Duro de… huracanear? El cine catástrofe es un subgénero que abre el juego en múltiples direcciones, a veces en sentidos de lo menos esperados y tan alejados de premisas convencionales como la imaginación –y el presupuesto- de algún grupo de productores se lo proponga. Huracán Categoría 5 (Hurricaine Hesit, 2018) llega a nuestras salas para probar una vez más hasta donde puede continuar estirándose ese límite. Will, interpretado por Toby Kebbell (Rocknrolla, Ben-Hur, Kong: La isla calavera), es un meteorólogo que se encuentra casualmente de regreso en su pueblo natal de Alabama cuando dos hechos fortuitos chocan, literalmente: Un huracán categoría 5 y el robo complejamente orquestado sobre una reserva federal de la moneda de los Estados Unidos. Gracias a ciertos rebusques del guión, el bueno de Will no tiene más opción que ayudar a la única agente federal disponible (Maggie Grace) para evitar el robo y al mismo tiempo rescatar a su hermano, de quien está separado por una antigua tragedia familiar que dejó a ambos marcados. Drama humano estándar a la par de una fatalidad digna de este tipo de films. Nuestros protagonistas buscarán escena tras escena frustar el robo, aprovechando las particularidades de un huracán con muy buen timming para aparecer y desaparecer mágicamente cuando la acción narrativa así lo requiere, desafiando la naturaleza de este tipo de fenómenos e incluso la lógica interna del relato. El auto de nuestro meteorólogo demostrará ser lo más cercano a un Batimóvil que jamás hayamos visto fuera del universo cinemático de DC, poniendo en ridículo a las camionetas del humilde equipo de Bill Harding en Twister (1996). Con un nivel de CGI que aprueba con lo justo para este tipo de producciones y un Toby Kebbell que parece condenado irremediablemente al cine de acción Clase B, esta suerte de “Duro de Matar en un huracán” puede ser de todas formas disfrutable dentro del su propio subgenero, e incluso puede convertirse a futuro en un placer culposo… pero sin dudas un chiste sobre el sur de Estados Unidos y su fascinación por las armas cuando promedia la cinta vale más que todos los huracanes, sunamis y maremotos que puedan caber en 103 minutos.
Por una cabeza La veta del cine fantástico en nuestro país nunca fue de las más exploradas. Son pocas las películas que se animan a ese registro que coquetea con lo bizarro y muchas menos las que se animan a hacerlo dentro del circuito comercial. Con estas consideraciones en mente, el director Pablo Parés (Daemoniun: Soldado de Inframundo, 100 % Lucha: El Amo de los Clones y la saga de Plaga Zombie) se puso al frente de Bruno Motoneta (2018), una historia repleta de condimentos particulares como científicos locos, extraterrestres, decapitaciones involuntarias y hasta dudosas obras de arte modernas. Bruno (Facundo Gambandé) se gana unos pesos como delivery del local de “Extraordinarios Objetos” de sus tíos, ese tipo de comercio muy particular que parece ofrecer algo para todos. Como buena comedia de enredos, el conflicto se pone en marcha cuando la tía de Bruno -interpretada por una afiladísima Mirta Busnelli- se decapita a sí misma accidentalmente, situación ante la cual nuestro protagonista debe pedir ayuda a un excéntrico científico (Fabio Alberti) que maneja un laboratorio donde se llevan a cabo experimentos de lo más extraños, y en el cual trabaja como asistente una chica tan atractiva como misteriosa (Candelaria Molfese). Claudio Rissi, Esteban Prol y Divina Gloria acompañan con pequeños pero también efectivos papeles, en un relato que rompe constantemente la cuarta pared y hace un culto del hecho de no tomarse a sí mismo demasiado en serio, siendo estos momentos lo más logrados. El hecho de contar con Gabandé y Molfese -dos egresados de la exitosa tira Violetta- es un plus con el que la producción seguramente busca llegar al target juvenil, basados en la popularidad de ambos tanto en la pantalla chica como en las cada vez más determinantes redes sociales. Gracias a un elenco que sabe canalizar de manera apropiada el tono de un producto de esta naturaleza y una impronta narrativa que se anima a romper con ciertas convenciones locales, Bruno Motoneta es un film que tal vez no enloquezca al público de primera mano, pero cuenta con altas chances de convertirse en objeto de culto (bizarro) en el mediano y largo plazo. Nada mal para una historia de cabezas que hablan y alienígenas come cerebros.
Ir adonde ningún autista ha ido antes Rain Man (Barry Levinson, 1988) marcó la pauta dentro de una suerte de subgénero contemporáneo, encargado de traernos historias sobre personajes que a pesar de sus limitaciones mentales pueden superar las dificultades que les plantea la vida y dar evidencia de su inteligencia particular, a contramano de la consideración popular y de los prejuicios más comunes. En Un nuevo Camino (Please Stand By, 2017) el director Ben Lewin trae a la pantalla grande la obra teatral de Michael Golamco que gira en torno a Wendy, una chica autista que viaja desde San Francisco hacia Los Angeles buscando entregar un guión cinematográfico para un concurso de fanáticos de la saga Star Trek. La ex-niña prodigio Dakota Fanning interpreta a Wendy, quien junto a Toni Collette (Pequeña Miss Sunshine, Un gran chico) y Alice Eve (Star Trek: En la oscuridad, Ni en tus sueños) conforman el trinomio femenino sobre el cual se apoya la historia. Contenida dentro de un relato circular donde el personaje principal realiza un viaje iniciático a través del cual busca superar sus propias limitaciones, la narración toma forma de road movie y lleva al espectador a acompañar a Wendy durante 93 minutos mientras intenta superar las dificultades -propias y externas- que se interponen a la consecución de su objetivo. Canalizando al Robert Downey Jr. de Una guerra de película (2008) y su mantra “never go full retard” pero en clave dramática, Dakota Fanning hace un trabajo aceptable poniéndose en la piel de una chica autista que lucha por demostrar sus capacidades; pero por momentos la verosimilitud del relato le juega en contra, exponiendo a su personaje a situaciones improbables que bordean peligrosamente el absurdo. Toni Collette cumple en un papel que la hemos visto encarnar en múltiples ocasiones a través de los años, el de la mujer que se preocupa por el bienestar de otros hasta extremos poco recomendables. Cierto aura indie lo sobrevuela todo, agregando a la película una pátina agradable y llevando a su protagonista por ciertos recovecos de la América profunda, donde intenta darnos una pequeña muestra de las personas buenas y malas que uno puede encontrarse en este y en cualquier camino. Con un approach liviano sobre el autismo y las dificultades de vivir con un ser querido que sufre una enfermedad mental, Un nuevo camino no parece tener intenciones de reescribir el género ni cuenta con la ambición suficiente como para romper algún tipo de paradigma cinematográfico. Su propuesta es simplemente traernos una historia que alcanza una mayor dimensión solo gracias al calibre de sus intérpretes.
Entre la Roca y los monstruos A esta altura del mainstream, cuestionar la legimitidad de las transposiciones de videojuegos al cine se percibe de lo más superfluo, una discusión innecesaria sobre una batalla perdida. Y por más que el juego a adaptar sugiera poco atractivo en la pantalla grande desde el vamos, en los últimos años nos hemos curado de espanto gracias a producciones como Emoji: La Película (2017) y Pixeles (2015) entre otras igual de desastrozas que obtuvieron su lugar en el reino del séptimo arte. Dicho esto, a nadie puede sorprender que un producto como Rampage: Devastación (Rampage, 2018) llegue a las salas. Livianamente basada en un videjuego de culto lanzado originalmente en 1986, la película hace de Dwayne Johnson -aquel conocido amistosamente como “The Rock”- la piedra fundamental de un relato que no escatima en destrucción, monstruos, tiros y explosiones, en el cual carece de sentido cuestionar la plausibilidad de aquello que tiene lugar escena tras escena. Entretenimiento descartable y en tamaño XXL. En resumidas líneas, una estación espacial con material genético experimental explota, y como consecuencia parte de ese material cae en la tierra cual meteorito radioactivo, infectando a un lobo, un cocodrilo y un gorila albino, este último bajo el cuidado del Zoólogo/Defensor de animales/Biólogo/Héroe musculoso llamado Davis Okoye, interpretado por el carismático Johnson. Tras ser infectados, los tres animales comienzan a crecer a un ritmo vertiginoso y su comportamiento los convierte -en sentido literal y figurado- en una amenaza monstruosa para la ciudad. Por ende Okoye se sacó todos los números para detener a las bestias antes de que sea demasiado tarde y descubrir quiénes son los verdaderos responsables de este desastre... si, adivinaron: una empresa inescrupulosa. Brad Peyton hace un trabajo correcto dirigiendo este opus aventurero, y eso es mucho decir de un tipo que cuenta en su currículum con films de calibre de Como Perros y Gatos 2: La venganza de Kitty Galore (2010), detalle para nada menor. El cuarteto de guionistas parece saber de antemano que poco interesa al tipo de audiencia que más celebra este tipo de producciones contar con una historia municiosa y anclada en la realidad, que no deje agujeros en la trama: Es así como las cuestiones dentro del relato tienen una explicación mínima que trata de interferir lo menos posible con las secuencias de acción y aventura. La tensión en aumento del relato entretiene, pero no logra cumplir la promesa implícita de un tercer acto que justifique tanta destrucción y bestias gigantes, en gran parte por culpa de unos villanos pobremente construidos. El exceso por el exceso mismo tiene su costado divertido, pero no logra dejar una marca tangible, cuestión que se manifiesta a través de uno de los personajes, quien ante una situación por demás absurda sólo atina a decir: “Esto es demasiado”. ¿Sincericidio guionístico? Apoyada en el carisma de su actor principal, quien parece saber siempre cuál es el porcentaje correcto de humor, acción y sensibilidad que deben tener sus personajes para lograr buen feeling con la audicencia, y una trama que sabe mejor que nadie lo absurda de su propuesta pero la lleva a cabo de todos modos, Rampage: Devastación es el tipo de placer culposo que entretiene sin pedir mucho a cambio, donde lo más grande puede no ser siempre lo mejor, pero sirve para pasar 107 minutos sentado en la butaca.
Duro como enano de jardín. Sir Arthur Conan Doyle es el autor responsable de uno de los personajes más emblemáticos de la historia de la literatura, Sherlock Holmes, quien ha tenido inumerables relecturas desde los inicios del arte cinematográfico. Probablemente el bueno de Arthur jamás hubiese imaginado que el popular detective llegaría a tener una reinterpretación en el cine animado como la que nos entrega Sherlock Gnomes (2018). Como una suerte de spin-off de Gnomeo y Julieta (Gnomeo & Juliet, 2011), esta vez la pareja de enamorados cede su protagonismo a Sherlock Gnomes -cualquier similitud no es mera coincidencia- y su fiel compañero Watson, quienes tendrán que develar el misterio relacionado con la sorpresiva desaparición de los enanos de jardín de todo Londres. Mediante una estructura narrativa que impone cada cinco minutos una secuencia de persecución, pelea o algún otro tipo de suceso arriesgado para sus protagonistas con el acompañamiento de las tonadas rockeras más estándar imaginables, el guión de Ben Zazove da la sensación de no querer aburrir ni por un segundo a los más chicos, sin darse cuenta que en el proceso perderá irremediablemente a los más grandes… y por “más grandes” nos referimos a todo aquel mayor de diez años. El director John Stevenson, co-director de Kung Fu Panda (2008), hace lo que puede poniéndose al frente de la primer producción completamente animada de Paramount Animation, penando con un material que no logra despegarse de la media, ni siquiera aprovechando el talento vocal de intérpretes como Johnny Depp, Emily Blunt, James McAvoy, Michael Cane y Chiwetel Ejiofor, entre otros. Cargando con unos 87 minutos que se sienten más extensos de lo que deberían, el relato no puede escapar a los lugares comunes de este tipo de producciones animadas, apuntadas particularmente a la audiencia infantil, sin múltiples capas de lectura ni diferentes niveles de humor que capten la atención de franjas etarias diversas. Probablemente el trabajo sonoro y el diseño de arte sean los puntos más altos del film, con una labor interesante sobre los materiales generados por computadora, como la textura de los enanos de jardín y una paleta colorida que aprovecha cada rincón de fotograma. Con un giro innecesario en el tercer acto que confunde más de lo que simplifica, Sherlock Gnomes es una película animada que entretiene a los muy chicos, pero tiene poco para ofrecer a cualquier otro que caiga en la sala.
El back del back de Pandolfo. La música, como todo proceso creativo, tiene sus momentos de brillo, sus bloqueos, sus deconstrucciones y sus revelaciones. El músico Palo Pandolfo decidió confiar en Iván Wolovik para registrar la grabación de su más reciente disco Transformación, de ahí el título del documental que pasó por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Transformación no nos propone una estructura documental clásica, no nos explica qué estamos viendo, quiénes son las personas involucradas ni a qué se dedican. Es tarea del espectador ir desmembrando estos retazos de momentos registrados en cámara mientras Pandolfo mantiene interminables charlas con su productor, cranea ideas y ensaya en el estudio junto a su banda La Hermandad, entre otras intimidades de su proceso creativo. La mencionada falta de una estructura que ordene el relato se vuelve un arma de doble filo. Si bien por un lado demanda un rol activo por parte del espectador en pos de averiguar de qué va la cosa, por otro lado corre el riesgo de dejar afuera a aquellos que desconocen el trabajo del músico o no son tan versados en el métier de la producción musical discográfica. En ningún momento Pandolfo se presenta a sí mismo o introduce a sus colegas, tampoco lo hace una voz en off o un graph esclarecedor. Las participaciones de Ricardo Mollo e Hilda Lizarazu como colaboradores del álbum en proceso tampoco son desarrolladas más allá de lo que registra la cámara de Wolovik, dejando escapar la posibilidad de introducirlos propiamente ante un potencial público joven que tal vez no los reconozca. Los 69 minutos de duración llegan con lo justo para dar a esta obra el mote de largometraje, pese a que en todo momento se siente más como un ejercicio ensayístico que como un registro documental. El objetivo aquí no es informar o compartir una experiencia que deje algo un poco más conciso a los espectadores. Se trata, en cambio, de una propuesta de nicho que difícilmente guarde mayor atractivo para lo menos interesados en el microuniverso pandolfiano.
Juegos, trampas y dos tramas livianas Fernando Díaz y Mad Crampi unieron fuerzas para co-dirigir Mala vida (2017), película que tras pasar por el 32 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata desembarcó en la 18va edición del Buenos Aires Rojo Sangre. Con una impronta cercana al primer Guy Ritchie -el de la época de Juegos, trampas y dos armas humeantes (1998) y Snatch: Cerdos y diamantes (2000)- una combinación de tramas simultáneas, humor corrosivo y personajes coloridos, Mala vida (2017) traduce a códigos locales el subgénero de la comedia negra criminal. Un grupo de ladrones con poquísimas luces decide dar un elaborado golpe en una Buenos Aires posmoderna donde Heidi -la máximia estrella Pop- desparece generando asombro en la opinión pública, al mismo tiempo que una chica sospechosamente parecida a la cantante se debate entre casarse o no con un ladrón de autos. En el medio de todo esto, dos amigos se topan con un bolso lleno de dinero que podría traer más problemas que satisfacciones, y por supuesto todos estos conflictos deberían fundirse en algún momento crucial del relato… Bertha Muñiz y Maximiliano Ghione se destacan dentro de un numeroso reparto que incluye a Belén Chavanne, Joaquín Berthold y Miguel Di Lemme entre otros. El tono cómico que bordea lo absurdo sin abrazarlo completamente es uno de los elementos mejor aprovechados del film, que saca todo el provecho posible de su tan particular propuesta. La producción independiente no sufre a pesar de un evidente bajo presupuesto y su estilo visual saca provecho de la creatividad para disimular otro tipo de limitaciones. Por desgracia la mayor falencia reside en lo poco efectivo que resulta ese tercer acto que promete unir todas las líneas argumentales, en un final que no termina de estar a la altura de todo lo construido previamente y nos deja con ganas de más. En el cine al igual que en el mundo del crimen, a veces las cosas no salen como fueron planeadas… pero siempre dejan algo que contar.
El barro de la miseria. MudBound: El Color de la Guerra (Mudbound, 2018) es el segundo largometraje de la directora afroamericana Dee Rees (Pariah, 2011), y si bien a primera mano tiene todo el aspecto de un móvil intencionalmente ensamblado para acumular nominaciones en plena temporada de premios debido a su temática (mejor actriz de reparto, mejor canción original, mejor fotografía y mejor guión por los Oscars), la labor actoral y un tratamiento de imagen delicado evitan con lo justo que caiga en el interminable subgénero de películas oscarizables sobre desigualdades raciales. Lo que se cuenta es la historia de Jamie McAllan (Garret Hedlund) y Ronsel Jackson (Jason Mitchell), dos ex combatientes de la Segunda Guerra Mundial que vuelven tras el conflicto bélico a su Mississippi natal pero, al ser Jamie blanco y Ronsel Negro, sus realidades no podrían ser más dispares en un contexto sureño racista y segregador. Henry McAllan (Jason Clarke) es el hermano de Jamie y dueño de las tierras en las que trabaja la familia de Ronsel, hecho que constantemente creará tensiones y rencillas entre los clanes. Con un registro similar al de 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013) pero apoyándose con mayor firmeza en el momento histórico, y sin caer tan fácilmente en situaciones brutales que sólo buscan el golpe dramático de efecto, Mudbound hace un buen uso de la multiplicidad de voces de sus personajes para dar vida a la adaptación de la novela de Hillary Jordan. La fotografía se adueña de los tonos marrones, y junto con la dirección de arte conforman este espacio donde se respira un clima opresivo; en cada fotograma se percibe un aire ominoso que lamentablemente resulta spoileado de modo tosco por una secuencia inicial que entrega demasiada información sobre el decantadísimo desenlace. Mary J. Blige se luce poniendo su voz al tema principal del film -“Mighty River”, nominado al Oscar- pero se luce aún más como la madre del clan Jackson, en un registro a lo Viola Davis, entregando los momentos más sólidos dentro de un relato en el que todos los intérpretes tienen la oportunidad de lucirse en medio de peleas, discusiones, golpes, actos xenófobos e ingesta sostenida de alcohol. La excepción es Carey Mulligan, a quien hemos visto repetir estos personajes de mujer sometida ante un marido dominador, siempre anhelando que su realidad fuera otra, y regalándonos una performance harto repetitiva. Siendo esa clase de película que parece poseer el timing perfecto para hacer su aparición en cartelera cuando despunta la temporada de premios, Mudbound es un film con méritos suficientes para estar a la altura, pero probablemente su mayor desafío sea comprobar si su historia es una que logrará perdurar en la memoria de los espectadores cuando se enrolle la última alfombra roja del año y las estatuillas se hayan acomodado en los estantes de los ganadores.
La factoría Marvel se consolidó en la industria como una fuerza cinematográfico-comercial que supo respetar a rajatabla una fórmula inobjetable: Películas solistas sobre superhéroes de primer nivel de su propiedad (Iron man - El hombre de hierro, Capitán América: El primer vengador, Thor – Ragnarok), películas de conjunto para consolidar el universo en la pantalla grande (la saga de Los Vengadores) y películas intermedias con personajes menores (Ant-Man: El hombre hormiga, Dr. Insólito) que cumplen la función de mitigar la espera entre un lanzamiento y otro. Así las cosas, la firma que desde hace un tiempo pertenece a Disney, se encarga de entregarnos 2 o 3 películas por año. A semejante ritmo no es de extrañar que muchas de sus producciones menores sean percibidas como un ejercicio de negocios antes que un evento necesariamente artístico ni mucho menos cinematográfico. Afortunadamente Pantera negra (Black Panther, 2018) corta con dicha rutina, gracias a una historia que busca dejarnos algo, más allá de llenar un vacío y vender la próxima épica marveliana. Con un dream team que celebra la diversidad étnica -Chadwick Boseman al cabeza, Lupita Nyong`o, Michael B. Jordan, Angela Bassett, Forest Whitaker y Daniel Kaluuya entre otros- y una narración que combina el drama shakespeareano con guiños a James Bond, el director Ryan Coogler (Creed: Corazón de campeón, 2016) entrega una de las películas de superhéroes más sólidas de la casa Marvel desde Capitán América y el soldado del invierno (Captain America: The Winter Soldier, 2014). Después de una intro explicativa para ponernos en contexto, la historia nos pone frente a T’Challa (Boseman) el heredero del trono de Wakanda, ese país ficticio africano que -MacGuffin de por medio- esconde maravillas tecnológicas que podrían erradicar completamente múltiples males del planeta. T’Challa no solo es el nuevo soberano de su patria, sino también Pantera Negra, el héroe titular. Tras la trágica muerte de su padre T’Chaka (John Kani), la cual presenciamos en Capitán América: Civil War (Captain America: Civil War, 2016), T’Challa se prepara para convertirse en rey, pero un personaje del pasado retorna para desafiar el funcionamiento monárquico de la región y consecuentemente poner en jaque al mundo entero, por supuesto. Los 134 minutos de duración jamás se sienten largos y las secuencias fluyen una tras otra de manera orgánica, gracias a puestas en escena que deslumbran por su paleta de colores, escenas de acción que entretienen sin saturar y una banda sonora tecno-tribalista a cargo de Kendrik Lamar -uno de los músicos del momento- que se fusiona de forma efectiva con la imagen. A través de una metáfora muy bien planteada sobre el uso y el abuso del poder, que refleja intencionalmente y con poca sutileza la actualidad política estadounidense, pero por sobre todo la presidencia de Donald Trump, Pantera negra aprende de las flaquezas de las producciones previas de Marvel. La tragedia Shakespeareana que salpica el relato atrae ecos de ciertas cuestiones exploradas sutilmente en Thor (2011), pero en esta ocasión la presentación de un villano con peso específico y un accionar concreto revisten de solidez un film que acumula tensión para luego liberarla en un tercer acto que hábilmente divide su desenlace en 3 secuencias paralelas. Pantera negra sube la vara para las próximas películas de superhéroes mal considerados secundarios, demostrando que cuando se tiene algo realmente interesante para contar -más allá de garantizar un buen negocio y posicionamiento de marca- no hay personajes ni historias menores.