l huérfano, el tío y el caserón encantado. Probablemente la pregunta que más fuerte retumba en la cabeza de todos a propósito de La casa con un reloj en sus paredes (The House with a Clock in its Walls, 2018) no tenga nada que ver con su reparto, la novela original o la destreza de sus efectos especiales, sino con su director… ¿Eli Roth dirigiendo una película infantil apuntada a la familia? Así las cosas, el director mejor conocido por contar exclusivamente, hasta el momento, con películas clasificadas para mayores de 18 años (Knock Knock, Hostel, Fiebre en la cabaña, etc), se acomoda detrás de cámara para llevar a la pantalla grande una historia basada en la novela de John Bellairs. Lo que acontece se sitúa en la década del 50 y gira en torno a Lewis Barnavelt (Owen Vaccaro), quien es envíado a vivir con su tío Jonathan (Jack Black) tras perder a sus padres en un accidente y quedar huérfano. El tío es un hechicero algo mediocre que vive en una casa repleta de objetos curiosos, la cual habita desde hace poco tiempo a raíz de la muerte del propietario anterior, un poderoso hechicero llamado Isaac Izard (Kyle Maclachan), quien dejó escondido en las paredes de la casa un reloj cuyo tic-tac constante obsesiona a Jonathan, aunque este ignora que se trata de un complejo dispositivo creado por Izard para abrir un portal que pondría en peligro a nuestro mundo. Lewis tiene la difícil tarea de acostumbrarse rápido a su nuevo hogar, su nuevo tío, su nuevo colegio y sus nuevos compañeros, mientras intenta aprender algo de magia. Roth encuentra con facilidad el tono que un relato de este tipo necesita, dotando de profundidad a los personajes y creando para ellos un universo que calza de manera casi perfecta como telón de fondo, lleno de detalles y referencias. Todo exhibe un aire a los años 50 muy bien logrado, pero al mismo tiempo deja espacio para pequeñas peculiaridades que refuerzan el espíritu fantástico de la historia y expanden su área de acción. Cate Blanchett interpreta a la Sra. Zimmerman, vecina y mejor amiga de Jonathan que se vuelve una suerte de figura materna para Lewis. Tanto Black como Blanchett manejan con ductilidad sus roles; sin bien no podemos considerarlos papeles paradigmáticos dentro de sus extensas carreras, la veteranía de ambos les permite transitar este tipo de propuestas casi sin despeinarse. Vaccaro probablemente sea quien menos se luce, su physique du rol se encarga de dar vida a un niño encantadoramente particular, pero en aquellas escenas donde se ve obligado a desplegar un rango más diverso de emociones no termina de convencer; de hecho debe ser el actor infantil que pone las caras más extrañas al momento de llorar en cámara. Promediando el film, la estructura narrativa parece empantanarse un poco, enamorándose demasiado de las excentricidades de Jonathan y Lewis, de la casa y sus secretos, sin avanzar en el momento oportuno a lo siguiente. Por este motivo, el verdadero conflicto de la película arranca un poco tarde y todo se vuelve una carrera a contrarreloj (que ironía) cuyo apuro no otorga al final del segundo acto y el inicio del tercero el tiempo suficiente para explayarse de la mejor forma. Si bien la historia cuenta con el atractivo suficiente para captar la atención de los más chicos y el poder de su diseño de arte se adueña de cada fotograma, la falta de múltiples capas de lectura y algún que otro guiño al público más grande dejan como resultado una obra que descansa en la comodidad de cumplir con lo esperado. Justamente Escalofríos (Goosebumps, 2015) otro film con Jack Black a la cabeza, consigue combinar de forma más efectiva todos esos detalles previamente mencionados, elevando un peldaño más arriba una película que podríamos considerar tan pasatista como La casa con un reloj en sus paredes, solo que esta última elige jugar a lo seguro y bajo ninguna circunstancia se atreve a romper paradigmas ni transgredir el canon del género.
Huéspedes en el hampa all inclusive. Si tuvieron la oportunidad de ver el trailer de Hotel de criminales (Hotel Artemis, 2018), quizá noten que hay altas probabilidades de confundirlo con un spin-off de la saga John Wick, en especial su recordado Hotel Continental, aquel que albergaba toda clase de delincuentes. Pues no. El debut cinematográfico de Drew Pearce, guionista de Iron Man 3 (2013) y Misión: Imposible – Nación secreta (2015), intenta llevar a la pantalla grande una historia con curiosas similitudes, pero se encandila con un reparto talentoso y una estética cuidada, que no trabaja la historia con igual nivel de rigurosidad. En una Los Angeles distópica del no tan lejano año 2028, los disturbios callejeros y el enfrentamiento con las fuerzas de seguridad se vuelven el caldo de cultivo para una ciudad en llamas, en medio de la cual Sherman y su equipo de ladrones escapan tras un robo que no salió como esperaban. Por esa misma razón Sherman (Sterling K. Brown) y su hermano (Brian Tyree Henry) se refugian en el Hotel Artemis, una suerte de refugio para criminales, un lugar donde reciben asistencia médica y resguardo de la ley. El lugar opera bajo las estrictas órdenes de Jean (Jodie Foster), a quien llaman a secas “la enfermera”, encargada no solo del alojamiento sino también de la atención médica. Everest (Dave Bautista) es su mano derecha, el encargado de ponerle el cuerpo a situaciones que ameritan un tratamiento más agresivo, en el sentido más literal de la palabra. El hotel tiene reglas contundentes respecto de todo aquello que no está permitido puertas adentro, relacionadas casi en su totalidad con la interacción permitida entre tan particulares huéspedes. Cuando el dueño del hotel y jefe del hampa conocido como el Lobo (Jeff Goldblum) tiene que hacer una visita de emergencia, se encienden las alarmas de todos los inquilinos y en especial las de Sherman y su hermano, quienes sin saberlo robaron algo que le pertenece. Es así como la narración intenta generar una tensa intriga respecto de la visita del Lobo. El problema es que este punto de giro demora tanto en llegar que una vez alcanzado, nunca se ubica a la altura de lo prometido. Tanto los actores mencionados como aquellos con papeles menos preponderantes (como son los casos de Sofia Boutella, Charlie Day, Jenny Slate y Zachary Quinto) cumplen al momento de dar vida a personajes con pocos claros y muchos oscuros. La intensidad de las figuras a las que ponen el cuerpo se siente escena tras escena, a pesar de un guión que los obliga constantemente a tirar one-liners y hacer acotaciones para verse audaces y rápidos de lengua. Una subtrama de la enfermera a propósito de una pérdida familiar intenta dar profundidad al personaje y al mismo tiempo justificar sus acciones dentro del hotel, pero la mayor parte del tiempo se siente como un estorbo en el camino del verdadero conflicto. Con un planteo que podría haberse visto beneficiado entregando más acción de la que prometía inicialmente, Hotel de criminales da la sensación de ser una oportunidad desperdiciada. Contando con todas las herramientas necesarias, Pearce no logra elevar el material por encima del promedio.
La novicia, el convento y el fantasma. James Wan y compañía se toparon con una mina de oro gracias a El conjuro (2013), la película de Terror que le quitó el trono al found footage y reinstaló las posesiones, los espectros y la lucha contra las fuerzas demoníacas en los dominios del terror mainstream que llena las salas de cine. Tras una secuela exitosa y dos spin-off de Anabelle, uno de los personajes más populares de la saga, llegó el turno de La monja (2018) film que desempolva los orígenes del personaje presentado de manera escueta y espeluznante pero sumamente efectiva en El conjuro 2 (2017). Para tal efecto, la narración regresa al año 1952 y tiene lugar en un convento remoto de Rumania, donde una de las monjas se quitó misteriosamente la vida, hecho que lleva al Vaticano a realizar una investigación a fondo. Es así como el padre el Padre Burke (Demián Bichir) y la hermana novicia Irene (Taissa Farmiga) son enviados para constatar lo ocurrido. Al llegar, por supuesto, se darán cuenta de que una fuerza maligna se apoderó del lugar, razón por la cual deberán protegerse de la mencionada entidad con apariencia de monja mientras buscan la forma de detenerla. Siguiendo con fidelidad ciertos pasos que parecen obligatorios para la fórmula, el Padre Burke es un experto en lo paranormal con varios exorcismos en su haber, mientras que la hermana Irene es la reservada jovencita que a pesar de querer dedicar su vida Dios, muestra esos indicios de rebeldía necesarios para aportar frescura a la trama, además de poseer una pizca de… ¿poderes psíquicos? Probablemente la falla más grande cometida por el director Corin Hardy y el guionista Gary Dauberman sea no saber exactamente qué hacer con este personaje atemorizante de la factoría Wan, un monstruo que funciona con efectividad al momento de regalarnos los famosos jump scares clásicos del género, pero al cual no dotan de la profundidad necesaria como para convertirlo por mérito propio en el antagonista principal que se merece el relato. La lógica interna ayuda muy poco a delimitar los poderes de la criatura y su objetivo más allá de lo explicitado por los personajes; ello hace que su meta dentro del conflicto se vuelva confusa y un tanto caprichosa. Hardy venía de hacer un trabajo muy interesante con Los hijos del diablo (The Hallow, 2015) y si bien su oficio para trasladar a la pantalla climas tensos y opresivos en espacios que se tornan amenazantes se mantiene intacto, en esta oportunidad el paso por algunos clichés del género (como el reflejo espectral en un vidrio, la voz ahogada que susurra en un rincón oscuro y la mano que llega desde fuera de campo para asustar a la protagonista, entre otros) le quita frescura a una película cuyos 96 minutos se sienten agotadoramente más largos de lo que deberían. Convirtiéndose en un móvil para sustos fáciles, con escenas que intentan sostener la tensión apoyándose exclusivamente en el poderío de su imaginario visual pero sin un marco de acción propicio, La monja termina siendo una oportunidad desperdiciada. Podrá satisfacer al nicho más intransigente del género, pero resulta inconsistente y derivativa cuando se la somete a un análisis apenas más profundo.
El escritor fantasma La película ganadora en el Festival Nocturna de Madrid y premiada en el Latinoamérica Blood Window tuvo su presentación en la flamante edición del Festival de Cine de Terror, Fantástico y Bizarro Buenos Aires Rojo Sangre y ahora finalmente tiene su estreno comercial. En el Rojo Sagre, su director Matías Salinas presentó el largometraje de 89 minutos que formó parte de la Competencia Iberoamericana y relató cómo fue dando forma a una historia que empezó a filmar como pudo, con una cámara casera y conforme el proyecto adquiría forma, logró elevar el nivel de la producción. Presagio cuenta la historia de Camilo, un escritor atormentado por la muerte de su esposa y su pequeño en un accidente automovilístico, hecho que él mismo experimentó de forma premonitoria en un sueño. Un psiquiatra ayuda al escritor a intentar reconstruir su vida mientras buscan develar el misterio que se esconde tras el proceso de creación de su más reciente novela llamada “El lado oculto” y la aparición de un hombre misterioso que atormenta a Camilo. Desde el inicio se percibe una riqueza visual y compositiva pocas veces vista es un director tan joven. Las secuencias oníricas están cargadas de simbolismo y hacen difícil discernir entre la realidad y la ensoñación. La mezcla del materiales con distintos niveles de calidad ayudan a representar las dos realidades del escritor y potencian la historia. Desde lo narrativo es posible que el film se empantane un poco justamente en su parte media, dando la sensación de demorarse más de lo necesario la llegada del tercero acto. Y hablando precisamente del final, estamos frente a una historia con un punto de giro que se apoya justamente sobre otro punto de giro. Algunos adorarán este recurso que nos tira un gancho a la mandíbula cuando todavía nos estamos recuperando de la embestida previa, y tal vez otros lo consideren un exceso, un overkill como dicen los yanquis. Lo importante de todo esto es saber que nuestro terror de género tiene historias para contar y no sufre el dilema de la hoja en blanco...
Del desamor al espionaje en dos escenas. La confusión de identidades y el devenir de personajes involucrados en un conflicto que los arrastra fuera de su hábitat natural es un tropo harto transitado por la comedia de enredos. Mi ex es una espía (The Spy Who Dumped Me, 2018) es un híbrido algo particular, con retazos de dicha comedia de enredos, elementos paródicos del género de espías y un dejo de la rutina clásica de “parejas desparejas” enfrentadas a una situación desafiante. Audrey (Mila Kunis) se encuentra en plena crisis existencial, festejando su cumpleaños mientras se lamenta por la inesperada borrada de su novio Drew (Justin Theroux), quien la abandonó sin dar una sola explicación. Lo que Audrey ignora es que este trabaja como espía encubierto para la CIA. Cuando una organización secreta quiere hacerse con una información ultrasecreta que Drew escondió en el departamento de su flamante exnovia, Audrey y su mejor amiga Morgan (Kate MacKinnon) quedan envueltas en una conspiración entre agencias de inteligencia y organizaciones de espionaje que harán lo que sea por recuperar el MacGuffin en cuestión, excusa mediante la cual las dos amigas recorrerán las principales ciudades de Europa mientras intentan salvar sus vidas. Digámoslo sin pelos en la lengua: a Kunis le cuesta horrores moverse con soltura en el pequeño subgénero de las comedias absurdas, como pudimos evidenciar hace no mucho tiempo con la saga de El club de las mamás rebeldes (2016) y La navidad de las mamás rebeldes (2017). La comedia romántica es su territorio más transitado, pero cuando se la enfrenta a un relato que exige abrazar el sinsentido y el humor más cáustico, no la pasa del todo bien. Su opuesto exacto es justamente MacKinnon, quien viene haciendo escuela con personajes lisérgicos que parecen una improvisación constante escena tras escena, sin importar la película. Los guiños al universo de James Bond están a la orden del día, con agentes involucrados en ambos bandos, persecuciones por angostas calles europeas, dispositivos tecnológicos inconcebibles y villanos tan malos como caricaturescos. El juego de espías toma un giro hacia lo cómico y da lugar al road trip para las amigas, recurso que por momentos parece intentar canalizar los enredos de Bill Murray en El hombre que sabía muy poco (1997). No obstante, mientras todo parece sugerir que se trata de otra comedia pasatista, la directora Susanna Fogel intercala pequeñísimos momentos de humor ácido, interpelando a la cultura americana, la particular forma de ser de los estadounidense y la percepción que de ellos tiene el resto del mundo. Valor agregado para una comedia que sería del montón si no contase con estos breves destellos, considerando ese principio -puesto en acción a través de sus personajes- según el cual siempre hay que moverse de la zona de confort.
Desde el estreno de Tiburón (Jaws, 1975) hace ya casi 45 años, el subgénero “películas con tiburones” tomó inexorablemente dos caminos: La narración cruda sobre una historia de supervivencia como en Mar abierto (Open Water, 2003) y Miedo profundo (The Shallows, 2016), o el relato bizarro que hace de la premisa absurda su punta de lanza como en el caso de Alerta en lo Profundo (Deep Blue Sea, 1999) y la inesperadamente exitosa Sharknado (2013). Con Megalodón (The Meg 2018) el director Jon Turteltaub intenta combinar la parafernalia lisérgica de las producciones clase B con el presupuesto de una superproducción de primer nivel, obteniendo resultados dispares según la lectura que estemos dispuestos a hacer. La cuestión es la siguiente, el fondo oceánico no sería exactamente “el fondo” allá por las fosas de las Marianas en el Oceáno Pacífico, por ende un grupo de científicos se dispone explorar que hay más allá. Claro que al hacerlo liberan accidentalmente una criatura que se creía extinta, un megalodón, un tiburón de más de 25 metros que vivió en los océanos de nuestro planeta hace millones de años. Aquí entra en acción Jonas Taylor, interpretado por el héroe de acción por antonomasia del nuevo milenio que todos conocemos como Jason Statham (El transportador, El mecánico, Rápidos y furiosos). Taylor es un experto en rescates bajo las profundidades marinas quien inicialmente es traído del retiro para rescatar a un grupo de científicos, pero al suceder el problemita con el Megalodón se vuelve el hombre indicado para detener a dicha bestia... después de todo si algo nos enseño el star system es que los héroes de acción son definitivamente multitaskeadores todo poderosos. En un relato donde escena tras escena Taylor y su troupe improvisada de científicos, hackers y otros personajes descartables buscarán detener al leviatán prehistórico, se siente por sobre todo la falta de sangre, de visceralidad, de gore propiamente dicho. Aquellos que caen a las fauces del monstruo lo hacen fuera de campo, en planos oscuros, apenas dejando un rastro de sangre en el agua. Incluso la lista de víctimas es pequeña ante una amenaza tan grande. Toda película del género se toma su tiempo para mostrar a la bestia, pero en el caso de Meg prácticamente no vemos a la criatura en toda su espectacularidad en 113 minutos de film. En este sentido no sorprende que el director Eli Roth se haya bajado del proyecto cuando el estudio pidió una película PG-13 (para mayores de 13) dejando claras sus intenciones puramente comerciales. Hablando de intenciones comerciales, no sorprende la cantidad de actores y actrices asiáticas en el reparto, especialmente cuando reflexionamos sobre la importancia de la taquilla china en las producciones contemporáneas de Hollywood. Cuando su propio territorio deja de ser el más rendidor, a la meca del cine no se le mueve un pelo en cuestiones de expansión étnica en pantalla. Megalodón debe ser el ejemplo más directo de esta política hasta el momento. Las referencias al clásico de Steven Spielberg están a la orden del día, incluso algunas de sus infames secuelas también son disimuladamente homenajeadas. El guión de Dean Georgaris, Jon y Erich Hoeber incluso se anima a meter -por forzado que luzca- una subtrama romántica entre Taylor y la doctora Suyin, asíatica ella por supuesto. También habrá pequeñísimos momentos reflexivos sobre la mano del hombre en la naturaleza y el poco cuidado por el planeta, combinados con escuetas escenas de drama humano que intentan dar profundidad a personajes que todos sabemos están ahí solamente como carnada, literalmente. Con un ritmo algo desparejo y la escena de playa más desperdiciada en la historia de las películas de tiburones, Megalodón se las ingenia de todas formas para convertirse en otro eslabón aceptable dentro de la moda sharksxplotation, reconociéndose a si mismo como mero producto de entretenimiento descartable, a sabiendas que su propuesta podrá no ser la más inteligente, pero le alcanza con lo absurdo de su premisa... y eso a pesar de atreverse a mostarnos a Jason Statham sonriendo en más de una ocasión. Ese hombre no debería tener permitido JAMÁS sonreir delante de una cámara, cuando lo vean sabrán comprender.
La maternidad fantasmal El bebé de Rosemary (Rosmary’s Baby, 1968) de Roman Polanski sentó las bases para las posibilidades del cine de Terror cuando cruza su camino con la maternidad y los miedos de las madres primerizas. El temor a la perdida, la fragilidad de la nueva vida y la falta de resolución en momentos críticos son tropos que atraviesan el subgenero de terror materno en prácticamente todos los relatos. El demonio quiere a tu hijo (Still/Born, 2018) intenta afinar su melodía utilizando acordes similares, pero el resultado no es óptimo. Todo comienza con Mary (Christie Burke) en la sala de partos. Una madre primeriza que espera mellizos, pero uno de ellos muere durante el parto. La flamante casa que comparte con su exitoso marido se vuelve el refugio para poder estar con un hijo mientras cura el dolor por la pérdida del otro. Pero con el pasar de los días Mary siente que algo no está bien, percibe una fuerza extraña que quiere apoderarse del niño. Una vez planteada la problemática inicial, el relato nos llevará por todos los lugares comunes imaginables: Apariciones fantasmagóricas en el monitor de vigilancia del niño, voces de ultratumba sonando en el baby call, puertas que se cierran solas y una larga lista de clichés extraídos del más usado manual. Por supuesto nadie creerá lo que Mary está experimentando, se hará presente el personaje canónico del “el sabio” que tendrá las respuestas para sus preguntas y todas aquellas que el guión considere que el público puede llegar a necesitar a pesar de una progresión tan derivativa, y el film nunca escapará de su propio tedio ni tendrá la rebeldía suficiente para salirse aunque sea un poquito del molde. Al ritmo lento del relato se le suman malas actuaciones, situaciones inverosímiles incluso para el nivel que maneja el propio universo del film y un bajo presupuesto que intenta justificar de manera liviana porqué prácticamente todo el conflicto sucede dentro de la casa. Somos conscientes que gran parte de los films de Terror no serían posibles sin que sus personajes tomaran malas decisiones en pos del argumento, motivo por el cual muchas veces nos encontramos hablándole a la pantalla y diciendo cosas como “¡No entres ahí!” o “No abras esa puerta!”... Pero hacer que tu hijo primerizo de apenas días de vida, cuyo hermano mellizo murió al nacer, duerma solo en su habitación cuando sospechas que una fuerza maligna esta tras él, debería ser una acción penada por los servicios sociales con quita de tenencia, ¿no? La falta de profundidad sobre los orígenes del mal en cuestión y el desarrollo tosco de su universo lo convierten en un antagonista descartable, indistinguible de cualquier otro, con las mismas características que cualquier ser sobrenatural estándar al que nos tiene acostumbrados el cine comercial más pasteurizado. Un cierre que busca impactar pero no sabe qué hacer más allá del shock sangriento, que termina poniendo el último clavo al ataúd de una película que al igual que su espectro titular, hace poco o prácticamente nada por justificar su existencia.
Huele a adaptación adolescente Futuro distópico, civilización destruída, adolescentes divididos en castas, un refugio idílico al cual escapar, el/la paria que se eleva por sobre el resto y la lucha por derrocar al régimen opresor vigente… todos casilleros tildados obligatoriamente por ese subgénero que han construido las adaptaciones cinematográficas de obras literarias apuntadas al púbico YA, mejor conocido como Young Adult o jóven adulto. Mentes poderosas (The Darkest Minds, 2018), el debut como directora de Jennifer Yuh (animadora de Kung Fu Panda 2 y Kung Fu Panda 3), es el más reciente ladrillo de este muro de distopía ficcional adolescente que desde hace aproximadamente una década satura el cine mainstream. En esta ocasión una extraña epidemia termina con el 98% de los jóvenes del mundo, aquellos que logran sobrevivir descubren que han desarrollado ciertos poderes considerados una amenaza por parte de la población adulta. Por ese motivo todos los adolescentes son “rehabilitados” en centros de detención -que intentan trazar una débil analogía con los campos de concentración Nazis durante la Segunda Guerra Mundial- y categorizados según sus poderes, que involucran telequinésis, telepatía y un alto coeficiente intelectual, entre otros. En el centro de la historia tenemos a Ruby (Amandla Stenberg), quien es separada de sus padres y llevada a uno de los centros, donde descubre que el suyo es uno de los poderes más potentes, motivo por el cual su existencia corre peligro. En conjunto con un grupo de chicos que lograron escapar, intentarán ponerse a salvo y luego terminar con el régimen. Dicho planteo narrativo no es en sí peor que los de muchas de las producciones estándar que la pantalla grande tiene para ofrecernos, pero posiblemente su mayor problema sea uno imposible de resolver sin una máquina del tiempo, y es el hecho de no haber sido estrenada hace cinco años, cuando el subgénero aún estaba en ebullición y las producciones de este tipo tenían algún tipo de relevancia, antes de comenzar a apilarse de manera indistinguible. Stenberg y la troupe juvenil que la acompaña hacen lo que pueden con el material que les conceden, y sus actuaciones son tan buenas como los tropos juveniles se los permiten. Del lado de los adultos Mandy Moore, Gwendoline Christie y Wade Williams tampoco tienen mucha oportunidad de lucirse a través de sus personajes. Cada vuelta de tuerca y cada descubrimiento revelador se perciben de forma tan anticipada que el factor sorpresa brilla por su ausencia en los 105 minutos de película. Con un desarrollo que sigue paso a paso un camino repetidamente transitado y sin una mínima pizca de frescura para ofrecer algo moderadamente distinto -pero igualmente dejando todo abierto en caso de potenciales secuelas- Mentes ooderosas queda reducida a un tipo de entretenimiento de nicho que sólo puede mantener interés para aquellos fanáticos más fieles.
Nido vacío, crisis de la mediana edad y los problemas de la gente sin problemas. ¿Cuál es la verdadera medida del amor? ¿Vale más la compañera/o de largo recorrido o quien nos mueve el piso promoviendo nuestro costado afectivo más fugaz? ¿Vale más lo que queremos para nosotros o el objetivo común sentimental? Sobre esta clase de cuestionamiento opera El amor menos pensado, el debut como director de Juan Vera (guionista de Igualita a mí y Mamá se fue de viaje), cuya riqueza emocional hará que cualquier espectador despistado esté más que dispuesto a perdonar sus deslices mínimos, incluso involuntarios. Marcos (Ricardo Darín) y Ana (Mercedes Morán) son una pareja de cincuentones cuya relación idílica y a prueba de todo se ve en jaque cuando su único hijo se va a estudiar al extranjero y abandona el hogar familiar. El suceso afecta con más intensidad a Ana, quien empieza a experimentar el famoso síndrome del nido vacío. Con este disparador indirecto, la pareja comienza a replantearse su situación sentimental, lo que deriva, tras una breve y única charla, en la separación. De aquí en adelante el relato los lleva por el sinuoso camino de la experimentación con nuevas parejas, intentando ordenar sus nuevas vidas y dándoles sentido… otro sentido… o algún sentido. Ricardo Darín y Mercerdes Morán están acompañados por una troupe de actores de gran nivel como Claudia Fontán, Luis Rubio, Jean Pierre Noher, Juan Minujín y Andrea Pietra, entre otros; estos internalizan de manera efectiva aquello que sus personajes les piden y los dotan de una humanidad y una calidez que traspasa la pantalla, haciéndolos inmediatamente identificables. El guión de Vera en dupla con Daniel Cúparo es uno de los puntos más altos, poniendo en boca de excelentes ejecutantes diálogos que fluyen con total naturalidad. El retrato de los conflictos de pareja y la dinámica de las relaciones la vuelve una obra interesante, pero aquel que guste de hilar fino tal vez detecte que algunos detonantes se sienten apresurados o exagerados. También puede emerger la sensación de que el conflicto de los personajes no era tal hasta que un tercero lo puso en evidencia. ¿Acaso Marcos, Ana y su grupo de amigos necesitaban reevaluar su situación sentimental? Quizás el problema de esta gente era, precisamente, el no tener problemas, excepto por las crisis de mediana edad; esas que uno ve acercándose rápidamente por el espejo retrovisor. La performance soberbia del elenco, sumada a un guión tan afilado como brillante, logra que los excesivos 136 minutos pasen lo suficientemente desapercibidos -barriendo bajo la alfombra la economía de relato- pero sobre todo pone en crisis las idas y venidas del universo de las parejas adultas, el miedo al paso del tiempo y la forma en que elegimos aprovechar (o desaprovechar) nuestro tiempo con otro.
Jóvenes superhéroes deconstruídos en acción! Quienes tengan más de 14 años -y poco interés por los dibujos animados contemporáneos- probablemente no tengan ni idea qué és Los Jóvenes Titanes en Acción (Teens Titans GO!), la serie que ya lleva 5 temporadas en Cartoon Network y conforma la segunda iteración animada del grupo juvenil de DC en la pantalla chica. Robin, Starfire, Chico Bestia, Raven y Cyborg son el quinteto adolescente que pasa más tiempo debatiendo cuál es la mejor comida chatarra, cómo hacer los quehaceres domésticos utilizando superpoderes o la mejor forma de pasar un domingo haciendo fiaca en el sillón. Nada más alejado del relato clásico heroico con un villano de turno que es vencido al final de cada capítulo y nos deja alguna moraleja aleccionadora. Si Seinfield en los 90s fue llamado “un show sobre nada”, lo mismo aplicaría para Los Jóvenes Titanes en Acción: una serie de superhéroes sobre nada. Justamente en esa espontaneidad al servicio del gag y el chiste tonto se encuentra el núcleo de Jóvenes Titanes en Acción: La Película (Teen Titans GO! To The Movies, 2018), el primer largometraje animado de la serie. Probablemente el mayor desafío del film radique en trasladar a la pantalla grande ese humor anárquico y delirante de una serie donde todo puede pasar y no hay un solo patrón fijo. Podemos decir que el objetivo se consigue de muy buena manera, mientras combina esos chispazos graciosos con un conflicto central que justifique 88 minutos de duración: Robin está cansado de no ser tomado en serio y esta obsesionado con que los grandes estudios hagan una película sobre él. Para lograrlo, el equipo llega a la conclusión de que hace falta un gran villano, y es aquí donde entra en escena Slade (mejor conocido como Deathstroke, con la voz original de Will Arnett) una mente maligna que planea controlar a todos los integrantes de la Liga de la Justicia para dominar el mundo. En medio de este conflicto central tendremos númerosos momentos musicales, chistes internos del universo superheroico y cameos inesperados. La dupla de directores Aaron Horvath y Peter Rida Michail hacen de la ruptura constante de la cuarta pared una herramienta de deconstrucción sobre aquello que implica ser un superhéroe y la saturación de este género dentro de la industria cultural, cinematográfica y comercial a nivel global; nunca nadie se atrevió a poner en boca de un personaje declaraciones como “Hoy día todos los superhéroes tienen una película”, una suerte de crítica al sistema desde dentro del sistema. Este tipo de lecturas múltiples son las que convierten a aquello que parece una simple película animada para chicos en un vehículo que sirve para otro tipo de declaraciones. Como en todo film animado, la voces originales suele ser invitados de lujo y esta no es la excepción: Nicolas Cage se da el gusto de ponerle la voz a Superman (muchos recordarán su fallido proyecto noventero junto a Tim Burton llamado Superman Lives), Kristen Bell da vida a una directora ambiciosa y Jimmy Kimmel hace lo suyo con el mejor detective del mundo, claro hablamos de Batman. A pesar de contar de antemano con un estética original inconfundible, ciertos pasajes se animan a utilizar distintos tipos de animación que logran un rango mucho más interesante para el desafío que plantea la pantalla grande. Respetando el humor espontáneo y el espíritu musical del material original, Jóvenes Titanes en Acción: La Película es un producto con el ingenio suficiente para entretener a los más chicos, compartir miradas cómplices con la audiencia más adulta y por el mismo precio dejarnos alguna que otra reflexión interesante sobre la importancia de los lazos de amistad y qué significa ser realmente un héroe con todas las letras.