está convencido que para su concierto es necesaria una voz celestial de mujer, la de Hesho, quien se exilió en un pueblo de montaña iraní con otras 1333 mujeres a las que ya no se les permite cantar. Cabe recordar que en Irán las mujeres tienen prohibido cantar delante de los hombres, prohibición que no amedrenta a Mamo. La disparatada troupe parte en busca de Hesho, pero Hesho lleva ya demasiado tiempo sin cantar y ha perdido confianza en el poder de su voz. Además, deberá viajar a Irak escondida en un doble fondo de micro, debido a los rigorosos controles policiales existentes a lo largo del camino. La búsqueda no se detiene para encontrar finalmente a la bella Niwemang, dueña de una bella voz y presencia angelical que completará el grupo. Guionista-realizador refleja en esta obra a un pueblo sin país, fracturado históricamente por conflictos políticos entre tres países y pequeñas regiones de otros dos, reflejando su difícil existencia sustentada en su espíritu, su cultura, sus creencias y su filosofía de vida. Lo hace mediante un viaje, entre pintoresco y mágico, en el cual resume la lucha de esa comunidad por sobrevivir en un marco muy adverso, que, más allá de la situación que enfrenta, preserva en sueños y aspiraciones conservando su idiosincrasia, incluido su humor, sin ocultar el drama que hay detrás de el. Entre documento e imaginería narra una historia creíble, bien articulada, expuesta en el contexto estético del neorrealismo, animada por personajes francos y simpáticos encarnados por no profesionales, pues según afirma Bahman Ghobadi “en Kurdistán no tenemos actores porque allí el cine es un arte nuevo, pero aunque tenga actores no profesionales trabajo con ellos como si lo fueran y los dirijo de tal forma que puedan entrar en el personaje.” Aunque se trata de un arte nuevo, la calidad técnica denota un nivel muy atendible. En suma, se trata de una producción pequeña que merece ser vista, como ya nos sucediera cundo se estrenaron entre nosotros los dos largometraje anteriores de éste director kurdo iraní: “El tiempo de los caballos borrachos” (1999) y “Las tortugas también vuelan” (2004).