La jaula con dientes. La mayoría de las veces las producciones directo-a-video tienen razones más que justificadas por las cuales evitar el paso por las grandes salas: Bajo presupuesto, historias poco inspiradas o poco atractivas, un reparto desconocido o compuesto por estrellas lejos de su pico de popularidad, etc. Pero en un bajísimo porcentaje puede suceder que una película pensada para la pantalla chica logre el salto de la mano de algún productor osado y llegue al circuito comercial haciendo un papel lo suficientemente noble. A 47 Metros aprovecha todos los puntos comúnmente débiles de este tipo de producciones e invierte su sentido para entregar un film que -a pesar de no romper ningún paradigma del séptimo arte- entretiene, en particular a los proclives al subgénero películas con tiburones. Todo comienza cuando Lisa (interpretada por la ex estrella pop Mandy Moore) y su hermana Kate (Claire Holt) deciden aventurarse y hacer una inmersión en jaula para ver tiburones blancos a orillas del mar de una playa mexicana estándar cuyo nombre no se menciona, si bien tampoco es necesario y el cliché se encarga del resto. Lisa acaba de cortar con un novio y quiere una aventura para demostrar que no es esa persona cautelosa y timorata que todos creen. Quien haya visto los pósters promocionales de la obra comprenderá por qué es un acierto no desperdiciar más tiempo en pantalla desarrollando con mayor detalle la historia previa de sus personajes principales; ya sabemos todo lo necesario antes de ingresar en el conflicto principal. En plena faena la jaula sufre un desperfecto y se corta el cable que la sujeta al barco, terminando en el fondo oceánico con las hermanas adentro, a una distancia en metros de la superficie que le da título a la película. Partiendo de allí, el relato mutará en la lucha de las jóvenes por sobrevivir y escapar de la jaula antes de quedarse sin oxígeno… o ser devoradas por los escualos. Tal como hizo Spielberg con Tiburón (Jaws, 1975) hace casi 43 años, el director británico Johannes Roberts busca que el drama humano pese más en la balanza que el conflicto de los tiburones que amenazan la integridad de Lisa y Kate, intentando dar fuerza a la dinámica entre dos hermanas que viven una suerte de sutil sinceramiento de forma curiosa y bajo las circunstancias más apremiantes. De más está decir que Johannes logra un porcentaje de efectividad mucho menor al logrado por Steven en dicho aspecto, pero se valora la intención de no caer en el costado gore de este tipo de entretenimiento. Curiosamente, la representación del lugar donde el conflicto sucede es tan estereotipado como podemos imaginar, tratándose de una co-producción británico-norteamericana: barcos sin mantenimiento, personal sin entrenamiento, maquinaria deficiente para operar cables y jaulas oxidadas: Una receta para la catástrofe que toma a dos ciudadanas del primer mundo por sorpresa y las obliga a pasar por un infierno claustrofóbico y lleno de dientes afilados. El bajo presupuesto del film no impide en absoluto que los rubros técnicos se luzcan, especialmente en el diseño de los tiburones, ítem en el cual la producción eligió tomar el camino digital al 100%, de forma similar a lo hecho por Jaume Collet-Serra con Miedo Profundo (The Shallows, 2016). Los resultados son destacables, respetando la idea según la cual los fx digitales logran mayor efectividad siempre y cuando brinden soporte a una historia sin volverse el centro de atención. Con una duración que roza unos sumamente apropiados 90 minutos, A 47 Metros se vuelve un caso particular de entretenimiento efectivo, cuyas bajas pretensiones le juegan a favor gracias a una historia mínima que por momentos maneja el suspenso de forma sorprendentemente ingeniosa y un tercer acto que seguramente dividirá aguas al encenderse las luces.
En el laberinto se vive mejor. El cine del nuevo milenio recibió de brazos abiertos las adaptaciones cinematográficas de la llamada literatura young adult -YA según sus siglas- y cuenta entre sus máximos exponentes a la saga de Harry Potter, Crepúsculo y Los Juegos del Hambre. Así como cada obra del género se compone de varios volúmenes, lo mismo ocurre cuando cada uno de sus libros es trasladado a la pantalla grande, derivando en una saga cuyas aspiraciones mínimas son llegar a conformar una trilogía cinematográfica. En ciertas ocasiones la saga rebosa de éxito como en los casos mencionados, en otras todo parece estar condenado al fracaso desde el principio, y en algunos casos la saga en cuestión sufre altibajos y resultados desparejos entrega tras entrega. Este último caso es sin dudas el que mejor grafica el devenir de Maze Runner, que intenta cerrar su ciclo de la forma más digna posible con Maze Runner: La Cura Mortal. Una vez más los cráneos del marketing local se preocupan por traducir de forma impactante un título sin importar la correlación con su significado original. The Death Cure hace referencia a una cura para la muerte causada por la epidemia que es uno de los temas centrales de la historia; traducirlo simplemente como “cura mortal” deforma el significado y parece dar a entender que dicha cura sólo augura una muerte segura. ¿Acaso alguna vez escucharon hablar de una cura cuyo objetivo sea la muerte? Volviendo al film propiamente dicho, la historia retoma la lucha de Thomas (Dylan O’Brien) y su grupo de amigos sobrevivientes exactamente donde había quedado en Maze Runner: Prueba de Fuego (Maze Runner: Scorch Trials, 2015), con Thomas jurando rescatar a Minho y Sonya de las garras de CRUEL, la organización que quiere capturar a aquellos jóvenes que son la clave para desarrollar cueste lo que cueste un antídoto y vencer a la epidemia que prácticamente aniquiló a la raza humana. Por supuesto siendo la organización malévola que es, el potencial antídoto sería un beneficio sólo para los elegidos. Una elaborada secuencia inicial -que involucra un tren, vehículos todo terreno que canalizan el espíritu de Mad Max, una nave de guerra y muchos tiros entre buenos y malos- marca la fórmula que el film respetará a rajatabla: cada escena sirve como un set up para la inminente secuencia de acción que vendrá a continuación. Escapes milagrosos, tiroteos contra soldados con peor puntería que los stormtroopers del universo Star Wars y momento de un calculadísimo drama humano son elementos que nunca faltarán en cada escena. Después del inicio prometedor que significó Maze Runner: Correr o Morir (The Maze Runner, 2014) con una historia que se apoyaba en el suspenso y la incertidumbre en que sumergía tanto a los personajes como a los propios espectadores, la segunda entrada Prueba de Fuego probó ser un retroceso al caer en todos los lugares comunes del cine apocalítico. Esta tercera parte Intenta volver a los elementos más atractivos de la saga -el origen de la epidemia, la función del laberinto y la particularidad de quienes eran confinados ahí- y logra elevar un poco la vara, a pesar de encandilar con secuencias de acción sobrecargadas, giros dramáticos novelescos y el regreso débilmente justificado de ciertos personajes. Los extensísimos 142 minutos de duración se hacen sentir, en una estructura narrativa que por momentos parece olvidar su objetivo, olvidando a algunos personajes durante largos períodos y liquidando a otros sin mucha contemplación, buscando dar peso a un tercer acto que se apura por cerrar el conflicto y darnos un final feliz que, a esta altura, tiene sabor a poco.
Abogada de día, neurótica de noche. Una y mil veces no hay que dejarse engañar por la elección de las distribuidoras locales al momento de traducir o adaptar el nombre de un film para hacerlo más “amistoso” a nuestras salas y potenciales espectadores. Este principio suele ser vital en géneros como el Terror y la Acción, pero en el caso de Victoria y el Sexo (Victoria, 2016) conviene prestarle su debida atención, ya que si bien el personaje al que hace mención el título es el centro del relato, su costado sexual es apenas un corolario o anotación al pie, pero seguramente las mentes del marketing pensaron ayudaría a vender la historia, incluso cuando la obra en sí cuenta con el valor suficiente para ser una propuesta atractiva sin necesidad de aditamentos gancheros. La mencionada Victoria es una abogada parisina treintañera, madre soltera a cargo de dos hijas, en plena lucha por mantenerse a flote cuando un amigo cercano pide que la represente ante la corte a raíz de una acusación de intento de homicidio que recae sobre él por parte de su pareja. En el medio de todo esto, Victoria tiene que lidiar con su ex -poeta, bohemio y padre ausente- la fragilidad de su economía hogareña y un babysitter poco convencional que le soluciona problemas tanto como se los genera desde lo sentimental. La belga Virginie Efira (Elle: Deseo y Seducción, 2016) interpreta a Victoria y en ningún momento deja de ser el imán de la narración. La directora francesa Justine Triet utiliza el hogar de la protagonista y el ámbito de la corte judicial como los dos espacios en que vemos sin filtro al personaje principal, en lo más alto y lo más bajo, al borde del colapso escena tras escena. Probablemente sea este uno de los mayores atractivos de la película, esa sensación de estar constantemente ante la certeza de que Victoria es una bomba de tiempo, a punto de explotar en cualquier momento. Como mencionamos inicialmente, ese “sexo” del título no es ni por asomo una parte vital de la historia, aunque bien podría serlo su carencia. Pero no es la propia Victoria quien lo padece, sino que todo aquel que la rodea parece estar obsesionado con su vida sexual. La idea de una protagonista que elide conscientemente el sexo y se mantiene firme ante su elección da una profundidad inesperada al personaje, uno que expone sin cursilerías cómo es la vida de una madre soltera que pone todo aquello no-esencial de lado para simplificar su vida. A contramano de la veta más popular de la comedia francesa, Victoria y el Sexo es una obra que evita los lugares comunes y asume el riesgo de meter al espectador de lleno en una historia que por momentos incomoda, por momentos nos interpela y por momentos logra destellos de profundad gracias a la fragilidad de un personaje que se dobla pero nunca se rompe.
Rock, crimen y teorías conspiranoides. Tras el éxito y la revolución nacional superheroica causada por Kriptonita (2015), Nicanor Loreti vuelve al cine de género con sabor local de la mano de 27: El Club de los Malditos (2017). Policías malhumorados, malos muy malos y estrellas de la música perdidas son el eje de una producción que atrae desde el absurdo de su propuesta. Cuando Paula (Sofía Gala) se vuelve testigo accidental del asesinato de una de las figuras del mundo de la música, se corre el velo y queda expuesta una enorme conspiración que gira en torno a la misteriosa muerte de algunos de los nombres más grandes del universo musical de los últimos 40 años. Y todo parece indicar que, para bien o para mal, el detective Lombardo (Diego Capusotto) es el único capaz de ir hasta las últimas consecuencias en pos de develar qué se esconde detrás del hecho. A diferencia de lo realizado en Kriptonita -donde todo parecía tener un peso dramático inflanqueable- Loreti desarrolla un relato mucho más relajado, que filtra la mayoría de las situaciones a través del humor, elemento que queda mayoritariamente bajo la jurisdicción de Capusotto, lleno de guiños melómanos intercalados en distintos momentos de la subtrama policial. La acción transcurre casi en su totalidad en exteriores y durante el día, cuestión que quita un poco de espectacularidad al relato, ya sea que se trate de una limitación presupuestaria o de una elección artística. Esa oscuridad transmitida desde el guión y su halo de misterio pierden fuerza por estas simples cuestiones de locación. El histrionismo magnético de Diego Capusotto hace que se adueñe de cada una de las escenas en las que participa. A esta altura del partido, se torna poco eficiente hilar fino sobre su estilo performático, considerando que es esa clase de actor cuyo sello interpretativo se adueña por completo de cualquier personaje al que le toque ponerle el cuerpo. Como contrapartida, el desempeño de Sofía Gala es como poco, discreto. Después de los merecidísimos elogios recibidos por sus papeles en Alanis (2017) y Madraza (2017), en esta ocasión la hija de Moria Casán entrega un actuación desangelada, prácticamente recitando el parlamento de su personaje en forma robótica, retrocediendo varios casilleros desde lo actoral. Daniel Aráoz se luce interpretando al villano de turno y hace lo que puede con el poco tiempo en pantalla que le toca a su personaje. Como dijimos al principio, 27: El Club de los Malditos es un film con un planteo muy interesante, pero termina perdiendo la lucha por mantener el interés dentro de un relato con ritmo desparejo, derivando finalmente en un tercer acto bastante anticlimático que nos deja un sinsabor, la sensación de estar ante una oportunidad desperdiciada, algo que ni siquiera Jimmy Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison con acento ibérico pueden salvar.
Los visitantes Otra de las películas de la Competencia Iberoamericana que tuvo su estreno en el 16 Buenos Aires Rojo Sangre , Hotel infierno (2015) es la ópera prima de Marcos Palmeri, una película que llega a los espectadores luego de muchos sacrificios y tres años de realización. Todo comienza cuando una pareja se pierde con su auto en medio de la tormenta y busca refugio en un antiguo hotel alejando de todo. Su dueña llamada Remedios (interpretada por una intensísima María Alejandra Figueroa) los acoge en la posada que atiende junto a sus dos hijos mellizos, un varón y una jovencita que buscan averiguar la verdad sobre su fallecido padre, algo que su madre se niega a charlar. Un extraño jardinero completa el staff del lugar. Cuando un hombre y una mujer se hospedan en el hotel, la ultra-religiosa Remedios comienza a actuar más extraño que de costumbre, al mismo tiempo que sus hijos comienzan a intentar contactar a su difunto padre utilizando un extraño libro que encontraron en el sótano. Es justamente el propio hotel uno de los puntos a favor más vistosos de la producción, se lo percibe como un personaje más gracias a su arquitectura y al logrado diseño de arte. Se siente como una estrucutura de muchos años cargada de secretos y misterios. En Hotel infierno todo se apoya en el clima opresivo y ominoso sobre el cual se desarrolla el relato. Conforme avanza la trama conocemos más y más sobre el oscuro pasado del lugar y sus dueños, pero llegamos a un punto en que las acciones parecen acumularse sin ningún otro objetivo que llevarnos hasta el inexorable deselance, y es a través de este trayecto donde ciertos puntos argumentales se sienten forzados y no tan pulidos. El final de todas formas se guarda una sorpresa más para el espectador atento que no dejó pasar por alto los detalles.
Desastre de culto Para cualquier cinéfilo o conocedor de los nuevos mitos urbanos que nacieron junto con Internet y ahora también tienen su lugar en las redes sociales, hablar de The Room es hablar de un mito millenial del séptimo arte… y crean que no exageramos. En el año 2003 un señor llamado Tommy Wiseau dirigió, produjo, escribió y protagonizó The Room, una película que no tuvo mucha repercusión hasta el momento en que se volvió un placer culposo de los espectadores marginales, de esos que disfrutan el absurdo, los especiales bizarros de medianoche, etc; razón por la cual se ganó la atención de los críticos, quienes la bautizaron “El Ciudadano Kane de las malas películas”. Quien haya visto The Room sabe que se trata de una experiencia particular que va más allá de sus 99 minutos de duración, gozando de un universo propio y el bien ganado mote de película de culto. Por motivos como este, el actor y director James Franco decidió llevar a la pantalla grande la historia sobre cómo ese largometraje llegó a ser lo que es, y por sobre todo descifrar quién es realmente el enigmático señor Wiseau. The Disaster Artist: Obra Maestra (The Disaster Artist, 2017) está basada en la novela homónima de Greg Sestero -amigo de Tommy Wisseau y co-protagonista en The Room- cuenta la razón fortuita mediante la cual Sestero conoció a Tommy y cómo se gestó la realización de la que para muchos es la peor película de todos los tiempos. Franco interpreta a Wiseau en la película y por supuesto los momentos humorísticos están asegurados en cantidades exuberantes, pero posiblemente el mayor logro del director/actor sea la búsqueda del costado humano de Wiseau, un hombre enigmático de cual se especula mucho y sabe muy poco, incluso al día de hoy. Desde luego es un film que pierde gran parte de su efectividad sin haber visto previamente la obra a la cual hacer referencia, o para aquellos neófitos de los memes y el humor vía web. La experiencia es similar a ir a ver a una banda tributo, donde uno sabe todo los trucos y los remates de cada canción, porque la película está diseñada para funcionar de esa forma; la simbiosis con el espectador avezado es una parte fundamental de su efectividad. A Franco lo acompañan algunos de sus secuaces habituales como su hermano Dave, Seth Rogen y hasta Zac Efron, es una película que –al igual que su fuente original- comienza como el relato de un desastre pero se transforma hasta convertirse en una obra sobre la persecución de los sueños, el anhelo de fama y qué hacer cuando todo lo demás falla.
Madres del status quo Es un hecho: a partir de este momento vivimos oficialmente en un mundo que cuenta con una saga de las mamás rebeldes. Cuanto más rápido lo internalicemos, tal vez menos doloroso. Aparentemente después del éxito (¿?) de El Club de las Madres Rebeldes (Bad Moms, 2016), algún productor avispado considero oportuno llevar una vez más a la pantalla grande a estas mamás suburbanas y sub40, con una excusa comercialmente acorde con el calendario: la Navidad. Así las cosas, 18 meses después del estreno de la original, recibimos con adornos y villancicos La Navidad de las Madres Rebeldes (Bad Mom’s Christimas, 2017). Pero esta vuelta Amy (Mila Kunis), Kiki (Kristen Bell) y Carla (Kathryn Hahn) no están agotadas a causa de la rutina hogareña, la crianza y la casa con garage para dos autos; ahora simplemente sufren a causa de las relaciones problemáticas que mantienen con sus madres, interpretadas respectivamente por Christine Baransky, Cheryl Hines y Susan Sarandon, quienes deciden hacer una visita convenientemente sorpresiva a sus hijas días antes de la Navidad. Una vez establecido esto, la trama nos llevará por todos los lugares comunes de la comedia en clave “pareja despareja” para mandarnos a casa un rato después con todo arreglado, la ropa planchada y la basura en el cesto. Con un espíritu que abandona casi por completo los chistes escatológicos y sexuales de la primera entrega, deseando con ansias ser una película ATP con momentos que el maintream lea como “picantes” y así vender algunas entradas más, la rebeldía propiamente dicha les dura una escena y algo más a estás mamás rebeldes: el planteo original pone el acento sobre lo difícil que es para las madres organizar la Navidad familiar, pero si nos guiamos por lo expuesto secuencia tras secuencia, tampoco es que se desviven por lograrlo, básicamente porque están siempre haciendo otra cosa. Y si creen que somos mala gente y les espoileamos la película, la secuencia de apertura intenta jugar al misterio pero básicamente termina anticipando todo lo que vamos a ver en los próximos 104 minutos; menos sorpresa que un regalo de navidad sin envolver. Insistimos con la idea de que este tipo de comedias parecen no calzar bien del todo en Kunis y las únicas que realmente parecen divertirse con sus roles son las mamás Baransky, Hines y la ultra desperdiciada Sarandon. Jay Hernández y Peter Gallagher son novio y padre de Amy respectivamente, personajes que simplemente llevan en auto a otros personajes o cenan sentados en la mesa, porque si algo aprendimos de la primer película es que los hombres de este universo ficcional no tienen otra aparente razón de ser. Pero no todas son pálidas: en esa escena y media en que vemos a las mamás rebeldes salirse con la suya, mandar todo al tacho y regalarnos tomas en slow-mo con alguna canción pegadiza de fondo -al igual que en la película anterior-, nos regalan la ilusión de transgresión, de ruptura patriarcal… claro que la cuestión de fondo sigue siendo cambiar para que nada cambie y reestablecer el status quo minutos antes del brindis, porque las fiestas es mejor tenerlas en paz…
El desvío de la heroína y el segundo acto Exactamente 40 años después del estreno de Star Wars Episodio IV: Una Nueva Esperanza (Star Wars Episode IV: A New Hope, 1977) la saga vuelve a la pantalla grande para revalidar su corona de peso pesado del cine fantástico con Star Wars: Los Últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017). Claro que -como todo campeón de larga trayectoria- su carrera ha tenido altas y bajas, largas ausencias, regresos con gloria, spin-offs y hasta fan fiction proveniente de afuera del cuadrilátero del séptimo arte. Los Últimos Jedi arranca exactamente donde nos dejó ese emotivo cliffhanger de Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), con Rey -la heroína de esta nueva trilogía- yendo a buscar al exiliado Luke Skywalker para que la ayude con su entrenamiento Jedi. Al mismo tiempo las fuerzas rebeldes lideradas por la Princesa Leia Organa (Carrie Fisher) buscan escapar de la persecución sin cuartel de la Primera Orden, que rige la galaxia con puño de hierro bajo el mandato del Líder Supremo Snoke, quien toma un rol más activo al mismo tiempo que continúa moldeando a su gusto al joven Kylo Ren, quien sigue debatiéndose entre la luz y la oscuridad. Mientras Rey busca acercase a Luke, el resto de los rebeldes se vuelven blanco fácil de la Primera Orden, lo que obliga a Poe Dameron (Oscar Isaac), Finn (John Boyega) y Rose Tico (Kelly Marie Tran) a buscar la forma de evitarlo y salvar las vidas de los que siguen luchando. Con una narrativa que se despega del estilo vertiginoso de Episodio VII, la película dirigida por Rian Johnson –Looper: Asesinos del Futuro (Looper, 2012), Los Estafadores (The Brothers Bloom, 2008)- distribuye el peso dramático a través del relato, dando mayor terreno al desarrollo de personajes y conflictos, pero sin desatender la vertiente aventurera infaltable en la saga. Contrario a lo que muchos temíamos, se despega inteligentemente de Star Wars: El Imperio Contraataca (Star Wars: The Empire Strikes Back, 1980), a pesar de compartir temáticas similares. Es una película que asume riesgos -para bien o para mal- y los resultados son aceptables a pesar de los problemas de un guión que no desarrolla ciertos aspectos clave y clausura otros sin mucha consideración. Si bien Los Últimos Jedi es una historia sobre el viaje espiritual de Rey, Mark Hamill se roba el show con su interpretación de Luke Skywalker, poniéndole el cuerpo a un ermitaño que lucha contra los traumas que lo llevaron a recluirse, al mismo tiempo que busca dejar un legado, sacándole el jugo cada segundo que lo vemos en pantalla. Como en la entrega anterior, Daisy Ridley demuestra haber sido una elección acertadísima para el papel de Rey, mostrando fiereza y sensibilidad en iguales medidas. Tras la pérdida de Carrie Fisher a fines de 2016, cada aparición de Leia tendrá una alta carga emotiva que se torna ineludible. Convirtiéndose en la película más larga de toda la saga con unos extensos 152 minutos, el segundo acto pierde un poco de empuje, al punto de empantanarse con una elaborada secuencia que -apreciando el resultado final- podría haberse obviado por completo sin que la estructura narrativa se resienta. Lo mismo sucede con el ecléctico personaje interpretado por Benicio del Toro, uno de esos actores que a pesar de interpretar a un chanta intergaláctico, un ladrón de bancos o un agente de la DEA, parece siempre canalizar el mismo espíritu. Los efectos especiales acompañan pero no agobian, y afortunadamente ciertos bichitos que aparecían de manera prominente en el trailer no toman demasiado protagonismo; parece que algo aprendieron con Jar Jar Binks. El rojo, el negro y el blanco dominan la paleta de colores casi con exclusividad, creando una uniformidad estética que separa a esta entrada del resto y genera un estilo propio. Los momentos de comedia innecesaria se reducen en comparación con los vistos en el film previo, si bien pequeños momentos de fan service parecen inevitables a esta altura del partido. Por suerte, algunos pasajes mucho más poéticos que involucran a los personajes clásicos de la saga tienen un poderío visual que nos hacen olvidar lo anterior. Rompiendo con el karma dramático de la película del medio en una trilogía, Episodio VIII tiene un cierre que deja el juego completamente abierto para lo que vendrá, dando la sensación de que todo es posible. Algunas cosas funcionan mejor que otras, ciertos aspectos no serán del agrado de los fans más intransigentes y por momentos todo parece banal y estéril, en medio de este momento tan particular del cine mainstream que estrena tanques con bombos y platillos para descartarlos a los 15 días. Pero con pifies y aciertos -la medida de cada uno corriendo por gusto del consumidor- Los Últimos Jedi es una película que se anima a sacudir un poco las estructuras canónicas de una saga inconmensurable, con resultados que al menos merecen nuestra curiosidad.
La supervivencia Patagónica El director argentino Ulises Rosell vuelve al formato largometraje tras más de 10 años con Al Desierto (2017), su nuevo opus donde combina el drama de la supervivencia en uno de los terrenos más inhóspitos del sur de nuestro país, con un análisis sutil sobre el desapego urbano y social. Todo comienza con Julia (Valentina Bassi), una camarera del casino de Comodoro Rivadavia, quien conoce a Gwynfor (Jorge Sesán), un habitué del lugar que le ofrece llevarla a una entrevista de trabajo en una base petrolera lejos de la ciudad. Camino al lugar sufren un accidente que revela las intensiones poco nobles por parte de Gwylfor, pero sumidos en tal situación crítica, deben mantenerse juntos para sobrevivir al duro paisaje patagónico. Rosell utiliza el árido entorno como un espacio con el cual sus dos personajes principales deben interactuar y al mismo tiempo superar para no sucumbir ante la naturaleza, bella pero desafiante. Como mencionamos, se trata de un puro drama de supervivencia, pero al mismo tiempo ciertas cuestiones la acercan a elementos típicos del Western como el ámbito desértico, los parias que no encajan en el orden social reinante y aquellas situaciones ordinarias que se tornan extraordinarias de un segundo al otro. Hay un gran trabajo tanto de Bassi como de Sesán, quienes llevan sus actuaciones al límite físico y se pontencian gracias a ese mundo exterior que se vuelve un personaje más. El Gwylfor de Sesán recuerda por momentos al Ethan de Más Corazón que Odio (The Searchers, 1956), uno de esos personajes que no encuentra su lugar en un mundo que sienten ajeno. Con un relato que contrapone supervivencia urbana y supervivencia natural, apoyándose en un trabajo de fotografía impecable y una producción sólida, Al Desierto nos mete de lleno en una odisea patagónica que esconde múltiples lecturas.
Superman y cinco más Luego del traspié que significó Batman v Superman: El Amanecer de la Justicia (Batman v Superman, Dawn of Justice,2016) y la positiva recepción de Mujer Maravilla (Wonder Woman, 2017), DC sabía que se jugaba una parada importante con Liga de la Justicia (Justice League, 2017) en pos de enderezar su desparejo universo cinemático de una vez por todas, uniendo a sus personajes más emblemáticos dentro de un mismo film, buscando el visto bueno tanto de los críticos como de los fanboys. Siguiendo lo sucedido en BvS, Batman está determinado a reunir a todos los metahumanos del mundo -o superhéroes hablando en confianza- para armar una alianza que pueda hacer frente a futuras amenazas de gran calibre. El timming del mejor detective del mundo no pudo haber sido más oportuno porque Steppenwolf, el villano de turno, regresó después de miles de años y planea arrasar con nuestro planeta. El cómo es lo de menos: MacGuffin de por medio, Steppenwolf va sumando poder y deberá ser detenido antes de que se vuelva una fuerza imparable. De esta forma el relato irá alternando entre la conformación del equipo de superhéroes y los sucesivos intentos por detener al enemigo de turno y su legión de esbirros interdimensionales/interplanetarios. Sin el tono dramático y Snyderiano que daba forma a El Hombre de Acero (2013) y Batman v Superman, Dawn of Justice,2016) , La Liga de la Justicia elige el camino entretenido y dinámico para conformar su relato, uno que siempre prioriza la aventura por sobre lo tragedia y las intervenciones cómicas por sobre las penurias existencialistas. Se centra en un sólo villano y evita las múltiples líneas argumentales que suelen saturar la estructura narrativa en este tipo de productos. Como resultado, la sensación por momentos es la de estar ante una obra que por no arriesgarse termina siendo una más, sin ninguna secuencia memorable que se salga del fórmula ultra pasteurizada. El Flash de Ezra Miller se gana por mérito propio el mote de comic relief dentro del grupo y el espíritu liviano de lo expuesto permite que cada uno de los personajes tenga su momento jocoso. Y deberían otorgar un premio a aquel que logre identificar en qué escenas le eliminaron digitalmente el bigote a Henry Cavill, quien grabó algunas retomas mientras participaba del rodaje de la próxima Misión Imposible. Esa misma habilidad para las artes digitales juegan un poquito en contra en las secuencias de acción, donde el abuso de pantalla verde se hace bastante evidente; se dificulta como espectador la inmersión en el mundo ficticio cuando la hiperrealidad impide una asociación más efectiva con el entorno de acción. La simplicidad de la trama deriva en unos amistosos 121 minutos de duración total, convirtiéndola en la película de menor duración del universo DC. La salida de Zack Snyder y la llegada de Joss Whedon para finalizar la producción explicaría por qué varias escenas que vimos en los trailers no llegaron al corte final… salvo que haya un corte extendido esperando su lanzamiento en futuros medios. Siendo una mejora evidente respecto de la entrada previa, La Liga de la Justicia entretiene lo justo y necesario sin revolucionar el género “superheróico”, balanceando todo el drama y la acción que una película apta para mayores de 13 permite sin convertirse en una inversión de riesgo para el estudio. Y por supuesto hay escenas post-créditos, así que ningún fan debería dejar la sala hasta que prendan las luces…