Oeste cruel y y sin embargo te quiero Cortita y al pie, como aman decir los que se dicen amantes del buen fútbol cuando quieren ejemplificar si un equipo juega bien o mal. Así es el film de Jeff Nichols. Sin mayores problemas, cuenta la historia de dos familias que tranquilamente podrían ser una si el padre no hubiera abandonado la primera para formar la segunda. En el medio oeste norteamericano, esa región que junto con Texas parece que todavía se arregla todo a los tiros, cuando el hijo mayor abandonado se entera de la muerte de su padre va al funeral a escupir el cajón. Los medio hermanos se enojan y enemistan, prometen venganza, a lo cual los otros prometen más venganza, y ya todos se pueden imaginar el desarrollo. Pues bien, sucede eso, pero en el tiempo preciso (como si lo hubiera, que uno nunca sabe cuál es, pero siempre se da perfectamente cuenta), con los planos justos (vale lo mismo que lo anterior), los tiempos muertos necesarios (ídem). La tensión crece, y en el preciso momento en que uno va a esbozar el andá, más de lo mismo, el film comienza un aterrizaje que nada ni nadie había anunciado. Y con esa sorpresa despeja el fastidio, y con la música (buenísima banda de sonido) relaja para que el espectador se ponga amigo y espere el final. De los más lindos vistos en tiempo, de los más esperanzadores: incluso cuando se siente que ha sucedido lo peor, algo puede hacer remontar todo sin que el camino tenga el sabor de la derrota.
Hermanos divididos por la sangre Shotgun Stories, ambientada en las planicies de la rural Arkansas, sorprende por su ferocidad y contundencia. Esta ópera prima del joven director Jeff Nichols fue una de las sorpresas del cine independiente norteamericano y del circuito de festivales internacionales hace un par de temporadas. A pesar de su limitada experiencia (media docena de cortometrajes), este guionista y realizador que hoy tiene 31 años demostró una infrecuente madurez y solidez a la hora de plantear y luego desarrollar esta historia de desencuentros y venganzas que enfrenta en una escalada de violencia a dos grupos de medios hermanos divididos por la figura de un padre en común que abandonó a unos para formar una nueva familia con otros. Ambientada en una zona rural y de pueblos bajos del sudeste de Arkansas (de donde es originario el director), Shotgun Stories es un tenso melodrama familiar que remite a los primeros trabajos del gran Terrence Malick y que tiene elementos propios del western urbano en la línea del cine de Walter Hill. Michael Shannon interpreta a Son, el líder de los tres hermanos Hayes, una suerte de clan bastante patético y con serias dificultades laborales, económicas y afectivas. Tras enterarse de la muerte de su padre, los tres irrumpen en el velorio para decir su verdad. La reacción de sus medios hermanos no se hace esperar y se desencadena, así, una escalada de violencia propia del "ojo por ojo". La película -premiada tanto por el jurado oficial como por el de la crítica del prestigioso Festival de Viena- transmite, más allá de algunos lugares comunes de estas historias de pueblo chico e infierno grande, toda la carga de frustración, de tensión y de odio propias de una situación familiar y socioeconómica de esas características. Al interesante entramado dramático, Nichols le suma una bello y climático trabajo fotográfico en scope (pantalla ancha) para aprovechar en todo su esplendor los paisajes (ríos, llanuras, pueblos de casas bajas), que resultan mucho más que un mero elemento visual de aspecto decorativo para convertirse en un aliado esencial para definir a los personajes y para construir los climas que la historia necesita.
Las escenas de violencia son sugeridas, no hay golpes bajos, ni escenas cruentas. El director elige contar la triste historia de estas familias desde un punto socioeconómico y emotivo y no desde ...
Hermanos en armas El debut de Jeff Nichols aborda una tragedia entre hermanastros. Lacónico, violento pero sin estridencias, contenido y formal, Shotgun Stories fluye en la pantalla como un thriller de ribetes dramáticos, con una tensión que se acrecienta minuto a minuto, pero sin recargar las tintas ni extralimitar las interpretaciones. Toda una extrañeza en esta época, por más que sea un filme del cine independiente estadounidense. Ubicada en el campo, en el ambiente rural de Arkansas, los conflictos comienzan en un entierro, cuando Son, Kid y Boy asisten al funeral de quien fuera su padre, pero que los abandonó y formó otra familia con otra mujer, con la que tuvo cuatro hijos. Son (Michael Shannon) no hace más que echar leña al fuego -en verdad, escupe el ataúd-, poniendo en blanco sobre negro todo su rencor y odio, y de-satando una guerra entre hermanos de un mismo padre. Jeff Nichols, que debutó en la realización con este filme a los 29 años, opta por sugerir más que mostrar. No sólo el desenlace de los encuentros a las piñas y a los golpes suelen estar en el espacio off, fuera de cámara, sino que también es más sutil que gráfico al desarrollar la trama. El gran Michael Shannon (candidato al Oscar este año por su interpretación de John en Sólo un sueño, el esquizofrénico de Peligro en la intimidad) sorprende con un papel bastante diferente. Son es el mayor de sus hermanos, y se debate entre un difícil equilibrio, por su aficción al juego -del que se habla, pero nunca se muestra-, porque su mujer lo dejó y se llevó a su hijito y porque la inestabilidad emocional suele jugarle malas pasadas. Nichols sabe centrar la acción en lo que Son dice y hace, y en las omisiones del protagonista para acrecentar las diferencias con sus hermanos o hermanastros. Uno puede adivinar abusos en sus infancias, y el tono de tragedia que sucede a la venganza se avizora en un destino inmediato, y difícil. La escalada de violencia, para la que ninguno de los involucrados está preparado, los pone de frente a la elección de sus destinos. Y saber qué hacer ante una encrucijada y decidir por sí mismos es la ardua resolución que Shotgun Stories le dispara a su público. Porque hay dolores que ningún arma puede disparar.
La misma sangre Un relato parco y seco como la lenta y cansina vida en las afueras de la ciudad, nos relata Jeff Nichols en su debut cinematográfico con Shotgun Stories (2007). Una historia donde la venganza no traerá el alivio esperado. Los hermanos Hayes fueron abandonados por su padre quien formó otra familia teniendo hijos varones de la misma edad que ellos. La relación entre los hijos de distintas mujeres, siempre fue tensa y proclive al conflicto. Pero no será hasta el funeral del hombre, que enemistará de por vida a ambos bandos. Con un pulso descriptivo antes que narrativo, el director desliza su cámara por las relaciones entre hermanos. El punto de vista que elije para centrarnos en la trama, es el de Son Hayes (Michael Shannon) el mayor de los tres hermanos y quien dirige los destinos del resto como Wyatt Earp ante el encuentro en el O.K. corral de Tombstone. El tema del film es la consecuencia de la violencia, entiéndase la violencia física pero también la violencia que puede ocasionar un abandono, la falta de cariño materno y la incomunicación. No por nada los nombres del grupo de hermanos protagonista es Son (hijo) Hayes, Boy (niño) Hayes y Kid (muchacho) Hayes. ¡Ni siquiera tienen nombres propios! Jeff Nichols opta por el fuera de campo para retratar la violencia –nunca está en cuadro, siempre en off- centrándose en el antes y el después del hecho. Es decir, lo que produjo la violencia y sus dramáticas consecuencias. La familia, en este caso los grupos de hermanos, nunca pudieron rehacer sus vidas por la violencia ejercida por el padre, a quien nunca conocemos sino mediante los rostros de sus hijos. En la primera escena vemos a Son Hayes en su habitación con su espalda llena de cicatrices, marcas que expresan las consecuencias de la violencia en su cuerpo. Violencia que recibió en su pasado y que llevará consigo el resto de su vida. La película hace ese trabajo, no muestra el hecho sino las marcas que produjo, centrándose en ella y dejando lo violento fuera de campo. La violencia termina cobrando así mayor peso dramático en el film justamente por su ausencia. De esta forma, Jeff Nichols expone su discurso, diciendo más de lo que muestra y que, en este caso, es tan sórdido como eso que no llegamos a ver.
Entre la tragedia y la falsa esperanza Hay que comenzar a separar las aguas cuando se habla de “cine independiente americano”. En realidad, la “independencia” hoy es mucho más económica (en el sentido de que son films a los que los grandes estudios sólo apuestan, si lo hacen, después de realizados y pasados por algún evento del tipo Sundance) que formal. Así, esta película sin estrellas, sincera y bien filmada, debería no ser considerada respecto de sus condiciones de producción sino de la pertenencia a una tradición, en este caso el melodrama familiar. La historia es la de tres hermanos, hijos de un padre abusivo que un buen día, tras pasar por la cárcel, encontró a Jesús y se volvió un tipo normal con una familia (otra) normal. El hombre muere; comienza entonces el ajuste de cuentas con el pasado de estos tres hermanos; un ajuste de cuentas que lleva a la violencia. Sin embargo, no hay regodeo: la barbarie implícita en el paisaje que muestra, metafóricamente, a estos personajes como náufragos. Sin embargo, el sino trágico que campea sobre la historia no es definitivo y en eso radica –paradójicamente– tanto el atractivo como la debilidad del film. Lo primero, porque se mantiene la tensión de la esperanza, a pesar de lo terrible. Lo segundo, porque esa “esperanza” aparece como una necesidad extracinematográfica, como si nadie quisiera que el espectador salga del cine totalmente amargado sino con una enseñanza. La sinceridad sobre los personajes y la empatía que hacia ellos muestra el realizador hacen que este defecto no se note demasiado, que sea apenas un zumbido en el recuerdo que motiva la insatisfacción.
En línea recta hacia la tragedia Tópico cultivado por el western, el de las guerras de familia admite, a lo largo de la historia del género, dos acepciones. Uno es el de la guerra interna, entre parientes cercanos, representado, por poner un ejemplo notorio, por Duelo al sol, donde era tan mortal el odio entre hermanos como el que enfrentaba a uno de ellos con el padre. Otro es el de la guerra entre familias, cuya máxima expresión es la legendaria colisión entre los Earp y los Clanton, desarrollada, entre otras, en Pasión de los fuertes y Duelo de titanes. Suerte de western contemporáneo, Shotgun Stories fusiona ambas acepciones, en tanto los que están dispuestos a exterminarse son dos linajes de hijos del mismo padre. Todos son Hayes aquí: los de un lado y del otro. Y es posible que, de seguir adelante con la Ley del Talión como lo vienen haciendo, no quede ningún Hayes, de uno u otro lado. “Era un hijo de puta”, dice Son Hayes (Michael Shannon), durante el funeral del padre. Para rematarlo escupe el féretro, frente a los miembros de la otra rama de la familia, que ahí mismo quieren trompearlo. “Vos nos hiciste odiarlo”, reprochará más tarde a la madre, cuando ya es tarde para tomas de conciencia. Entre una cosa y otra, una y otra rama de los Hayes funcionan de acuerdo con el principio de acción y reacción: un ojo por otro, un diente por otro. Hasta que alguien saque un puñal y algún otro, una escopeta. Más que crecer, Shotgun Stories sigue una línea recta y ascendente: la de la violencia, la de la tragedia. Toda ficción estadounidense sobre la violencia es, necesariamente, metonímica: la pequeña parte que refleja el todo. Más aún si, como en este caso (la película es de 2007), esa ficción se produce en tiempos en que la venganza, presuntamente redentora, ocupa el lugar de política de Estado. Opera prima del realizador y guionista Jeff Nichols, Shotgun Stories muestra a dónde lleva la venganza: a lo que los Estados Unidos comprueban por estos días, si levantan la cabeza y miran hacia Medio Oriente. Esa línea recta que sigue Nichols, casi sin accidentes dramáticos que la interrumpan, tiene un indefectible manto de previsibilidad sobre la película. Una segunda línea dramática trabaja otro tópico con antecedentes, el de la pereza y lentos tiempos sureños (la película, de ambiente rural, transcurre en Arkansas, patria chica del realizador). Tema tratado en toda la literatura de la zona, de Faulkner al primer Capote, pasando por Tennessee Williams, Carson McCullers y Flannery O’Connor. “No es un juego, es un sistema”, se justifica Son Hayes cuando la esposa le reprocha que se patine la poca plata que tiene en el juego. “Le propuse casamiento a mi novia”, cuenta el hermano menor, “pero no sé cómo voy a hacer, si no tengo ni casa ni estudio ni trabajo, y vivo en una carpa”. El mayor no es mucho más apegado al esfuerzo físico: vive en una casa rodante, entre objetos que no funcionan, mientras pasa el tiempo jugando absurdas trivias de básquet con su hermano. Dejadez, violencia, atavismos que no se rompen: Jeff Nichols no parece tener una alta opinión de su tierra natal.
Los elegidos y los postergados Algo de western contemporáneo, algo de tragedia “shakespeariana” sobrevuela el entramado de Shotgun stories, ópera prima de Jeff Nichols que se presentó como una de las sorpresas del cine independiente estadounidense hace dos años. Si hay algo que prevalece en una trama que puede considerarse austera es precisamente que ese exceso de austeridad se transmite a la historia desde el primer minuto y a la dosificación de información, que va uniendo los puntos neurálgicos del relato hacia una curva dramática creciente. A los Hayes los vincula más allá de la sangre -hijos de un mismo padre- un solo y único elemento: el odio. Enfermedad interna que arrastran desde aquel día en que su progenitor decidiera abandonar a Son (Michael Shannon, soberbio), Boy, y Kid, junto a su madre, y así optara por brindarle todo a sus otros hijos, quienes prosperaron económicamente y nunca tuvieron contacto con la otra parte de la familia. Resulta llamativo que los Hayes no se llamaran Hates (traducción vernácula de odio) y siguiendo con el juego de palabras se podría decir que no son para nada casuales los nombres de los protagonistas como una suerte de reflejar metonímicamente (mostrar la parte por un todo) un progreso o juego de roles en la figura de una sola persona, es decir que siguiendo la traducción del inglés estamos hablando de Son como hijo, Boy como muchacho y Kid como pequeño sintetizados una vez llegada la madurez en una sola persona que frente a su entorno juega estos mismos roles de manera simultánea, pues uno fue niño, siguió siendo muchacho y siempre seguirá siendo hijo aunque ya sea adulto para seguramente convertirse en padre. De este entreverado cruce de relaciones se nutre la columna vertebral de esta tragedia, cuyo contexto geográfico del sur de los Estados Unidos guarda una estrecha relación con la apatía y aridez de sus personajes, casi mimetizados con la sequedad de la atmósfera que los rodea como así también con la pesada carga del pasado a cuestas. Del mismo modo ascendente por el que transita la línea narrativa, el realizador esparce en cuentagotas la irrupción de la violencia como única directriz para sumergir la historia en una suerte de vacío que en vez de cerrarse se ensancha al dejar abierto el único sendero posible que no es otro que el de la venganza; que comienza casi de forma imperceptible en un incidente menor en un funeral cuando Son escupe sobre el féretro de su padre provocando la ira de sus hermanastros. ¿Se puede transmitir el odio entre generaciones? Esa parece ser la premisa que toma Nichols como punto de partida para llegar a una respuesta evidente, pero no por ello menos real, la cual pese al esquematismo del guión acumula reflexiones y alguna que otra cuota de esperanza sin caer en escapes redentores ni finales efectistas.
Uno puede leer apresuradamente por allí algo respecto a la ópera prima de Jeff Nichols y casi de inmediato sentirse autorizado a dudar. De nuevo esta cosa del indie americano, se dirá, con su tendal de familias disfuncionales, con su moralina, con su cansada sordidez apenas encubierta bajo la máscara de su concepción particular del concepto de realismo. Otra vez sopa, en definitiva. Puro pasto para festivales. Shotgun Stories resulta en cambio una sorpresa: Nichols no filma una idea del odio sino el modo en el que el odio se transforma en sistema. El esencial pesimismo que la película destila no es una fórmula impuesta para leer el mundo sino acaso el único sentimiento genuino posible para resguardarse del dolor que parece ser una de sus partes constitutivas ineludibles. En un lugar llamado England, un pueblito perdido dentro del estado de Arkansas (en el cine norteamericano, cualquier sitio que no sea una de esas ciudades que un estudiante de primaria no pueda identificar aunque sea de oídas parece un lugar perdido), tres hermanos reciben la noticia de la muerte de su padre, que hace años dejó el hogar y formó otra familia, engendrando nuevos hijos. Los muchachos abandonados guardan por la figura del muerto un rencor prehistórico, abismal, mientras que los otros, sus medio hermanos que asisten al funeral, oyen el panegírico que se pronuncia en su nombre y asienten conmovidos. El espectáculo aterrador de Shotgun Stories consiste en el enfrentamiento entre las dos familias a causa de un fragmento de memoria que azota el presente. La disputa no es tanto por el hombre en cuestión, sino por la idea que de él ha quedado en el mundo. La cámara se encuentra esta vez del lado de los odiantes, de los que recuerdan. Pero, de modo magistral, el director no apela jamás al recurso extorsivo del flashback, en el que una oportuna escena clave del pasado se actualiza providencialmente para que el espectador pueda compartir con toda comodidad el punto de vista de los hermanos protagonistas. En Shotgun Stories lo que hay es lo que se ve. Todo otro tiempo se encuentra abolido en la película por este presente de resentimiento absoluto que un breve incidente en el entierro del padre establece como un estallido. Como en los libros de Cormac Mccarthy, un tono de tragedia cósmica atraviesa la película, en la que las penurias del presente guardan con su origen una relación remota, casi imposible de descifrar, pero cuya fuerza destructora resulta a la postre ser incontenible. En el comienzo de la película, la espalda picada de perdigones del hijo mayor que el espectador puede atisbar brevemente cuando el muchacho se levanta de la cama se encarga de graficar con claridad la voluntad de una violencia antigua que persiste como huella irrenunciable a través de los días. Más allá de ello, no hay nada que deducir de esas marcas, el director no construye un misterio con la incógnita del acontecimiento en el que se produjeron. Como se ha dicho, Shotgun Stories se desarrolla sobre una ardiente planicie sin tiempo en la que el odio se expande como una enfermedad virósica, ajeno a la acción de los hombres. Nuestros hermanos no parecen en verdad tener siquiera un nombre: entre ellos y para todo el mundo se llaman Son, Boy y Kid. Se les suma su amigo Shampoo. Solo el perro Henry, que muere fuera de campo mordido por una serpiente, ha podido acceder a un nombre propio. Todos son al fin parias, su apelativo refiere al lugar que ocupan en una trama de relaciones a la que solo cabe aceptar con una desconsolada resignación; son desheredados de un paraíso que ya no se aguarda y del que no quedan en la memoria ni siquiera restos de imágenes a los cuales recurrir. La simpatía que despiertan los personajes principales en el espectador quizá resida en la posición desfavorable que guardan respecto de los hijos rivales, de los que apenas se alcanza a ver que son un poco más prósperos y acomodados. Como si se deslizara por un campo minado, la película de Nichols parece estar constantemente a la espera de una catástrofe, un momento de brutalidad definitivo en el que la cotidianidad estalle por los aires y en el que el dolor encuentre un cauce definitivo o su inopinada y terrible justificación.
El primer largometraje del novel director Jeff Nichols es un cabal exponente de lo mejor del cine independiente estadounidense. Un prodigio de economía narrativa y solidez visual, que cuenta, con el paisaje de la localidad de Arkansas -pueblo natal del cineasta-, como fondo, una feroz contienda entre dos grupos de medio hermanos después de la muerte de su padre. Un ex alcohólico devenido cristiano al cual jamás se ve su aspecto, que abandonó una parte de su familia para dedicarse a la otra, generando rencores irreconciliables por un lado y custodias incondicionales por el otro. Shotgun Stories, tal el título original con que se da a conocer esta semana en el Arte Cinema, desglosa el despiadado legado de un hombre sin rostro y con ese mismo concepto elije no exponer situaciones de furia y venganza que se precipitan entre estas familias ligadas pero antagónicas. Nichols, con un criterio maduro y artístico, golpea al espectador con una violencia extrema pero sugerida, logrando que esos arrebatos sean aún más lacerantes. Las medidas y hondas interpretaciones de un elenco de jóvenes actores componiendo a personajes hoscos, taciturnos y resentidos redondean una propuesta amarga pero reconfortante por sus altos valores cinematográficos y su metáfora sobre la condición humana.