El Diablo Metió la Pluma Si bien para muchos, la carrera de Cohn y Duprat comenzó con Yo, Presidente, El Artista o El Hombre de Al Lado, en realidad nos tenemos que remontar a varios años atrás, a la industria televisiva para encontrar la génesis de esta exitosa asociación. No solamente fueron creadores de uno de los primeros y más originales reality shows que hubo en la televisión, que daba la oportunidad de gente común de darse a conocer, como fue “Televisión Abierta”, o el programa “Cupido” que salía en Much Music, o incluso fundaron el canal Ciudad Abierta sino que crearon uno de los microprogramas más atractivos que dio la televisión por cable en mucho tiempo: “Cuentos de Terror” con Alberto Laiseca. Ningún amante de los géneros literarios, del horror y la narración oral, podía perderse esta maravillosa cita con Laiseca que se daba los viernes a la medianoche por I SAT. Y dicha asociación con Laiseca, fue fructífera para los realizadores en más de un sentido. No solamente porque fue co guionista y asesor respectivamente de sus primeras obras cinematográficas (El Artista y El Hombre…), sino que aportó con su atractiva prestancia como co protagonista de la primera, y un mero extra en la segunda. Por lo tanto, después de tantos años colaborando con el extraordinario escritor, Cohn y Duprat decidieron crear una película a su medida. Querida Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo pertenece más a Laiseca que a Cohn y Duprat. Obviamente tiene el cuidado estético y el humor negro que contienen sus anteriores obras, el cinismo, el sarcasmo, la ironía y crueldad con los personajes (¿serán los hermanos Coen argentinos?), pero lo cierto es que esta historia está basada en un cuento inédito de Laiseca, está narrada por Laiseca e incluso Laiseca aparece en pantalla confesando que se trata de un cuento de él, y cuáles fueron sus intenciones al escribirlo. En cierta manera, se trata de uno de los episodios de “Cuentos de Terror” extendido y con mayor humor, además por supuesto de recreación dramática e interpretativa de la historia. Todo comienzo en el Siglo III en Marruecos, donde un comerciante español es golpeado dos veces por un rayo y se vuelve inmortal. El comerciante decide utilizar sus “poderes” para realizar travesuras temporales. De esta manera llega Olavarría, un pueblo “donde no pasa nada” dentro de la Provincia de Buenos Aires, donde vive Ernesto, un agente inmobiliario sesentón, aburrido, decepcionado con la vida, casado con una peluquera que ya no ama y cuyos oscuros pensamientos lo convierten en la víctima perfecta de este demonio inmortal, quien le hace una oferta especial: regresarlo en el tiempo durante diez años, los diez años que él desee volver atrás en su vida, no para cambiar su vida actual, sino para tener una realidad paralela. Pasados los diez años, Ernesto volverá al presente y el “inmortal” le regalará un maletín con un millón de dólares. Ernesto acepta y viaja en el tiempo. Solo tiene que decirle la esposa: “Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo”. Comedia fantástica como pocas, esta tercera ficciónn de Cohn y Duprat tiene momentos sublimes generados por la meticulosa observación de este personaje costumbrista, gris, cansado de la vida, interpretado con un solvencia asombrosa por Emilio Disi. Lejos de la comedia picaresca, en los últimos años, Disi compuso personajes más complejos de los habituales en él, más cercanos a los personajes de sus comienzos, y esta película confirma, al igual que está pasando con su compañero “exterminador”, Guillermo Francella, que se trata de una gran actor. Y me animo a decir que tiene muchas más herramientas interpretativas que Guillermo. El personaje está a su medida. El problema del film pasa un poco por el tono ambiguo, y más que nada porque los chistes referidos a los viajes temporales no tienen el ingenio suficiente para ser completamente efectivos. Son chistes previsibles que adquieren mayor simpatía gracias al relato en off de Laiseca. El aporte del escritor en este sentido es enorme. No solamente es un narrador, sino que además opina, da adelantos acerca de lo que vamos a ver, se ríe y burla del protagonista. Tiene una identidad propia esa voz en off, y por tanto esa autonomía la convierten en un elemento humorístico destacado en la película. La película tiene aciertos estéticos (Cohn y Duprat son excelentes directores de fotografía) y algunos excesos productivos. Lo que es incuestionable es la precisión en la elección de los actores: Darío Lopilato imita a la perfección a Disi joven, aún cuando los chistes que acompañan a cada de una de sus apariciones no funcionan demasiado bien. El otro acierto es la elección del enorme, fascinante, siempre misterioso y sensual, Eusebio Poncela. No hay otro actor español, que sea tan seductor y elegante para hablar como el mismo demonio. Cohn y Duprat apuestan por empatizar con el espectador, a través de guiños acerca de la historia nacional de los últimos treinta años (hay un excelente gag relacionado con la última película ganadora del Oscar), lo que la convierte en una película no demasiado fácil para vender al exterior. Y justamente en estos riesgos es donde se gana interés. Porque si El Artista y El Hombre de al Lado, de por sí no eran las típicas comedias que atraen a público masivo, el humor irregular de Querida… la convierten en su obra más impersonal, pero a la vez la más experimental que hayan realizado. Combinación patética entre Peggy Sue su pasado la Espera, Juventud sin Juventud (ambas de Coppola) y Al Diablo con el Diablo, Querida Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo, es una cínica autocrítica a las costumbres y la “viveza” criolla, con la identidad del dúo Cohn/Duprat, pero sobretodo con la firma de ese maravilloso demonio de escritor que es Alberto Laiseca.
Mucha expectativa generaba esta nueva película del dúo, luego del sorprendente éxito y de los múltiples premios recibidos con El hombre de al lado. A partir de un cuento original de Alberto Laiseca (quien oficia aquí también de narrador a cámara), los directores de Yo presidente y El artista se arriesgan con una tragicomedia muy ambiciosa que incluye hasta elementos fantásticos. El film arranca con una secuencia ambientada en Marruecos, donde al personaje de Eusebio Poncela -que se dedica a comerciar con España- le cae no uno sino varios rayos en la cabeza, transformándose así en un ser inmortal y con poderes sobrenaturales. La acción salta luego hasta un bar de Olavarría, donde vemos a Emilio Disi y a su frustrada esposa en medio de reproches mutuos y una gran tristeza. Allí se le aparecerá Poncela para proponerle un pacto (¿diabólico?) pero irresistible para un verdadero antihéroe que parece no tener mucho que perder. Comienzan así las desventuras de un hombre que viaja en el tiempo e intenta (no con demasiada fortuna) revivir los principales momentos de su pasado para poder alcanzar la reconciliación, la redención y la paz interior que nunca ha tenido. Personaje patético, chanta y ventajero, el protagonista va recorriendo por segunda vez buena parte de la historia argentina de las últimas décadas, mientras los directores dan rienda suelta a su cinismo, su predilección por la sátira política, a la hora exponer las miserias de la sociedad argentina. El film, para mi gusto, no es particularmente divertido ni punzante, y tampoco me seduce la crueldad (un poco en la línea de los hermanos Coen) con la que los directores someten a sus criaturas ("me fascina la capacidad de daño de un hombre mediocre y amarrete", dice Poncela cerca del final en París) en lo que resulta toda una declaración de principios). Una película audaz, llena de búsquedas e ideas, pero de las cuales no muchas llegan a buen puerto.
Honestidad brutal La dupla compuesta por Gastón Duprat y Mariano Cohn ya había demostrado en sus anteriores trabajos que tiene ideas claras. En Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011) va aún más lejos, tirando toda la carne al asador y exponiendo su visión sobre el ser humano en general y el argentino en particular con un cinismo arrollador. No es fácil decir de qué trata la historia por ser tan interesante como irrelevante en cuanto al discurso que plantea. Emilio Disi interpreta a “Ernestito”, un hombre sesentón que pasa sus días quejándose de las oportunidades que no tuvo o de aquellas en las que fracasó. Por eso se encuentra un buen día con el personaje de Eusebio Poncela, una suerte de Diablo que propone tratos a la gente, que le da la posibilidad de volver en el tiempo con la experiencia actual para tener nuevamente las oportunidades que dice haber desperdiciado. Los realizadores toman un cuento de Alberto Laiseca, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, acorde a su visión desencantada de mundo para traspasar los límites planteados en sus películas anteriores. Si El artista (2008) daba un discurso ácido sobre el negocio del arte y El hombre de al lado (2009) mostraba la intolerancia entre vecinos, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo habla de la mediocridad del hombre en general y del argentino en particular. Un tipo que ni bien tiene todas las posibilidades a su alcance, lejos de redimirse –como sucedería en cualquier film norteamericano mainstream- las usa para sacar ventaja, mentir y estafar para conseguir dinero fácil y el ascenso al poder de un salto, bien a la criolla. Tanto el cuento como la película, esbozan desde este aspecto el famoso ¿Qué haría usted en esta situación? reformulando así un alegato sobre la idiosincrasia nacional. Narrada oral y visualmente por el propio Laiseca, quien intercede en el relato para hacer notas al pie a cámara, la película por momentos es tan brutal en cuanto a lo que cuenta que podría tratarse de un oscuro y sombrío retrato sobre los argentinos. Pero lejos de ser un drama, el film adquiere un humor ácido y cínico, inclusive más punzante, sobre aquello que plantea. Siempre desde un cine narrativo y popular pero de calidad y con un discurso claro y conciso. Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo es una grata apuesta de los directores por un cine que tenga cosas para decir (y decirnos) como sociedad. En un cine argentino que muchas veces se queda en la simple sutilidad para no ofender a nadie, Mariano Cohn y Gastón Duprat toman el toro por las astas y plantean más que nunca su visión, afianzando un estilo y tono para aplaudir de pie.
Cohn y Duprat son una dupla que ya tiene peso en el cine argentino, con su quinta realización conjunta. Su tercera película, El artista (2008) y la que le siguió, El hombre de al lado (2009) nos hablaban ambas, cada una desde su historia, del hombre medio argentino y cómo lidia con una cierta cantidad de poder en sus manos. Aquí esta idea recurrente está llevada a los límites. Por un lado, en el nivel de la historia, Eusebio Poncela interpreta a un hombre inmortal que tiene poderes divinos como alterar el tiempo y el espacio. Aburrido de vagar por la tierra le ofrece un trato a un mediocre inmobiliario (Emilio Disi) para volver a cualquier momento de su vida y revivir 10 años de juventud (y allí es donde entra Darío Lopilato como el joven Disi). Pero también desde el nivel del relato, de la construcción de la narración, aparece la figura de Laiseca, en el papel de Autor. La historia es narrada por él, e irrumpe para hacer acotaciones, exégesis y psicoanálisis. Ejerce su poder como figura de autoridad, como una suerte de Padre Todopoderoso para sus creaciones literarias. Cohn y Duprat no se guardan nada en esta nueva incursión cinematográfica: es, quizás, la película más explícita, en relación a las anteriores. Aquí se hace más evidente su visión pesimista de la vida, su falta de fe en el hombre medio, por su cobardía y escamoteo. La mirada política y politizada de la sociedad argentina se hace más notoria. Es el existencialismo sartriano de El mito de Sísifo llevado a la pantalla argentina. Como en sus films anteriores el tema del Poder viene asociado a la Locura, casi como si se tratase de un daño colateral. Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo es una película para ver más de una vez, porque toma tiempo acostumbrarse a un humor tan ácido y corrosivo, a una autocrítica tan feroz, donde el “ser” nacional es el culpar a otros por nuestras desgracias en vez de realizar un acto de conciencia.
Quisiera ser grande, quisiera ser chico... Con tono fantástico y escepticismo. Tras dos títulos que, cada uno por su lado, causaron entre sorpresa y apalusos, Gastón Duprat y Mariano Cohn retomaron el tema de lo inesperado y la ambiguëdad que tiñe toda relación, o de cómo alguien puede parecer algo, y ser otro. Pasaba en El artista , con un enfermero que se hacía pasar por artista plástico, y en El hombre de al lado , donde el personaje de Rafael Spregelburd desnudaba una cara muy distinta de la que quería mostrar a los demás. En Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo el protagonista es, cabría decir, otro hombre angustiado, que, abatido, encuentra aquí una aparente salida en el ofrecimiento de un extraño personaje que se le cruza en un bar en Olavarría, “el culo del mundo” (la película debe ser, junto a Juan Moreira , la que mayor cantidad de palabrotas registra por minuto). Es el personaje de Eusebio Poncela, a quien no le cayó un relámpago, sino dos: uno lo mató, y el otro lo revivió y dio superpoderes, en medio del desierto. Lo ha vuelto inmortal (aunque se encarguen de decir que “el mal no muere, se traslada”), y vaya a saber uno por qué, aterrizó allí, en Olavarría, escuchó los pensamientos de los parroquianos y eligió a Ernesto para ofrecerle un millón de dólares si acepta volver a tener el cuerpo más joven, pero con la mentalidad “de ahora mismo”. O sea: en vez de Quisera ser grande , un Quisiera ser chico ... Así, Ernesto le dice a su mujer, que lo aguanta (y la aguanta) desde hace 43 años que va a comprar cigarrillos, y vuelve, pero en verdad elige distintos momentos de su vida para cambiar o reacomodar las cosas. Cuando le va mal con su madre en un geriátrico, se aviva y decide plagiar en el pasado algún éxito musical: total, nadie debería darse cuenta... La dupla de directores se ha vuelto mucho más escéptica, con cierto tono a lo hermanos Coen. Por momentos paracen reírse con sus patéticos personajes, pero por otros cuestionarlos y hasta denostarlos. Mucho más jugados que en sus anteriores filmes, Cohn y Duprat siguen siendo de lo más originales -mal que le pese a algunos-: al menos tienen ideas para llevar al papel y luego a la pantalla. Y su recurrente apuesta en el casting de sus filmes les sigue dando buenos resultados. Porque si Poncela sigue siendo Poncela, Disi y Lopilato están en un registro completamente distinto a su habitual televisivo.
Es la misma historia de siempre contada de otra manera, dice Alberto Laiseca en una de las numerosas oportunidades en las que aparece en cámara, dueño y señor del relato, para conducirlo, comentarlo, incorporar sus acotaciones ácidas, maliciosas y a veces cáusticas, y para regocijarse en la comprobación de que las criaturas de ficción que ha sometido a una curiosa prueba corroboran con sus conductas el acierto de su desencantado diagnóstico sobre el mundo. Basta que un diablo -o algo parecido- meta la cola para que el hombre -en este caso, un argentino mezquino y mediocre, pero el juicio le cabe al ser humano en general, según se ve sobre el final- saque a relucir sus bajezas y miserias. Para contar de otro modo "la historia de siempre", es decir, la historia de esa pequeñez irremediable, se recurre a un componente fantástico: un ser inmortal; alguien que hace muchos siglos fue mercader en Marruecos y adquirió esa insólita condición al ser alcanzado no por uno sino por dos rayos sucesivos. En su eterno peregrinaje por el mundo, el cínico caballero de acento español (Eusebio Poncela) llega a Olavarría, "un lugar donde no pasa nada", e irrumpe en la vida del más gris y desdichado de sus habitantes para proponerle un extraño acuerdo que no le llevará más de cinco minutos de su existencia real, el tiempo de ir hasta un quiosco y volver a casa. Le dará una montaña de dólares a cambio de que viva otra vez diez años de su vida, a su elección. Sin que el guión le proporcione excesivo ingenio, Ernestito (un excelente Emilio Disi) volverá a su juventud y aun a su infancia, lo que justificará que haya guiños irónicos o burlones sobre la historia reciente del país, mientras en la mirada de Laiseca, Cohn y los Duprat la pintura de los personajes se hace más negra y más cruel. Más allá de lo discutibles que puedan resultar las ideas del film y el lugar desde donde se las enuncia, esta nueva obra de los autores de El hombre de al lado se resiente sobre todo por el formato elegido: lo narrado verbalmente se impone sobre la acción y muchas veces confina a las imágenes (plásticamente impecables) a una función apenas ilustrativa. En tales condiciones, se amortigua todo lo que la propuesta del viajero inmortal (y del cuento) podía tener de provocativo.
El poder de los mediocres No hay aspecto más nefasto para la humanidad que un hombre mediocre con poder y lejos de tratarse de una fábula con moraleja simplista esa parece ser la sombría historia que envuelve el universo de este nuevo film de Mariano Cohn y Gastón Duprat: una suerte de relectura particular sobre el mito de Fausto pero a la Argentina, con referencias históricas contemporáneas y una mirada ascética -aunque crítica- sobre la idiosincrasia vernácula y en un segundo plano sobre la condición humana en su conjunto. Basada en un cuento inédito del escritor Alberto Laiseca, coguionista junto a los realizadores y aquí también narrador omnisciente del relato protagonizado tanto por Emilio Disi y Darío Lopilato (interpreta al personaje de Disi en sus etapas de juventud), la historia cruza en el camino a dos hombres mediocres, un español y un argentino, que por caprichos del azar se vuelven poderosos frente al resto de los mortales sin saber demasiado bien qué hacer con ese don. Ese es el caso del personaje encarnado por el español Eusebio Poncela, quien gracias a un rayo recibido en Marruecos se vuelve inmortal y a partir de ese momento se transforma en un demiurgo errante que viaja desde hace siglos en busca de víctimas proponiéndoles un pacto perverso simplemente por el hecho de divertirse un rato con sus miserias. Así las cosas, la Argentina actual es el lugar ideal para reconocer en cada esquina un candidato y a quien le toca formar parte del juego es nada menos que a Ernesto (Emilio Disi), un gris vendedor inmobiliario, casado infelizmente con una peluquera patética y cuya vida es un excelente pretexto para querer suicidarse en cualquier momento. Anclado en la ciudad de Olavarría, Ernesto no tiene el coraje de dejar todo y barajar de nuevo porque el tiempo le ganó la partida hace rato. Por eso acepta la propuesta del desconocido gallego sin pensarlo dos veces: deberá elegir una década de su vida pasada y volverla a vivir minuto a minuto con el agregado de la experiencia adquirida durante los años, sin envejecer, pero tampoco sin estar sujeto a las paradojas temporales que cambiarían el decurso de la historia. Transcurridos esos 10 años -que en el tiempo real son 5 minutos (ese es el lapso que dura el trayecto de ir a comprar cigarrillos y volver)- Ernesto recibirá un millón de dólares y seguirá viviendo el presente hasta el día de su muerte. Oferta salvadora para la fuga del aquí y ahora de Ernesto que se convierte inmediatamente en condena apenas comienza la aventura. Primero buscará reparar errores del pasado pero fracasará estrepitosamente concluyendo que es hora de convertirse en alguien famoso teniendo la ventaja de contar con el poder de la información sobre lo que va a ocurrir como por ejemplo inventar el reality show "Gran hermano" pero en un canal de Olavarría antes del furor de los reality show. Algo así como un Sísifo con su piedra a cuestas escalando la montaña pero sabiendo de antemano que no hay cima ni chance de retroceder. Bajo esa premisa que roza ideas metafísicas como la irreversibilidad del tiempo, el libre albedrio y hasta la puesta en práctica de la famosa alegoría de la caverna de Platón (aquel hombre alejado de la caverna que regresa para comunicarles a sus pares encadenados que los reflejos de la pared son sombras del mundo exterior como el Ernesto joven que vaticina el futuro y es tildado de loco) más la impotencia que nos hace esclavos de nuestros propios deseos y limitaciones, el relato se transporta a diferentes etapas de la existencia de Ernesto -desde el 2011 hacia los primeros años de su vida- con la trampa de la experiencia que no le permite al protagonista aprender nada nuevo de aquello que ya vivió, agregando la maléfica cláusula de no poder alterar ni siquiera un día. Ese revivir del pasado se vuelve atroz para Ernesto. La mirada crítica y reflexiva de Alberto Laiseca transforma al escritor en lo que podría denominarse entonces un gran imaginador con potestad de hacer lo que quiere con su historia y sus personajes. Este aspecto anárquico atraviesa todo el universo del film donde los realizadores se encargan de orquestar el espacio para el falso libre albedrío de sus criaturas, dejando el resquicio del humor siempre abierto; del absurdo en algunas oportunidades y de la incerteza en muchas otras. Así, texto y subtexto se yuxtaponen en una dialéctica propia que tiende a morderse la cola como ese relato que pretende reflexionar sobre sí mismo a medida que avanza. Las tribulaciones de Ernesto no son otras que las de un conflicto existencial de un hombre sencillo a quien la vida lo pasó por encima y a quien el país defraudó cada vez que creyó en un futuro mejor, pero que pese a su experiencia de vida trastabilló siempre con la misma piedra. Si El artista exponía crudamente la reflexión sobre la subjetividad de aquel que crea; El hombre de al lado lanzaba sus dardos envenenados sobre el prejuicio de clase, puede conjeturarse a partir de Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo que para los realizadores la propia historia es la que nos determina tanto desde el punto de vista del contexto como de la biografía individual de la que es imposible fugarse y evadirse, pese a que la realidad parezca reflejar lo contrario como las sombras de la caverna de Platón.
Desconcertante viaje a través del tiempo Ideas tiene muchas la última película de Cohn y Duprat, los responsables de El artista y El hombre de al lado. Más aun, después del prólogo que transcurre en Marruecos, la siguiente escena resulta seductora, una especie de acuerdo fáustico que ocurre en un bar de provincia, donde el Inmortal (Poncela) propone 1 millón de dólares al fracasado Ernesto Zambrana (Disi), a cambio de volver a vivir diez años de tiempo subjetivo en algunos lugares de su pasado. De allí en más, la vida de Ernesto retornará a tres momentos anteriores: comienzos del siglo XX, inicios de los ’70 (allí aparece Lopilato encarnando a Zambrana joven) y como recién nacido. Con oscilaciones que van y vienen entre la comedia, el relato fantástico y la mirada cínica de los directores sobre el país y el mundo, el film agrega un sujeto narrador, el escritor Laiseca, también autor del cuento original. Las ideas están y circulan por toda la narración, agolpando hechos y situaciones que fluctúan entre la originalidad de la propuesta, los cambios de tono y la visión de Cohn y Duprat sobre el mundo, sugestiva y feroz en películas anteriores, pero redundante y subrayada, por momentos, en esta fábula fantástica. Determinadas escenas triunfan por su graciosa crueldad (Ernesto alerta sobre el atentado a las Torres Gemelas y termina en la cárcel de Guantánamo); otras oscilan entre la comedia lunática y una mirada piadosa que llega al patetismo (el segmento donde Lopilato escribe y graba “Imagine” antes que John Lennon); en tanto, el retorno a los primeros días del niño Ernesto articula un discurso que justifica el futuro malestar y las oportunidades perdidas en la vida a futuro del personaje central. Es que Querida, voy a comprar… es un film desconcertante, ambiguo, con una mirada presuntuosa de los cineastas sobre los personajes, discontinuo en sus propósitos finales, efectivo y efectista, manierista y tramposo, original por sus ideas. En efecto, se trata de un film con muy buenas ideas. Hasta ahí.
Graciosa pintura de un argentino reconocible Para hacer esta película sobre un tipo que retoma diez años de su vida, los autores volvieron a tareas que habían hecho unos diez años antes. A ellos les fue bien, al otro ya veremos. Allá hacia fines del siglo pasado, Mariano Cohn y Gabriel Duprat, autores de la reciente «El hombre de al lado», eran dos jóvenes renovadores de la televisión por cable y el video experimental. Fue entonces que empezaron su feliz relación creativa con el escritor Alberto Laiseca. Así, en alguno de esos trabajos (la serie «Cuentos de terror» y la singular y muy poco difundida «Enciclopedia») Laiseca cuenta a cámara la aventura de un gil a quien un diablito bromista le ofrece revisitar su pasado. Ese es, básicamente, el asunto que los directores retoman y que ahora vemos, nuevamente contado por Laiseca, pero ya enriquecido con lujo de detalles, con variaciones, con fiorituras, con anticipos, comentarios, digresiones, toda una serie de ironías que enriquecen la anécdota, permiten lindos juegos narrativos, y convierten al escritor en una especie de cuarto protagonista. Los otros son Eusebio Poncela en la piel de un personaje mefistofélico, Emilio Disi como el infeliz de medio pelo que deposita en los demás la culpa de sus propios fracasos, y Darío Lopilato en el personaje de ese mismo infeliz cuando era joven. Vayamos al asunto. Gracias a una singular propuesta, un hombre retoma diez años de su vida pero con la ventaja de la experiencia. El detalle, es que esto nada tiene que ver con una fantasía americana de viaje en el tiempo para mejorar las cosas, decirle al abuelo cuánto lo quieren, pasar más tiempo con el perrito, nada de eso. Esto es una sátira argentina, sobre el ser nacional. Entonces el sujeto ése no toma ventaja, es ventajero, pero encima, entre otros cuantos defectos, es un mal ventajero, porque se cree vivo y porque cree, ya lo dijimos, que no llegó a más porque no lo dejaron. «Se puede pero no te dejan» es una frase argentina. «La culpa la tuvo el otro», ya la decía Luis Sandrini en una comedia de Lucas Demare y la rubricó Tato Bores con un formidable monólogo. Por ahí va la cosa, con un espíritu sarcástico que no quiere dejar títere con cabeza, aunque, a decir verdad, el argumento se queda corto y los chistes no resultan del todo efectivos, y a veces no son del todo frescos. Nuestra realidad daba para mucho más. Igual es buena obra, causa gracia, da que pensar, y agrega una herramienta más, la sátira, a las que ya tienen Cohn y Duprat para su habitual pintura de tipos que dicen ser lo que no son, etcétera. Muy bien Poncela, cuyo perverso tentador es más efectivo y menos ostentoso que aquel diablo que hizo tiempo atrás para una famosa publicidad de un auto Clio por las Altas Cumbres. Muy bien Disi, proveyendo sombras al típico imbécil que tantas veces ha sabido caricaturizar de modo festivo. Y bien Lopilato, probándose en un tono algo distinto a lo habitual. Rodaje en Essaouira, Marrakesh, París, Palermo, Parque Chas y Munro, que funge como Olavarría, provincia de Buenos Aires.
La fábula del beduino y el mediocre Los autores de El artista y El hombre de al lado proponen una comedia amarga (amarguísima), en la que vuelven a lucirse sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. El nuevo trabajo de la dupla constituida por los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat (aunque virtualmente se trate de un trío: todas sus películas de ficción han sido escritas por Andrés Duprat, hermano de Gastón), Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, igual que las dos anteriores –El artista (2008) y El hombre de al lado (2009)–, trae nuevamente mucha sal en los bolsillos y tela para cortar. En sus trabajos anteriores, Cohn y Duprat presentaron algunos tópicos interesantes que no pasaron inadvertidos, y su tercera ficción renueva esa costumbre. Si en El artista se planteaba el problema de los límites del arte y los artistas, y en El hombre de al lado las preguntas eran sobre todo materia social, en su nuevo film insisten con un juego entre creación, creador y criatura, que no parece inocente. Una de las discusiones potenciales puede resumirse sencillamente: qué responsabilidad tienen un escritor, un pintor o, para el caso, un director de cine sobre sus personajes. ¿Son responsables de las circunstancias que atravesarán sus criaturas una vez liberadas a esos mundos de papel o celuloide? ¿Hasta dónde pueden permitirse intervenir en los hechos que vivirán o el modo en que van a hacerlo? Querida, voy a comprar cigarrillos... comienza en un lugar y quizá una época remota, con la historia de un mercader que es alcanzado y muerto por un rayo en el desierto. Por milagro, y refutando las leyes meteorológicas que indican que un rayo jamás cae dos veces en el mismo punto, el hombre es revivido por otra descarga. Igual que ocurría con Christopher Walken en La zona muerta, ese ir hacia la luz y volver le dejará un don. Pero lejos de Cronenberg, este hombre entre perverso y juguetón (como un chico) no vivirá ese poder como un castigo, ni lo usará con prudencia, sino para divertirse de manera anónima a costa de otros (la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”). Hay quienes creen que el trabajo del artista es el de mero amanuense, un médium, la herramienta indispensable para que las historias pasen del limbo a la materia –un mal necesario–, y que mientras menos se note su presencia, más perfecta será la obra. Enfrente están los que creen que es un demiurgo omnipotente, entre cuyas prerrogativas se encuentra la de poder tener a sus personajes para el cachetazo, sólo por el capricho de contar una historia a gusto. Aquí se ubica el beduino revivido y también los directores. Como se les criticó a los hermanos Coen más de una vez, o a ellos mismos en El hombre de al lado, estos otros hermanos (los Cohn-Duprat) usarán a su personaje para dar con otro, Ernesto, el protagonista de Querida, voy a comprar cigarrillos..., y por su intermedio manipularlo y demolerlo no con uno sino con varios destinos crueles. Ernesto es un hombre aplastado por más de 60 años de una vida rica en frustraciones, a la que los directores, a través de un narrador –Alberto Laiseca, actuando magistralmente de sí mismo–, se permiten calificar de mediocre. Que es cierto: tal vez su vida y Ernesto mismo sean mediocres pero que, también tal vez, sea una conclusión a la que el espectador podría llegar por sí mismo. Claro que la calificación abierta de mediocridad permite un desborde de humor negro y áspero al respecto, y aquí es donde se sospecha el abuso. Como si el juego fuera maltratarlo, aquel beduino del comienzo encuentra a Ernesto en su pueblo y le propone regresar en el tiempo, a la fecha que él desee, para volver a vivir 10 años de su vida de la manera que mejor le parezca. En ese lapso, en la actualidad apenas se demorará lo que tarde en ir a comprar cigarros al quiosco (de ahí el título). A cambio recibirá un millón de dólares. Ernesto volverá a distintos pasados, siempre dando muestras de ineptitud, cobardía y otros defectos. Pero lejos de no tener salida, pareciera que fueran los propios directores quienes se las esconden con malicia, sólo para disfrutar con sus derrotas: es una burla y no una crítica a la mediocridad. Cohn y Duprat se suben al vértice de una pirámide de depredadores, dedicándose a ver y disfrutar de la paja en el ojo ajeno. Debajo de ellos viene el narrador, que no duda en reírse de la mediocridad de Ernesto, pero también del beduino, quienes, con poder en sus manos, también ellos sólo atinan a maltratar a los demás. El resucitado abusará de Ernesto y éste, de todos aquellos a quienes crea que han colaborado en el pasado para castigarlo con un presente infeliz. El resultado es una comedia efectiva, pero amarga (amarguísima), en la que los directores vuelven a lucirse, sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato (quienes interpretan a Ernesto en diferentes etapas de su vida) de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. Mención aparte para las conocidas dotes histriónicas de don Alberto Laiseca, que con su tono entre rural y sádico consigue contar con gracia las crueldades más arbitrarias.
TE PROPONGO VER LA MEJOR PELÍCULA ARGENTINA DE LA HISTORIA Se llaman Mariano, Andrés y Gastón. Pero no los pensemos separados; para mí son un alquimista de tres cabezas que simplemente llamaría Cohn-Duprat. Sí, Cohn-Duprat, el alquimista que bajo una luz tétrica recibió el don de transformar el nihilismo en carcajada. Cohn-Duprat. Percepción profunda y sencilla, porque las piruetas intelectuales o las roscas expositivas evidencian la incapacidad de interpretar el mundo. Pero Cohn-Duprat, sereno y furioso, desoculta lo obvio, eso asombrosamente obvio: ESTÁ TODO MAL. Una certeza tan graciosa como incuestionable. Cohn-Duprat. Pesimista peligroso. Reconoce que cada hombre deambula envuelto en mitos roñosos hasta que se muere. Construcciones, rótulos, pavadas plastificadas; todo lo que sentimos está determinado por una estructura social. Y esta estructura es ridícula, así que los sentimientos también lo son. Vergüenza cósmica, algo irreparable, digno de extinción, eso somos. Sin esperanzas reformistas, Cohn-Duprat imagina películas para resguardar su libertad de negarlo todo. Cohn-Duprat necesita corroer las convenciones como si se tratase del antídoto contra el suicidio. Desmitificar como frontera última, como punto inservible de llegada. Si esto que digo genera interés, recomiendo ampliar con: *Yo Presidente (2006): para entender que la política no sirve. Que el político de turno no tiene la culpa; su figura termina siendo una prótesis narcisista sobre la legislatura. *El artista (2008): para entender que la institución del arte se rige por capricho y rencor. Que los artistas son caprichosos y rencorosos. Que todo es exitismo de galería, mamarracho canonizador y fraude habilitado. *El hombre de al lado (2009): para entender que la arquitectura y el urbanismo contemporáneos, en lugar de habilitar y agilizar relaciones humanas, activan un egoísmo territorial que aniquila cualquier idea amable de vecino. ¿Por qué estas mini-reseñas? Para resaltar que Cohn-Duprat no practica la queja canchera. Sus películas no son negaciones simplistas. Cohn-Duprat usa la clarividencia macabra para disparar reflexiones sobre ámbitos y problemáticas concretas y nunca, ni por un segundo, pierde su coherencia estética y narrativa. Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo es la culminación más gloriosa de esta percepción del mundo. Quizá por ser la película más severa, implacable, malvada y graciosa. Cinismo multiplicado al infinito. ¿Pero qué es exactamente esta película con Emilio Disi y Darío Lopilato? En mi opinión, la prueba de que acumular experiencia no trae sabiduría, ni en los individuos ni en la sociedad. Cometeríamos eternamente los mismo errores. O errores peores, mucho peores. La metáfora social hace que la película sea histórica en dos sentidos: al repasar la Argentina desde Perón hasta la actualidad y al replantear la gramática del cine argentino. Porque no es una película popular y menos independiente. Su intrepidez la hace incomprensible para el público masivo y detestable para el público especializado. Inclasificable como Historias Extraordinarias, pero con un humor tan deshumanizado que a uno podría darle una aneurisma en medio de la proyección. Sucede que Cohn-Duprat te invita a la risa diabólica. Es una risa puesta ahí para tomar la decisión angustiosa de aceptarla o no. Uno reirá sólo si se considera capacitado. Pero no capacitado como un erudito; para reír con estas películas hay que sentir la suprema imbecilidad de la vida, creer en el pesimismo hasta hacerlo parte del sistema inmunológico. Si se cumplen estos requisitos, bienvenidos al mundo retorcido de Cohn-Duprat. Sean felices y hasta luego.
El cruento paso del tiempo La gracia está en el procedimiento. Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, la película de Gastón Duprat, Mariano Cohn (El hombre de al lado), es un experimento narrativo sobre un cuento de Alberto Laiseca. La historia gira alrededor de Ernesto, un hombrecito gris de 63 años que recibe la visita de un sujeto extraño que bien puede ser el diablo, o algo así. Emilio Disi interpreta el tipo sin estímulos, que vive en Olavarría, desencantado, maldiciendo su falta de oportunidades. El actor logra un medio tono exasperante, de fracasado convencido, amargo y sin capacidad para la sorpresa. Eusebio Poncela pone su rostro y mirada de hielo al servicio de un personaje que atraviesa los siglos destapando lo peor de cada elegido. Pero el mejor chiste de la película es el mismo Laiseca frente a la cámara, contando la miserable vida de Ernestito tentado por el diablo. El escritor atrapa al espectador con su tono socarrón, haciendo comentarios sobre la operación fantástica a la que es sometido voluntariamente Ernesto. El hombre debe elegir fechas a las que desea volver. La ilusión de vivir 10 años durará apenas cinco minutos. La idea es estupenda y la presencia de Laiseca, poderosa. Los directores han declarado que se ocupan de buscar nuevos lenguajes y en ese sentido, la película funciona. Quizás el relato, en imágenes, resulta bastante previsible, aun cuando tanto Disi como Darío Lopilato, en el rol de Ernesto en la década de 1970, son las dos caras de una misma moneda. El primero encara el rol con un gesto trágico que hace reír por desesperación. El segundo es la derrota en estado larvado. Porque llega a Buenos Aires creyendo que su problema está en Olavarría. La voz de Laiseca suena como un látigo ronco: “Una ciudad es grande si uno es grande”. Más adelante se pregunta, cuando Ernesto adelanta la era del reality, en Olvarría, o el ataque a las Torres Gemelas: “¿De qué sirve ser un visionario?” El humor negro acompaña cada viñeta del recorrido de Ernesto, ese “mediocre, chato, amarrete”, sometido al paso del tiempo, su conciencia y estragos.
El Diablo tiene un plan La vuelta al pasado fue abordada en reiteradas oportunidades por el cine, pero esta vez, con la mirada de dos talentosos como lo son Mariano Cohn y Gastón Duprat, todo tiene otro target. Y más si se parte de un cuento del rosarino Alberto Laiseca, quien hasta deja un guiño canalla en la película. El mismísimo Diablo se le presenta a un hombre mediocre de 63 años y le plantea que le dará un millón de dólares si vuelve al pasado, en la fecha que elija, pero con la mente en la actualidad. Como todo argentino, intentará actos heroicos o enriquecerse rápidamente con resultados no del todo agradables. El filme de los autores de "El artista" y "El hombre de al lado" tiene el valor agregado de Laiseca, haciendo de sí mismo. La esencia del argentino medio atraviesa la película, en la que se destaca Disi, por demostrar que se luce cuando deja de lado sus máscaras conocidas de la pantalla chica.
Elige tu propia aventura Luego del éxito que significó El hombre de al lado para la dupla conformada por Mariano Cohn y Gastón Duprat, su vuelta a la pantalla grande tomaba nuevas dimensiones. Consagrados a nivel masivo (todavía no popular), el ambicioso proyecto que significaba Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo generaba una curiosa expectativa. Sin embargo, de aquella premisa original de un hombre (rutinario, aburrido: un antihéroe) que recibe la oferta de volver a vivir los diez años de su vida que escoja a cambio de un millón de dólares por un misterioso español (Eusebio Poncela) cuyos poderes se deben a una inmortalidad provocada por la caída de no uno, sino dos rayos en su cuerpo, poco se aprecia en la pantalla. La idea, lejos de ser original, invita a la reflexión a partir de las decisiones -siempre discutibles- de Ernesto (un impecable Emilio Disi), quien bajo la excusa de buscar cigarros a la vuelta de la esquina, emprenderá un viaje de una década que significarán cinco minutos en su vida real. Lo más interesante sin duda, se desprende de la lectura socio política que la dupla Cohn-Duprat hace de la historia reciente no sólo de nuestro país, sino también del mundo. Así, primero buscará el perdón de su madre muerta, intentará dar aviso a las autoridades del atentado a las Torres Gemelas, plagiará Imagine de John Lennon (como un joven de los ’70 que encarna Darío Lopilato) y otros menesteres que aquí no vale la pena develar. Con la premisa planteada, el relato adquiere un tono sombrío, obscuro, casi opresivo, del cual le resulta demasiado difícil salir, aún cuando se trata de una comedia negra. El aporte principal para semejante contradicción se congenia sin dudas con la aparición de Alberto Laiseca, narrador omnisciente de toda la historia, uno de los guionistas del film y autor del cuento inédito en el que está basado la película. Responsables del ya clásico experimento para la pantalla chica que fue “Televisión abierta” los realizadores mantienen esa relectura de lo real que fue motor de El artista (2008) primero, y El hombre de al lado (2010) después, para entregar un trabajo crítico y audaz, pero maniqueo y opaco a la vez. Las miserias del hombre, las imposiciones de un destino que ya está escrito y la fantasía de un futuro (o pasado) mejor, conforman la cara más atractiva de Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, un relato mágico que con más intenciones que resultados, transcurre sin demasiada relevancia, tal y como sucede con la vida de su propio protagonista.
Anexo de crítica: El nuevo opus de Mariano Cohn y Gastón Duprat, responsables de las extraordinarias El Artista (2008) y El Hombre de al Lado (2009), es otra comedia negra de inflexión satírica para con la cultura autóctona y los devaneos existenciales en general. En esta ocasión la balanza comandada por Alberto Laiseca se inclina hacia los rasgos más patéticos del pequeño burgués, léase su vacuidad, egoísmo, frustración y cobardía. La enajenada Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011) utiliza el formato del pacto faustiano para atacar la razón de ser de la vida posmoderna, todos esos sinsabores y venganzas cíclicas en los que de a poco nos vamos hundiendo casi imperceptiblemente. Con grandes actuaciones de Emilio Disi, Eusebio Poncela y Darío Lopilato, la propuesta se ubica un par de peldaños por debajo de las anteriores pero aún así constituye un oasis dentro del cine argentino contemporáneo…
Historia ocurrente y desafiante Film atípico, arriesgado, no sólo por la temática sino por la manera en que fue pensado y construido, Querida voy a... parte de una expresión coloquial, cotidiana, reconocible en todos sus términos para lograr una incursión en la zona de lo mágico y de lo extraño. El film de los realizadores de El artista y El hombre de al lado (uno de los más aplaudidos del año pasado) se atreve allí donde otros films reconocieron ese límite que cierto sentido de normatividad impone. Relato que incluye la propia participación del autor del cuento, Alberto Laiseca, quien se dirige al espectador con apelaciones y parlamentos que provocan e incomodan, adoptando en algunos momentos una actitud categórica, Querida voy a... es un juego no sólo con el tiempo, sino además sobre la propia obra, sobre sus cruces y misterios. Historia que se abre en un escenario de cuentos exóticos en el norte de Africa y que por un hecho azaroso, imprevisto, pero no ajeno a las propias leyes del universo, aterriza en Olavarría, un día en el que todos los días son iguales y en donde, como en tantos otros días, hasta las moscas siguen siendo tan molestas por un estado sonámbulo de aburrimiento. Y entonces, un personaje surgido de las páginas de fantasmas diabólicos y ambiciones postergadas, rol que brinda Eusebio Poncela, le propondrá a un mediocre hombre del lugar un pacto que reanima tantos otros pactos fáusticos de la historia de la cultura. Lejos de la comedia tradicional, Querida voy a.... propone un viaje en el tiempo desde ciertos poderes mágicos y promesa de un beneficio que duerme en una valija, y al mismo tiempo puede pensarse como una propuesta autorreflexiva y crítica sobre comportamientos sociales y conductas elitistas, que en nombre de afanes personales, barren con todo tipo de principios. Desde una máscara que lo aleja de los sets televisivos y de aquellas comedias seriales, Emilio Disi compone a un aburrido hombre, de un aburrido lugar, que nunca pudo crear nada propio, sujeto a convenciones y a mandatos rutinarios. Como tantos otros. Y ahora tendrá una oportunidad única e inmediata: la que en su travesía de juego retrospectivo estará marcada por ciertas consignas. Ocurrente y desafiante, la propuesta de Cohn y Duprat apuesta a un espectador crítico, que se permita aceptar esta invitación lúdica, pero no por eso menos comprometida con los interrogantes de la propia conciencia. Por eso allí también está la voz de Laiseca, sus gestos, quien de manera ácida y burlona, impiadosa, aleja al film de todo final conciliador, con reflexiones y comentarios que nos alcanzan.
Hacerse cargo La película se vuelca al humor negro, la ironía y el sarcasmo provocando risa a partir de situaciones absurdas que los personajes transitan más llevados por sus propias faltas que por una mirada omnisciente que los juzga o los manipula. La dupla Cohn-Duprat viene abriendo un camino para el cine argentino que resulta interesante y distinto. Con El artista y El hombre de al lado demostraron que pueden aunar ideas y entretenimiento con originalidad y sin envarados intelectualismos. En Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo acometen un nuevo riesgo y salen airosos. El escritor Alberto Laiseca oficia de narrador (la película está basada en un cuento inédito suyo), especie de demiurgo y autoridad, que entre acotaciones, argucias, opiniones extremistas y punzantes, enuncia el estilo que moldeará el relato: las difuminaciones entre realidad y ficción, la fantasía que puede volverse real y el cinismo como tono. El prólogo nos lleva a Marruecos en otra época, un hombre (Poncela) alcanzado, -contra toda ley-, por dos rayos recibe el don de la inmortalidad y jugará con él a su propio provecho y beneficio. Ya en la actualidad y en Olavarría se cruzará con Ernesto (Disi) un sesentón mediocre con una vida anodina y gris que verá en el pacto fáustico al que es convidado la posibilidad de revertir su presente y de paso resolver deudas pendientes. La transacción consiste en recibir un millón de dólares por regresar en el tiempo y volver a vivir diez años de la propia vida a elección del afortunado. Con los conocimientos de hoy y sin poder abandonar ni un minuto antes el plazo estipulado. Ernesto comprenderá que hay milagros que pueden ser una maldición. La película se vuelca al humor negro, la ironía y el sarcasmo provocando la risa a partir de las situaciones absurdas o ridículas que los personajes transitan más llevados por sus propias faltas que por una mirada omnisciente que los juzga o los manipula al libre arbitrio de un guión ingenioso. A decir verdad el libre albedrío se pone en juego y nos expone las carencias que no queremos reconocer o advierte que los finales felices y las resoluciones emotivas suelen ser parte de un deseo no siempre al alcance o un remedo de un filme hollywoodense donde todo se soluciona ficticiamente. Nunca más alejado de la vida corriente, esa de todos los días. Y exponiendo un pensamiento sobre el argentino donde la condescendencia está completamente dejada de lado. Corriéndose de los postulados políticamente correctos el guión ofrece despiadadas miradas sobre los hombres que sería exagerado considerar misantropía. Tampoco las comparaciones con los personajes salidos del mundo de los Coen resultan válidas. Que alguien no pueda con su vida y todo le salga mal, ¿es una cretinada omnipotente de los directores y guionistas o es una observación sobre actitudes humanas y la necesidad de reflexionar sobre ellas? Mostrar desde otra perspectiva, más ácida, menos edulcorada, las diferentes etapas de la vida ¿por qué debería ser menos lícito que los cuestionamientos tildados de serios y empeñosamente melodramáticos? Además de una puesta sobria y de una mezcla buscada de géneros es de destacar el lucimiento de cada integrante del elenco y donde Emilio Disi ofrece una actuación completamente alejada de los estereotipos televisivos a los que nos tiene acostumbrados en un registro seco y poco afecto a la empatía segura y facilista. La postura laisecana tiñe todo el filme y obviamente no es una actitud ni común ni apta para conciencias bienpensantes y mucho menos hipócritamente humanistas pero eso no debería negar la inteligencia de un guión que asume riesgos, que escapa a la risa fácil y que nos devuelve una imagen que evidentemente no queremos ver.
Mi pasado me condena La dupla Cohn-Duprat fué responsable de aquél hito televisivo de finales de los años 90: "Televisión abierta", después volcados al cine dieron: "Yo presidente" -meritorio doc-, "El Artista" -de buenos comentarios- y la muy exitosa y calificada: "El Hombre de al lado" (2010), ahora arremeten con una comedia negra, cercana al más oscuro cinismo, una genuina propuesta corrosiva que mezcla cierto dramatismo con elementos fantásticos, sumado todo a la presencia del extraordinario Alberto Leiseca -autor del cuento original y con su presencia de narrador-, siendo este es un verdadero hallazgo. La trama arranca en el desierto marroquí siglos atrás para trasladarse luego de un hecho imprevisible a la actualidad en una parrilla de Olavarría -prov de Bs As-, donde el aburrimiento y cierto ostracismo acosa a sus habitantes y sitio en el cual al azar, un extraño individuo (Eusebio Poncela, magnífico como siempre) concretará un pacto con un mediocre hombre (Emilio Disi, contenido, y estupendamente ubicado en un rol que le calza notablemente). A este individuo que suma todas las imperfecciones básicas: es ventajero, púsilánime, jodido, un ser gris y perdedor, un prototipo del más lamentable ejemplo del argentino medio que le echa las culpas al resto de su espantosa existencia, y que siempre quiere sacar partido de todo. A él precisamente le ofrece un millón de dólares para que viaje al pasado de su vida pero con sus actuales ideas y frustadas experiencias, asi primero buscará el perdón de su madre muerta, intentará dar aviso a las autoridades del atentado a las Torres Gemelas, plagiará "Imagine" de John Lennon (como un joven de los ’70 que encarna Darío Lopilato), etc. Pero este viaje en el tiempo traerá sus cosas y así como ofrecerá momentos de ácido humor también el manejo elogioso de la crueldad humana (cuando de niño observa la muerte accidental de su padre). Quizás por ser una peli distinta, y tan nihilista, que acomete mostrando nuestras miserias humanas, no haya sido aceptada por el público como "Un cuento chino", que si bien es buena es menos importante en su propuesta a ésta. Es destacable como se imponen los directores una mirada social y política tan certera. En definitiva a nadie le puede atraer que muestren lo "soruyo" que a veces somos.
El nombre del juego. Creo que las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat son personalísimas, con ideas narrativas y de puesta en escena poco o nada exploradas en el cine argentino, y que los mundos que construyen casi no tienen paralelo en la historia de la cinematografía local. O sea, que son directores que le imprimen a su cine una visión propia sin importar con qué materiales trabajen: documental o ficción, comedia o grotesco. Pero hay algo de la manera en que ven el mundo y el cine que no me gusta nada, y lo peor es que, supongo, ese es el núcleo de su propuesta y lo que atrapa a los espectadores que gustan de sus películas. Se trata de la crueldad que exhiben para con sus criaturas, la forma en que las pintan como patéticas, ventajeras, inmorales y, en consecuencia, el castigo que les sobreviene: las cosas malas que le pasan a personajes como Leonardo (de El hombre de al lado) o a Ernesto, en cierta medida (parecieran decirnos las películas) están justificadas por el carácter nefasto que los signa. Así, el cine de Cohn-Duprat queda encerrado en un círculo de maldad que es imposible desanudar: las películas hacen a sus personajes miserables, entonces tienen el imperativo moral de castigarlos, de someterlos a cuanta tortura física y psicológica sea posible. Rechazo de plano esa propuesta: el cine Cohn-Duprat definitivamente no es para mí, y así como esa visión del mundo me resulta condenable, estoy seguro que a muchos otros espectadores les pasa lo mismo. Pero este rechazo que me producen sus películas es lo que, en cierta forma, más rescato: el carácter límite e incorrecto de su cine, su voluntad de llevar hasta el límite una violencia ejercida sobre sus personajes sin matizarla ni esconderla. Otras películas operan de manera similar pero sin la franqueza de Cohn-Duprat; ellos lo de hacen de frente. Esa irreverencia y falta de reparos en la sensibilidad del público me atrae: Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo es una película que estuvo a punto de hacerme levantar de la butaca e irme de la sala varias veces, y el apuntar a generar ese rechazo moral o adhesión total a un comentario sobre el mundo, eso es algo que valoro; gestos así, formulados en caliente y a lo bestia, no abundan en el cine argentino. Cohn y Duprat no se andan con chiquitas, lo suyo es todo o nada; sus películas, desafiantes, nos dicen “si no te gusta te vas, y a mí qué me importa”. Querida… representa con claridad una evolución en el marco de la obra de los dos directores. Como si la crueldad hacia sus personajes anteriores no hubiera sido lo suficientemente explícita, esta vez Cohn-Duprat calibran mucho más su propuesta y hacen una película que, prácticamente, puede decirse que está hablando no solo del cine, sino del cine que hacen ellos. En Querida… hay un “hombre raro” que por azares climáticos (le caen encima dos rayos consecutivos) adquiere los poderes de un semi dios, pero como no busca la riqueza ni la gloria, el tipo se va a dedicar a jugar con la vida de otras personas. Ernesto es una de sus tantas víctimas, un personaje frustrado, triste, derrotado, el cobayo perfecto para las diversiones del hombre raro. Pero si esta historia ya presenta evidentes signos de autoconciencia (el hombre raro es una especie de demiurgo que abre líneas de tiempo para que su personaje, Ernesto, las habite) la presencia de Alberto Laiseca suma otra capa “meta”. Resulta que Querida… es un cuento inédito del escritor, y este aparece de a ratos frente a la cámara explicando y comentando los avatares de los personajes, casi siempre burlándose de Ernesto y festejando sus fracasos estrepitosos. Entonces, un personaje juega con otro cuando en realidad es Laiseca el que juega con los dos. Y si queremos complicar más las cosas, se podría decir que detrás de la cámara que los observa están los directores, riéndose y moviendo los hilos de ese relato dentro del relato, jugando ellos a su vez con todos. Eso sí, acá “juego” hay que entenderlo en los términos más salvajes posibles. Para los directores el jugar se traduce en un disfrute primitivo, casi animal, como los que despuntan los chicos cuando cazan y torturan bichos. Juego cruel, terrible, Cohn y Duprat capturan en su red a Ernesto y juegan con él, lo ponen patas para arriba, lo golpean, le sacan el aire, lo meten adentro del agua, le clavan agujas. No soy quién para decir qué es juego y qué no, cuándo jugar está bien o está mal, pero sí que este juego no es para mí. Respeto a Cohn y Duprat por patear el tablero e instalar reglas nuevas dentro de un cine poco entregado a lo lúdico, y probablemente siga mirando de reojo sus divertimentos, pero difícilmente entre a jugar con ellos.
Tras el reciente y estupendo El hombre de al lado, Mariano Cohn y Gastón Duprat reaparecen sin demora con una nueva y singular pieza, que es un digno producto de su lucidez y destreza. Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo es un largo y sarcástico título que remite a leyendas urbanas, pero que en realidad encierra una trama con incidencias más cercanas a lo fantástico que al imaginario popular. Una historia que arranca en el lejano oriente y que se traslada a un decadente café barrial en el que un rutinario hombre conoce a un persuasivo y magnético sujeto, aparentemente inmortal y dotado de poderes sobrenaturales, con el que establece un pacto. Un acuerdo de características extraordinarias que le deparará una segunda oportunidad en su vida y a la vez un gran resarcimiento económico; pero también un infierno en la tierra. Cohn y Duprat han combinado en otros films la ficción con el documental, y aquí incluyen un insospechado elemento testimonial, al escritor Alberto Laiseca, autor del relato en el que se basa el film, que interviene en varias oportunidades aportando formidables y mordaces apostillas. Precisamente la mordacidad y la audacia es una constante en un film que, con un poco más de ambición expresiva, hubiera sido excelente, pero que vale la pena disfrutar, incluyendo las sustanciosas interpretaciones de Eusebio Poncela y Emilio Disi.
El cine mediocre El cine argentino sigue colmando nuestras carteleras cinematográficas, un logro que tiene poco que ver con la política de programación de las salas comerciales (que, más bien al contrario, suelen dificultar el estreno de filmes locales: ver el caso de De Caravana, que en los Cines Rex figura en un solo horario, y cuyo programa de TV – El Pochoclo- ni siquiera la tuvo en cuenta en los comentarios de sus estrenos semanales), y se debe sobre todo al trabajo apasionado de realizadores, productores y la comunidad cinéfila en su totalidad. Claro que, a excepción de casos puntuales -como pasó con alguno de la reciente ola de estrenos cordobeses-, la mayoría de los filmes argentinos que nos llegan a los grandes complejos cinematográficos suelen tener un sesgo específico, una pertenencia estética y narrativa que los emparenta al cine comercial (una categoría por cierto caprichosa, que puede esconder un mundo de heterogeneidad, pero que sí se aplica a esta realidad) que semana a semana se reproduce en las mismas carteleras. El cine independiente y joven suele estar bien lejos de aquí, y con suerte llegará a alguna sala del circuito alternativo. Lo cierto es que, pintado así nuestro panorama cultural, no resulta extraño que la dupla formada por Mariano Cohn y Gastón Duprat pueda ser considerada como exponente de un cine alternativo, incluso “original”, que se desmarca del canon cinematográfico hollywoodense, aunque en realidad sea todo lo contrario. La nueva apuesta de los creadores de El artista (2008) y El hombre de al lado (2009), titulada Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, en base a un cuento homónimo de Alberto Laiseca (también protagonista del filme), es una confirmación más de esta hipótesis, a pesar de los planteos filosóficos que logra balbucear. Es más, se diría que el filme puede tomarse como ejemplo paradigmático del cine de los directores, ya que por un lado constituye su apuesta más ambiciosa en términos de riesgo y búsquedas estéticas, y por el otro llega a exacerbar hasta el paroxismo sus peores defectos, lo que no deja de constituir una reveladora paradoja (pues indica los límites de su cine). El desprecio es nuevamente aquí el eje del filme: desprecio de los directores por sus criaturas, por sus circunstancias, y por sus límites existenciales. No parece haber otro modo de relación de Cohn y Duprat (a los que habría que agregar a Andrés Duprat, coguionista de la película) con los temas que abordan en sus obras y con sus personajes, a pesar de que ese desprecio pueda quedar camuflado como crítica social, cultural o política, según las circunstancias. Lo cierto es que, aquí, su típica misantropía se potencia al retratar la existencia del hombre común, al que los propios directores denominan “mediocre”: nuestro protagonista es Ernesto (Emilio Disi, notable), un ser aplastado por una vida de restricciones y falta de horizontes, que sin embargo recibirá, a los 60 años, una oportunidad impensada. Ocurre que el filme es una fábula, donde un hombre inmortal con poderes extraños, tal vez el mismísimo Diablo (Eusebio Poncela), le ofrecerá a Ernesto un trato excepcional: darle un millón de dólares a cambio de que vuelva a vivir diez años de su vida, con la conciencia y la sabiduría que tiene en la actualidad pero el cuerpo del momento al que él mismo decida regresar. Narrado por el propio Laiseca (interpretándose a sí mismo), en una interesante propuesta metalingüística donde los directores buscan problematizar los límites entre realidad y ficción (y llegan a insinuar, con cierta hipocresía, la posible independencia entre creador y criatura), el filme irá recorriendo así diferentes destinos de Ernesto en su biografía, donde su propia pequeñez y cobardía lo llevarán a arruinarse una y otra vez: primero, produciendo un Gran Hermano casero (en el que acaso sea el mejor momento del filme), luego plagiando a John Lennon, y así sucesivamente. Todo, con los comentarios irónicos y gozosamente ácidos de Laiseca. Si bien dicho humor negro llega a funcionar por momentos, el filme termina componiendo una suerte de festival de maltrato a Ernesto, blanco inconsciente de unos demiurgos por cierto crueles que (se y nos) proponen disfrutar con sus desgracias, sus miserias y sus pequeñeces. La traducción estética de semejante disposición es, como en El hombre de al lado, una apuesta por el cine de “diseño”, aquí más sutil pero detectable desde el inicio, donde un plano general de un árbol en una planicie campestre con varias cabras subidas a sus ramas ya da el tono fabulesco de la película. Claro que la estetización de la miseria ajena no es incongruente con la postura cínica de los directores, más bien constituye su correlato lógico, que por cierto no sirve más que para demostrar la propia pequeñez de su propuesta, tan mezquina como su protagonista. Por Martín Ipa