En 1948 Alfred Hitchcock dejó sentada una notable innovación para la historia del cine con Festín diabólico, filmada en un aparente plano secuencia integral. Pero eso era imposible en aquella época por problemas de carga de celuloide, así que el gran Alfred la tuvo que hacer con varios cortes disimulados e inevitables. Luego llegó El Arca Rusa, impactante pero farragoso film de Alexander Sokurov, y hace un par de años el cine uruguayo sorprendió empleando esta técnica con La casa muda, notable experimento dentro del género de terror. Hollywood tomó nota de esa pieza y ahora ofrece esta remake que, al menos, no es una copia en carbónico del original, como ha ocurrido en otros casos. La interesante dupla de cineastas Chris Kentis y Laura Lau, responsables de la angustiante Mar abierto, rodada íntegramente en un marco acuático, vuelven a hacerse cargo de un asunto que demandaba un desafío técnico con La casa del miedo y en general salen airosos. Fundamentalmente le dan una vuelta de tuerca a la trama, agregando algunas atrayentes connotaciones perversas que en el film original de Gustavo Hernández sólo estaban sugeridos y algunos efectos medidos y oportunos. Por otra parte la actuación de Elizabeth Olsen es intensa e inquietante en grado sumo. Acá se nota más que el plano continuo es ficticio, pero bueno, no se puede con todo. El miedo de la casa está garantizado.
Aunque parezca dirigida sólo a un par de generaciones muy específicas, Días de Vinilo depara tanto desenfreno nostálgico y emotivo, que el disfrute sin pausas que recorre todo su metraje puede resultar afín para cualquier tipo de público. El cineasta debutante Gabriel Nesci, que demostró con creces su creatividad y talento en la TV con Todos contra Juan, recorre con su film las vicisitudes personales y fraternales de cuatro auténticos loosers llenos de coincidencias y a la vez dueños de un universo tan propio como patético. En sus alternativas predominan los encuentros y desencuentros amorosos y la pasión por la música y los discos de vinilo, en una trama que se va subdividiendo en mini historias que nunca resienten la unidad narrativa del film. Más allá que haya que convenir que la película remita a otras, lejanas y cercanas, y que algunas escenas estén armadas en pos de buscados efectos, Días de Vinilo es tan entrañable, regocijante y plena de innumerables hallazgos expresivos, que merece un apoyo fervoroso. Además de sus múltiples homenajes musicales, entre otros minuciosos detalles generacionales, la película se realimenta permanentemente con un cuarteto protagónico brillante, en el que Fernán Mirás alcanza momentos desopilantes e Ignacio Toselli, Gastón Pauls y Rafael Spregelburd logran personajes memorables. Se destacan además la encantadora Inés Efrón y Leonardo Sbaraglia, fenomenal en una autoparodia que es una clara referencia a la impronta de Todos contra Juan. Una banda de sonido sin desperdicio termina de optimizar una imperdible comedia nacional de aliento universal.
Fuera de la trilogía de Millenium, no abundan los thrillers de origen nórdico, y Cacería implacable (título que desaprovecha el original Headhunters –cazatalentos-, con una “traducción” que se repite demasiado en el cine), nos da a conocer un film de género de esa procedencia. Más precisamente noruego, una cinematografía de la cual nunca se tienen noticias en las carteleras argentinas, pero que demuestra una calidad de producción y realización semejante a producciones estadounidenses o británicas de alta gama. Pese a esto su eficacia general no es tan contundente, tras un gran arranque y varios pasajes posteriores con fuertes dosis de acción y adrenalina. El protagonista, tras su fachada de empresario exitoso, oculta una doble vida ligada al robo de obras de arte, y tras dar el golpe de su vida, una escena magnífica, se deberá enfrentar a nuevas dificultades y feroces enemigos que pondrán en juego su existencia a cada paso. El director Morten Tyldum ofrece un intenso film, tan repleto de traiciones, venganzas y ambiciones desmedidas, que se vuelve recargado y también confuso. De todas maneras la acción, la intriga y las sorpresas nunca se detienen, y los desbordes –dotados a veces de cierto humor negro- se compensan con un espléndido y convincente elenco.
“Soy Juan”, dirá el protagonista infantil en el epílogo de Infancia Clandestina, un estreno nacional verdaderamente extraordinario. Identificación manifiesta y decisiva que le otorga a la película un cierre cargado de significado, concepto que se traslada sin inconvenientes al resto de esta obra dirigida por Benjamín Ávila y producida por Luis Puenzo, una de las mejores que han retratado el nefasto período de la dictadura (el verdadero, no el que lleva una K añadida). Junto a títulos emblemáticos como La noche de los lápices, La historia oficial (del propio Puenzo) y Garage Olimpo; Infancia Clandestina se gana un lugar preferencial con absoluta legitimidad, y estimula la posibilidad que nuevos films se sumen a una vertiente que precisa de piezas valiosas y representativas. Conmovedora, conmocionante, con aspectos poco planteados dentro de esta temática (sólo esbozados en Andrés no quiere dormir la siesta de Daniel Bustamante), dotada de una gran calidad artística y técnica y corporizada por un plantel de actores sobresaliente -incluyendo niños enormemente verosímiles-, la película no tiene puntos flojos y atrapa y compromete al espectador desde la primera hasta la última imagen. Ya desde su título se avizora el conflictuado derrotero de un niño en ese tramo despiadado de nuestra historia reciente, como hijo de una pareja de la resistencia armada contra el régimen. Lo que ocurre con su psiquis, su visión del mundo, su interacción con otros niños, sus expectativas de vida y sus sueños amorosos, estará dramáticamente supeditado a las actividades, movimientos y contratiempos de las operaciones del grupo revolucionario. La utilización de lúcidos y creativos fragmentos de animación y la impecable ambientación, donde hasta el más mínimo detalle está cuidado, son otros aspectos relevantes del relato. El talento y la convicción de intérpretes como Ernesto Alterio, Natalia Oreiro, César Troncoso y el niño Teo Gutiérrez Moreno, hacen el resto y resultan sustanciales.
Con un estilo de documental clásico, de estructura lineal y con narraciones en off, Maradona – Medico de la selva, aborda la existencia de un hombre absolutamente alejado de lo convencional. Dentro de su profesión Esteban Maradona fue un revolucionario, el propiciador de ideas y técnicas que aún hoy son pioneras y audaces en su tipo, y en lo que hace a su paso cotidiano por este mundo, llevó una vida de características sorprendentes, casi marginales, que en muy poco se asemejan a la de cualquier otro hombre y menos aún a la de un profesional en su tipo. Y la película inicial de Martin Serra tampoco es una pieza tan convencional, por su collage de recursos audiovisuales y porque la principal voz de referencia es del propio Dr. Maradona. Un personaje hermético, misterioso, rebelde y a la vez múltiple (escritor, dibujante, naturalista, aventurero, soldado en una guerra), genial y casi legendario. Muy poco transitado y reconocido en la historia oficial de la medicina argentina, pasó del seno de una familia acomodada a ser un médico rural que renunció a todo y hasta fue perseguido por sus ideales. Recién en la última etapa de su vida recibe cierta repercusión en los medios por su inusual trayectoria. El film se plantea si se trató de tan sólo un outsider, un curandero ermitaño, o mucho más que eso. Interesante trabajo que retrata a un hombre fascinante.
Retomando lo mejor de su imaginería visual y expresiva, el cineasta Oliver Stone propone con Salvajes un acercamiento al brutal mundo del comercio ilegal de sustancias en los límites de la frontera mexicana-estadounidense. Luego de la claustrofóbica y melodramática Las torres gemelas, la interesante secuela de Wall Street y los potentes discursos políticos de Al sur de la frontera, Stone le da un giro drástico a su filmografía a través de un film de tono descarnado y feroz, donde la estética –con mucho de comic y video clip- se impone claramente al contenido. El director de La radio ataca, de todos modos, narrando con pericia, busca en todo momento diferenciarse a otros productos rutinarios sobre el mundo de la droga y los enfrentamientos entre narcos. Con pasajes de tintes tarantinescos y soderberghianos (pese a que está claro que Stone hace cine desde antes que ellos), el film tiene un atractivo arranque a través de dos traficantes de marihuana de alto rango que llevan adelante su negocio mientras son parte de un triángulo amoroso casi estable. Engañosa armonía que se quebrará con violencia, venganza y desenfreno ante el secuestro del objeto de deseo de ambos. Con climas densos y al borde de lo tolerable, la trama arriba a un desconcertante doble final que prolonga el absurdo y la ensoñación de un film ya de por sí –y acaso deliberadamente-, desequilibrado y antojadizo; y con actuaciones asimismo desparejas. Dentro del joven terceto protagonista, Taylor Kitsch se destaca frente al desabrido Aaron Johnson y la bellísima Blake Lively, mientras que en el lote de figuras la formidable caracterización de Benicio del Toro y el buen trabajo de John Travolta opacan a una poco convincente Salma Hayek. Salvajes es un film que está lejos de ser redondo pero que de la mano de un Oliver Stone cercano al espíritu de su extraordinaria Asesinos por naturaleza, puede llegar a ser icónico.
Más docudrama que documental clásico, El Etnógrafo es uno de los trabajos del género más notables y conmovedores de los últimos tiempos. Siguiendo el itinerario de un hombre excepcional, John Palmer, un británico que llegó a nuestro país hace más de 30 años con un doctorado de Oxford, con el objetivo estudiar la cultura wichí, el film de Ulises Rosell va mucho más allá de un simple acompañamiento, se niega a que el espectador sea un mero testigo de sus vivencias y vicisitudes, sino más bien un comprometido integrante de la aventura. Un derrotero para nada sencillo, en el que este antropólogo, asentado en Tartagal junto al grupo étnico Lapacho Moche, integrada por miembros wichís, e incluso formando familia con una mujer aborigen, brega, a veces infructuosamente, por hacer prosperar la vida de la comunidad. Entre sus objetivos también aparece la lucha por obtener la libertad de un miembro de la comunidad y el reclamo de tierras, entre otras búsquedas, mientras sus niños dan vueltas a su alrededor hablando una jerga que combina el castellano, el inglés y el wichí. El director de films de ficción como El Descanso y Sofacama aborda el género como el experto documentalista que también es, brillantemente apoyado por los climas sonoros de James Blackshaw y la fotografía de Guido De Paula. Una pieza reveladora, emotiva, austera y grandiosa al mismo tiempo.
Sin dudas que Todos tenemos un plan conlleva el atractivo primordial de poder apreciar la participación de Viggo Mortensen en una película de producción argentina, con el aditamento extra de que cumpla, a falta de uno, con la caracterización de dos roles. Después viene todo lo demás, que se trate de un thriller nacional, género siempre bienvenido en nuestro medio, que cuente con una trama atrayente e ingeniosa urdida por una cineasta debutante con sólidas aptitudes técnicas y expresivas (Ana Piterbarg), que la película presente un elenco ecléctico pero llamativo y que esté ambientado básicamente en la fascinante y misteriosa zona del Delta en el Tigre. Elementos que de ningún modo podían ser secundarios y que resultan sustanciales. Porque el film se nutre de excelentes climas, muy buenos diálogos, metáforas interesantes (que se emparentan con la apicultura, las implicancias del título y Horacio Quiroga), una fotografía sugerente que aprovecha visual y sensorialmente el ámbito y la gran apoyatura musical de la dupla Jusid (Atraco!) - Godoy, además de contar con escenas extraordinarias como el encuentro entre los mellizos, de notable factura técnica e interpretativa, o la visita de Claudia (Soledad Villamil) a la cárcel del Delta. Precisamente la propuesta se enriquece en el casting, como ese espléndido canalla interpretado por Daniel Fanego, de brillante presente actoral, la sorprendente y sensible Sofía Gala Castiglione y el ya mencionado Mortensen, que a su carisma le suma inteligencia y economía de recursos –sólo con una mirada suple a veces líneas enteras de texto- para corporizar a dos oscuros y complejos mellizos. Un film en el que aún los más pequeños roles están cubiertos con solvencia, lo que no evita baches en su trama y un exceso de atmósferas que tratan de disimular debilidades narrativas. Falencias que se ven compensadas por virtudes a las que vale la pena apostar.
Así como Aballay fue un auténtico western argentino, atravesado por la cultura gauchesca; Sal, con otra propuesta formal y narrativa, se podría decir que es un singular western chileno, dotado de sus modismos típicos, con aportes de nuestro país. Para empezar esta ópera prima es de Diego Rougier, un argentino radicado en Chile, y uno de sus personajes clave, Patricio Contreras, es un chileno que ha echado raíces en nuestras tierras sin olvidar sus orígenes. Esta amalgama, a la que hay que añadir a un actor principal español como Felé Martínez, da por resultado un fenomenal film de género, en el que también tiene lugar la parodia y algún gag bizarro. Los artilugios clásicos de la trama –la venganza, la lealtad, el honor, la traición-, dan pie a inserts evocativos propios del cine del lejano oeste o del mismo spaghetti. Por otro lado Sal arranca con el atractivo tópico del cine detrás del cine, ya que el protagonista es un mediocre director de cine español que, aún con un guión defenestrado, está empecinado en hacer un western en los paisajes desérticos trasandinos. Al arribar allí será confundido con un pistolero fugitivo al que le adjudican atributos que no tiene (¿pero que acaso tendrá?). El tratamiento de la imagen y la estética del western son impecables, y se ven realzados por la transformación dramática que sufre el personaje de Martínez y el estupendo trabajo de Contreras como un villano de fuste.
Con sólo algunos detalles que la diferencian de otros films de terror del subgénero “cuerpos poseídos y exorcismos”, Posesión satánica consigue, de todos modos, distinguirse un poco del montón. Y, a pesar de ciertos caminos trillados dentro de la anécdota diabólica, propone espanto con genuinas armas expresivas y logra unos cuantos sobresaltos, de esos que este tipo de cine, a esta altura del partido, le cuesta mucho conseguir. La relativamente conocida Caja Dibbuk es prácticamente la protagonista de la trama, un elemento que según leyendas urbanas contiene un espíritu errante que posee y puede llegar a destruir a su huésped humano. En esos trazos se basó el reconocido director y productor Sam Raimi junto al realizador danés Ole Bornedal, para diseñar esta pieza que no dejará de recordar otras, desde El exorcista en adelante, pero que de todos modos tiene lo suyo. Uno de sus aciertos es que logra emociones fuertes con un empleo muy discreto de efectos digitales y otro sería que en este caso no tendremos un sacerdote para extraer ánimas malignas, sino a un rabino, puesto que la Caja Dibbuk está relacionado con la cultura judía. Sea como fuere, la trama avanza de manera convincente y sin pausas, llegando a un tramo final inquietante. La niña Natasha Calis llega a conmocionar con su intenso desempeño, acompañada de correctos intérpretes adultos, dentro de esta aceptable propuesta para seguidores del género.