Hace unos años, tal vez veinte, las salas de estreno tenían una variedad de la que hoy carecen. Aunque por aquellos años también nos quejábamos, está claro que gran parte de los mejores cineastas del mundo hoy no llegan a la Argentina sino es través de los festivales y los ciclos de cine. El cable y las plataformas de streaming, que han crecido y han cambiado por completo el consumo audiovisual también luchan por cubrir las limitaciones de la cartelera local. Uno de los muchos ejemplos de cineasta que tuvo gran repercusión y llegó a estrenar comercialmente es Naomi Kawase. Conocida en Argentina a partir del estreno de Suzaku (Moe no suzaku, 1997) en la sección La mujer y el cine del Festival de Mar del Plata, la película tuvo un largo circuito de premios en los festivales del mundo, incluyendo la Cámara de Oro en el Festival de Cannes. Pero más allá de los premios, su carrera se volvió foco de atención a partir de entonces, alternando la directora entre la ficción y el documental y entregando algunos films memorables. Entre ellos la película Shara (2003) que le permitió llegar a más espectadores y para muchos fue la primera vez que se encontraron con el talento de esta directora. Su cine, que muchos consideraban exclusivo para festivales, se ha volcado a narraciones un poco más clásicas, como es el caso de Una pastelería en Tokio (Sweet Bean/An, 2015). En esta película Kawase muestra el mismo estilo de todos sus films, incluyendo un bello plano inicial tan atractivo como el de Shara. Acá la directora cuenta la historia de Sentarō, el solitario encargado de una pequeña pastelería en la ciudad de Tokio. Sentarō es un personaje reservado, algo osco y a diario sirve dorayakis. Tiene una clientela pequeña y es capaz de regalarles sus pastelitos a tres adolescentes con tal de que se vayan del local. Su rutina absoluta y serena se ve interrumpida por la aparición de una anciana fascinada por el árbol de cerezo frente al local quien le pide a Sentarō trabajo como ayudante. La septuagenaria llamada Tokue no parece la empleada ideal, pero su insólita insistencia se ve recompensada cuando Sentarō descubre que ella tiene una sobresaliente habilidad para hacer la pasta de porotos dulces que llevan los pastelitos dorayakis. Estos dos personajes, sumados a un joven habitué del local, son el trío protagónico de la película. Con la simpleza de los maestros del cine japonés, Kawase consigue una vez más captar lo intangible. Su capacidad para ir mucho más allá de la superficie tomando elementos sencillos es desde el comienzo de su carrera su mayor virtud. Las acciones de los personajes, mínimas, cotidianas, con pocas palabras y una gestualidad mínima se convierten en el perfecto canal de transmisión de sentimientos de los personajes. Cuando conozcamos mejor a Sentarō y Tokue no será a través de su pasado, sino de las marcas de ese pasado en su presente. El Tokio que aparece en la película no es el céntrico, el acelerado mundo de la gran ciudad japonesa, sino el de los barrios aledaños, que sigue luchando entre lo viejo y lo nuevo. El tema favorito de grandes cineastas japonesas vuelve a aparece aquí. Lo tradicional amenazado por los cambios, pero no solo en el sentido literal de las transformaciones sino en su significado en la vida de las personas. En la desesperada búsqueda de sentido, en la velocidad del cada día, se pierde la esencia de las cosas. El respeto por la pureza de las cosas, por ese instante de sensibilidad artesanal es el corazón de la película. Una pequeña tarea realizada a la perfección, cada día un poco mejor, pero siempre hecha con lo mejor que uno puede ofrecer se convierte en sí mismo en un arte, en un fin en sí mismo. El respeto por la sabiduría de los ancianos, la lucha contra los prejuicios y temores de la gente, la idea de que los jóvenes busquen un camino diferente al asignado, la posibilidad de inmortalizarse en un detalle pequeña capaz de resumir un mundo, todas esas cosas están plasmadas con la belleza de quien las comprende y venera. Por amor al mejor cine proveniente de Japón y también porque sin duda están conectados, no hay que dejar de mencionar a Yasujiro Ozu. Si el más grande de todos, el más sabio, el más coherente de los directores japoneses se viene a la mente al ver Una pastelería en Tokio es porque Naomi Kawase comparte mucho de su cine con él. Pero mientras que Ozu tenía una mirada por momentos oscura y desesperanzada, Kawase se descubre más optimista. Ozu vivió el final de una era, Kawase observa los elementos todavía rescatables de esa época. Hablábamos de que la directora filma de manera más clásica que en sus películas anteriores pero que esto no suene a que no están sus mejores planos ni la poesía de su arte. La forma en la que Kawase filma las hojas movidas por el viento o el más pequeño plano detalle demuestra que aun se fascina y nos fascina con los misterios que nos rodean. Sus personajes son tan adorables que para cualquier espectador será sencillo entrar en el mundo de ideas complejas y abstractas. No existe una forma única de hacer cine, pero los grandes maestros nos hacen sentir, en lo que dura su cine, que no hay mejor manera que la estamos viendo. Esa maestría la domina a la perfección Naomi Kawase.
Una pastelería en Tokio no es una película de receta, pero vaya que la tiene para emocionar con ingredientes genuinos. Es el tipo de filme, sí, en el que la comida no es un tema central, pero tamiza las relaciones de los personajes. También, del tipo que anuda un personaje mayor, que enseña con sus palabras, metáforas e historias de vida a uno menor (en este caso, dos, ya que a cierto cocinero joven se agrega una estudiante). Sentaro tiene un puesto de dorayaki, una suerte de pasteles o panqueques dulces. No le va del todo mal. Muchas estudiantes van y consumen, aunque se ríen o quejan, hasta que un buen día una señora mayor llega hasta allí. Tokue le pide trabajo. Sabe hacer el mejor dulce de frijoles -según la traducción, o sea, porotos-, que es con lo que Sentaro rellena los dorayaki. Y creando esa pasta, a las 7 de la mañana, mirándola, surte efecto. No sólo es deliciosa, sino que el número de clientes aumenta. Hay, claro, un problemita -que siempre suele aparecer en las películas para dar lo que se dice un dolor de cabeza al protagonista-. Tokue tiene mal las manos. No es una enfermedad de los huesos. Sería lepra. Una pastelería en Tokio tiene como personajes centrales a dos seres sumidos en la tristeza. Tokue (Kirin Kiki) lo viene disimulando mejor, pero ya en el desarrollo del filme se entenderá por qué. Sentaro (Masatoshi Nagase, de Mistery Train, de Jarmusch) casi que no sonríe nunca. Motivos, también se verá, no le faltan. Como en otras realizaciones de Naomi Kawase (El secreto del bosque, Still the Water), el relato de Una pastelería en Tokio tiene sus tiempos internos, y no es que tampoco abunden, pero hay toques de humor. Cuando Tokue se entera de que a Sentaro no le gustan los dulces, y tiene precisamente un puesto de ellos, y le gusta beber, le pregunta muy suelta de cuerpo la ancianita “¿Entonces por qué no ponés un bar?”. En síntesis, una película cálida, con personajes sensibles, sin exclamaciones rimbombantes y el “mensaje” de que más vale escuchar a los frijoles y a los pájaros para entender la vida. Para contar historias.
La directora de Suzaku, Shara, El secreto del bosque y Hacia la luz estrenó en Cannes (festival que la tiene casi como abonada) este pequeño y por momentos encantador film basado en la novela de Durian Sukegawa que expone las vicisitudes, sueños, miedos y traumas de tres personajes de distintas generaciones: Sentaro (Masatoshi Nagase), un parco hombre de mediana edad y pasado turbio que maneja la pastelería del título; Tokue (Kirin Kiki), una anciana de 76 años que ha vivido confinada durante décadas por la lepra y asegura tener una receta mágica de dorayakis (una suerte de panqueques muy tradicionales en Japón), que podría cambiar el gris presente del negocio en cuestión; y Wakana (Kyara Uchida), una querible preadolescente que acarrea serios problemas de relación con su madre. Tragicomedia bella y sensible, Una pastelería en Tokio tiene algunos excesos aleccionadores con ínfulas new-age, demasiadas cartas y grabaciones concebidas "para llorar" y referencias repetidas a ciertas imágenes (como, por ejemplo, las flores de los cerezos) que tanto le gustan a la realizadora, pero esos abusos no alcanzan a contaminar la naturaleza pura de un film que descansa en la integridad y nobleza de sus tres protagonistas. En definitiva, la esencia del cine de una directora con sello y universo propios como Naomi Kawase.
La pasta dulce de poroto como metáfora Gracias a una estructura narrativa relativamente tradicional, la directora de Shara consigue su film más accesible para el gran público, a lo cual debe sumarse ese gran artilugio del cine-arte mainstream de probada eficacia: la comida como alegoría de la vida. La pasta dulce de poroto (anko) le obsequia el título original, en su forma genérica an, al octavo largometraje de ficción de Naomi Kawase, que se estrena en Argentina con tres años de retraso, luego de su presentación en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. Más allá de su gracia culinaria, Una pastelería en Tokio resulta un tanto atípica si se la compara con el resto de la filmografía de la cineasta japonesa. En primer lugar, el guion está basado en una obra preexistente (la novela homónima de Durian Sukegawa, traducida a varios idiomas, aunque no al español), algo poco frecuente en la obra previa de la directora de Shara. En parte por esa razón, en parte gracias a una estructura narrativa relativamente tradicional, tal vez se trate de su film más accesible para el gran público, a lo cual debería sumarse obligatoriamente ese gran artilugio del cine-arte mainstream de probada eficacia: la cocción de un plato como metáfora de las mil y una experiencias y emociones de la existencia humana. Sentaro (el experimentado Masatoshi Nagase, visto fugazmente en el final de Paterson, de Jim Jarmusch) pasa sus días atendiendo un puesto callejero dedicado a la venta de dorayakis, un dulce japonés consistente en dos masas rellenas de pasta de poroto endulzado. El local no es tanto una pastelería, entonces, como un establecimiento de comida rápida al paso. Atado a la rutina de la confección de esos “alfajores” como si se tratara de un castigo autoimpuesto (algo de eso hay, como se revelará en algún momento de la historia), el relleno es cortesía de la pasta más industrial que pueda imaginarse, pero la llegada de una particular anciana que anda en busca de trabajo cambiará de un día para otro la calidad del producto. A pesar de las reticencias iniciales del dueño del lugar, Tokue (la veterana actriz Kirin Kiki) le enseña a Sentaro cómo cocer el auténtico anko: con paciencia, esfuerzo, amor, “escuchando lo que los porotos tienen para decir”, según sus propias palabras. El día después grafica a la perfección las preferencias de la clientela y el boca a boca garantiza una larga fila de comensales, pero también la posibilidad de un peligro latente: alguien ha identificado las profundas marcas en las manos de Tokue como secuelas de una enfermedad infecciosa, cargada de una historia de vergüenza y estigma. Kawase toma las ideas centrales de la novela y transforma algunas de ellas en potentes imágenes: la primera escena contrapone el alambicado y cansino recorrido del protagonista al comienzo de un día como cualquier otro con la serena belleza de los cerezos en flor. Lo particular de Una pastelería en Tokio respecto de otros films de Kawase no elimina lo fácilmente identificable: un dolor silencioso pero profundo cuyo origen proviene de las malas decisiones personales, el paso del tiempo y la vejez, la cercanía de la muerte; también la regeneración a través de una nueva vida, la alegría como estado transitorio que puede ser estudiado y practicado. El maquillaje de la actriz que interpreta a Tokue recuerda a las imágenes documentales de Tarachime, el film en el que la realizadora filmó a su anciana madre adoptiva durante los últimos meses de vida. Ciertos acontecimientos que ocurren en An no hacen más que ratificar esa filiación, que también se reúne con algunos de los temas de Hotaru (2000), uno de sus títulos más recordados. Kawase reúne los tránsitos de la mujer septuagenaria y los de ese hombre callado y taciturno y les suma el de una adolescente atrapada en una vida cotidiana que parece llevar el sello de la insatisfacción. Más allá de cierta previsibilidad en la segunda mitad del relato y de algún que otro traspié dramático diseñado para generar la empatía inmediata del espectador, Una pastelería en Tokio busca y encuentra en varios pasajes esa emoción de orden profundo que la cineasta transformó en norte creativo a partir de su ópera prima, Suzaku (1997). Una intensidad lírica que suele estar presente en las experiencias aparentemente más obvias y sencillas de la vida y que el cine –Kawase siempre lo creyó posible– es capaz de recrear y transmitir. Puede ser el paso de un tren a la distancia (allí están los ecos audibles de Ozu), la fragilidad de las flores o el cambio de las estaciones. Y, desde luego, el sabor de un dulce fabricado amorosamente, como si en ello radicara una parte del sentido esencial de la vida.
Basada en la novela del escritor japonés Durian Sukegawa, Una pastelería en Tokyo de Naomi Kawase, directora muy apreciada por el público argentino, parece volver a una tradición de la relación entre el público occidental y el cine oriental. En esa tradición, las películas japonesas (Kurosawa, Ozu o Kobayashi) enseñaban al espectador occidental las buenas maneras del transcurrir de la vida, tanto del vivir como del morir, encontrando una especie de arcadia humanista y un elevado sentido de la simplicidad ética: ancianos entrañables, relaciones maestro-aprendiz, referencias a la naturaleza como la fuente de toda belleza posible y al dolor físico provocado por las injusticias o la guerra una manera de enseñanza necesaria en representación de la humanidad toda. - Publicidad - Autoreferencial o directamente autobiográfico, el cine de Kawase representa muy bien ese tipo de cine japones que le gusta a Europa: su larga presencia en el Festival de Cannes lo demuestra, Shara, compitió en 2003, El bosque del luto (Mogari no mori), gana el Grand Prix en 2007, Hanezu no tsuki (Hanezu), en 2011 y Aguas tranquilas (Futatsume no mado), en 2014. Una pastelería en Tokio (An) fue la película de apertura de Un Certain Regard 2015. Aquí no va a encontrar el espectador las calles atestadas de gente o de tecnología de la Tokyo actual porque la historia transcurre en un barrio de la ciudad: una pequeña esquina que tiene una todavía más pequeña pastelería donde se vende solo Dorayaki, especialidad dulce japonesa. No hay vértigo, al contrario, los planos fluyen hacia la descripcion de sus personajes. Los envuelven, para entenderlos. El lugar es gerenciado por Sentar?, quien pone un aviso para contratar a un ayudante. Allí acude la anciana Tokue (la actriz Kirin Kiki sabe darle un tono muy particular) quien ante una primera resistencia de Sentar? terminará, sin embargo, finalmente contratada. Va a cocinar un relleno de pasta de frijoles único. Una pastelería en Tokio podría entrar dentro del género de cine de cocina y cocineros. Los momentos que Tokue y Sentar? comparten en la cocina, tal vez resulten lo mejor de la película: las dificultades de la anciana afectada por una deformidad en las manos y la asistencia amorosa de ese hombre tosco que va transformando su hosquedad ante la ternura de la mujer que resultará salida de un hospital de leprosos donde fue recluida durante 60 años. Tokue se maravilla con el cerezo florecido de la puerta de la pastelería y acerca su oído a los frijoles que se cocinan en la olla. Para ella, las cosas de la vida tienen una historia que hay que saber escuchar y asi le enseña a Sentar? que cura con ella su pasado oscuro para poder renacer un dia, en una plaza vendiendo dorayakis en su nombre. Bella película de Kawase como no podía ser de otra manera. Solo en el Cine Cosmos UBA 20:15
No se detendrá el mundo ni se llenarán las salas (qué pena) con esta obra chiquita, sencilla, sentida, de unos pocos personajes, lugares también bastante sencillos, y unos temas expresados sin mayor discurso: la calma, la sabiduría de los viejos, la relación con la naturaleza,el agradecimiento, la aceptación del destino, la trascendencia espiritual mediante un quehacer simple, útil, humilde. Y, por oposición, los prejuicios, la intolerancia, la prepotencia y el egoísmo. El título original, "An", alude a la pasta de poroto colorado. ¿Quién va a ver una película con ese título? Un hombre solitario está a cargo de un puesto de dorayakis (esos alfajores con mermelada de porotos que come Doraemon), necesita un ayudante y se presenta una septuagenaria que siempre quiso hacer ese trabajo. Sólo que ella no usa mermelada industrial. Hasta ahí parecería que vamos con la misma receta de muchas otras películas de asunto culinario. Pero justo ahí, antes de que pasen 30 minutos, surge un drama latente, la historia toma otro camino, hay revelaciones y confidencias inesperadas, y también resoluciones obligadas. Pasado un tiempo, después de esas sacudidas que se soportan sin un grito, vendrá el cierre. La emoción es leve, apacible, nos regala una enseñanza, una dulce tristeza y un sabor muy suave en el alma, que tarda en disolverse. Autora, Naomí Kawase, sobre novela de Durian Sukegawa todavía sin traducción al castellano. Intérpretes, Kirin Kiri, viejita habitual de las películas de Kore-eda, la joven Kyara Uchida, Masatoshi Nagase, casi a 20 años del "Mistery Train" de Jim Jarmush, y Etsuko Ichohara, la otra viejita.
Las flores del árbol de cerezo Cocinada al ritmo suave del encanto y la dulzura, Una pastelería en Tokio (An, 2015), la película de Naomi Kawase, es tan profunda como entretenida. En Japón el dorayaki es tan popular que se vende en puestos callejeros. Se trata de un dulce hecho a partir de dos bizcochos que en medio se unen por una pasta de frijoles rojos, muy común en el Lejano Oriente. Sentarô (Masatoshi Nagase), el solitario encargado de una pastelería, pone un anuncio en busca de alguien que lo ayude con el trabajo. Nada parece conmoverlo, ni siquiera la animosidad de unas adolescentes —entre las cuales está Wakana (Kyara Uchida), quien le pide ser tenida en cuenta en la búsqueda laboral—, las consumidoras habituales del local. Un día llega Tokue (Kirin Kiki), una anciana menudita que tras insistir al final obtiene el puesto cuando le trae la pasta dulce que ella misma realiza con sus manos. El secreto del dorayaki en verdad no es ningún secreto: consiste en prestar el oído a quien lo necesita, sea el tiempo, la naturaleza o el amor. Si todo indica que la película girará en torno a la contraposición de la tradición y la modernidad, el relato se desvía de la corriente y navega bifurcaciones inesperadas. Desde luego que está presente, por un lado, la desatención que la actualidad propina a quienes ya se hicieron mayores —y con ellos, a sus historias—, y por el otro el salvaje apetito del capitalismo que nada sabe de respeto y humanidad. Pareciera, en un principio, que Tokue sólo encuentra la realización por medio del trabajo, lo que insertaría en la narración un mensaje un tanto inquietante. Pero en realidad lo que busca esta anciana maltratada es trabar nuevas amistades, ya que el mismo vínculo mantiene con sus pares y con la vida. Naomi Kawase teje una trama, al mejor estilo de Chejov, sin prisa pero con decisión. De manera oportuna cada personaje expondrá su situación al tiempo que se corre el velo sobre un aspecto quizá no tan conocido de la historia de su país: la mirada que tuvo sobre una enfermedad tan devastadora como la lepra y los enfermos que la padecieron. Las flores del árbol de cerezo son el marco ideal para una película que posa el ojo sobre las pequeñas cosas. El equilibrio lo practica en una soga muy delgada: en cualquier momento —como casi pasa hacia el final— puede venirse todo abajo. Y es que la combinación de dulzura y paciencia con la apuesta por los sentimientos más puros y la contemplación de la naturaleza en las manos de otro podría haber dado como resultado un cuento soso sobre las bondades de la vejez con sobredosis de azúcar. El fantasma de Ozu sobrevuela la puesta en escena: la mayoría de las alturas de cámara, los tiempos al interior del plano, los encuadres más bien cerrados. En la película de Kawase no se necesitan ni los petardos ni la tragedia para mantener el interés sobre una trama que prácticamente levita. Una lección que vale la pena aprender: a veces las mejores familias las conforman los amigos que la vida regala.
En este filme de Naomi Kawase se cruzan dos destinos, el de un pastelero aburrido de su tarea de cocinar “dorayakis”, unos panqueques con dulce de porotos, que está atado a su trabajo por deudas contraídas con un usurero, que le permitieron salir de la cárcel, para entrar a otra, en forma de negocio perpetuo y una anciana muy especial. Ella que paso largamente sus setenta años, responde al anuncio por un ayudante que publicó ese pastelero. El la rechaza por considerarla demasiado mayor, pero cuando ella llega con una prueba de su relleno dulce, caerá fascinado frente a su trabajo. Que no es otro que respetar cada ingrediente y su “voz”, la que se escucha cuando se adquiere la sabiduría adecuada. Con el éxito del nuevo relleno, llegaran las envidias y como la anciana a padecido lepra, los prejuicios y la ignorancia hacen lo suyo. Es la historia de comprensión de la vida, entrelazada íntimamente con la naturaleza, el sentido de la alegría y la libertad. Hay mucho de emoción, de lágrimas seguras y de un ritmo tan lento como entrañable que la directora maneja muy bien. Grandes actores para una historia de soledades compartidas.
Con bastante retraso, y luego de un extenso recorrido, aún en festivales locales, llega a las carteleras porteñas Una pastelería en Tokio, el antepenultimo film de Naomi Kawase. Una propuesta tan amena como menor dentro de su filmografía. Naomi Kawase la conocimos en Argentina gracias a su tercer film, "Shara", de 2004. Dieciocho años después, la cartelera local no ha sido del todo favorable para esta prolífica directora (en 2007 pudimos ver "El secreto del bosque", y alguna más) que ya se encuentra por su décimo largometraje, y varios cortos y documentales en el medio. "Una pastelería en Tokio" es su octavo film que ya cuenta con tres años desde su estreno original en 2015. Sin embargo, más allá del retraso, y de las consideraciones particulares, es de destacar que con este estreno se abre un nuevo canal local de acceso para un cine extranjero “más alternativo”, menos masivo, pero siempre interesante de ser apreciado. El mítico Cine Cosmos vuelve a abrir sus salas al cine internacional por fuera de Hollywood como en sus mejores épocas. Kawase se caracteriza por ser una directora muy personal, lírica, con un lenguaje visual nutrido y poético. También, con el correr de los años se ganó cierto “injustificado” mote de impenetrable. Es cierto, esta heredera lejana del cine de Ozu no practica un cine del más ligero y amplio para la multitud que busca el mero entretenimiento. Su cine es sensorial. Es cuestión de relajarse, sentirlo, y disfrutarlo perdiéndose en las líneas de su (muchas veces no) narración. Una pastelería en Tokio es su film más tradicional hasta la fecha. Una película que no deja de lado cierta melancolía, sabor agridulce, y una poética del reposo. Pero que resulta más accesible y convencional como relato. Paralelamente, podríamos decir que es uno de sus proyectos menos personales, o por lo menos, menos ambiciosos. Una comedia dramática (con el dramática bien subrayado y mayúscula en letra de molde) pensada para un target de público adulto mayor. Todo comienza con Sentarō (Masatoshi Nagase), el encargado de una pastelería en la capital japonesa, especialista en pasteles dorayakis. Sentarō es cerrado y solitario, por eso cuando aparezca en la pastelería, y en su vida, Tokue (Kirin Kiki), todo se trastoca. Tokue es una mujer septuagenaria, encandilada por el árbol cerezo ubicado frente a la pastelería. Por esta razón, pide trabajo en la misma. ¿Qué puede aportar esta señora mayor como trabajo? Elabora una salsa An (título original de la película), la que lleva la cubierta de los dorayakis, única. El trío protagónico lo cierra Wakana (Kyara Uchida), una joven, usual empleada del local. Entre los tres arman un núcleo diario del que veremos su rutina, su interrelación, y conoceremos más de su historia. Kawase apunta a una historia sencilla, con personajes pintorescos y reconocibles, y una pintura de un Tokio más alejado de la urbe. El ritmo, por supuesto, es lento y reposa en la reflexión y la calidez de los instantes. Surfea por sobre la superficialidad de los hechos y se adentra en detalles más profundos, pero no se siente la misma carga poética interpretativa de sus otros filmes. Pareciera que la directora trata de llegar a un público más grande, sin la necesidad de modificar su estilo, narrando un cuento más coloquial. Si bien la historia es transgeneracional entre los tres personajes, es muy probable que su “cuento de vida” penetre más en un público cercano al de Tokue. Algunos recursos básicos en busca de la emoción directa, y esa sensación permanente de sentir que pronto tomará vuelo, hacen que "Una pastelería en Tokio" se ubique como algo menor dentro de la carrera de Kawase. Una historia sencilla, tierna, (a veces demasiado) emotiva, y con personajes que conquistan, "Una pastelería en Tokio", pudo ser más viniendo de una directora como Naomi Kawase. Con lo que es, le alcanza para ubicarse por encima de la media de estrenos locales.
Hay algo de universal en este relato de Naomi Kawase que parte de una particular comida japonesa para relatar una historia de amor, amistad, y, principalmente, lucha y esfuerzo. La “pastelería” que alude el título local, no es otra cosa que un pequeño puesto de dulces atendido por un hombre que esconde un secreto. La llegada de una joven modificará sus estructuras y también su manera de ver la vida, regalando una narración clásica en una película que busca emocionar desde el primer segundo.
Como otras películas de Naomi Kawase, 'Una pastelería en Tokio' también desembarcó con demora en nuestra cartelera; de hecho antes de ver este largometraje en el Cosmos UBA los porteños esperamos tres años desde el estreno internacional y dos desde la primera proyección local en la tercera edición del festival Construir Cine. Sin embargo, nunca es tarde para reencontrar a esta realizadora japonesa cuya obra se rige por criterios estéticos y narrativos indiferentes a la exigencia de inmediatez comercial. 'An' es el título original de esta adaptación de la novela homónima que Durian Sukegawa publicó en 2013. El monosílabo nipón significa “pasta de frijol dulce”, acompañante fundamental de los dorayaki que el parco Sentarô prepara y vende para pagar una deuda en principio insaldable. En realidad se trata del “alma” de estos pequeños panqueques, corregiría la visitante ocasional primero y ayudante esmerada después, de nombre Tokue. Kawase recrea el encuentro de estos extraños –él de 40 y tantos; ella de más de 70– con un estilo similar al que utilizó once años atrás cuando retrató la incipiente amistad entre un viudo enfermo de Alzheimer y su joven cuidadora en 'El secreto del bosque'. De aquella película que la misma realizadora escribió, y que ganó el Gran Premio del Jurado del 60º Festival de Cannes, Una pastelería en Tokio heredó la calidad fotográfica (responsabilidad de Shigeki Akiyama) y actoral (Masatoshi Nagase y Kirin Kiki conmueven a partir de gestos apenas perceptibles). Aunque no transcurre en un bosque como su predecesora, An también invita a reconocer y a fortalecer nuestro vínculo con la naturaleza. Con esta intención en mente, Kawase ofrece postales tokiotas mucho menos frecuentes que aquéllas atiborradas de rascacielos espejados, carteles luminosos, transeúntes con apariencia de autómatas. En este marco encarnan un rol protagónico los cerezos en flor. 'Una pastelería en Tokio' pertenece a esa suerte de género gastronómico que años atrás encabezaron la exitosa 'Como agua para chocolate' del mexicano Alfonso Arau, adaptación de la novela homónima de Laura Esquivel, y 'Bella Martha' de la alemana Sandra Nettelbeck, que inspiró una malograda remake estadounidense. A diferencia de estas predecesoras, la película de Kawase carece de veta romántica o, en otras palabras, apunta al amor –no por una persona en particular– sino por la vida en general. 'An' tiene mucho de fábula clásica; por lo pronto la enigmática protagonista septuagenaria posee rasgos de las viejas hadas buenas con sabiduría popular y don sanador. Ya que hubo (y sigue habiendo) un 'Juanito y las habas', 'Tokue y los frijoles' habría sido un buen título para este delicioso film nipón.
Es una historia sencilla, poética, emotiva, delicada y tierna, donde la directora japonesa Naomi Kawase pone todo su encanto a través de los árboles de cerezo y almendros en flor y un dulce de dorayakis, se van generando hermosos climas, y en mucho favorecen los sonidos y la fotografía. Cuenta con muy buenas interpretaciones de Masatoshi Nagase, Kirin Kiki y Kyara Uchida, muestra unión, la libertad, el amor, la sabiduría y nos deja varios mensajes positivos.
DE TRADICIONES Y MODERNIDAD En Una pastelería en Tokio la gran realizadora japonesa Naomi Kawase vuelve a dar muestras de su talento para construir con sensibilidad relatos centrados en los vínculos humanos, incluso cuando apuesta aquí por una historia más convencional de lo habitual. En la película (que llega con tres años de retraso) un pastelero algo hosco reconecta con su interior luego de contratar a una anciana cocinera que lo acerca a métodos artesanales y tradicionales de la gastronomía. Como en gran parte del cine japonés, el choque entre el pasado y el presente es lo que determina el conflicto, que aquí se esboza con mayor levedad que en otros films (pensar en el cine de Takeshi Kitano), y surge como telón de fondo de la relación entre Sentaró (Masatoshi Nagase) y Tokue (Kirin Kiki). Lo mejor de Una pastelería en Tokio es la primera parte, cuando el vínculo entre Sentaró y Tokue se va dando progresivamente, y la desconfianza original del hombre va dando paso a una amable intimidad. Sentaró tiene un pequeño local donde produce doriyakis, unos bizcochos dulces con pasta de frijol, aunque confiesa que nunca los probó porque no le gustan. Claro, porque no comió la pasta de frijol que hace Tokue: así es como la anciana abre las puertas al interior del hombre y comienza a conectar, a la par que el local va aumentando su clientela. Durante largos minutos la cámara de Kawase casi que no sale de esa cocina, donde con pulsión documental Tokue le enseña los secretos de una cocción artesanal y ancestral: la larga espera con que la anciana espera que la pasta esté terminada es muestra de un cariño por las mejores tradiciones, que se oponen a un presente donde lo deshumanizado se impone. Sin necesidad de explicitar ni subrayar, la película va definiendo a sus personajes con pequeños gestos y también sus temas: por medio de la gastronomía, se explica el choque entre un pasado dedicado y artesanal y un presente prefabricado y distante (representado en la materia prima que usa Sentaró). Mientras Una pastelería en Tokio no convierte sus elementos en metáforas es que funciona a la perfección. Hay un detalle en Tokue que genera un quiebre en el vínculo entre los personajes y en el mismo relato, y que pone a la película a dialogar con éticas sociales y una mirada sobre el diferente. Es un quiebre que incluso habilita un cambio de tono por parte de la película, y que si bien no la termina por arruinar hace algo de ruido en el andamiaje mayormente sólido del relato. Porque Kawase acumula algunos giros de guión sensibleros y un tanto efectistas, donde aquello que los personajes representaban con su sola presencia se hace explícito a través de intercambios epistolares que le dan voz a las emociones y caen en metáforas un poco subrayadas. Todo esto no descalabra el funcionamiento de Una pastelería en Tokio porque de todos modos la directora no pierde nunca su buen gusto para construir imágenes que hablan por sí solas de la tragedia de la modernidad. Y porque Sentaró y Tokue son personajes imposibles de quebrar aunque se los convierta en símbolos para decir cosas.
La película de la realizadora japonesa de “Shara” cuenta una tierna pero igualmente dolorosa historia acerca de un hombre y una anciana que trabajan en un puesto de dulces en Japón que se transforma en un éxito gracias a las recetas de la mujer de misterioso pasado. Después de su fallida última película, la realizadora japonesa Naomi Kawase intenta acercarse a un relato un tanto más accesible y potencialmente comercial en UNA PASTELERIA EN TOKIO (AN, en el original japonés), un filme en el que pone sus temas y sistemas narrativos dentro de un formato un tanto más convencional. La película se mantiene en el límite justo entre lo encantador y lo empalagoso, lo sentimental y lo melodramático, lo poético y lo obvio/new-age, logrando salir airosa del desafío. Es una película que utiliza la comida como metáfora y en ese sentido no se caracteriza por lo original, pero de todos modos lo hace muy bien, al menos durante la primera hora del filme en la que un hombre que tiene un local en el que prepara y vende unos dulces japoneses llamados “dorayaki”, que se hacen con una pasta dulce en base de frijoles, termina tomando como empleada a un señora mayor que tiene una receta inmejorable para ese postre. La primera parte del filme se centrará en ver cómo esos saberes culinarios de la anciana señora mejoran el producto y convierten el pequeño puesto en un éxito, lo cual es una sorpresa, especialmente para el cocinero del lugar, que no parecía poner demasiado entusiasmo en la preparación. an2Claro que los cambios gastronómicos vienen acompañados de algunas líneas de texto del tipo orgánico/new-age (“hay que escuchar la historia de los frijoles”, es una frase que suena normal en el contexto) que nuestra tierna viejecita da como lecciones tanto de gastronomía como de vida al amargado protagonista. Pero la mujer guarda también algunos secretos que apuntan, por un lado, a estrujar el corazón de los espectadores pero también –y de forma más interesante– a hablar de algunos secretos e hipocresías de la sociedad japonesa. La relación entre el cocinero, su anciana empleada y una adolescente con problemas familiares que empieza a pasar cada vez más tiempo con ellos será el centro de esta historia culinaria cuyas metáforas pueden ser un tanto reiterativas pero que logra conmover con elementos nobles y simples: en la preparación amorosa de un plato de comida, en el placer de comerlo y saborearlo, en la manera en el que ese conocimiento se puede o no traducir en amor y respeto por los otros. Es una película que disfrutarán los cultores de la comida orgánica y natural, lo mismo que los fanáticos de las metáforas de auto-ayuda, ya que Kawase siempre se maneja en el límite entre ambos universos. Los apuntes de corte social, ligados a la situación de la anciana (cuyos detalles conviene no adelantar) tal vez no sean explorados lo suficiente, pero dan el marco a la segunda parte del filme, en la que esa pequeña y armónica convivencia se fractura y en la que se pone en primer plano las búsquedas cada vez menos espirituales y más comerciales de la sociedad japonesa, especialmente en lo referido al trato de los ancianos y de sus enfermedades. Pese a su reputación de respeto a los mayores, también en Japón la “utilidad” juega un rol importante, lo mismo que la marginación que sufren los que no se adecúan a las normas, como los tres protagonistas de esta historia bella, tierna y triste.
Un ámbito cálido y austero para una emotiva historia intimista Al pie de un cerezo, se ubica en una esquina, un pequeño lugar donde cocinan y venden dorayaki, una especie de alfajor hecho con tapas que parecen ser masa de panqueques, y el relleno una pasta de frijoles endulzados. El negocio, manejado por Sentaro (Masatoshi Nagase), va regular. Hace todo solo, está agotado. Vive también solo en un modesto departamento y cada día que se levanta, camina hacia el local como si fuese un autómata. Aunque se percibe que lo desanima la rutina puede intuirse otra cosa más profunda e importante. Un día, una señora que está por cumplir 76 años, se acerca a pedir el empleo que está escrito en la ventana. Aunque él la rechaza, su insistencia lo convencerá por el lado del sabor, porque Tokue (Kirin Kiki) se ofrece a elaborar la mejor pasta de frijoles que haya probado jamás. La dirección de Naomi Kawase nos introduce en un mundo cálido e intimista, donde ambos personajes se necesitan mutuamente, aunque ellos, al comienzo, no se darán cuenta. La anciana le enseña todos los secretos para la cocción, seguramente porque precisaba dejar un legado y no llevarse los secretos a la tumba. La película mantiene un desarrollo tranquilo, pausado, con paciencia oriental. Cuenta con muy pocas melodías de fondo, no hacen falta, el sonido ambiente y los diálogos son más que suficientes, porque, lo prioritario es seguir lo escrito en el guión. Están perfectamente sincronizados el paso del tiempo, los inconvenientes, el éxito, el drama, los momentos del cambio de giro en la historia, etc. Ambos ocultan cosas duras del pasado que se van a ir develando en los momentos necesarios del relato. No es una película donde se enseña a cocinar y luego observar la evolución del negocio, sino que es el aprendizaje y la enseñanza de conductas de vida que van a ir transformando los sentimientos de los personajes. El film es austero, se ven pocas calles de Tokio y sus alrededores. Nada de autos e inmuebles caros. Aquí lo importante son los pequeños detalles narrativos, manejados con mucha sensibilidad, para contar una buena historia sobre una señora mayor, con una gran sabiduría adquirida a través de los años, y un hombre de mediana edad cuya aceptación de la nueva realidad le permite abrir la coraza que blinda sus emociones y entregarse por completo a Tokue.
Hacía tiempo que no veíamos una película de Naomi Kawase, lo mejor que ha dado en las últimas dos décadas el cine japonés. Esta historia de amistad entre un hombre joven y una mujer mayor en torno a una pastelería vuelve al universo de pequeños gestos que esconden un misterio (cada uno de los personajes tiene algo que sanar) y un camino hacia las tradiciones. Aún con algunas fallas de ritmo, una cineasta aparte del resto de la cartelera.
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Sentarō (Masatoshi Nagase) necesita un ayudante. Pone un anuncio de empleo temporal en la puerta del local y hasta allí llega Tokue Yoshii (Kirin Kiki), de 76 años, una mujer que siempre deseó poder trabajar cocinando dorayakis (pasteles rellenos de an, salsa hecha con frijol aduki) pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo de manera profesional, pese a tener cincuenta años de experiencia a cuestas.
Nunca había probado las donas y menos las había combinado con café hasta que vi la serie Twin Peaks. Después de ver Una pastelería en Tokio, seguramente no pare hasta conseguir unos dorayakis (pequeños panqueques rellenos con una pasta de frijol, “el alma” de esas delicias). El cine también nos ofrece el placer gastronómico. Sin embargo, la película de Naomi Kawase es eso y mucho más. En el mundo de la directora japonesa conviven sin problema alguno los detalles urbanos con los naturales. Al principio, seguimos con planos cerrados a Sentaro, el hombre encargado de la pastelería en cuestión. Los sonidos de los pasos en la escalera transmiten el peso de su existencia y la rutina de un negocio a mitad de camino, sumido en la repetición de actos autómatas. A continuación, la imagen de cables sobre las paredes y de techos, da lugar al espacio público callejero, al ruido de los trenes y a una anciana que respira el aire de los cerezos floridos. En ese registro del presente en el que los personajes van ocupando el espacio, Kawase filma sus pasos, los acompaña hasta el encuentro. El otro vértice del triángulo es una joven estudiante llamada Wakana cuya madre no parece conectarse con ella. Entonces la pastelería será el punto de encuentro de las tres generaciones, sobre todo cuando la entrañable Tokue, una anciana de 76 años con una receta infalible, empiece a trabajar allí y el negocio crezca de manera descomunal. Pero, como en la vida, los buenos momentos son fugaces. La gente se entera de que Tokue ha estado confinada durante años a causa de la lepra y las cosas cambian. Más allá del argumento, enmarcado dentro de un modo narrativo más bien clásico, hay varias aristas destacables. La primera radica en el culto a las sensaciones que la película promueve. No solo se ve; además, se escucha y se saborea. Hay una dedicación consagrada a mantener la ilusión de que asistimos realmente a la preparación de la pasta en cuestión, como si se revivieran siglos de conocimiento culinario ancestral. Toda la secuencia en la que Tokue le enseña a Sentaro a prepararla es un prodigio sostenido sobre los pilares del amor y de la dedicación, los mismos que Kawase vuelca en sus criaturas. Eso es lo que importa y para ello se necesita tiempo. Por otro lado, el personaje de la anciana es otro de los hallazgos. Su carácter entrañable recuerda al de aquellas mujeres de Mother (Bong Joon-ho) o de Poetry (Lee Chang-dong), descomunales, donde el saber autónomo se fusiona con el dolor de experiencias inesperadas. Tokue es un personaje increíble, capaz de establecer un vínculo secreto con la naturaleza, de saludar a los árboles, de escuchar el sonido de los frijoles, de absorber el aroma de los cerezos. No es un don mezquino, todo lo contrario. Se transformará en un legado para los otros personajes. La importancia que le dedica a sus sentidos es proporcional al que Kawase utiliza para mostrar bajo una nitidez galopante segmentos de la realidad suspendidos en el tiempo, con su acostumbrado sentido de la belleza ya presente en sus trabajos anteriores. Porque no solo de las acciones humanas surgen los relatos. La naturaleza también tiene historias para contar. Por último, hay una sensación de presente continuo que se transmite desde el comienzo. La misma transparencia de los personajes es rasgo inherente de un cine que no oculta doble sentidos y apuesta por una nitidez que invita a descubrir las marcas del pasado en los rostros y los cuerpos antes que en las explicaciones. En esa horizontalidad ensanchada de la pantalla, lo que se ve es lo que hay. En uno está perderse y soñar con la herencia de tipos como Ozu, maestro al que invoca Kawase sin rubor. Tal vez, cierto tufillo New Age entorpezca hacia el final el camino trazado, pero no es impedimento para disfrutar del universo de una directora siempre a considerar. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant