Las ficciones de la cárcel no se parecen a los documentales de la cárcel y está bien. Por eso es que Rancho no funciona tanto como el reverso de las ficciones que fijaron algunas de las ideas que nos hacemos sobre la vida en un penal como Tumberos o El marginal, no se trata de discutir con esas películas y de oponerles una verdad presunta que habría sido desfigurada o que habría que restituir, sino de mostrar un camino contiguo, paralelo. Pedro Speroni encuentra un entorno que nos resulta inmediatamente familiar: la cárcel con sus pasillos cerrados, las celdas abarrotadas y la fiereza apenas disimulada de los reos. En las ficciones de la cárcel, esos materiales son los componentes elementales que modelan historias de corrupción y de lucha por la supervivencia. En cambio, allí donde Rancho pone la cámara no hay sordidez: la celda o la ducha no son los sitios de abusos o peligro que esperamos, al momento de la cena todos comen tranquilamente algo que cocina uno de los presos sin que nadie embosque a otro, el jefe del pabellón es un tipo más o menos considerado que se desvela por la limpieza del lugar y por que sus dirigidos vayan a trabajar al taller. El efecto es de una cierta extrañeza: los espacios, las caras y los gestos nos predisponen para los conflictos sangrientos de rigor a los que nos acostumbraron las series y las películas, pero que acá no aparecen o están apenas aludidos, como en un off distante. Pero hay otra cosa que Rancho no hace y es extraer a la fuerza una enseñanza o un comentario esperanzador. Cada documentalista filma lo que quiere, pero los que se proponen comprender algo de su tema, arribar a alguna forma de entendimiento, siempre necesariamente parcial, incompleto, no deben tomar distancia solamente de la sordidez exagerada sino también de la demagogia bien pensante. Una y otra indican ideas preexistentes que los directores tienen de su objeto y suponen alguna forma de manoseo. No sabemos qué piensa Speroni, pero sí qué dice Rancho. La película se inmiscuye con una familiaridad extraordinaria en escenas de intimidad y muestra los intercambios que allí se producen: confesiones, arrepentimientos, recuerdos. Speroni no somete sus hallazgos a ninguna explicación sociológica: cuando uno de los reos cuenta ante una psicóloga cómo fue que su madre y su hermano murieron baleados en un ajuste de cuentas, allí no hay conmiseración ni comentario, las palabras quedan vibrando en el cuartito donde se realiza la consulta, la tensión no se licúa mediante algún artificio narrativo sino que permanece allí, como suspendida en la imagen. El método de Speroni arroja momentos de una ambigüedad impresionante, como cuando uno de los protagonistas narra que se vengó de alguien que lo estafó golpeándolo, quemándolo con cigarrillos y orinándolo delante de otros. El relato de la humillación se da en medio de un clima de algarabía general, los testigos festejan y piden detalles, Iván (que es el que cuenta) se agranda y vuelves sobre los detalles más terribles del tormento. La incomodidad que produce la escena no proviene tanto de lo contado como de la aleación de las risas y la brutalidad del hecho. La película se abstiene de comentar, no condena ni valida, tampoco explica, simplemente se queda ahí y mira, registra, trata de facilitar algún salvoconducto para el acceso a la realidad de esos hombres. La comprensión, o algo cercano a eso, se juega en los intersticios en los que la película registra sin calcular, sin especular con los beneficios del amarillismo, la condena o el progresismo. El cine alguna vez fue esto también, un salto sin red.
Lo más importante que logra Rancho es dar voz y cámara a quienes son invisibilizados y marginados por los medios y el sistema. No juzga, ni condena, tan solo muestra el otro lado de una población carcelaria muchas veces estigmatizada y, más allá del esperanzador y emotivo final nos deja con la sensación amarga sobre lo duro que es perder uno de los bienes más preciados, la libertad.
La vida de un grupo de privados de su libertad en una cárcel de máxima seguridad, le permiten al realizador lograr uno de los relatos más íntimos sobre la cotidianeidad, sueños, deseos y anhelos profundos de aquellos que deben pasar su vida tras las rejas.
La vida carcelaria en la visión de Pedro Speroni Documental filmado en una cárcel de máxima seguridad que registra la vida de un grupo de presos desde un lugar que habitualmente la ficción no muestra. La ficción, cinematográfica y televisiva argentina, ha sabido representar el mundo carcelario a través de diferentes formas y estilos, pero casi siempre mostrando su costado más morboso (y seguramente el que vende). Un lugar común, carente de matices, relacionado con la violencia extrema, dentro de una mole de hormigón armado y metal, donde presos y policías terminan igualándose, con la pequeña diferencia de que unos duermen en sus casas y otros lo hacen en sus celdas. Por suerte, el cine documental comenzó a interesarse por otras aristas como las recientes Pabellón 4 (2017), 13 Puertas (2014) o Unidad 25 (2008). Dentro de esta línea se encuadra Rancho (2021), documental de Pedro Speroni. El rancho es un tipo de vivienda rural, de características casi siempre humildes; pero en términos carcelarios se usa para nombrar a los grupos humanos que se forman dentro de la misma. Speroni centra su película en la observación de un rancho en una cárcel de máxima de seguridad. Aunque el rancho también podría ser el edificio que los alberga. La mayor virtud de Rancho es la de filmar sin que la presencia de un ser extraño a ese rancho, en todas sus acepciones, destruya la intimidad que conforma. Una cámara claustrofóbica, pegada a los cuerpos, observa de manera invisible, mientras va registrando momentos únicos e irrepetibles, de confesiones de todo tipo que ayudan a construir el perfil de cada uno de los protagonistas de una historia coral, de personajes a los que no solo los une la prisión, sino la violencia y la marginalidad en la que crecieron. Pero también captura gestos, roces, miradas, que muchas veces dicen mucho más que las propias palabras. Speroni no juzga, solo observa, escucha, como un si fuera uno de ellos. Y el espectador hace lo mismo. No importa porque están en ese lugar, sino que los llevó a terminar ahí. ¿Por qué muchos repiten y vuelven a caer? ¿Por qué otros logran sobreponerse y empezar de nuevo? ¿Cuáles son sus miedos, sus expectativas, sus ilusiones? ¿Qué esperan de un futuro incierto y convulso? ¿Hay futuro o todo es presente? Rancho es un documental potente, honesto, pero también un estudio sociológico sobre la vida carcelaria, algo que la ficción nunca muestra.
Los chorros también sueñan Como en las mejores muestras de cine directo, el realizador debutante logra en "Rancho" una familiaridad tal con la situación de rodaje por parte de los internos, que es como si la cámara y el equipo fueran los invitados silenciosos de ese penal que no es como cualquier otro. “Este mundo es de nosotros, los delincuentes”, le dice el Viejo Artaza a Bilbao, boxeador amateur a quien intenta convencer de que no nació para estar allí. “Allí” es una cárcel de máxima seguridad inidentificada, donde Artaza es el encargado de guardar el orden y la disciplina. El hombre no es “el poronga” sino algo así como el cacique de la tribu. Su ascendiente sobre los demás presos, su autoridad, el respeto y cariño que irradia, no son producto de la sumisión, la esclavización, el terror, sino de su condición de “viejo sabio”, de motivador incluso. Como si de un nuevo Borges, Calderón de la Barca o maestro zen se tratara, postula que “esto es un sueño”. “El chorro vive soñando con conseguir todo lo que quiere. Siempre quiere más, y a la larga todos terminamos acá”. Como en las mejores muestras de cine directo (Primary, Don’t Look Back, las películas de Frederick Wiseman), el realizador ¡debutante! Pedro Speroni logró en Rancho una familiaridad tal con la situación de rodaje por parte de los internos, que es como si la cámara, él y el equipo fueran los invitados silenciosos de ese penal que no es como cualquier otro. Todos ellos “desaparecen” para registrar, como con una cámara-sorpresa (con la diferencia esencial de que aquí los filmados saben que lo son), la cotidianidad de estos presos que, si no fuera por los espacios pequeños, el batiburrillo de objetos personales, el encierro de las cuatro paredes, algún momento de aburrimiento, sus deseos de irse, se diría, por lo relajados que se los ve, que están en un día de picnic. Speroni no pretende filmar la vida de la cárcel en su conjunto (en una única escena se ve a un guardia, las rejas sólo cuando los presos salen al patio o el pasillo, ninguna rutina que no sea la propia) sino sólo la de los presos. Parecería que ellos se autoadministran: se cocinan, se bañan cuando les parece, se imponen un orden propio. Son jóvenes o tipos como cualquier otro. Aunque se dediquen a chorear, hayan matado a su padrastro porque lo sorprendieron pegándole a la madre o sean capaces de castigar a un traidor pateándolo, metiéndole un fierro en la boca, orinándole encima y quemándolo con cigarrillos encendidos. No son ningunos angelitos y en más de un caso ni siquiera dan muestras de estar dispuestos a “rescatarse”. “Yo no sé si no voy a robar más”, se sincera uno. “Dejar de robar es como dejar de fumar, hay que esforzarse todos los días”, reflexiona otro. Está también el caso clásico del que quiere dar un último golpe que lo salve para toda la cosecha, y después retirarse. Domina el uso de la paradoja: “Voy a dejar de robar robando”. Su contertulio le aconseja que no lo haga, así como el cocinero pide permiso con la mayor educación para servir la comida, o el Viejo Artaza plantea con claridad las reglas del juego en el Pabellón Tratamental. Trabajar, lavar los pisos, no tirarse a chanta, nada de droga y nada de alcohol. Más allá de los diálogos sin desperdicio, en los que el espectador de clase media podrá aprender casi completa la lengua tumbera, hay en la notable ópera prima de Pedro Speroni dos secuencias memorables. Una es la del día de visita, donde la cámara sigue uno por uno todos los rituales de unos condenados que se comportan como padres amorosos, como novios o maridos fieles. Se bañan, se empilchan, se peinan, se ponen lindos. Un preso le acomoda la ropa a otro. Cuando la espera de los seres queridos se hace demasiado larga se los ve preocupados, desilusionados, comidos por los nervios. Hasta que los parientes llegan. La otra gran secuencia es la final, cuando la cámara sigue a un preso en un largo travelling desde atrás, para permitir que el espectador viva la singularidad, la esperanza, la emoción contenida de la situación. Es la frutilla en la torta: durante toda la película el espectador ha compartido con los protagonistas una cotidianidad que no hace de ellos unos monstruos, sino unos congéneres.
El término rancho no solo se relaciona en nuestro país con la vivienda hecha con ramas o paja, sino que también puede significar un compañero de delito o de celda en la prisión, el lugar donde se lleva a cabo un robo o la comida provista en prisión para los internos. El título del documental de Pedro Speroni se refiere a esta jerga carcelaria que busca retratar la vida en una prisión de máxima seguridad, donde un boxeador busca su libertad mientras que se relaciona con el resto de sus compañeros. Un relato crudo e intimista sobre un grupo de hombres que cometieron distintos delitos y que reflexionan sobre su pasado y su situación actual. «Rancho» nos ofrece un acercamiento íntimo hacia el interior de una cárcel, con distintos perfiles de presos, a través de un seguimiento de su rutina, momentos especiales que viven ahí dentro, como las visitas de familiares, y diferentes conversaciones. Nos encontramos con algunos relatos crudos de su historia, arrepentimientos por los actos cometidos o reflexiones sobre la vida de un delincuente, la dificultad para salir adelante sin caer siempre en los mismos patrones o la facilidad con la que pueden conseguir lo que quieren, haciendo que el camino del trabajo no sea una opción posible o deseable. Algunos resultan más emotivos que otros y llegan a conmovernos, como la historia de un joven que mató al novio de su madre que la maltrataba, contada con humanidad, sensibilidad y dureza, mientras que otros siguen manteniendo una mirada más terca, soberbia o poco honesta (no hablamos de sinceridad, porque sin dudas dicen lo que piensan). La cámara funciona como una mera observadora, el director no interviene casi en ningún momento, solo en un saludo final, donde podemos ver el vínculo generado con el protagonista, con el objetivo de retratar a estos personajes de manera natural, sin hacer preguntas o interactuar con ellos. Es un film que los deja ser libremente y es ahí donde se encuentra su mayor virtud. En síntesis, «Rancho» busca retratar el interior de la vida en la cárcel a través de distintos personajes e historias. Un relato tan crudo como sensible gracias a que el director permite que los protagonistas se expresen sin tapujos en un ambiente que algunos abrazan como un hogar y que la mayoría lo rechaza. Una radiografía argentina que nos permite reflexionar como sociedad.
El filme abre exponiendo las diferentes acepciones de la palabra que le da el titulo, entonces se explica que puede ser una vivienda precaria, puede ser la comida que se les sirve a los presos o a los soldados. Luego nos ubica a través de un cartel en una cárcel de máxima seguridad, en que las puertas se cierran con un candado, lo cual como decía Tato Bores, “Parece un chiste si no fuera una joda grande como una casa”. El punto es que el director parece querer posicionarse discutiendo las versiones carcelarias de las fabulas, sobre todo las televisivas autóctonas, dando visos de otra realidad que las construidas ficcionalmente, de manera tal
Los documentalistas suelen interesarse por cosas invisibles para los principales medios de comunicación. Es así que en Rancho hay protagonistas de dos materiales distintos: los de carne y hueso -presos de un penal de máxima seguridad, hombres con sueños, miedos y anhelos-, y esa mole de ladrillo, cables sueltos, cemento y barrotes que es la cárcel. No es la primera película reciente en aproximarse al universo carcelario. Así lo hicieron, por ejemplo, las muy buenas Pabellón 4 y La visita. Pero si ellas elegían centrarse en aspectos particulares, el director Pedro Speroni utiliza una cámara asfixiante, pegadísima casi siempre a los rostros curtidos de quienes, en su mayoría, hace años están cumpliendo una condena por delitos de todo tipo, con asesinatos pero mayoría de robos, para escuchar con paciencia qué piensan, qué sienten, cómo fue posible que sus vidas los llevarán hasta ahí. La marginalidad y la violencia familiar son factores comunes en todas las historias que van entrelazándose con distintas postales de la vida diaria. Tan apegada está a sus protagonistas, que Rancho por momentos se empapa de esa deriva y no parece saber muy bien qué quiere contar, hacia dónde ir en términos narrativos. Entre quienes hablan sobresale un boxeador petiso y de nariz quebrada cuyos entrenamientos frente a la bolsa conjugan aspectos físicos y emociones. Sus golpes son descargas de bronca contenida, la posibilidad de un futuro cercano –está a la espera de la firma final para salir– en libertad. El muchacho se mueve hasta cuando está sentado, una espera ansiosa que Speroni comparte como un compañero más. Rancho es, entonces, el registro de una comunidad involuntaria cultivada en convivencia obligada.
El debutante Pedro Speroni ofrece una propuesta gigante, aunque no grandilocuente. Rancho es un acercamiento íntimo y cercano a la comunidad de internos de un penal a través de una modalidad documental sigilosa e insistente. EN 2014 el realizador había producido un pequeño corto de 12 minutos, Peregrinación, en el que la cámara seguía a un grupo de mujeres que, junto con sus hijos, realizaban una larga fila para ingresar a un penal a visitar a sus familiares. El corto no se detenía en una interrogación sobre los crímenes cometidos por sus parejas sino por la motivación de ese ritual, de esa “peregrinación” que se gesta en los perímetros del encierro. En su primer largo, Rancho, la mirada da un giro casi sobre su eje para interpelarnos con otra pregunta: ¿cómo se vive del otro lado de esa frontera? Con una primera placa de tipografías blancas sobre fondo negro, en la que Speroni transcribe la definición de diccionario de “rancho” y la de la jerga carcelaria, se logran dos objetivos. En principio, guiar al espectador en esa suerte de glosario: rancho aquí no es una “pequeña vivienda hecha de ramas o paja” sino el compañero -de celda o del delito-, el espacio donde se lleva a cabo un robo, pero también “rancho” hace referencia a las provisiones de comida de los internos. De esta manera, resulta fácil interpretar expresiones como “se extraña a la ranchada”. Pero esta placa no tiene un mero sentido informativo –Speroni podría haber titulado y ubicado geográficamente ese penal del que poco sabemos-, sino que asienta algunas variables que expresan tanto la dinámica de vida de los internos de ese pabellón, así como la decisión respecto de cuál es la mejor manera de documentar esa rutina. El “rancho”, que nunca se identifica como el espacio físico de la cárcel, es el compañero. Es decir, la única forma de concebir un hogar -por más precario que fuera- es en el vínculo con un par. Y esto ya determina no solo el modo de vida diario sino los valores que se juegan en la diaria. Además, esa multiplicidad de definiciones de rancho demarca límites. Todos los encuadres, ángulos elegidos, movimientos o inacciones de la cámara exudan ese subtítulo siempre implícito: ¿cómo filmar la “ranchada” si no soy parte de ella? Speroni ha elegido acertadamente el acercamiento sigiloso y la desaparición total de una voz que pregunta o comenta. La cámara es entrometida en su distancia, pero también respetuosa en las que preguntas que suscita. El relato no pretende operar como universal de todo penal. He aquí un espacio con internos que opera con una lógica que bien podría ser exclusiva de este pabellón o no, poco importa. Por otro lado, los presos no son homogéneos, en tanto los delitos son de diversa índole, y desde ya no se posicionan como santos inocentes, ni siquiera cuando el espectador pueda cuestionar los motivos por los cuales se ha encarcelado y enjuiciado a algunos de ellos. Tal es el caso particular de uno de los internos que se encuentra detenido por haber cometido un asesinato contra su padrastro (un potencial femicida), a quien sorprende ahorcando a su madre. También está el caso del que pretende salvarse haciendo un último atraco -“quiero dejar de robar robando”. En cualquier caso, los “ranchos” tienen diversos orígenes, pero mismo destino, salvo, tal vez, el caso del boxeador Iván Bilbao, quien se encontraba detenido por venta de drogas pero, según el viejo Artaza, no pertenece a ese lugar. Y aquí llegamos a la lógica del “pertenecer” del mundo delictivo: no es lo mismo hacer algo contra la ley que ser un delincuente. Tal como lo explica Artaza, un líder del pabellón que se encuentra haciendo una larga condena: “el chorro vive soñando con conseguir todo lo que quiere, siempre quiere más y, a la larga, todos terminamos acá”. Artaza parece describir al delincuente como el portador de una patología. Pero tampoco lo desliga de responsabilidades y no tiene puntos medios para imponer las normas que considera que dicho penal necesita. Así se lo explica a un interno interesado en trabajar en los talleres: “acá no quiero vagos”. En el Pabellón Tratamental hay que mantener la limpieza de las celdas, cumplir con la jornada de los talleres si es que el interno se comprometió a ese trabajo, no molestar a los presos más jóvenes, no consumir drogas ni alcohol y tener un espíritu de compañerismo. ¿Son las reglas que impone los guardias? En lo absoluto. Son las reglas de Artaza y son las que cumplen los internos por respeto a su figura. Las rutinas diarias y algunos días especiales como los de visita de parientes forman parte del registro de Speroni. La cámara siempre expectante y casi agazapada como si fuera un personaje testigo de ese mundo que mira pero que no le pertenece. Rancho resulta un documental de miradas en donde el espectador encuentra una guía en esa cámara fundida en un espacio hostil pero desbordante de esperanzas y soñadores. RANCHO Rancho, Argentina, 2021. Guion y dirección: Pedro Speroni. Montaje: Miguel Colombo. Dirección de fotografía y cámara: Pedro Speroni. Director de sonido: Jorge Gutiérrez. Productora: El Ojo Silva, 188. Duración: 72 minutos.
Pedro Speroni jamás imaginó que iba a entrar a una cárcel hasta el día en que, casi por azar, detuvo su mirada frente a una fila de 300 mujeres que aguardaban con paciencia pese a la lluvia el momento de ingresar en el penal de Villa Devoto a la hora fijada para las visitas. Tenía 26 años y no había visto ni en fotos a ese “monstruo”, como luego denominaría al edificio de esa prisión. Andaba por la zona con la idea de alquilar algunos equipos para los trabajos que debía cumplir como estudiante de la carrera de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires. Desde ese momento, llevado por un impulso que nunca pudo explicar del todo (y tampoco frenar), decidió volver una y otra vez a ese lugar. Durante tres meses se dedicó a acercarse al grupo sin saber muy bien qué hacer y, de a poco, empezó a ganarse la confianza de una de esas mujeres, cuyos maridos están detenidos por diversas causas y en muchos casos se convierten en referentes de los pabellones en los que cumplen sus condenas. El resultado de esa paciente búsqueda se llamó Peregrinación, un corto de 12 minutos disponible en la plataforma gratuita Cine.Ar que sigue el derrotero de María (junto a sus dos pequeños hijos) desde su casa hasta Devoto. La breve historia se cierra con la imagen del momento en que María ingresa en el penal. Speroni pudo registrar un plano desde afuera de la cárcel, subido a una camioneta. Después de tanta insistencia se quedó con las ganas de entrar a la cárcel y seguir contando lo que pasa, pero desde adentro. Allí terminó una etapa y empezó otra, mucho más ambiciosa cuyo resultado final es Rancho, el primer largometraje documental firmado por Speroni. Ganó el premio a la ópera prima en el Bafici 2021 (donde formó parte de la competencia oficial argentina) y a partir de hoy podrá verse durante toda una semana en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (de jueves a domingo, a las 21, y del martes 7 al miércoles 9, a las 18). También estará en el auditorio del Malba, todos los domingos de junio a las 20, y en el Gaumont en una única función, el jueves 9, a las 18.30. Rancho es un retrato fascinante, descarnado, contundente y atípico sobre la vida cotidiana de un grupo de convictos en una cárcel de máxima seguridad. Detrás de una cámara que registra y atrapa bien de cerca y con una extraordinaria franqueza distintos momentos, algunos llenos de tensión o con los nervios a flor de piel, hay una escenografía que en algún punto se parece a algunas de las historias de ficción sobre esa realidad que encontraron gran difusión en los últimos años a través del cine, la TV y las plataformas de streaming. Pero la experiencia personal que vivió Speroni en ese contacto directo, tan próximo y sin intermediarios es completamente distinto, tanto para el realizador como para quien la observa desde la pantalla. “Las ficciones me llevan a ver siempre algo que no reconoce las ansiedades, las preocupaciones, los pensamientos y la humanidad de los presos. Pude ver algunas peleas, pero también un montón de cosas que aparecen detrás de ellas”, confiesa el director. Con una notable capacidad de observación que prescinde del juicio de valor o de los calificativos, porque prefiere concentrarse de la manera más honesta y descarnada posible en lo que les pasa a los presos, Speroni elabora sobre la marcha, junto al objeto de su estudio, lo que para él significa hacer un documental: un estado de curiosidad permanente, atento al detalle y al momento clave que tarde o temprano aparecerá en una conversación circunstancial para definir una conducta o justificar una decisión. De paso, para que este trabajo funcione dentro de un marco más o menos preciso y no se quede solamente en la mera acumulación de testimonios, el punto de apoyo en el que se sostiene Speroni es la palabra que le da título al documental y que tiene varios significados, como indica la leyenda que aparece en la pantalla apenas iniciada la película. Rancho puede aludir tanto a la comida que se sirve en el penal como al compañero de pieza o pabellón que le toca en suerte a un preso. Esta multiplicidad de sentidos le permite a Speroni ir y venir por distintas historias de vida y detenerse en algunas de ellas: el convicto con alma de boxeador que descarga su adrenalina mientras se entrena en el gimnasio del penal y recuerda todo lo que lo llevó a la cárcel cuando está muy cerca de salir en libertad; el hombre que cuenta cómo mató al hombre que convivía con su madre y la golpeaba todo el tiempo; el que empieza con pequeños robos y sueña con hacer lo mismo “con una fábrica” porque de esa manera cumple un sueño y adquiere un “sentido de pertenencia”; el veterano que cuenta todas sus condenas y su paso por varias cárceles mientras asume la realidad de que seguirá allí quizás para siempre. Todos admiten sus culpas y cuentan cómo llegaron a cometer los delitos que purgan en esa prisión de máxima seguridad. Todo eso pasó por la mirada (y la cámara) de Speroni durante casi un año. Para hacer el documental decidió irse a vivir a Dolores, muy cerca del penal en el que registró todas las imágenes. Tardó todo ese tiempo en ganarse la confianza de los presos (también del director del penal) y conseguir en un momento que aceptaran contar sus historias, conversar entre ellos o mostrar momentos de su vida frente a una cámara que jamás se convertiría en intrusa. “Lo único que quería al final de cada día era que amaneciera para volver a estar en la cárcel”, cuenta Speroni, que reconoce como gran influencia el trabajo del maestro francés del documental Raymond Depardon. “Su obra tiene eso de ir a un lugar, quedarse allí y escuchar. Estar con la cámara muy cerca de lo que uno quiere ver y escuchar. Y yo quería escuchar a los presos, entrar en un mundo que desconocía por completo. Sabía que no iba a ser mi película, sino la de ellos”, confiesa Speroni. En un momento logró romper el último límite que le faltaba y durante un mes y medio registró las imágenes que se pueden ver en Rancho. Hasta ese momento, Speroni nunca había operado una cámara. Tuvo que hacerlo cuando se dio cuenta de que la intimidad que buscaba no se lograba alcanzar del todo porque los primeros días había un equipo de seis personas filmando. Al final decidió hacerse cargo de la cámara y con un solo ayudante hizo el trabajo más consciente y prolongado. Podía entrar en cualquier celda sin necesidad de golpear la puerta o llamar la atención. Pero la confianza tenía sus límites. Un día hubo en el pabellón una pelea muy grande entre los presos y, para evitar problemas, el convicto con alma de boxeador (llamado Iván) lo sacó del lugar y lo dejó aparte para protegerlo de cualquier consecuencia. Speroni dice que empezó a reconocerse como director de cine a partir de esta experiencia que puede resultar extrema, pero ahora empieza a hacerse casi cotidiana, convertida para el director en una suerte de saludable obsesión. Espera estrenar para fin de año una especie de secuela de Rancho, concentrada en la vida en libertad de Iván, el preso boxeador que ahora vive en Chascomús. También lleva casi diez meses en una cárcel de mujeres, con la idea de replicar en un nuevo documental la experiencia de Rancho desde otro lugar, parecido y diferente al mismo tiempo, y ya tiene escrito el guion de su primer largometraje de ficción. “Con cierto pudor sentí que podía ver mi propia realidad de otra manera, que es posible relacionarse con personas que forman parte de mundos ajenos al mío y establecer con ellas el vínculo más honesto”, dice el director, que después del premio en el Bafici pudo recorrer con la película algunos lugares destacados del circuito internacional de festivales consagrados al documental: Sheffield (Inglaterra), Los Angeles, Guadalajara, Valladolid, Montevideo y Belfort (Francia), donde Rancho obtuvo el premio del público.
En una prisión de máxima seguridad en Argentina, un boxeador espera su libertad. Un grupo de chicos sueña con algún día hacer sus millones. Un joven cuenta la historia de cómo mató a su padrastro. El líder del lugar lleva 30 años de prisión. Lo que crean allí juntos es su propio tipo de utopía: un entorno cerrado con reglas y normas de su propia creación. Rancho es un film dirigido por Pedro Speroni que entra en la vida cotidiana de los presidiarios y nos va relatando sus vivencias desde la intimidad de la celda. Los interpretes hacen de ellos mismos y Rancho parece un hibrido entre película convencional y documental, ya que en varias escenas las anécdotas que van contando los personajes se sienten guionizadas, eso es algo que no termina de convencer, pero que sin embargo no opaca demasiado el resultado final. Lo más interesante de Rancho es que no busca ser una cinta moralizante, más bien se posiciona en una mirada neutral sobre la vida de este grupo de presos. Ese es un movimiento interesante ya que logramos empatizar con sos personajes y a su vez sentir rechazo en algún punto, es decir, vemos las luces y las sombras de esas personas. Rancho es una película interesante que muestra la marginalidad y la precarización de las cárceles argentinas contada por sus propios miembros.
Así como su primer corto premiado mostraba a las mujeres que iban a visitar a “sus” presos (Peregrinación), este su primer largo documental distinguido como mejor opera prima en el Bafici 2021, muestra la vida carcelaria desde adentro, en un penal de máxima seguridad. La vida contada en directo, con sus sueños, código y costumbres, en un mundo donde las ficciones solo ponen violencias extremas y las realidades existen en una suerte de mundo paralelo. Desde un hombre de sesenta años que paso más de treinta detrás de las rejas, hasta el chico que mató a su padrastro para evitar que termine con la vida de su madre, al que se entrena para volver al boxeo y solo alberga ilusiones de libertad. Lenguaje propio, humor y códigos de un ámbito donde el realizador fue recibido, luego de mucho recelo, como alguien con quien abrirse a la confidencia, y que nos muestra reglas, pasiones y modos de razonar que sorprenden. Un trabajo que brinda climas increíbles, como quien comparte como un compañero ese momento de vida.
Lo que la ficción no muestra de la vida carcelaria Con tantas ficciones construidas alrededor del universo carcelario, plenas de pintura “divertida” y a pura puteada (se entiende que al público le guste la aproximación fantasiosa a un mundo que puede ser tétrico), Rancho es un documental que llega para aportar una visión algo más cercana a lo que se vivencia dentro de las cuatro paredes de una cárcel de máxima seguridad. La idea a expresar en este, mi comentario, es que la fantasía para consumo cómodo dista mucho de lo que realmente se vive en las condiciones deplorables de una prisión real. No es la idea hacer un análisis sociológico ni detallar las cuestiones de relevancia de un espacio que se dice de resocialización y dudo mucho que alguna vez lo haya sido. Sí es verdad que desde la comodidad de mi casa es sencillo opinar de lo que se retrata en la vida de los protagonistas. En Rancho la cámara toma a estos hombres y los retrata sin intervenir. Casi la mejor manera de pasar como un relator omnisciente por lo que se elige mostrar sin ocultamientos, tanto como es posible y las circunstancias del ámbito permiten. Los individuos que pasan por la experiencia de la reclusión constituyen junto a quienes viven el espacio junto a ellos una comunidad bastante parecida a una familia. En el lunfardo, el rancho del que habla el título. Hacia afuera el término se usa románticamente para referirse a los amigos o grupo de pertenencia. Algo de la mágica definición de la que hablo al principio. Las situaciones a las que se encuentran, los delitos que se les adjudican o de los que fueron responsables son narrados de manera directa en sus conversaciones sin inhibición, con el peso que tiene cada palabra, en el cuerpo, en la mente. Los sentimientos a flor de piel. Nada más que expresar o, en todo caso, difícil saber qué más comentar sobre un film crudo en la simpleza de su forma, y lo denso, a la vez, de su contenido.
UNA ÉTICA POSIBLE La película de Pedro Speroni descubre ese velo que a muchos les cuesta correr y nos introduce con su cámara a una cárcel de máxima seguridad de Buenos Aires. Despojada de la espectacularidad mediática y a través de un montaje preciso, nos permite conocer progresivamente a diferentes hombres encerrados y deja que la observación misma permita articular los discursos. Y no solo eso. Además, es una constante interpelación al espectador acerca de lo que se ve y cómo se procesa. No solo los que están encerrados construyen sus fantasías sobre el afuera; también nosotros desterramos las fantasías que tenemos sobre el adentro. Detrás de esas enunciaciones hay fisuras familiares, institucionales y políticas. El fuera de campo es también terrible. Si se pierde de vista esto, el análisis siempre quedará sesgado. Pero una película no se hace solo para ser analizada o para tomar conciencia. Muy pobre sería la historia del cine si quedara relegada solo a esa intención. Rancho también es un trabajo estético de colores apagados por momentos y que se encienden cuando algunas dosis de ilusión o de humanidad afloran en medio del desastre del hacinamiento. También es un seguimiento que demandó seguramente horas y horas de difícil convivencia, y que pone a los documentalistas en esa veta de tinte evangélico: hay que bancarse estar en el lugar que elige registrar, ser uno más, ver y escuchar desde una posición de igual, nunca de arriba, y lograr la empatía con quienes estén dispuestos a invitarte a su propio mundo de confinamiento. Speroni nos mantiene en la ilusión de que así es. Lo prueba el vínculo que logra con Bilbao, el protagonista excluyente, un boxeador que dice estar preso por robo “cuando a otros violadores y asesinos los largan enseguida”. Es un poco la esperanza de sus compañeros, y sobre todo, de otro personaje destacable, Artaza, una especie de rufián melancólico que ha pasado más tiempo en la cárcel que afuera, y que es capaz de extrañarla cuando está libre. El itinerario de Bilbao marca el tiempo de la película. Y al final, cuando accede a la libertad, la cámara sale un toque para despedirlo y vuelve a la cárcel. Entonces terminamos por creer que hay una ética posible en quien filma, de corte cristiano legítimo: se queda en el lugar donde más lo necesitan.
Las prisiones son esos lugares que una sociedad prefiere no ver, quizás porque hablan demasiado de sus miedos, sus odios, sus inequidades. Por eso el documental funciona también como un encuentro del adentro con el afuera: transcurre en el Rancho, un pabellón donde conviven presidiarios que están estrechamente relacionados por los vestigios de una sociedad que los excluye.
Este documental se centra en las experiencias de un grupo de presos en la cárcel, capturadas con un inusual grado de cercanía e intimidad. Através de las experiencias, las historias y los sueños de un grupo de presos de un penal de máxima seguridad, el realizador construye un documental muy íntimo y potente centrado en un pequeño grupo de personas que ha llegado allí por distintos motivos y que comparten entre sí –y con los espectadores– sus vidas y sus mundos. Con una cámara tan cercana como comprensiva, sin lanzar juicios sobre los personajes por más que estén contando algunas cosas terribles que hicieron, Speroni pone su mirada en un boxeador, un tipo que mató a su padrastro mientras le pegaba a su madre, un veterano que recorrió casi todas las cárceles del país, otro que se dedica a robar y piensa seguir en eso aún cuando salga y personajes que de a dos o en grupos se cuentan tanto las historias que los llevaron a estar «en cana» como otras anécdotas de su vida previa y durante la prisión. Solo en el momento de las esperadas visitas de parejas y familiares se romperá ese «rancho» de presidiarios solos con sus códigos y comunicaciones internas. Pero tanto ahí como en la intimidad lo que Speroni consigue es de una enorme honestidad, más allá que seguramente los momentos más complicados y tensos que los presos viven en la cárcel no tengan lugar frente a la cámara y nunca los podamos ver. Pero lo que se va ya es suficiente para hacerse una idea de lo que allí sucede. En su compañerismo, mate de por medio, en un patio con reminiscencias del de «El marginal», en la manera en la que el boxeador descarga toda su bronca mientras entrena, en los consejos que los veteranos les dan a los nuevos y a los más jóvenes y en el modo confesional en el que uno de los presos le cuenta a una psicóloga/asistente social porqué no tuvo otra opción que matar a su padrastro, la película logra humanizar a presos que, en muchos casos, reconocen y hasta se mueren de risa contando algunos de sus actos violentos, robos o crímenes. Lo importante en RANCHO es dejar en claro que esos hombres no se definen solo por el delito que cometieron.