Historia de seres marginales El enfrentamiento de dos hermanos dedicados al delito en el conurbano bonaerense es el corazón de este thriller oscuro, filmado con solvencia y beneficiado por las muy buenas actuaciones de Luis Ziembrowsky y Daniel Aráoz. Temas de agenda permanente en la Argentina como la corrupción policial, el narcotráfico y la trata de personas sobrevuelan una historia de códigos mafiosos y venganzas sangrientas que tiene una primera mitad que funciona con más precisión y eficacia que la segunda, cargada de información repetida, tensiones forzadas y algunas tramas secundarias que no tienen suficiente desarrollo. El trabajo de Julián Apezteguía en la dirección de fotografía del film es notable.
Tarantino en pleno dominio de su arte Si en Django sin cadenas, Quentin Tarantino invertía y parodiaba el racismo implícito en El nacimiento de una nación, la película de D. W. Griffith que, en 1915, de algún modo inauguró el western con la famosa cabalgata redentora del Ku Klux Klan en el final, en Los ocho más odiados retoma género y época -la historia se desarrolla a poco de terminada la Guerra de Secesión- para elaborar una película que vuelve a condensar las constantes de su cine, pero añadiéndole una dimensión política más definida. En ese sentido, y más allá de una probable utilización como estrategia publicitaria, suenan coherentes las polémicas en las que el director se vio envuelto en las semanas previas al estreno del film, a causa de su activa protesta contra la brutalidad ejercida por la policía de su país en detrimento de la comunidad negra. Maestro de la audacia estructural, Tarantino arma una bomba de tiempo que tarda en explotar, pero logra efectos devastadores cuando finalmente se activa. Recién a los 100 minutos de película se dispara la primera bala, pero la tensión en el ambiente se respira muy pronto, cuando una diligencia cruza el helado e inhóspito paisaje de Wyoming (todavía hoy el Estado menos densamente poblado del país) con Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), una inquietante criminal atrapada en plena fuga, y The Hangman Ruth (Kurt Russell), un cazarrecompensas impaciente y golpeador (Kurt Russell), a bordo. A ellos se terminarán uniendo a lo largo del viaje personajes de una calaña parecida: un ex combatiente negro del ejército del norte durante la guerra, también transformado en cazarrecompensas (Samuel L. Jackson, bautizado Marquis Warren en homenaje al director del western televisivo Rawhide, estrenado en la Argentina como Cuero crudo), y Chris Mannix, enrolado en las tropas del sur durante el conflicto y ahora nuevo sheriff de Red Rock, destino final de un viaje que, se intuye rápido, será muy accidentado. La parada en un refugio en medio de la zona montañosa, a la que se ven obligados debido a las inclemencias del clima, no mejorará las cosas. Allí aparecerán otros personajes extravagantes y sospechosamente opacos que, como ocurría en los westerns de Anthony Mann, se evidenciarán ante todo como desesperados que intentan sobrevivir en un territorio sin leyes claras. Tarantino recurre a un formato ideal para la epopeya en grandes paisajes abiertos (70mm), pero reconvierte el gesto nostálgico y fetichista en una apuesta atípica: Paul Thomas Anderson ya había logrado con ese mismo formato transmitir el desaliento del personaje de Amy Adams en The Master con rigurosos primeros planos, los mismos que Tarantino utiliza para sintetizar la resistencia de la indómita Domergue en su magullado rostro, devenido sobre el final en el de la famosa Carrie de De Palma, una de las múltiples citas de un cineasta que ha hecho del reciclaje uno de los pilares de su estilo (Jennifer Jason Leigh está magnífica y debería llevarse un Oscar). Pistas sutiles En pleno dominio del arte de la puesta en escena, Tarantino usa a su favor una banda sonora tensa y gélida como el clima que rodea a esa cabaña solitaria convertida en escenario a pequeña escala de la epopeya americana (después de cinco nominaciones fallidas y el consuelo del Oscar honorífico en 2006, Ennio Morricone también debería llevarse esta vez una estatuilla), le da espacio una vez más a los habituales parlamentos extensos y derivativos que suelen disparar sus personajes, siembra pequeñas y sutiles pistas para que el espectador atento pueda aprovechar los juegos con el tiempo en favor de reconstruir minuciosamente la trama (ahí está esa golosina insignificante que permanece en el piso como una señal que cobrará sentido una vez que entre en juego el flashback) y dosifica con inteligencia la información durante un tiempo prolongado para que al final, cuando la ansiedad nos carcome, el rompecabezas cierre a la perfección. Samuel L. Jackson oscila entre el mercenario amenazante y el comedian cowboy con una fluidez asombrosa. Y Tim Roth y Michael Madsen aparecen como testimonio vivo de la autorreferencia, estadío superior de la marca Tarantino: igual que en Perros de la calle, el dolor insoportable de una herida de bala no es un impedimento para seguir hablando como un loro y representar una amenaza. En el epílogo de la historia hay apariciones sorpresivas, más sangre, pólvora, cinismo y mucho humor negro. Esta especie de Gran Hermano virulento y desquiciado en el que es posible encontrar ecos del arte de John Ford, Sergio Leone, John Carpenter, Sam Peckinpah, Elmore Leonard, Agatha Christie y hasta Harold Pinter es probablemente el film más político y moral de Tarantino. Nos dice que el parto de una nación siempre es sangriento y revulsivo, que implica más perdedores que ganadores y que los crímenes, de una manera u otra, se terminan pagando.
Road movie con buenas actuaciones Sebastián (Rodrigo de la Serna) tiene problemas con el trabajo. La relación con su pareja (Elisa Carricajo) también tiene sus vaivenes. El futuro es pura incógnita. Tiene un auto de un modelo viejo, pero muy bien conservado, y lo usa para hacer viajes cortos, los típicos de un remisero. Pero aparece inesperadamente la propuesta de uno mucho más largo y poco convencional: uno de sus clientes eventuales (Ernesto Suárez) le ofrece una cantidad de dinero que no le vendría nada mal para que lo lleve hasta La Paz, Bolivia. Primero, Sebastián duda. Pero finalmente acepta y ahí empieza la aventura de esta dupla que primero se trata con distancia y recelo, pero muy pronto irá estableciendo un vínculo más estrecho. Planteada como dinámica road movie, la película trabaja un tópico conocido, el de la evolución de la relación entre dos personajes a primera vista incompatibles (Las acacias, exitosa película independiente de Pablo Georgelli, tenía una premisa similar). Sebastián es mucho más joven que su cliente, tiene más energía, mejor salud y otro temperamento. Las diferencias también son culturales: el viaje de su pasajero, Jalil, tiene que ver con sus convicciones religiosas, que tendrán un papel relevante en la trama. En su ópera prima, Francisco Varone dosifica muy bien el humor con las peripecias dramáticas, usa la música de una manera original y filma el paisaje sin caer en tentaciones esteticistas a lo largo de ese viaje rutero en el que habrá pasajes hilarantes, situaciones dramáticas, exóticas ceremonias religiosas y, sobre todo, algunos sucesos y revelaciones que modificarán el presente y probablemente el destino de dos protagonistas entrañables. El trasfondo del accidentado recorrido es uno muy conocido, pero siempre abierto a la reflexión: el tema de la paternidad. De la Serna y Suárez dotan a sus interpretaciones de distintos matices y consiguen generar la química necesaria para que la narración avance con menos tropiezos que su irregular derrotero.
Solo no conseguía nada Michael Fassbender compone un Jobs extraordinario, cuya mayor batalla no era para conquistar el futuro, sino para domar sus propios demonios. A fines de 2009, Steve Jobs llamó a Walter Isaacson, periodista que fue CEO de la CNN y editor gerente de la revista Time, para insistir con una propuesta que le había hecho cinco años antes: la publicación de una biografía con la que soñaba hace rato, ahora totalmente convencido de que era el momento preciso. En abril de ese año, Jobs había sido sometido a un transplante de hígado necesario para paliar el cáncer de páncreas que se le había detectado en 2003. Unos meses antes, en agosto de 2008, un suceso fortuito y ciertamente desagradable lo había alarmado: la agencia de noticias Bloomberg publicó por error un obituario que tenía preparado hace un tiempo, en función de la resistencia que Jobs había presentado a los tratamientos tradicionales para la enfermedad que padecía, una decisión que muchos especialistas habían señalado como un grave error. Aún convencido de que las terapias alternativas eran una mejor solución y que viviría unos cuantos años más, Jobs quería asegurarse de poder aportar la mayor cantidad de datos posible sobre su novelesca vida antes de que pasara lo peor. La elección del biógrafo era toda una definición de su personalidad. Isaccson ya tenía experiencia en el terreno, había contado la vida de dos personajes que Jobs consideraba a su altura: Benjamin Franklin y Albert Einstein. Isaacson terminó efectivamente escribiendo el libro, editado en 2011, el año de la muerte de Jobs, y convertido en un fenomenal best seller en todo el mundo. Ese libro, o mejor dicho una pequeña porción de él, es la base de la película del británico Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire) que se estrena hoy en la Argentina. La trama está dividida claramente en tres actos de duración parecida (unos 40 minutos cada uno), articulados en torno a presentaciones públicas de Jobs: los lanzamientos al mercado de la Apple Macintosh en 1984, de la NeXT Computer (la famosa The Cube) en 1988 y de la iMac en 1998, siempre armados como shows unipersonales en los que Jobs presentaba sus productos con la misma convicción de un pastor electrónico entregado a convencer a un nutrido auditorio de feligreses. En torno a esos tres momentos aparecen desarrollados asuntos de la vida personal del protagonista que fueron determinantes para explicar su complejo comportamiento. En la versión de Boyle, esos sucesos son las conflictivas relaciones de Jobs con su pareja Chrisann Brennan (Katherine Waterston, tan ajustada y expresiva como siempre), con Lisa, la hija que tuvo con ella y que tardó mucho en reconocer (encarnada por tres actrices de distintas edades, Makenzie Moss a los 5, Ripley Sobo a los 9 y Perla Haney-Jardine a los 19), con Steve Wozniak (Seth Rogen), ingeniero cofundador de Apple, con John Sculley (Jeff Daniels), consejero delegado de la empresa, y con Joanna Hoffman, ejecutiva de marketing convertida en sacrificada asistente personal, encarnada aquí con solvencia por una Kate Winslet casi irreconocible a primera vista. Con Aaron Sorkin como guionista, Boyle se aseguró velocidad frenética y densidad informativa en el contenido en los diálogos, dos características evidentes en otro guión famoso de Sorkin, el de La red social, el film de David Fincher que cuenta la historia de la creación de Facebook. Y también la construcción de un personaje obsesivo, controlador, manipulador, gélido y convincente que Michael Fassbender encarna con una solvencia admirable. Fassbender encuentra un tono justo para ese hombre que siempre tuvo su propia versión de la realidad y se negó a ponerla en discusión hasta último momento. El verdadero eje de la película es la larga y agotadora batalla de Jobs contra sus propios demonios, más que su aporte a la revolución digital. En el desprecio inicial por la pequeña Lisa y el emotivo reencuentro con ella en su etapa adolescente está cifrada la clave de una historia contada como una guerra de nervios acelerada y permanente, fogoneada por un personaje díscolo y provocador que maltrata a los que lo contradicen, sólo piensa en su camino al bronce y se resiste a admitir sus fracasos en cualquier terreno. Jobs se veía a sí mismo como alguien abandonado (por sus padres biológicos), elegido (por un destino prefijado de impar brillo profesional) y especial (por sus razonamientos casi siempre alejados de lo normativo). Una identidad forjada por él mismo con la testarudez de un maniático. Su insoportable temperamento queda al desnudo en las largas secuencias entre bambalinas que preceden a los tres lanzamientos que la película usa como columna vertebral, filmados en tres formatos diferentes -16mm, 35mm y digital- y dotados de una enorme intensidad gracias a la solidez de un elenco ideal para las exigencias de un director resuelto a apostar a un estilo de actuación aguda, detallista y expansiva. El contrapunto entre Fassbender y Winslet es el que mejor captura y sintetiza esa aspiración del director británico. La dupla se saca chispas en cada encuentro, vive cada momento como si fuera el último, tensa la cuerda de una relación de efervescente amor platónico y es la base que sustenta una de las teorías más notorias del film: detrás de ese magnífico director de orquesta que dio vuelta como una media al mundo de la tecnología sin haber estudiado formalmente informática ni ingeniería, sin ni siquiera dominar del todo el lenguaje de la programación, hubo alguien clave. Una mujer que en la biografía de Isaacson aparece en pocas páginas, pero en la película tiene un rol decisivo, el de cómplice necesaria. Porque al fin y al cabo, como siempre sostuvo George Gurdjieff, otro personaje enigmático y cargado de un extraño carisma, un hombre solo no puede hacer nada.
Terror como en los viejos tiempos La línea argumental es bastante clásica: una pareja llega con su bebe a un bosque, escenario ominoso por excelencia. El hombre trabaja para un proyecto que requiere la tala de árboles. Los vecinos les sugieren rápidamente que se retiren. Según ellos, rondan por el lugar seres malévolos que secuestran niños. Los recién llegados no creen en esa leyenda, pero casi de inmediato empiezan los problemas. Uno de los méritos de la película es su eficacia para mantener la tensión, apoyada en la astuta dosificación de la información. Los interrogantes se van revelando sin apuro (los fans del videojuego The Last of Us tienen ventaja, se darán cuenta más rápido de lo que está ocurriendo). En síntesis y sin spoilear demasiado: hay en la zona un hongo parasitario que reemplaza los tejidos del huésped y produce mutaciones horrorosas. En el inicio de la historia, que se desarrolla en Irlanda, nos enteramos también del contexto político-económico: tanto ese país como Grecia están permitiendo la tala indiscriminada de árboles para poder mantenerse en la Eurozona. Esa veta ambientalista enriquece a la película de una manera original, sobre todo porque los que defienden el equilibrio natural son los seres fantásticos que asustan a la familia y al espectador. Corin Hardy -quien pronto se hará cargo de la remake de El cuervo, película basada en la novela gráfica de James Oarr que dirigió Alex Proyas apuesta a un tipo de monstruo viscoso que era muy común en el cine de los 80 y deja de lado las imágenes generadas por computadora, tan en boga en el cine actual. Los zombies de Los hijos del diablo están mucho más cerca de los de El ejército de las tinieblas (Sam Raimi, 1992) que los de la popular serie The Walking Dead. Los notables trabajos de fotografía y de sonido refuerzan el poder de sugestión de la película, que tiene cerca del final algunas innecesarias vueltas de tuerca relacionadas con el folklore irlandés. Para un género que en los últimos años ha producido poco que luzca realmente original, el de Hardy un experto en animación que aprovecha bien su conocimiento en ese terreno en algunos tramos de la película es un esfuerzo encomiable. Ah, conviene quedarse en la sala mientras corren los créditos. Allí aparece alguna sorpresa más que hará las delicias de los fans del terror.
Melodrama y recuerdos Los recuerdos son la base, el punto de partida y la sustancia de esta nueva película de Arnaud Desplechin, uno de los cineastas más importantes de Francia en la actualidad. Habitual invitado al Festival de Cannes (este film fue, de hecho, parte de la prestigiosa Quincena de los Realizadores en la edición de este año), Desplechin debutó como director en la década del 90. Paul Dédalus, el protagonista de Tres recuerdos de mi juventud, apareció por primera vez en Comment je suis disputé... (ma vie sexuelle), de 1996, encarnado por Mathieu Amalric, actor que también lo interpreta en este nuevo film y que ya ha protagonizado seis largos de Desplechin. Es la educación sentimental de Dédalus el tema principal de la película, más allá de que Desplechin desarrolle durante dos horas una intrincada trama de resonancia onírica que se apoya alternativamente en el drama familiar, la novela epistolar y el thriller de espionaje, además de incluir referencias a la pintura francesa del siglo XVIII y la mitología griega, y cruzar en la banda de sonido la música clásica con el funk de George Clinton. Luego de pasar varios años fuera de Francia, Dédalus regresa su país para ejercer su profesión de antropólogo. El primer flashback de la historia remite directamente a una infancia torturada, marcada por una relación traumática con sus padres. Después llegará la memoria de un complejo episodio de la adolescencia que involucra a servicios secretos y falsificaciones de documentos durante un viaje de estudios a la Unión Soviética. Y finalmente, el segmento que en definitiva es el corazón de la película: la historia de amor juvenil con la bella Esther, primero seductora, intrigante y enigmática compañera de estudios, y más tarde amante despechada y errática, hundida en la depresión. Ese capítulo tiene como escenario Roubaix, ciudad francesa cercana a la frontera con Bélgica donde nació Desplechin, y remite de manera indisimulable al cine de François Truffaut: del romance idílico al amor en fuga, la historia de Paul -Quentin Dolmaire, una especie de versión contemporánea de Jean Pierre Leaud, actor fetiche de Truffaut- y Esther -Lou Roy-Lecollin-, dueña de un encanto y un misterio que es tradición en las grandes actrices francesas- abreva tanto de la famosa saga protagonizada por Antoine Doinel como de Las dos inglesas y La historia de Adele H, uno de los films más desgarradores de Truffaut. Se trata, como sintetizó con claridad Desplechin en una entrevista reciente, de "una pareja perfecta y a la vez disímil". Con la caída del Muro de Berlín como telón de fondo, Desplechin narra el ascenso y el ocaso de una historia de amor de temperamento melodramático que sellará en los dos personajes una marca imborrable, la que dejan las experiencias que pueden traducirse en aprendizaje.
La pandilla criolla La banda del Nafta Súper (Juan Palomino) es un auténtico seleccionado de personajes estrafalarios: el Faisán (Nicolás Vázquez), un Linterna Verde bonaerense ataviado con jogging y camiseta del Deportivo Lafererre; Lady Di (Lautaro Delgado), una sensible mujer maravilla travesti; el Ráfaga (Diego Cremonesi), émulo de Flash de temperamento decidido y buzo con capucha; la Cuñataí Guirá (Sofía Palomino), sensual Mujer Halcón ducha con las armas y de acento paraguayo; el intrépido Batman criollo y motoquero encarnado por Pablo Rago, y Juan Raro (Carca), un grandote de pocas palabras y extraña sabiduría inspirado en El Detective Marciano. Kryptonita arranca con una de las agitadas jornadas del médico "nochero" del Hospital Paroissien encarnado con solvencia y corazón por Diego Velázquez: a esa guardia llegan cada dos por tres heridos en enfrentamientos con la siempre temible policía bonaerense, y el doctor no se caracteriza por su eficiencia a la hora de atenderlos. Hasta que cae, en muy malas condiciones, justamente el Nafta Súper, líder de una pandilla del conurbano con fama de Robin Hood, morocho y cervecero, herido de gravedad por un adversario traicionero. Toda la historia se desarrolla en un ámbito reducido y asfixiante, una sala de ese hospital rodeada muy pronto de decenas de policías que exigen a la bizarra banda que se entregue de inmediato. Con Asalto a la Prisión 13 de John Carpenter como modelo más evidente, Nicanor Loreti (ex periodista de la revista La Cosa y director también de Diablo y un documental sobre Hermética) construye una película cargada de tensión, sazonada con humor y algunas referencias al mundo del cómic y, sobre todo, llena de inventiva. Los efectos especiales usados en algunos de los flashbacks que aparecen en la historia tienen un tono deliberadamente kitsch, en perfecta sintonía con la estética de la película, de espíritu netamente suburbano. Pero el fuerte de Kryptonita no son las evocaciones ni los homenajes, una tentación que podría haber ahogado su eficacia. Tampoco la acción. La clave es más bien la identificación cabal con el alma, el pulso y la sangre de la historia inventada por Leonardo Oyola para la muy buena novela en la que está inspirado el film. Los aciertos en el casting son la base en la que Loreti se apoya para conseguir varios momentos de poderosa emotividad protagonizados por los integrantes de esa caterva bizarra, apegada a los códigos barriales y marcada por las deudas sentimentales. La entrada a escena del trastornado negociador enviado por la policía -un Diego Capusotto convertido en desaliñado y verborrágico Guasón vernáculo- interrumpe por un breve lapso la improvisada ceremonia de confesiones íntimas, recuerdos lacrimógenos y sueños de incierto futuro que se desarrolla mientras los entrañables protagonistas de la historia esperan que el líder se recupere y le escape una vez más a la muerte, esa amenaza latente que preocupa a cada uno, pero se enfrenta mejor entre todos, como en las buenas familias.
Thriller en el corazón de Sudáfrica El salvaje asesinato de una adolescente es el punto de partida de este thriller del francés Jerome Salle inspirado en una novela del especialista en policiales Caryl Ferey y exhibido fuera de concurso en la edición del Festival de Cannes de 2013. Quienes investigan el crimen son los protagonistas excluyentes de la película, dos policías de temperamentos diferentes, pero con problemas en su intimidad de intensidad parecida. Uno es negro (Forest Whitaker); el otro, blanco (Orlando Bloom). Y el escenario es Sudáfrica, un país en el que los ecos del apartheid no se apagan y las heridas de larga data aún no han cicatrizado. La equilibrada dosificación del thriller veloz, regado de sangre y drogas de diseño pensadas para el control social, y el melodrama seco de las vidas privadas de los detectives es una de las fortalezas de la película, narrativamente impecable y cargada de tensión de principio a fin. Orlando Bloom resuelve con sagacidad su rol de policía canchero, problematizado y autodestructivo, un papel que también le habría caído como anillo al dedo a Matthew McConaughey. Reutiliza la codificación más corriente para ese tipo de rol (el justiciero que enfrenta todo tipo de peligros con eficacia, pero no puede resolver normalmente su situación familiar), sin sumergirse del todo en el estereotipo. Igual que Whitaker, quien interpreta a un sabueso persistente, atormentado, obsesionado con su madre y lleno de coraje. El notable trabajo de fotografía transforma al policromático paisaje sudafricano en un elemento de peso en la historia: los precarios suburbios de Ciudad del Cabo, las lujosas mansiones a orillas del mar y la inmensidad homogénea del desierto (donde Salle logra una memorable escena de persecución) son parte del juego de contrastes de una historia que trastabilla cuando apela al efectismo, pero sale a flote gracias a su energía y su dinámica. Por su look más superficial, Operación Zulú puede asociarse rápidamente a películas como Ciudad de Dios y Tropa de elite. Pero este film de Salle juega más al fleje, es más sólido y convincente que esos paradigmas del cine for export. Tiene más alma y, sobre todo, muchas más ideas.
Una complicada trama criminal Santiago Fernández Calvete debutó como director el año pasado con La segunda muerte, una película que introducía la clarividencia como posible llave para resolver un enigma policial. Esta vez, en Testigo íntimo, el argumento es decididamente realista: un joven y ambicioso abogado (Felipe Colombo) que trabaja para el bufete de una mujer poderosa y controladora (Graciela Alfano) se encuentra envuelto en una complicada trama criminal que involucra a su amante, una chelista que, para colmo, es la novia de su hermano. El argumento, deliberadamente sinuoso, apunta directo a las paranoias provocadas por la hipervigilancia que propicia el desarrollo tecnológico, y Fernández Calvete recurre repetidamente al flashback para reconstruirla. También utiliza, con demasiada insistencia, la música incidental para subrayar los climas ominosos de una historia con personajes oscuros, atribulados y con pocas posibilidades de redención.
Ayudando al destino Hay algo que Celina, la entrañable protagonista del primer largometraje de Fernando Salem, tiene entre ceja y ceja desde el arranque de la historia: el reencuentro con su madre, de la que no tiene noticias hace mucho tiempo. La muerte de su padre -una fugaz aparición del cantante Sergio Pángaro- dispara lo que la chica evidentemente venía carburando hace rato: salir en busca de esa mujer con la esperanza de recomponer un vínculo necesario. Celina decodifica señales en sucesos fortuitos: hasta una palabra deducida para completar el crucigrama que tortura a una compañera de trabajo parece empujarla a salir a la ruta. Entonces abandona su abúlico empleo en un peaje desierto, tolera hasta donde puede los reclamos de su novio y consigue una nueva ocupación de eficacia improbable -la venta puerta a puerta de un libro que tiene respuestas para preguntas absolutamente disímiles- con el objetivo de reunir el dinero necesario para un viaje a Italia, donde supone que vive su madre. Al destino hay que ayudarlo, Celina lo sabe y tiene decisión y energía. Entonces va uniendo cabos, aprovecha la valiosa información que le proporciona una mujer con la que se cruza casualmente en medio de un caótico viaje con una vendedora más experimentada y al borde de un ataque de nervios, y se acerca raudamente a su objeto de deseo. Reciente ganador del premio a la mejor dirección en el Festival de Mar del Plata, Salem explota muy bien el carisma de Verónica Gerez y la convicción con la que la joven actriz interpreta a su personaje. La rodea de actores talentosos y experimentados que resuelven sus partes con notable aplomo: Pilar Gamboa -quien vuelve a brillar interpretando a un personaje en apariencia hosco, pero en esencia frágil y contradictorio-, Esteban Bigliardi, Marilú Marini, Rafael Spregelburd, María Ucedo, Miriam Odorico... Pero el director debutante también pone en juego una generosa gama de recursos que enriquecen a la película sin sobrecargarla: usa la música con un criterio original, casi aleatorio, y genera fisuras en el terreno de la ficción a través de una serie de breves reflexiones sobre temas muy diversos -desde los misterios del amor hasta las técnicas para la supervivencia en un desierto- que algunos de los personajes relatan mirando a cámara. Y reserva para el final una escena hermosa que descarta el golpe de efecto y apunta al corazón con simpleza y lucidez.