Busco mi destino Una de las grandes revelaciones del BAFICI 2007 fue Old Joy, película de Kelly Reichardt sobre el reencuentro entre dos viejos amigos que parten de viaje. Era una película climática, minimalista y, sobre todo, fascinante y encantadora. Más o menos lo mismo puede decirse de Wendy & Lucy, una producción austera sin los clisés y lugares comunes que han transformado al cine indie norteamericano casi en un género (previsible) en sí mismo. Wendy (esa inmensa actriz sin techo a la vista llamada Michelle Williams) es una chica que viaja desde Arizona hasta Alaska para ganar buen dinero en la industria pesquera y escapar de su familia. Lo hace en un auto destartalado que pronto dejará de funcionar, con unos pocos dólares que se le van evaporando y con la única compañía de su adorada perra Lucy, que para colmo de males queda en manos de extraños cuando ella es detenida por robar un par de latas en un supermercado. Wendy & Lucy no apela al patetismo, no se ríe de la gente de pueblo, no apela al humor irónico, no tiene un milímetro de cinismo y no deja de querer nunca a sus personajes. Además, está filmada sin regodeos ni excesos, y su narración transmite libertad, belleza y un dejo de melancolía. Esta talentosa directora vino al BAFICI 2009 para una retrospectiva integral y un libro dedicado a su obra. Allí pudimos descubrir otros interesantes trabajos suyos, como River of Grass (1995), Ode (1999) o sus cortos Then a Year (2001) y Travis (2004). Mientras esperamos que el festival porteño nos regale la oportunidad de apreciar su western revisionista (y feminista) Meek's Cutoff, estrenado en la competencia oficial de la última Mostra de Venecia y otra vez con Michelle Williams en el elenco, bienvenido sea este lanzamiento en el circuito alternativo de una pequeña gema rebosante de sensibilidad como Wendy & Lucy.
Lucy y yo Proyectada en la Argentina en el BAFICI 2009, Wendy and Lucy (2008) es un film pequeño pero crucial, de esos que deambulan por los festivales de cine de todo el mundo conmoviendo al espectador y que difícilmente llegue a salas comerciales. En Argentina tendrá su estreno únicamente en la recuperada sala del Cine Cosmos. Wendy (Michelle Williams) emprende un viaje a Alaska junto a su perra Lucy por un trabajo. Ella no tiene mucha plata, ni siquiera la suficiente para alimentar a su compañera de viaje. En el trayecto, su viejo auto se descompone y entra a un supermercado a robar una lata de comida para su perra, con tanta mala suerte que es detenida. Mientras tanto, Lucy desaparece. Aquí comienza la épica lucha de Wendy por recuperar lo único que tiene. Dirigida por Kelly Reichardt (Old Joy 2006, Travis 2004), Wendy and Lucy se enmarca dentro de los filmes independientes que narran el viaje de un personaje, denominados road movies o indies. La suerte de sueño americano que intenta vivir con mucho esfuerzo Wendy se ve resquebrajada poco a poco por el clima hostil. Entrando en juego el otro elemento fundamental de este género: El escenario natural que no escapa a la puesta en escena. Pero hay algo que distingue a Wendy and Lucy de los demás filmes, y es que sus criaturas viven, sienten y transmiten pequeños toques de humanidad en sus gestos y comportamientos. Kelly Reichardt logra captar con sensibilidad lo que expresan sus personajes, con Wendy a la cabeza (gran labor de Michelle Williams), generando empatía con su heroína en un mundo sin sueños ni esperanzas, dejando toda ilusión en manos de la buena voluntad de sus personajes que, con pequeños gestos, pueden brindar una ayuda inesperada. Wendy and Lucy es un vívido retrato del mundo de hoy. Un mundo de sobrevivientes abandonados institucionalmente por un Estado que los olvidó completamente y los dejó a merced de las duras e insensibles leyes del mercado. A la vez, es una historia sobre la lealtad con los amigos, sean animales o humanos. La película consiguió en el 2008 el premio de la Asociación de críticos de Toronto, entre otros reconocimientos.
En el año 2009 conocimos gracias al BAFICI a Kelly Reichardt (Old Joy). Si bien no pude ver los demás films de la realizadora independiente más respetada de hoy en día, se puede apreciar al menos en este una cinefilia que se remonta 40 años atrás y que es tan estadounidese como el western (dicho sea de paso, la ultima película de Reichardt, Meek's Cutoff, es un western que se presentó con muy buenas críticas en Cannes). Wendy (excelente Michelle Williams) se escapa y decide vagar por el oeste de EEUU hasta llegar a Alaska (como el protagonista de Hacia Rutas Salvajes) junto a su perra Lucy. Sin embargo, cuando una noche Lucy se pierde, la busqueda de Wendy por su perra, se convierte en prioridad. Sin dinero, en un pueblo extraño, Wendy trata de sobrevivir y sobre llevar su perdida. Road movier o drama austero, bien independiente, con estilo melancolico que hace recordar cierto espíritu setentista o Harry y Tonto de Paul Marszusky, este tercer largo de Reichart la confirman como una gran realizadora. Por momentos puede ser que el relato divague, y algunas escenas merecen mayor desarrollo. Sin embargo, la emotividad contenida, nunca gratuita y el realismo, acompañado por excelentes planos secuencias le dan una profundidad impensable a primera instancia, gran calidad cinematografica y poder sensorial. Además conforma una sutil pero consentida crítica hacia la mentalidad conservadora de los pueblos rurales del norte de Estados Unidos. Cabe destacar la notable fotografía de la propa directora, además del excelente trabajo de Lucy como ella misma. La película se exhibe únicamente en el cine Cosmos-UBA.
Piedra rodante Una chica en problemas es el centro de este drama. No se trata de una nueva realizadora -su primer filme es de 1994 y luego estuvo haciendo cortos y dando clases en universidades durante varios años antes de volver al largometraje con Old Joy en 2006-, pero lo cierto es que Kelly Reichardt, gracias a sus últimos tres filmes, se ha convertido en una de las realizadoras más interesantes del panorama actual del cine norteamericano. Entre medio de Old Joy y Meek’s Cutoff (de 2010, en competencia en la reciente edición de Venecia), Reichardt realizó en 2008 la que sería su película más popular con Wendy & Lucy , retrato íntimo, personal -y a la vez social- de una joven que viaja junto a su perro y con poquísimo dinero con la idea de irse a la zona de Alaska donde la espera un trabajo. Los problemas para ella comienzan cuando se le rompe el auto en el medio de la nada, cerca de un pueblo chico en una zona bastante abandonada. Allí deberá permanecer mientras intentan reparar el auto, aunque no parece muy probable que la chica pueda hacerse cargo de los gastos. No se sabe mucho de su pasado, pero intuimos que sus recursos son mínimos. La situación se complica más cuando ella decide robar algo de comida para su perra (la Lucy del título), un empleado la descubre, la detiene y termina en la comisaria con una multa. Allí no acaban los problemas. Además de sin dinero y sin auto, Wendy se queda sin su fiel perra, que desaparece en medio de estas complicaciones. Contado así, puede parecer una comedia de enredos. Nada más lejano que eso. Reichardt (los que vieron Old Joy pueden atestiguarlo) es una cineasta apegada al realismo, a cierto lánguido naturalismo en el que las cosas suceden a su tiempo y se desarrollan de una manera tan calma como inevitable. No hay histrionismo ni explosiones dramáticas en Wendy & Lucy . Lo que hay, en cambio, es una creciente desesperación por la suerte de la chica, interpretada por Michelle Williams, que recibió varios premios por este rol y también protagonista de Meek’s Cutoff . Enfrentada a gente del pueblo que la mira con desdén y a otros -en general vagabundos y desposeídos- que la ayudan en su mala pasada, Wendy termina deambulando por ese olvidado pueblo del noroeste estadounidense, buscando a su perra, atrapada en su libertad. A mitad de camino entre el primer neorrealismo (se la podría comparar en cierto modo con Ladrones de bicicletas ) y cierto aire bressoniano (Wendy tiene algo de mártir, como la protagonista de Mouchette ), en realidad Wendy & Lucy más se asemeja a algún blues o balada popular norteamericana que pone en paralelo la depresión de los años ‘30 con los Estados Unidos de la entonces inminente crisis económica de 2008. O, más que cualquier otra cosa, uno podría imaginarse a la historia de la chica vagabunda, su auto roto, su perro perdido, el pueblo chico y la ruta, la larga ruta con destino incierto, como una canción de Bob Dylan llevada al cine. Algo de eso hay.
Dos en el camino Wendy & Lucy consigue trascender aquello que narra para describir un estado de situación mucho más amplio, el triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza. Una chica, una perra y un auto. Eso es todo lo que necesita Kelly Reichardt para hacer una pequeña gran película, capaz de dar cuenta del triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza. Filmada con un presupuesto equivalente al que en Avatar apenas si pagaba el catering de una semana de rodaje, Wendy & Lucy es además una película consecuente consigo misma: su producción es tan austera como su estilo, seco y despojado. Esto no implica, sin embargo, que se pueda hablar de minimalismo: es verdad que Reichardt se libra de todo aquello que no es absolutamente esencial a su relato, pero al mismo tiempo Wendy & Lucy consigue trascender aquello que narra, su pequeña anécdota, para terminar describiendo un estado de situación mucho más amplio, que habla de un nuevo desencanto del famoso sueño americano. No deja de ser sintomático que una película que tiene todo el espíritu de una road movie empiece con un auto que ni siquiera se puede poner en marcha. Se supone que Wendy (Michelle Williams, estupenda) y su cariñosa perra Lucy vienen viajando de lejos en su destartalado Honda Accord. Pero para cuando llegan a una ciudad como tantas del estado de Oregon, en su improbable viaje a Alaska, el coche una mañana se niega a seguir. El asunto es más grave de lo que parece, no sólo porque la reparación saldría más cara de lo que vale el auto, sino porque ese auto es el hogar de Wendy y Lucy, su único refugio, el último madero al que parecen poder aferrarse. La plata también empieza a escasear y una idea malhadada de Wendy, que la lleva a pasar unas horas en la cárcel, implica que pierda a su querida Lucy. Su deambular en busca de Lucy por ese pueblo monótono, casi vacío, que parece salido de un mal sueño, expresará muy bien la soledad casi metafísica de Wendy. A diferencia de lo que sucedía con el llamado Nuevo Cine Americano de los años ’70, donde salir a la ruta implicaba conocer otros mundos y nuevos personajes, toda una realidad sucia y dura pero viva que Hollywood parecía haber escondido debajo de la alfombra, en Wendy & Lucy la protagonista ya casi no tiene con quién encontrarse. Salvo por ese veterano empleado de seguridad que se pasa doce horas por día vigilando una playa de estacionamiento siempre desocupada (“Es mejor que mi trabajo anterior”, dice, con lo cual ya da una idea del estado de las cosas), Wendy prácticamente no tiene un verdadero diálogo con nadie. Los hippies con quienes al comienzo se cruza cerca de un playón de ferrocarril –y que ya vuelven vencidos de esa Alaska a la que Wendy pretende llegar– son figuras del pasado, fantasmas de un cine con el que Kelly Reichardt sin duda se siente identificada pero que sabe que ha quedado definitivamente atrás. Los largos de trenes de carga que abren y cierran Wendy & Lucy –una imagen icónica de la idea de libertad y del viaje al margen del sistema– recuerdan a los de Pasajeros profesionales (1972), de Martin Scorsese, y a los de Esta tierra es mi tierra (1976), de Hal Ashby. La sombra de la Gran Depresión de los años ’30 de la que daban cuenta estas películas está allí, a la vuelta de la esquina. Pero ahora ese mismo paisaje parece definitivamente vaciado de toda esperanza. Ya no hay otros desclasados con quien compartir el viaje. Ya no hay tampoco con quién enfrentarse. Como en una novela apocalíptica (¿The Road, de Cormac McCarthy?) apenas queda el instinto de seguir adelante, de sobrevivir. Una crónica de Wendy & Lucy no debería dejar de consignar la precisión de los fugaces retratos que hace Reichardt de las pocas figuras que pasan por delante de su cámara: los dos fugaces planos mudos, por ejemplo, que le dedica al rostro de la compañera del guardia del estacionamiento parecen expresar el infinito cansancio de toda una vida. ¿Será así Wendy en el futuro? No se sabe, pero en principio no está dispuesta a rendirse. Piensa llegar al final de ese camino que ella misma ha trazado en un mapa, cada vez más ajado. No queda claro qué busca ni qué la espera en la meta. Y quizá sea la última en intentarlo. Pero viendo la película de Reichardt no se puede sino sentir que vale la pena seguir adelante.
Wendy llega tarde adonde los hechos. Lo que pasa, ya sucedió antes de que ella llegue. Es como si ella no formara parte de la acción, como si las cosas pasaran sin contar con ella. Wendy viaja hacia Alaska, llevando consigo en su viejo auto a Lucy, su perra. En Oregon, una madrugada, despierta luego de pasar la noche en su auto. Este no arranca y Wendy, casi sin dinero, intentará comer algo mientras espera que el taller mecánico comience a atender. Las circunstancias, siempre extrañas y extrañadas (como si le ocurrieran a otro que no es el personaje, como si todo fuera ajeno en la película), llevan a que la cariñosa Lucy se pierda de vista. La película se estructurará alrededor del relato de la búsqueda de la perra. Kelly Reichardt, fiel a la mejor tradición del cine independiente estadounidense, hace un film de perdedores. Perdedores todos, incluso los que ganan. Incluso el mocoso que repite como un decálogo los principios de un buen ciudadano, que sabe ser un trabajador fiel y un hijo respetuoso. La directora a lo largo del film coloca la cámara de un modo despojado, lejano (evitando crear empatía con los personajes). Por otra parte, Wendy, a quien la cámara sigue a lo largo del film, llega tarde adonde los hechos. Lo que pasa, ya sucedió antes de que ella llegue. Y la cámara por detrás. Como si estos estadounidenses marginales a las luces, y los grandes escenarios, y los triunfos imperiales, no fueran parte de la acción, como si las cosas pasaran sin contar con ellos. La resignación y la aceptación de tal derrota, hace aquí visible lo que la mayoría del cine estadounidense oculta. Solo con mostrar la ciudad desde el otro lado, y un auto que no arranca, Reichardt construye un espacio cinematográfico político, intenso y cuestionador.
Sin techo y sin ley A simple vista la historia de Wendy and Lucy podría sintetizarse en una balada folk que narra las aventuras de una chica que pierde en un pueblo al que recién llega a su perra y luego la recupera. Nada más sencillo que eso es lo que realmente sucede en este nuevo film de la realizadora norteamericana Kelly Reichardt pero en realidad como toda gran película hay mucha tela para cortar porque no es descabellado encontrar en esta trama simple elementos sensibles que retratan la Norteamérica profunda y olvidada, principal foco de destrucción de la crisis económica de los Estados Unidos. Sin embargo, también se puede encontrar en Wendy and Lucy un film intimista con una fuerte carga emocional detrás, que hace de la sutileza narrativa un recurso imprescindible a la hora de esquivar golpes bajos y lugares comunes. Varada en Oregón tras perseguir el sueño de llegar a Alaska en busca de una mejor vida, Wendy (Michelle Williams, brillante) pierde el contacto con su perra Lucy luego de ser arrestada por sustraer de un supermercado alimento para perros. Quizá consciente de que el mundo regido por el individualismo y la indiferencia aventuran un futuro poco feliz en cualquier parte, comienza a buscar a su perra por las frías calles a la intemperie, sin un techo tras haber perdido su único hogar ambulante: un auto viejo. La directora de Old joy, Kelly Reichardt, deja que la fuerza expresiva de las imágenes transmitan la desolación de su protagonista sin recargar las tintas sobre los costados emocionales y dejando que los sentimientos afloren de una manera natural, pero por sobre todas las cosas revestidos de verdad y genuinidad, algo que el cine norteamericano ha perdido hace rato. Una gran historia, chica, pero demasiado larga –conceptualmente hablando- por lo que abarca; por lo que revela y porque cuenta con la destacada dirección de Kelly Reichardt, recientemente premiada en Venecia por su western Meek’s Cutoff también protagonizado por Wiliams.
Humilde e independiente Suele relacionarse al cine independiente con historias herméticas protagonizadas por personajes cínicos. Sin embargo, el cine de la realizadora Kelly Reichardt (1964, Miami, EEUU) es sencillo, accesible, sensible y, al mismo tiempo, auténticamente independiente: su melancólica y notable Old joy (2006, que compitió en la 7ª edición del BAFICI), por ejemplo, fue realizada con 30.000 dólares y un equipo integrado por apenas seis personas. No mucho mayor fue la cantidad de dinero y de gente que necesitó para plasmar este retrato de una joven llamada Wendy (encarnada por Michelle Williams, la actriz de Secreto en la montaña y La isla siniestra), que emprende un viaje de Oregon a Alaska en busca de trabajo. El film se vale de algunos obstáculos que Wendy encuentra en el camino para revelar no sólo su estado de ánimo, sino, también, el de una sociedad demasiado acostumbrada a la incomunicación, la indiferencia, la falta de ideales y expectativas. La visión es apesadumbrada sin ser melodramática. Reichardt no utiliza música extradiegética (salvo para acompañar los títulos finales) y envuelve el espacio off con voces provenientes de alguna radio o lejanos ruidos de trenes en movimiento. De aspecto adolescente y mirada huidiza, Wendy tampoco prodiga expresiones grandilocuentes. Las personas que ocasionalmente conoce (incluyendo un comprensivo policía, admirablemente interpretado por Wally Dalton) no parecen conmoverla demasiado, nada dispuesta a abandonar la coraza tras la cual guarda sus problemas. Transitando distraídamente calles desangeladas, durmiendo a la intemperie, reflejando una mezcla de rebeldía y desamparo, recuerda a otros personajes de la historia del cine (del neorrealismo italiano, de road movies de los años ’70) y le sirve a Reichardt para abordar asuntos ignorados por la mayoría de las películas actuales (y no sólo de Estados Unidos). ¿O acaso puede recordarse algun film reciente que transmita la imperiosa necesidad de conseguir algo de dinero para subsistir? Precisamente, la grandeza de esta pequeña película es que logra expresar con autenticidad esas preocupaciones y, en medio de ellas, la dicha que pueden significar una manzana, una taza de café, el cariño de un perro o el gesto solidario de un desconocido.
En Kelly Reichardt el arte prevalece sobre el entretenimiento La cineasta Kelly Reichardt participó de la edición de BAFICI 2009 donde pudo verse su producción (incluidos sus cortometrajes). Ese festival es el adecuado contenedor de obras cinematográficas con el estilo “reichardtiano”. Sus minimalistas realizaciones son fieles exponentes del cine Indie que se caracteriza, en la mayoría de las producciones, por los minuciosos trabajos actorales debidos, quizá, a la casi completa libertad de creación de la que gozan en este género los intérpretes. Es lo que sucede en la obra que se comenta donde se ve un magnífico trabajo de Michelle Williams, una actriz que usa su expresión corporal en función exclusiva del personaje sin recurrir a ningún clisé y logra composiciones singulares. Williams estuvo nominada como Mejor Actriz de Reparto por su participación en “Secreto en la montaña” (2005), y aquí demuestra que está preparada para disímiles desafíos interpretativos (se anuncia que interpretará a Marilyn Monroe en 2012). Esta vez se mete en la piel de Wendy, una mujer que está llegando a las fronteras de la juventud y recién ha decidido “hacer algo”. Por lo tanto emprende un larguísimo viaje a través de los EE.UU. para llegar a Alaska en la temporada de manufactura pesquera y poder ganar el dinero que le permita “vivir”. Solamente se lleva a Lucy, su perra de raza mixta, y unos poquísimos dólares que se le irán rápidamente por los contratiempos a los que deberá hacer frente. La historia está basada en un cuento de Jon Raymond, que también fuera autor del cuento base argumental de la anterior obra de Reichardt (“Ol Joy”, 2006). Raymond ha escrito un “cuento corto” donde literariamente se plantean situaciones que llevan los sentimientos al límite y se deja al lector construir las historias previas y posteriores de los personajes. Eso está plasmado de forma evidente en esta realización, pero el espectador puede quedarse con la impresión de que no alcanzó el argumento para tanto metraje. En esta historia suceden pocas cosas a lo largo de casi hora y media de proyección, y lo poco que pasa se ve tan habitualmente en la vida real que al espectador puede llegar a parecerle reiterativo a fuerza de ser lo único que ve en pantalla. El pretendido cierre final (que no lo es del todo) es abrumadoramente previsible. Si bien la mayoría de los diálogos y las situaciones tienen un contenido muy emotivo y ponen adecuadamente a esta realización dentro del marco del cine arte, pareciera que sólo están dirigidos a seguidores de ese género y no a todos los que concurran a la sala cinematográfica. Por lo tanto, comentar está realización en “El rincón del cinéfilo” es susceptible de una doble calificación. Aunque este cronista es partidario de no poner ninguna. Por un lado esta obra cinematográfica seguramente resultará buena para los cinéfilos del cine arte. Por el otro, a la sala también concurrirán espectadores que además de emocionarse buscarán entretenerse y esta vez no lo conseguirán.
Cuestión de principios A primera vista, las desventuras de una joven buscando a su mascota extraviada pueden predisponer al patetismo, al golpe emotivo frontal y efectista. Que es un poco el riesgo que asoma al inicio de Wendy y Lucy , aunque después el registro áspero y despojado matice las cosas, desplazando el centro de interés a un simple devenir, a un estado de ánimo y una cuestión de principios (cinematográficos) antes que a una historia “mínima”. De todos modos, el argumento existe y es bien concreto: Wendy viaja hacia Alaska a bordo de su auto destartalado, junto a su perra Lucy, en vistas a incorporarse a su nuevo trabajo. Pero el coche falla y así chica y perra quedan varadas en un pequeño poblado en Oregón. Pero eso no es todo: la falta de dinero y la desesperación llevan a Wendy a perpetrar un delito menor, y cuando ésta sale de la comisaría Lucy ya no está atada al poste donde la había dejado su dueña. Allí comienza el periplo de Wendy por reencontrar a su única compañera, mientras intenta a su vez hallar la salida de un lugar hostil y deprimente. Y es esa apertura a un terreno ruinoso el que le da valor al filme: Kelly Reichardt subraya todo el tiempo, a través de una fotografía cuidada y precisa, los residuos de una Norteamérica tardía y pos-todo, ya bien lejos de ese “lado oscuro” del sueño estadounidense. En Wendy y Lucy no hay lado oscuro ni promesa de un lugar mejor: sólo superficie, en la forma de baldíos, supermercados, basurales y estaciones de servicio. Y Wendy, por encima de todo, como una heroína romántica cuya juventud alberga los últimos estertores de dignidad (el excelente trabajo de Michelle Williams, en ese sentido, es determinante para sostener el filme). El problema, en todo caso, está en cierto preciosismo indie (del que Reichardt no consigue despegarse del todo, aunque esquive los clichés del género) y en la duración de la historia en relación a la película: tal vez demasiado “mínima” para sus 80 (y de a ratos morosos) minutos.
En una conferencia pronunciada en Sendai, Japón, Pedro Costa, uno de los directores menos conocido pero más importante de la actualidad, decía: “Para mí, la función esencial del cine es hacernos sentir que no todo está bien”. La lacónica definición del director portugués podría ser una síntesis del objetivo del cine de Kelly Reichardt, una de las pocas voces legítimamente independientes del cine estadounidense. Wendy y Lucy, la segunda colaboración con el guionista Jon Raymond (también responsable del guión de su último film), como sucedía en Old Joy, ofrece un retrato de aquello que “no está del todo bien”. La famosa tierra de las oportunidades es una ilusión colectiva. Michelle Williams es Wendy; su única compañía es una perra llamada Lucy, su única posesión un auto viejo. En el transcurso del relato los perderá, y el viaje a Alaska, que quizás implique una esperanza discreta para el personaje, permanecerá en fuera de campo, no sucederá, aunque se sugiere algo a través de una sutil banda de sonido en donde el sonido no deja de invocar y repetir un objetivo de su heroína: seguir de viaje. Lo que importa aquí no es tanto qué sucede sino cómo elige contarlo Reichardt. Políticamente lúcida y profundamente humana, la tercera película de Reichardt no es otra cosa que América en tiempos de Bush, América pauperizada, América destituida de su aura mítica de ser el topos de la libertad y la bonanza infinitas. Dos escenas clave, aunque camufladas como secuencias de transición, develan qué era y qué es América: el máximo gesto de solidaridad en toda la película le pertenece a un guardia, un hombre mayor, que le regala a Wendy unos dólares; en otro momento, el vigilante de un supermercado expresará inadvertidamente la filosofía social de una nación: “Si una persona no puede pagarle la comida a su perro, entonces no debería tener uno”. En Wendy y Lucy se siente, plano tras plano, cómo el dinero establece el orden de todas las cosas.