Un gran director de regreso y una gran historia acerca de un relevante (y patético) personaje son los puntos principales de atracción de Vincere, ambicioso acercamiento histórico al período más nefasto de la Italia contemporánea. El cineasta Marco Bellocchio se propone retratar nada menos que a un tal Benito Mussolini, pero escapando a la biografía clásica y focalizando en un hombre desesperado por acceder al poder y mantenerlo, más allá de cualquier circunstancia que se interponga en su camino. En sus inicios, un joven díscolo, luchador y ególatra que iniciará una tormentosa relación pasional con una mujer con la cual no sólo se casará sino que concebirá un hijo varón. Vínculos afectivos que, del mismo modo que sus orígenes socialistas y anarquistas, se transformarán en un pasado oculto, una mancha vergonzante en su vida. Secretos impenetrables que dejan a la deriva a dos seres no reconocidos y martirizados en medio de un marco despótico y criminal. Desbordante y arrolladora, Vincere cuenta con las extraordinarias –y a veces también desbordadas- labores de Giovanna Mezzogiorno como Ida y Filippo Timi como el El Duce y su hijo, doble papel que no resulta muy creíble ante una falta de caracterización apropiada. Falencias del maquillaje en general, no muy estricto ante el paso de los años, que no desmerecen una pieza atrapante y de enorme valor testimonial.
Dotada de una visión particular, acotada, acaso íntima, de la trágica canfrontación religiosa irlandesa entre católicos y protestantes, Cinco minutos de gloria focaliza en los conflictos esenciales de sólo dos personajes, testigos y actores reales de una serie de situaciones límite que recrea el film. Sin necesidad de bucear en aristas mayores del sangriento conflicto, resulta suficiente la breve fracción temporal que en su mayor parte abarca esta pieza del sólido realizador alemán Oliver Hirschbiegel, retratando el espanto y la sinrazón de un enfrentamiento entre hermanos que sacudió y diezmó a esa región a lo largo de varias décadas. Con intensidad, convicción y fuertes ribetes emocionales el director de La caída desmenuza escrupulosamente a dos seres atormentados por las secuelas de la contienda, que desde bandos opuestos deberán volver a hacerse frente en la década del 2000, cuando treinta años atrás fueron partícipes del terror, uno como victimario y otro como víctima –aunque hijo de otro victimario-, buscando desesperadamente la sensación que describe el título. Hirschbiegel no sólo tiene en su haber ese abordaje sobre los últimos momentos de Hitler en su claustrofóbico bunker, sino la notable e inquietante El experimento, aunque también es responsable de un flojísimo acercamiento a El usurpador de cuerpos (idea con sobredosis de remakes) en su única incursión hollywoodense. Aquí, luego de una vibrante introducción se ocupará de los sentimientos contrapuestos de ambos hombres ante un forzado encuentro televisivo, sensacionalista símbolo de la reconciliación. Miradas, gestos y palabras cargadas de tensión, angustia y violencia contenida se respiran en ese abortado segmento del film, que luego darán pie a otras situaciones de igual calibre y a una redención que asoma como imprescindible alternativa. En el auténtico duelo actoral entre Liam Neeson y James Nesbitt sale mejor parado el protagonista de La lista de Schindler ante cierta sobreactuación de Nesbitt, pero es sólo un detalle ante una obra conmocionante.
Parece ser que la temática apocalíptica en el cine, que abarca cataclismos naturales, invasiones extraterrestres, conflagraciones nucleares, pandemias que derivan en zombies depredadores, enfrentamientos bíblicos, etc.; no se termina de agotar y aún ejerce una perversa atracción en el público, más aún en aquél seguidor de la ciencia-ficción y el terror. Portadores entra en el tópico “plagas incontrolables”, ya que la inminente desaparición de la raza humana será a causa de un virus mortal de origen desconocido y devastadoramente contagioso. Nada nuevo, pero al menos en el caso de este film estadounidense dirigido por una pareja de hermanos españoles, los infectados no derivan en muertos vivientes, no son agresivos, no se vuelven caníbales; lo que le proporciona al film un toque de realismo y verosimilitud y como contrapartida le resta espacio a escenas terroríficas y de acción. Por otra parte, si hay algo que resulta denigrante en este subgénero es que siempre la solidaridad y la humanidad quedan desvirtuadas a causa de un presunto espíritu de supervivencia, lo que permite cualquier tipo de actitud canallesca. Portadores se puede definir mejor como un dramático road movie sobre el fin de los tiempos, y cuenta con una trama bien filmada que da pie a algunas reflexiones, sostenida por un elenco convincente.
Obra curiosa y singular por donde se la mire, Policía, adjetivo desafía el formato clásico del policial desde su mismo y significativo título, que encierra una cuestión mucho más semántica que policial. Porque casi nada que tenga que ver con este género ligado a la acción, está presente en este film rumano, más allá de su semblanza de un puntilloso trabajo de investigación. Un joven policía, de costumbres solitarias aún viviendo en pareja, pasa días enteros persiguiendo y espiando a un estudiante sospechado de consumir y distribuir sustancias prohibidas. En medio de esa pesquisa metódica y rigurosa, sufrirá una crisis de conciencia al recibir una orden de detención sin pruebas decisivas, casi como un coletazo de épocas despóticas en ese país. Discutirá la situación con su superior y su compañero de tareas, llegando a un debate en el que se verán involucrados la ética, la conveniencia, la burocracia y el sentido del deber. La lectura de un diccionario volverá todo una experiencia semiótica. Vale como interesante acercamiento a un cine prácticamente desconocido, en el que el espectador accede a una idiosincrasia aparentemente despojada de expresividad, empatía y energía vital. Las actuaciones logran una notable verosimilitud, pero los largos planos del seguimiento, carentes de elipsis alguna, extienden innecesariamente la propuesta.
Esta coproducción entre Argentina, Uruguay y España gira alrededor de la figura de la reconocida actriz Natalia Oreiro, que en esta película retoma el estilo que la ha llevado a la popularidad a través de varios y exitosos productos televisivos. En los últimos años el formato del cine ha sido el elegido por ella para desarrollar su versátil carrera, al principio abordando personajes afines a su impronta, pero luego aceptando roles más riesgosos, como en Las vidas posibles, y la muy reciente Francia, aún en cartel. Miss Tacuarembó se podría considerar un mix de ambas vertientes, no solamente porque la Oreiro sorprende componiendo dos caracteres opuestos, sino porque el film, dentro de su apuesta popular, encierra una serie de ítems más que interesantes. Más allá de la trama de Natalia, luego Cristal (un nombre simbólico por varias razones), una chica de pueblo que busca concretar sus sueños, la historia cuenta con una serie de elementos que la distinguen de lo convencional. El título del film remite a un pueblo uruguayo desde donde la protagonista -en ese tramo interpretada por la promisoria niña Sofía Silvera-, busca dar el gran salto hacia la capital de Buenos Aires, con muchos retos a vencer, como los prejuicios sociales y religiosos. En su adultez, donde llegará a transitar por patéticos ciclos televisivos, Natalia-Cristal tendrá encuentros singulares que realimentarán sus deseos, como con su madre catequista y con el mismo Jesús (una oportuna y ajustada creación de Mike Amigorena). El realizador de cortos y video clips Martín Sastre arriba a un ambicioso primer largometraje apelando a saludables dosis de creatividad, humor, desenfado y mordacidad, recurriendo a toques kistchs y almodovarianos sin dejar de lado la emotividad, pero tal cantidad de ingredientes no alcanzan la mejor amalgama. Oreiro luce lo mejor de su carisma y talento, muy bien acompañada por Diego Reinhold y por participaciones especiales de Graciela Borges, Rossy de Palma y el mencionado Amigorena.
El pochoclero productor hollywoodense Jerry Bruckheimer se vuelve a asociar con Disney, un vínculo que ya tiene en su haber sagas como La leyenda del tesoro perdido y Piratas del Caribe y que probablemente aspire con El aprendiz de brujo a generar alguna secuela. En el caso de la serie también protagonizada por Nicolas Cage, el primer film fue atrayente, no así el segundo; y si hablamos de los taquilleros piratas, la película original fue inconsistente, sin embargo el asunto mejoró con las continuaciones. Este arranque aparece aceptable, y seguramente la concurrencia infantil y adolescente se va a encontrar con alternativas aptas para el entetenimiento; mientras que el resto del público padecerá un producto armado y esquemático, que cae en situaciones ya transitadas en muchos films. Si bien se quiso recrear un fragmento inolvidable del clásico Fantasía protagonizado por Mickey, incluyendo una escena que lo homenajea, el consabido asunto de la magia, explotado al máximo en la franquicia Harry Potter y otros films juveniles que surgieron a su sombra; ya agota. También la lucha urbana sobrenatural entre magos archirivales recuerda a la reciente Percy Jackson y el Ladrón del Rayo, y la enseñanza del brujo a su discípulo, a La máscara del Zorro. Dentro de la parafernalia de efectos, se puede encontrar a un Cage bien lookeado y los toques de comedia de Jay Baruchel.
Típico film de estilo inglés de época, Chéri cuenta en principio, con el magnético protagonismo de la siempre espléndida Michelle Pfeiffer, dentro de un buen elenco en el que se destaca la talentosa Kathy Bates. Pero también posee otros dos fuertes atractivos, la vigente capacidad detrás de las cámaras del gran director Stephen Frears, y nada menos que la pluma de Christopher Hampton (director de Carrington, de la nunca estrenada aquí Imagining Argentina y guionista de dos obras extraordinarias: Relaciones peligrosas y Expiación, deseo y pecado). Y aunque precisamente en esta película se renueve la triple participación de Pfeiffer, Hampton y Frears, Chéri no alcanza la estatura de aquella inolvidable Relaciones peligrosas. Pero los puntos de contacto son evidentes, y se acentúan al adaptar dos novelas de la escritora francesa Collete, que describió con levedad sentimental la París de principios del siglo XX. Allí, la cortesana retirada Léa, o Nounoune, recibe el mandato de su amiga y ex colega Madame Peloux para que se encargue de la mejor manera de su hijo Fred, o Chéri, y lo que iba a ser un flirteo pasajero se convierte en una profunda relación entre dos seres que viven momentos opuestos de sus vidas, en medio de la frivolidad, el encanto y la ostentación de la Belle Epoque. Sólida en todos sus rubros, Chéri no es más que, y quizás no sea poco, un agradable y melancólico vodevil.
Esta emblemática saga arrancó con el que probablemente sea el más genial film de animación digital realizado hasta la fecha, dentro del poco tiempo que aún transita esta tecnología. Su divertida y desenfadada revisión de los cuentos infantiles, surcada por fenomenales personajes –especialmente ese enorme ogro verde cargado de gracia y ternura-, marcó un hito en el género hace ya casi una década. Por supuesto que la otra saga que ha competido en creatividad y talento ha sido –y es- Toy Story, y la significativa diferencia entre ambas es que las secuelas de la creación de Disney-Pixar han realzado de manera brillante los aciertos del film original, y no es el caso de las continuaciones de este producto de los estudios Dreamworks. Ni la segunda ni la tercera parte pudieron recrear los hallazgos de la primera película, convertidas en films infantiles de aventuras, escasos de ingenio, ironía y buen humor. De todas maneras Shrek 2 (con la inestimable aparición del fenomenal personaje del Gato con Botas) y Shrek 3 mantuvieron destellos que ahora, en el llamado capítulo final asoman renovados para redondear una muy buena última entrega. Cuyas virtudes principales son ese fantástico hechizo que permite la irrupción de ogros y brujas por doquier y el recurso, por primera vez en esta saga, de un bien empleado 3D. Es que un Shrek demasiado familiero y civilizado precisaba de la vuelta de tuerca que le otorga esta trama, en la que se aviene a firmar un dudoso pacto con el villano Rumpelstiltskin que lo coloca en otra dimensión, en la cual vuelve a ser un fiero ogro que espanta a los aldeanos y que debe comenzar de cero. Por eso tendrá que volver a hacerse amigo de Burro, luchar por la libertad de sus congéneres y fundamentalmente, reconquistar a Fionna. Los ya habituales y divertidos trabajos en las voces de Mike Myers, Eddie Murphy, Cameron Diaz y Antonio Banderas, entre otras figuras, están bien resueltos en la versión castellana, aunque con algún exceso de mejicanismo. Fuera de esto, solo resta disfrutar de un más que digno epílogo shrekiano.
Dotada de parejas dosis de originalidad, convicción y sensibilidad, este film italiano conmueve transitando un camino que alterna la ficción con el documental, e impone valores expresivos dentro de una apuesta riesgosa. Porque la trama obliga a forzar a una criatura a situaciones que quizás pudieran resultar traumáticas, pero sin embargo se aprecia que la carismática niña protagonista sale airosa de la prueba, lo mismo que el film. La pivellina cuenta la historia de una nena de 2 años abandonada por su madre en una plaza, que termina siendo adoptada por trabajadores de un circo en plena preparación de su temporada de funciones. Patti, una mujer que esquiva dagas, abocada a tratar de encontrar a su mascota perdida, se topa con este hallazgo inesperado, desconcentrante y perturbador, que modificará sustancialmente su vida y la de su entorno. Los realizadores abordan esta temática teniendo muy en cuenta la circunstancia real y reiterada del abandono de niños en Italia, y el film deambula entre la búsqueda de la madre y el creciente amor que ese dulce y encantador ser va despertando en esa pequeña comunidad. Sin sentimentalismos ni música incidental, con toques neorrealistas y el claro espíritu de un film documental, La pivellina sacude el alma y cuenta con un estupendo elenco de intérpretes no profesionales.
Combinando una impronta metafórica y reflexiva con una suerte de thriller pasional –y acaso incestuoso-, El Recuento de los daños no logra arribar a un resultado aceptable dentro de su singular e ambiciosa propuesta. Si bien algunas propuestas formales y audaces líneas argumentales asoman interesantes, el film de Inés de Oliveira Cézar abunda en incertidumbres narrativas y decisiones artísticas poco convincentes que lo van deshilvanando. Existe en la película de la directora de Como pasan las horas un paralelismo entre la tragedia griega de Edipo y la última dictadura militar, ya que un joven empleado que va a hacer una inspección a una fábrica, inicia una fuerte relación con la dueña, reciente viuda, madre de un bebé apropiado por el terrorismo de estado que podría llegar a ser él mismo. Por otra parte el marido de ella acaba de morir en un accidente en la ruta que podría haber sido atropellado por su propio hijo, ahora su amante; situación expuesta de manera confusa en el arranque del film. Una trama dotada de una complejidad que linda con el rebuscamiento, que precisaba de algo más que imágenes sólo sugerentes y diálogos en exceso escuetos y poco creíbles para ser abarcada y hasta comprendida. La inexplicable división del film en segmentos numerados y un estilo actoral deliberadamente distante son otros elementos que no permiten una mínima empatía con el espectador.