Life’s such a treat and it’s time you taste it There isn’t a reason on earth to waste it It isn’t a crime to be good to yourself COMERTE ENTERA Luca Guadagnino es un director, ante todo, cool. Algo de su sensibilidad resuena fuerte en mi generación (y en las aún más jóvenes): una capacidad para reconciliar los modos de Europa (refinamiento estético, abordaje desprejuiciado de temas tabú) con el indie norteamericano. Guadagnino es un cineasta del mundo que, las más de las veces, consigue algo difícil: trascender el nicho sin perder personalidad. En esa búsqueda existe un riesgo, que Bones and All deja manifiesto más que nunca: la repetición de uno mismo, la autoría deviniendo acumulación de gestos que se vacían, poco a poco, de significado. En ese sentido, Bones and All es un campo minado de potenciales atajos. Un poco coming of age, otro poco road movie, otro poco relato de horror (o incorporación de sus marcas por un cine ajeno) y finalmente, melodrama lacrimógeno: el proyecto parecería, en los papeles, un merequetengue de tendencias del cine de autor de los últimos años, todas juntas. Una apuesta aparentemente riesgosa con engranajes ya probados. El resultado es, asimismo, un poco las dos: por un lado, el director consigue involucrarnos emocionalmente con una tierna historia de amor entre caníbales (!!!) y, por el otro -como ya hiciera en aquella Call Me by Your Name que lo consagró- se refugia en la imagen bella para esquivarle a la verdadera audacia. Guadagnino es cool: también es un poco tibio cuando el riesgo aprieta demasiado. Dije que Bones and All es, entre otras cosas, una coming of age (o un relato sobre la llegada a la adultez, para expresarme en el confiable y querido castellano). En su primera secuencia dispone todos los elementos propios de este tipo de películas: Maren (Taylor Russell) acaba de mudarse con su padre a una ciudad nueva; le cuesta hacer amigos, hasta que una compañera de la escuela la invita a una fiesta; escapándose del estricto control paterno, asiste a la fiesta y socializa por primera vez con sus nuevas compañeras, incluso despertando las primeras chispas de atracción con una de ellas. Sin embargo, la situación da un vuelvo totalmente inesperado: aprovechando la cercanía con una de sus nuevas amigas, Maren le arranca un dedo y se lo devora. Por supuesto, esto implicará que el padre deberá borrar sus huellas para trasladarla a un lugar nuevo, un éxodo que -nos daremos cuenta- ya se ha repetido. La sociedad de Guadagnino con David Kajganich (guionista de esta y de la mayoría de sus películas) no es de mi particular agrado, pero estas primeras secuencias tienen una potencia indudable y dotan al relato de cierta sensación de imprevisibilidad, muy bienvenida. Las flaquezas del guion empiezan a evidenciarse a partir del segundo acto y decantan en el último, en el cual Kajganich empieza a acumular lugares comunes y ciertas arbitratiedades que no hacen más que poner de manifiesto el manejo que Guadagnino tiene de la forma. Es fácil suponer que, en otras manos, esta historia podría haberse convertido en una narrativa young adult bastante mediocre, con unos pocos elementos empujando el envoltorio más allá de la media. La historia de amor entre Maren y Lee (Timothée Chalamet, en quien Guadagnino vuelve a encarnar la pasión y el desprejuicio propios de la juventud, esta vez un poco más desencantada) es un logro casi exclusivo del director y sus intérpretes. Con pocas escenas y acompañados por un discreto y efectivo trabajo con la música (la mejor amiga del melodrama), Russell y Chalamet consiguen conmovernos con este amor maldito, entre dos caníbales que luchan por moderar sus impulsos en una sociedad que nos condena. ¿Qué es el amor, más que sentir que hemos encontrado a alguien tan extraño y solo como uno? En uno de los episodios que estructuran Bones and All, el título se menciona: el personaje que interpreta Michael Stuhlbarg (en una insólita y divertida variación de aquella emotiva escena con Chalamet en Call Me by your Name) menciona que el bautismo del caníbal ocurre cuando devora a otro en forma completa, “con todo y huesos”. Maren y Lee descreen de esa posibilidad, y lo atribuyen a fanfarronería del caníbal. Sin embargo, en un trágico -y esperable- giro del destino, será el último pedido que Lee (herido de muerte en un violento ataque) le haga a su amada Maren: que lo devore entero, borrando sus huellas y asegurándose una vida lejos del conflicto con la autoridad. En este clímax emocional, en el cual Maren debe acometer el acto de amor más tremendo (comerse a su amado para respetar su voluntad, hacerlo carne para siempre al mismo tiempo que lo pierde) Guadagnino decide clausurar la película con una imagen idílica de los enamorados abrazados en un monte. Un gesto que, si bien funciona en el momento, a la larga resulta un acto de tibieza, allí donde no se necesitaba ninguno. Extraño que, en una película que azuza al espectador con la intensidad de ciertas imágenes y consigue, muy efectivamente, vincularnos emocionalmente con la historia de dos que comen gente, decida escapar justo en el momento en el que las imágenes intensas se visten de un significado totalmente diferente, uno que las trasciende y las dota, incluso, de una intimidad y belleza mucho más profundas que el plano Pinterest con el cual el director elige cerrar. Una lástima. Quizás, la diferencia que separa una gran película de otra, un poco temerosa.
Come on, baby (and she had no fear) And she ran to him (then they started to fly) They looked backward and said goodbye (she had become like they are) ¿Quién es la máscara? La escritura una película es difícil pero -como yo lo veo- escribir cualquier nueva iteración de una franquicia con más de veinte años de historia debe ser directamente imposible: ¿cómo soportar la presión de una horda de fanáticos, de una productora preocupada por preservar la rentabilidad de la marca, de la propia autoexigencia (especialmente, si uno admira la susodicha propiedad)? A todas estas presiones, internas y externas, se suma una tremenda dificultad: la existencia de secuelas, reboots y continuaciones selectivas frente a las cuales, inevitablemente, nuestras ideas serán comparadas. Dos opciones quedan: resignar toda pretensión de originalidad y entregarse a la inútil tarea de intentar calcar un original -algo que salió bien no sólo gracias al talento de sus creativos sino a la existencia de un contexto muy específico y determinado-, o procurar extraerle agua a las rocas aun a costa del error, la reprobación y el ridículo. En esta flamante trilogía de Halloween dirigida por David Gordon Greene podemos encontrar un poco de las dos cosas: desde el homenaje reverente de Halloween de 2018 -que inició una manía insoportable y confusa de bautizar estas tardías secuelas con el mismo nombre que la original-, copiando casi beat por beat la estructura dramática del clásico de Carpenter, hasta el intento de arrojar una reflexión de índole más contemporánea sobre el trauma de una comunidad en Halloween Kills, película de estupidez tan insondable como la maldad de Michael Myers. En Halloween: La noche final conviven, felizmente, ambos mundos: por un lado, el afecto (más que la reverencia) por la original y por todo el corpus de John Carpenter; por el otro, la propuesta de nuevas ideas, personajes y situaciones que alimentan y expanden las mismas nociones que hicieron a Michael Myers uno de los máximos íconos del género de horror. Si el entusiasmo de Gordon Green y sus (¡tres!) co-guionistas con el material resulta palpable a pesar de las torpezas, inconsistencias y (muchos) subrayados, cabe preguntarse si no hay, en esta empresa, algo de soberbia. ¿Por qué un director que se manifiesta como admirador de la obra de Carpenter necesitaría tres películas, cuando el maestro apenas necesitó una? Y más allá de ser una estrategia de venta (que cada tanto debe encontrar alguna manera de presentarnos lo habitual como algo nuevo), ¿no es pretender demasiado para un director que bautizó a su Halloween igual que la original, arrogarse ahora la capacidad de darle fin? De alguna manera, Halloween: La noche final responde a esa pregunta. Y se la puede pensar (también a la trilogía completa) como un gran detour, un rodeo en el cual Gordon Green y sus (¡tres!) guionistas recogen las migas de pan de lo aprendido por el camino y logran una película de Halloween extrañamente íntima, intermitentemente fallida, llena de corazón, que consolida su identidad en la certeza de que nunca podrá alcanzar a John Carpenter y se encuentra a sí misma cuando decide dejar de hacerlo. La trama encuentra a Laurie Strode (Jamie Lee Curtis, indestructible y decidida a insuflarle dignidad a cada uno de sus planos a puro carisma y oficio) todavía viviendo en Haddonfield en compañía de su nieta Allyson (Andi Matichak). Si bien Laurie ha logrado superar su reencuentro con Michael Myers, su desaparición todavía la preocupa. No es el único fantasma que la acosa: también está el estigma de una parte de la comunidad de Haddonfield, gente mezquina y prejuiciosa que la culpa por el persistente vínculo que la une con el asesino. Laurie y Allyson no son las únicas habitante de Haddonfield que sufren el rechazo de la comunidad: en su camino se cruza Corey (Rohan Campbell), un joven con dificultades para socializar que fue culpado por la muerte accidental de un niño durante -lo habrán adivinado- la noche de Halloween. Allyson encuentra en el tímido Corey la posibilidad de un amor y de un futuro diferente, pero Laurie -quien al principio alienta el vínculo- pronto empezará a desconfiar cuando comprende algo fundamental: no todos pueden contemplar el rostro de la oscuridad y salir buenos. Y en Haddonfield la oscuridad tiene una cara -mejor dicho, una máscara- muy concreta. Un elemento que posiblemente logre alienar al espectador que consume este tipo de películas por sus componentes más elementales (asesinatos cruentos en orden creciente de originalidad, sustos efectistas, estereotipos de personajes desagradables que podemos odiar con la certeza de que pronto veremos morir) es que Halloween: La noche final es, a lo largo de un tramo muy largo de su extensión, una soap opera. Y una muy buena, más deudora incluso de Twin Peaks que de la película de Carpenter. Los elementos están ahí: el pueblo aparentemente idílico infectado de violencia y deseoso de chivos expiatorios; el mal absoluto en estado latente, no tan poderoso por su poder individual sino por su capacidad de corromper; el amor como una aspiración imposible de concretar, una emoción pura cuya constante es la frustración y el desengaño. Quizás Halloween: La noche final, que respira notablemente bien como obra individual y nos hace preguntarnos por qué necesitábamos dos películas antes de llegar a este punto, es la única secuela que David Gordon Green necesitaba hacer. Es la primera en la cual parece acercarse a Carpenter de una manera que luce más orgánica, menos programada, y aun así consigue apelar al imaginario contemporáneo. Cada una de las secuelas de Gordon Green parece responder a un diagnóstico del estado del mundo: Halloween de 2018 era un intento (un poco forzado) de vincular la historia de Laurie con el #MeToo; Halloween Kills procuraba advertir sobre los peligros de la irracionalidad colectiva; Halloween: La noche final podría leerse como la historia de origen de un incel, una advertencia sobre cómo la crueldad de una comunidad enajenada por el daño engendra siempre más daño. No ha sido una empresa desdeñable: ha sido intentar hacer lo que todo gran relato de horror hace, tomar las ansiedades contemporáneas y verterlas en un recipiente conocido para obtener un nuevo sentido. El problema es que lo que para Carpenter era intuitivo acá resulta pensado, masticado. ¿Y qué nos hace perder el miedo, sino aquello que podemos racionalizar? En este punto, Gordon Green acomete la mejor decisión posible: se asume como un imitador y se desenmascara (de manera bastante literal) a sí mismo para devolverle a Michael Myers su potencia simbólica, aquella que no proviene de su cuerpo aparentemente indestructible (el rumbo equivocado por Halloween Kills) sino de su persistencia en nuestro imaginario (más concretamente, en nuestras pesadillas). Regresa a la idea que vuelve a Michael Myers tan terrorífico: la idea de un recipiente vacío, un agujero negro donde cabe todo el mal del mundo. Y en ello, convierte a Halloween: La noche final en una película de genuino terror sobre la proliferación del mal. Es irónico que una trilogía que presumió tanto de traer de vuelta a algunos de sus nombres fundadores (a Jamie Lee Curtis, a John Carpenter, pero también a Nick Castle, el primer actor en ponerse la máscara de Michael Myers) concluya con que su elemento más icónico es algo más irreductible que cualquier hombre. Que siempre habrá Michael Myers mientras alguien quiera ponerse su máscara, aquel rostro que nos permite renunciar -en su inexpresividad- a todo aquello que nos hace humanos.
Memories rising from the past The future shadows overcast Something’s clutching at my head Through the darkness I’ll be led DETRÁS DE LAS PAREDES Tuve la fortuna de ver Barbarian en el cine sin haber visto u oído casi nada de ella; apenas un poster sugerente y algunas muy buenas críticas provenientes de terreno angloparlante. No es que sus virtudes dependan exclusivamente de la ausencia de expectativas pero, cuanto menos puedan saber a la hora de sentarse en una sala oscura para disfrutar esta montaña rusa de película, más podrán sorprenderse con ella, asustarse (mucho) e intentar correr a la par de su ingenio, del genuino espíritu de diversión que la recorre en toda su extensión. El punto de partida es el mismo que muchas películas de terror han adoptado en los últimos años: convertir en claustro -ese espacio que alberga presencias siniestras, secretos oscuros y terribles revelaciones- el espacio de un Airbnb. La vivienda alquilada por internet -con la distancia, ajenidad e incertidumbre que eso genera a pesar de que habitamos un mundo cada vez más virtual- se ha convertido en otro disfraz para la tradicional casa embrujada. Viviendas impersonales, casi no lugares, donde bajo una apariencia de confort acechan presencias con caracteres bien definidos, diseñadas para impregnarse en nuestras pesadillas y recordarnos que, bajo la apariencia de un mundo que se nos presenta cada vez más seguro, late un horror que suele tener que ver con el pasado. Una noche de lluvia, Tess (Georgina Campbell) estaciona su camioneta delante de la casa que alquiló por internet. La lluvia obtura la visión e impide vislumbrar los alrededores, pero pronto descubriremos que al casa parece ser el único espacio habitable de un barrio devastado de Detroit, ciudad que el cine norteamericano ha convertido en metáfora de la decadencia, de un modelo de producción pero también de familia. Metáfora que Barbarian explora a fondo y opera como hilo conector entre todos sus elementos, incluso con aquellos que parecen una ocurrencia disparatada, aquellos que parecerían una arbitrariedad de una trama que nunca cesa de desplegarse y en la que nada -frase hecha que parece perder sentido hasta que nos topamos con manejo del relato semejante- es lo que parece. Incapaz de entrar a la vivienda, Tess descubre algo alarmante y extrañísimo: dentro del Airbnb está instalado un joven, Keith (Bill Skarsgård), quien parece haber alquilado la casa de una manera tan idónea como ella. Un poco incómodos y sorprendidos por la confusión y sin poder contactar con la inmobiliaria, Tess y Keith establecen una improbable convivencia en la cual conviven la desconfianza de ella con cierta atracción mutua. Luego de una exitosa entrevista de trabajo en la cual recibe la advertencia de abandonar el barrio en el que se hospeda, Tess regresa a la casa y descubre un pasadizo secreto, lugar común del género que inevitablemente resulta en ominoso descubrimiento. Pero estamos viendo Barbarian, que utiliza los elementos más clásicos del género para ponerlos de cabeza, maximizarlos y sorprendernos. A partir del terrorífico descubrimiento la película nos propone una serie de giros tanto en el orden de la trama como en el de la estructura del relato, que la convierten en una auténtica celebración del género. La precisión de la puesta en escena -con un control impresionante sobre los elementos del cuadro y su interacción dentro de los límites del mismo- nos agarra de los pelos y nos arrastra por los túneles de aquella vivienda de alquiler donde parece caber todo, incluso -o especialmente- una visión aterradora sobre el infierno que puede esconder un barrio tradicional de clase media. La crueldad sin causa ni motivo impregna los espacios donde habita y los degrada, advierte Barbarian. Es la ignorancia y la subestimación de esta maldad residual -aquella que está enterrada, fuera del campo de visión de una cultura que sistemáticamente omite todo lo que no se puede ver- la que permite que el horror resurja en cualquier momento.
I forgot that you existed It isn’t love, it isn’t hate It’s just indifference UNA DOMESTICACIÓN Esbozar algún comentario cinematográfico sobre Where the Crawdads Sing me resulta bastante difícil. Se vuelve muy difícil sortear su medianía, su desgano, su esquiva capacidad de generar tensión, de jugar con las expectactivas, de trascender las formas más elementales del relato de ficción para adentrarse en la especificidad, en aquello que convierte a una película en un universo ineludiblemente propio. Adaptando el best-seller homónimo de Delia Owens (el difícil de traducir “Donde cantan los cangrejos de río”, así y todo mucho más poético que el genérico “La chica salvaje”, título en castellano que le resta todavía más identidad a todo el asunto), la guionista Lucy Alibar organiza una estructura que propone flashbacks, saltos temporales y una batería de recursos narrativos que permiten maquillar un poco una historia mustia, poco interesante, cuyos oxidados engranajes sólo pueden mantenerse en funcionamiento con una presencia como la de la protagonista que afortunadamente -pero no merecidamente- posee: Daisy Edgar-Jones, quien alcanzara la popularidad gracias a la serie irlandesa Normal People. Algo de la sinceridad, la ternura y las complejidades de aquella serie le vendrían muy bien a Where the Crawdads Sing en la cual Edgar-Jones compone a una chica buena, buena, ¡buenísima! que ama la naturaleza, tiene un don para el dibujo y habita en una derruida casa familiar en los pantanos de Carolina del Norte. Flashback va, flashback viene, de a poco se nos irá revelando (o enumerando: una revelación reviste cierta capacidad para el asombro, del cual esta película carece por completo) más sobre la dura vida de nuestra protagonista: tras sufrir el abandono de su madre y de sus hermanos por los maltratos de un padre alcohólico, eventualmente ella ha terminado teniendo que valerse por sí misma en aquella casa familiar. Sus experiencias en el amor han distado, también, de ser felices: ghosteada por su primer amor (quien, luego de enseñarle a leer y escribir e irse a la universidad, promete un regreso que nunca parece concretarse) termina involucrada con un segundo joven, que la convence menos y también parece ser un mucho peor partido que el anterior. Acusada del asesinato de este segundo amante la encuentra la película en su primer acto, como principal sospechosa y chivo expiatorio de una comunidad que la desprecia sin siquiera conocerla. En este punto de partida -el de una ermitaña fuente de leyendas, odiada por una comunidad que la acusa injustamente porque siempre es más fácil expulsar al ajeno que señalar al propio- ya radican todas las dificultades de verosímil que la película plantea (que son muchas, y vuelven a la posibilidad de involucrarse con algo de lo que pasa en una hazaña realmente pedregosa). Where the Crawdads Sing nos pide que, de alguna manera, aceptemos un verosímil en el cual una joven blanca y hegemónica como Edgar-Jones -cuyo cutis parece ser el resultado de la mejor rutina de skincare que el dinero del primer mundo puede pagar, con un pelo Pantene impecable y refulgente, con ropas de segunda manera que parecen diseñadas a medida de la actriz- podría ser una especie de Robinson Crusoe del pantano, una paria que merece la desconfianza y el rechazo de toda la población. Daisy Edgar-Jones es una gran actriz y puedo creerle muchas cosas, pero “ermitaña del bosque” no es una de ellas. A lo largo de dos horas que se vuelven muy tediosas, la trama deambula, pelotea, entre varias escenas de la vida de la protagonista que nos permiten explicar, obedeciendo a los más elementales criterios narrativos, cómo es que ella ha terminado en esa posición. Las escenas del juicio carecen de toda tensión, y son mayormente un disparador para remontarse a otras escenas, de mayor carga dramática pero igual de anodinas. Los dos galanes eventualmente entrarán en conflicto y ella encontrará la fortaleza para poder forjarse la vida que desea. La película clausura con una potente revelación y encuentra, en una secuencia de montaje que recorre los últimos años de la protagonista, cierto vuelo. Lamentablemente, es entonces cuando Where the Crawdads Sing opta por clausurar el relato y pasar a los créditos, en los cuales Taylor Swift entona “Carolina” -compuesta específicamente para esta película-: “Oh, Carolina creeks/running through my veins…“. En estos dos versos de apertura, la cantautora ya captura algo que Where the Crawdads Sing jamás consigue plantear con los recursos del cine, una suerte de simbiosis entre cuerpo y naturaleza que ata a la protagonista a su tierra y, a la vez, la libera. Nos permite pensar en otra película posible, una más atenta a lo sensitivo y menos a la explicación, menos preocupada por construir relato a partir de volteretas temporales y más concentrada en las posibilidades poéticas de esta simbiosis. Lamentablemente el resultado es una película genérica, intercambiable, en el cual hasta la propia Edgar-Jones termina anulada, domesticada, por una producción que de salvaje tiene muy poco.
Oh, here I go A casualty hangin’ on from the balcony Oh, here I go Makin’ a scene, oh here I am, your pain machine COSA DE MINAS El jueves pasado se estrenó Men: Terror en las sombras (tal es el subtítulo, o la aclaración, que se le adjuntó para su estreno en estos territorios). Men es la tercera película de Alex Garland en su doble rol como director y guionista y la primera en estrenarse en Argentina. Por primera vez, es posible disfrutar de su talento para plasmar imágenes en pantalla grande, así como de su envolvente uso del sonido, dos herramientas que el realizador domina a la hora de construir climas que, en esta ocasión, terminan de decantarse por el género de horror. Es una lástima que en esta ocasión la película no resulte la mejor muestra de sus talentos. En las últimas semanas (desde que se volvió disponible para descargar, en los sitios a los cuales solemos recurrir ante las inciertas estrategias de distribución que se toman con estas películas), Men parece haberse convertido en el parámetro de todo lo que está mal en términos de cine: cierta cinefilia no ha perdido la oportunidad de plantar bandera en contra de la corrección política, una de las obsesiones más fastidiosas de ciertos sectores de la crítica vernácula. Men ha sido rápidamente denostada -también olvidada, porque convengamos que no hay nada acá que resulte demasiado memorable- como otra de esas películas “progres” provenientes del hemisferio norte, con un discurso cerrado hace uso de los axiomas de ciertas expresiones del feminismo que vienen acaparando la opinión pública desde los inicios del Me Too. Lo cual vuelve muy difícil hablar de la película como objeto, ya que estas narrativa parecieran atravesar profundamente todo lo que se dice sobre la película: destacar algunas virtudes de Men implicaría abrazar su discurso, que parecería ser su único atributo; denostarla tendría que ver no tanto con un desacuerdo con el discurso, sino con la defensa de un cine no-discursivo, no político (como si tal cosa existiera). Desconfío mucho de ambas posturas. Men es discursiva, eso es claro. Estamos hablando de una película cuyo clímax consiste en una secuencia en la que un hombre heterosexual protagoniza un parto (!!!!!!!) y termina dando a luz a otro hombre, que a su vez da a luz a otro hombre, hasta llegar a James (Paapa Esiedu), el agresivo y mentalmente inestable ex-novio de Harper (Jessie Buckley). El mensaje -palabra destestable a la hora de hablar de la construcción de sentido, pero insoslayable al momento de designar tan burda enunciación de una idea- deja poco lugar a la imaginación: si bien resultan en apareciencia diferentes, todos los hombres son iguales, apenas una cáscara que esconde su violenta naturaleza. Esta idea del ser masculino como fuente de terror -que Men desarrolla, de manera imperturbable, reiterativa y poco emocionante a lo largo de su breve extensión- parece suscitar, todavía, un fastidio que estalla contra la película, contra Garland, contra la tan mentada “corrección política”, en fin, contra toda la idea de que el hombre pudiera ser fruto de temor para una mujer sola; concretamente, por una atravesada por una relación de pareja violenta. ¿No es la misma tesis que sostenía Repulsión hace 50 años? Hay algo que molesta mucho en esta idea de la cual Garland extrae por lo menos una gran secuencia de tensión, convirtiendo a un hombre calvo desnudo en una aparición directamente terrorífica. Es cierto que los discursos que alimentan la narrativa de Men lucen, apenas cinco años después del estallido del Me Too, algo anticuados. Por lo menos, no suficiente para sostener el interés en el devenir de Harper, la protagonista, y los hombres siniestros que la acosan en el reducto de una casa de campo. Sin dudas, la narrativa podría beneficiarse mucho de una mayor profundidad psicológica, de una indagación más profunda en la dinámica con su ex novio (que termina suicidándose como castigo a un abandono). Se le piden estas cosas a la película, y a la vez se lo piden a estos discursos. ¿Por qué? ¿No hay algo en el terror que se beneficia con lo primal, con lo injustificado, con lo irracional? ¿Por qué una película sobre una mujer aterrorizada de los hombres debería contemplar sutilezas, ser ecuánime, ofrecer valores de grises? Si Men resulta poco lograda es porque Garland pareciera estar operando con lo mínimo, confiando en la potencia de estos discursos -que exceden y funcionan por fuera de la ficción que quiere construir- como razón suficiente para dotar a su historia de potencia dramática. Lo que termina pasando es que Men adolece de una falta de especificidad que se apoya en los aspectos más elementales del relato de horror para culminar en una secuencia que no es más que una ilustración de lo que nos viene contando desde el inicio. Hay cierta pobreza, acá, cierta dejadez, que termina percibiéndose como falta de honestidad. Con respecto al respaldo que la película le da a estos discursos -más cercanos a la misandria que a cualquier idea de igualdad de género-, me permito dudar. Cerca del final, James -el último eslabón del parto secuenciado que parecería ilustrar el concepto “los hombres son todos iguales”- se sienta junto a la protagonista en el sillón. Ella le pregunta qué quiere, qué busca, por qué la atormenta. Aun después de muerto, él busca lo mismo que siempre: su amor. Men es una película sobre una mujer lidiando con un hecho traumático -el suicidio de su ex pareja para vengarse de su abandono- pero también sobre la culpa, una culpa que no le corresponde pero le resulta imposible no sentir. La película se resuelve cuando ella logra enfrentarse a James, sostener una conversación, sin asumir aquella culpa como suya pero escuchando a aquel hombre agresivo, perturbado que, sin embargo, la ama. Poco de esta conclusión responde a los axiomas de un discurso absoluto, cerrado, a tono con los cánones de un manual de vida que resulta cómodo y libre de conflictos. Al contrario, creo que Men termina encontrando -en una escena brevísima de la cual desafortunadamente se evade rápido- su núcleo en esa contradicción, entre los sentimientos que no nos corresponden pero igualmente sentimos, justamente en la imposibilidad de sentirnos siempre dueños de toda la razón, aunque la tengamos. En ese margen de indeterminación, en esa incerteza, todavía queda espacio para el cine y también para el verdadero terror: con la razón nunca alcanza.
‘Cause my body keeps changing my mind Keeps changing my heart When we’re dancing My body says love you tonight To drive me out of my mind When we’re dancing BREVE ENCUENTRO Good Luck to You, Leo Grande comienza con un montaje que alterna entre dos personajes muy diferentes: uno es un joven muy atractivo (Daryl McCormack), que atraviesa Londres en camino hacia algún lugar; el otro, una mujer de unos 60 años vestida con tonos opacos (Emma Thompson), recorre con cierto nerviosismo una lujosa habitación de hotel. Pocos minutos después, sus caminos se cruzarán y conoceremos sus nombres: Leo Grande y Nancy Stokes (aunque eventualmente se revelará que no son sus nombres reales). Lo que los une es el sexo, asunto en el cual Leo es el maestro y Nancy, una suerte de aprendiz. Durante toda una vida junto a su difunto esposo, Nancy jamás experimentó un orgasmo; antes de que sea demasiado tarde, quiere descubrirlo. Pero lo que para ella parece ser un ítem a tachar de una larga lista de frustraciones para Leo es un arte que requiere tiempo y paciencia, en el cual el recorrido es más placentero que la meta; un recorrido que conlleva establecer un vínculo, laboral pero decididamente humano. El guion de Katy Brand apuesta por la contención y -con pocas excepciones- centraliza toda la acción en la habitación donde se realizan los encuentros entre Leo y Nancy. Estos encuentros dictan también la estructura de la película, que utiliza las elipsis entre cada uno para dividirla en cuatro capítulos. En cada uno, el vínculo entre Leo y Nancy evoluciona hacia una creciente intimidad, un territorio que oscila entre la confidencialidad y la confesión. Nancy, una docente de religión con una relación distante con sus hijos, oscila constantemente entre su deseo hacia el trabajador sexual y sus prejuicios hacia la profesión; Leo termina frecuentemente contando de más, a la vez que procura mostrarse profesional y obturar las tensiones familiares que su vocación le trajo. El texto invita al lucimiento de ambos actores, en largas escenas de diálogo que proponen una reflexión sobre el rol casi terapéutico del trabajo sexual, profesión en la cual el plano físico sería acaso la expresión más acotada, sucinta, de un ejercicio constante de comunicación. En este sentido, Good Luck to You, Leo Grande es una película altamente discursiva que no puede -o no quiere- escapar de un didactismo a veces reiterativo, a veces logrado, a veces un poco irritante que, si bien jamás abandona a sus personajes, pasa demasiado tiempo haciéndolos dar vueltas en círculos. Es extraña también la relación de la película con el sexo en sí. El arco de personaje que propone para Nancy es el tránsito de una mirada conservadora y prejuciosa a otra que abraza el placer y conecta, gracias al cuerpo, con lo diferente y con lo propio; sin embargo, Good Luck to You, Leo Grande esquiva (a través de elipsis, de escenas que finalizan abruptamente, de encuadres que dejan la genitalidad fuera de cuadro) cualquier explicitación del acto sexual durante la mayor parte de su duración. Sólo en una breve secuencia de montaje cerca del final se muestra el sexo como tal, con imágenes que exponen la desnudez de los intérpretes pero no se alejan demasiado de cualquier película erótica de hace treinta años. Se puede argumentar -con razón- que este tipo de cine (una feel good movie, destinada a un público más o menos masivo) viene con limitaciones a la hora de mostrar ciertas imágenes. Mi pregunta es por qué se elige, entonces, este diseño de producción para contar esta historia (que sin dudas se hubiera beneficiado con otro abordaje). Lo que queda es una película amable, excelentemente actuada, en la cual el discurso no parece a tono con la forma. El último plano, en el cual Emma Thompson evoca frente al espejo la figura de El nacimiento de Venus de Botticelli, emociona e invita a imaginar una versión en la cual el cuerpo desnudo se abrazara más tempranamente, menos pendiente del impacto y más de su infinito potencial expresivo.
From Her to Eternity Cerca del final de Thor: Love & Thunder, hay una escena que manifiesta cabalmente el ímpetu de toda la película y termina siendo una declaración de intenciones. En la batalla final contra Gorr -el asesino de dioses que interpreta Christian Bale-, Thor (Chris Hemsworth) le otorga sus poderes a un grupo de niños que están secuestrados por el villano. Usando como armas lo que encuentran (piedras, palos, hasta un peluche de un conejito), los niños acometen contra un ejército de monstruos y los vencen con los poderes del Dios del Trueno. Esa euforia infantil, esa emoción por agarrar los muñecos y hacerlos chocar haciendo ruidos de explosiones, esa fe que puede convertir objetos cotidianos en armas de poder divino, es lo que permea toda la película. Sin dudas, el responsable de que Thor: Love & Thunder -la vigésimo novena película de la franquicia corporativa más exitosa de nuestros tiempos- todavía pueda darse el lujo de respirar frescura, es Taika Waititi. Podemos especular con que Thor: Love & Thunder posiblemente sea su primera película con libertad creativa total dentro de la fábrica Marvel, después de haber revivido al alicaído personaje en su película anterior, Thor Ragnarok (2017). Posiblemente, Love & Thunder no existiría sin aquella aventura anterior, que por un lado cumplía con el mapa trazado por Kevin Feige y compañía y por el otro reinventaba al personaje haciendo uso extensivo de la vis cómica de Chris Hemsworth, un actor invaluable y -hasta ese momento- desaprovechado. Ragnarok también convertía a Thor en un rockstar: el estandarte de aquella película era la “Immigrant Song” de Led Zeppelin; en esta ocasión es “Sweet Child O’ Mine” de los Guns N’ Roses, cuya estética es una referencia constante. En Love & Thunder, Waititi luce menos comprometido por la mochila de una narrativa ya trazada pero hay dos que le pesan mucho. Por un lado, la necesidad de conseguir una película bigger and louder que Ragnarok. El guion -coescrito con la realizadora Jennifer Kaytin Robinson- nos pasea por muchos escenarios, nos presenta un puñado de nuevos personajes y toma ocasionales desvíos, algunos para hacernos reír y otros para completar los baches que necesita llenar para contar lo que viene a contar. El resultado es un primer acto bastante caótico para una película que parece no arrancar nunca, como una ventana de Google con muchas pestañas abiertas que hay que ir cerrando de a poco. Por otro lado, el uso -y abuso- del humor, que en Ragnarok permitía desanquilosar a un héroe algo adusto, amenaza con volverse en contra de las intenciones de la película. En los últimos años, el chiste que detona cualquier asomo de solemnidad se ha convertido en la marca del universo cinematográfico de Marvel al punto de convertirse en un gesto evitativo. Esto resulta especialmente nocivo en la medida en que Love & Thunder procura alcanzar una mayor profundidad emocional que la de su predecesora. Sólo en el último acto la película pareciera poder sacudirse el miedo a emocionar, dando como resultado uno de los finales más sentidos de esta larga franquicia. Si el clímax de la película resulta emocionante y resuena con una profundidad cada vez más inusual en el cine de gran presupuesto, es porque el guion de Robinson y Waititi vuelve a poner en el centro de la escena -o al costado, o a la izquierda, porque el desorden del primer acto resulta difícil de sacudir- al gran ausente del cine de aventuras de los últimos años: el amor, la trama amorosa, complemento irremplazable de cualquier gran aventura. Si Ragnarok rescataba a Hemsworth como actor, Love & Thunder hace lo propio con un personaje todavía más maltratado: Jane Foster (Natalie Portman). Casi diez años después de la última vez que la vimos acompañando al Dios del Trueno, Jane enfrenta problemas mucho más terrenales: un cáncer terminal dictamina que le queda poco tiempo. Mientras busca una cura fuera de los límites de la razón, Jane resulta ser digna portadora del Mjolnir, el martillo que anteriormente empuñara Thor. Los antiguos amantes se reencuentran y, junto a Korg (el propio Taika Waititi) y a Valkyrie (Tessa Thompson), emprenden una aventura para detener a Gorr, un asesino de dioses. El rescate de Jane Foster es un éxito, por lo menos dentro de los límites de la propia película. Portman brilla, como brilla cualquier gran actor cuando tiene material para trabajar. Waititi hace un esfuerzo titánico por renovar el interés en el personaje, aunque a veces parece que está tratando de sacarle agua a las rocas, cuando intenta construir un pasado de la pareja con el cual podamos conectar (que nunca se contó, que jamás tuvo peso), o cuando da por sentada la química entre Portman y Hemsworth, que es más bien poca y demandaba más escenas para que el espectador la acepte. En este punto, la narrativa patina y obliga al director a reposar en el interminable semillero de estímulos que pueblan la película. Algo similar ocurre con Gorr, el villano que interpreta un muy comprometido Christian Bale. Si su aspecto parece importado de una película de terror, constantemente parece tratado con actitud timorata, como si la película no quisiera dejarnos demasiado tiempo en la misma habitación con él. Cuando finalmente Bale tiene espacio para dominar el último acto, es que la película puede ahondar en los temas que le preocupan: esto es, la pérdida de la fe, y el amor como la única respuesta posible para la desesperación. Gorr es un padre que ha sufrido la pérdida de su hija porque los dioses desoyeron su llamado; algo de su desamparo resuena en el Dios del Trueno, que puede atestiguar cómo los dioses se han recluido en sus palacios y alejado de las necesidades de la gente. Llamativamente, uno de los textos más reveladores de la película aparece en una de las dos escenas poscréditos de la película. Zeus (un divertidísimo Russell Crowe) se hace cargo de la pérdida de fe de los hombres en los dioses, y su reemplazo por los superhéroes. El relato narrado, de tradición oral, aparece varias veces en las palabras de Korg, que se encarga de contarles a los niños las aventuras del Hijo de Odín y los suyos. Si los superhéroes son los nuevos dioses, eso significa que, eventualmente, también tendrán su período de declive. Ya podríamos hablar de eso cuando hablamos de la fatiga que estas películas están empezando a generar en los espectadores después de 15 años de éxito sostenido. ¿Cuál es, entonces, el secreto para que la leyenda perdure, para convertirla en mito? Para Love & Thunder, la respuesta parece estar en ese poder que se comparte, que se entrega a un grupo de niños para que puedan luchar a la par de sus héroes. Un Dios vulnerable, como aquella Jane Foster que finalmente logra entrar por las puertas de Valhalla, aceptando la muerte para abrazar la vida; un Dios piadoso, como ese Thor que termina como tutor de la hija de su enemigo. Un Dios que escucha y se ofrece.
But if you ride back and I am left, You’ll do as much for me, Mother, you know, must hear the news, So write to her tenderly. Viajando con mi perro Dog no es una película difícil de describir; por el contrario, posiblemente su mejor atributo sea la simpleza. Es una película relativamente pequeña, de esas que resulta cada vez más raro ver en una sala por estos días. Es una película sobria, eso es raro también. Una película sobria sobre la imperfecta amistad entre dos especies entrenadas para la muerte; sobre estar solo en una época llena de eufemismos; sobre una guerra que no se ve pero que deja cicatrices invisibles, sobre el dolor más allá de las palabras. Con todo eso a cuestas, Dog consigue lo imposible: hacer una película feliz. Dog es lo que podría ser American Sniper, si American Sniper fuera una comfort movie. Dog es la historia de Jackson Briggs (Channing Tatum, que también co-dirige), un ex ranger del ejército norteamericano dado de baja tras haber sufrido daño cerebral. Lejos del campo de batalla, Jackson se dedica a soportar el maltrato de clientes adolescentes mientras sirve sándwiches poco apetitosos en un local cualquiera. Ante la perspectiva de una existencia mediocre y con muchas dificultades para funcionar en la vida cotidiana, Jackson insiste en regresar al frente de batalla hasta que, finalmente, es llamado a la acción. El pedido no es lo que espera: Riley Rodriguez, un amigo del ejército, ha muerto la noche anterior y se prepara el funeral en tierras estadounidenses. Una amiga en común lo ha sobrevivido: Lulu, la perra de combate de Riley. La pastora belga malinois es indomable, impredecible y agresiva: la misión de Jackson es trasladarla hasta el funeral de su amigo, luego de lo cual será sacrificada. Dog se configura, de esta manera, como una road movie sobre un hombre y un perro que tienen dos cosas en común: la ausencia de un amigo, y una institución que los ve como desecho. Jackson es la definición de white trash, mientras se emborracha en los bares e intenta entablar conversación con chicas que hablan pestes de la masculinidad tóxica. En la camioneta, Lulu destroza los asientos de cuero, en una existencia funcional que rara vez conoció una mano blanda, una caricia, la posibilidad de una vida de disfrute más allá del deber. Dog no es el tipo de película que vaya a traicionar nuestras expectativas, y el vínculo entre hombre y perro se irá gradualmente estrechando, los cuerpos de ambos como testigos y artífices de la muerte en nombre de un país que les está dando la espalda. Por momentos se pone casi metafísica, coqueteando con la noción de vidas pasadas a través de los diferentes personajes que la dupla va conociendo a lo largo de su recorrido. El resultado es la apertura de las emociones, el abrazo a todo ese dolor que sin saberlo, Jackson ha vivido en el campo de batalla. Un abrazo que la película transita con respeto y amor hacia sus personajes, un abrazo despojado de soberbia que es toda ternura. Dog se llama así por un perro que tiene un nombre. Es Jackson quien, en un primer tramo del viaje, lo llama así; no lo particulariza sino que lo nombra por lo que es genéricamente. Uno de los elementos del guion para narrar el tránsito a la apertura de un mundo sensible es, justamente, cuando Jackson empieza a llamar a Lulu por su nombre. La misma operación realiza Dog con respecto al army ranger: lo desesquematiza, le da un sentir, un punto de vista, lo nombra. Y Channing Tatum encarna todo eso con convicción envidiable, convencido que con una película pequeña pueden decirse cosas grandes.
YO QUIERO UN HÉROE Las películas anteriores de Robert Eggers –La bruja (2015) y El faro (2019)- ya exhibían interés por la reconstrucción histórica y los relatos de leyenda. Era cuestión de tiempo para que las ambiciones del director desbordaran la moderada escala de la productora A24 para aventurarse en los inciertos mares de una superproducción. La oportunidad llegó de la mano de Universal: en El hombre del norte, una épica de acción y aventura, Eggers adapta la leyenda escandinava del príncipe Amleth -devenido Hamlet por la pluma shakespereana- en un guion coescrito con el poeta islandés Sjón (autor de Bailarina en la oscuridad y la más reciente Lamb). La resultante es una película inusual para estos tiempos de un cine masivo cada vez más achatado, en donde las marcas previamente establecidas y las -malas– imágenes generadas por computadora saturan la cartelera: un cine cada vez menos audaz, donde el cuerpo pierde terreno frente a un acabado plástico; la incorporeidad antiséptica de imágenes que ya nos generan demasiada desconfianza. En este panorama, El hombre del norte se construye como una contrapropuesta furibunda, sudorosa, desbordante; frente a la cadena de montaje, un carro llevado por valquirias. La historia es una de venganza, reducida a sus elementos constitutivos básicos. Al mismo tiempo, pretende ofrecer una mirada posmoderna sobre la figura del héroe: una suerte de deconstrucción de un arquetipo masculino -brutal, infalible, certero proveedor de justicia-. La primera secuencia narra el regreso del rey Aurvandil (Ethan Hawke) a su hogar, después de una batalla. Lo esperan su reina, Gudrún (Nicole Kidman) y el príncipe heredero, el joven Amleth (Oscar Novak). También lo aguarda su hermano, el adusto Fjölnir (Claes Bang), quien pocos minutos después lo decapitará para quitarle el reino. Despojado de su investidura, el pequeño Amleth se trepa a un bote y escapa, envuelto en la niebla de los mares helados. El montaje adelanta el tiempo con un corte y nos reencuentra con Amleth, ya adulto (Alexander Skarsgård). Este Amleth, que fácilmente podría pasar por el cantante de una banda de heavy metal, rema junto a otros guerreros de su tribu sin dejar de repetir su mantra de la infancia: “Te vengaré, padre; te salvaré, madre; te mataré, Fjölnir”. Por muy presente que la tenga, este Amleth adulto parece muy lejos de consumar su misión. Su vida consiste en ir de pueblo en pueblo, arrasar todo a su paso e incurrir en acciones tan crueles como las de aquel Fjölnir que, tiempo atrás, descabezó a su padre. En ese territorio hostil no parece haber mucho lugar para la hazaña virtuosa: todo es un festival de gritos, miedo y vísceras desparramadas. Una noche, algo cambia: deambulando en las inmediaciones de una cabaña donde su tribu incineró a un grupo de prisioneros -entre ellos, varios niños menso afortunados que el joven Amleth- el protagonista se encuentra con la bruja Seeress (obviamente, Björk). La bruja le recuerda que su destino está escrito y le devuelve un elemento de su infancia: la última lágrima que derramó. Es el reencuentro con esa gota -metonimia de aquel niño que podía permitirse sentimientos, en un mundo de crueldad extrema- el que moviliza al hombre máquina a retomar su cruzada de venganza. A lo largo de la travesía, Amleth encontrará una aliada invaluable: Olga (Anya Taylor-Joy), hechicera y esclava cuya aparición es una nueva invitación a conectarse con las emociones. En este caso una muy primaria, motor fundamental de los conflictos propios de la épica: el amor, por supuesto. Amor que Robert Eggers filma desde lejos, en planos fijos, intimidad gélida entre dos cuerpos que parecieran no tener más remedio que encontrarse. Este desdén a involucrarse en los aspectos pasionales del relato podría extrapolarse a toda la película: si las brutales escenas de acción están orquestadas con destreza notable, es el relato de las emociones que las movilizan el que nos deja gusto a poco. Como si la película necesitara su propia bruja-Björk, trayendo la lágrima como estandarte. Si la estructura sigue férreamente los pasos del camino del héroe -matriz narrativa que Joseph Campbell ya ubicaba en El héroe de las mil caras y Joseph Vogler sintetizaría en El viaje del escritor-, el guion le propina al príncipe Amleth dos duros reveses que ponen en entredicho su estatus de héroe, la nobleza de sus acciones y el sentido mismo de su odisea. Uno se ubica justo antes de que el protagonista de lance a la aventura: uno de sus compañeros guerreros le cuenta que Fjölnir ha perdido el trono a manos de otra tribu y vive retirado en una granja de Islandia, con la ex-reina Gudrún y un hijo de ambos. El reino a recuperar ya no es un reino, apenas una cabaña de madera con algunas ovejas; concrete Amleth o no su venganza su destino no será la gloria, apenas una rencilla doméstica. Si el gesto pretende cuestionar la carnicería que está por desatarse, también le baja la vara a la aventura: si el primer acto nos promete una venganza por todo lo alto, los dos tercios siguientes nos proponen algo mucho más mundano, casi el capricho de un adolescente despechado. El siguiente revés aparece en el tercer acto, cuando Amleth se enfrenta con su madre y descubre que, antes de asumir que necesitaba ser rescatada, debería haberle preguntado: no sólo la ex reina Gudrún está muy a gusto en compañía de Fjölnir, sino que odiaba a su padre y fue la mente detrás de su asesinato. Amleth, que se pensaba a sí mismo como un salvador, que ha abandonado a Olga, el amor de su vida y a su hijo en camino, se enfrenta con el golpe más duro de todos: el de una venganza inútil, el de una vida vaciada de sentido. Ciego de ira, masacra a su madre y a su medio hermano: si existía un camino de amor, lo destruye. Sólo le queda aferrarse a la ilusión de un destino de gloria. ¿Destino, o necedad? El guion no ofrece una respuesta inequívoca, pero nos permite dudar. La batalla final con Fjölnir, un durísimo combate cuerpo a cuerpo al pie de un volcán, tiene todos los elementos para un clímax apasionante pero está envuelto en una humareda de cinismo. La sensación es similar a la que tuve viendo El último duelo, la pésima película de Ridley Scott que salió el año pasado: un combate en el cual es imposible alentar por nadie excepto por la pronta conclusión de la película que permita dar por cerrado el asunto para ir a comer algo para terminar el día con un mejor sabor de boca. Pese a todo, corresponde mencionar que El hombre del norte no está exenta de virtudes que confluyen en una muy grande: el rescate de un cine de gran presupuesto donde el protagonista es el cuerpo en movimiento. Una dimensión física, material, que constituye a El hombre del norte como el opuesto de las películas de Marvel e incluso de los 300 de Zack Snyder. Si el acabado digital nos arreabata el sudor, la roña, la hostilidad del paisaje natural, aquí persiste la ilusión de que aquellos vikingos embadurnados en sangre están, inequívocamente, existiendo. Si en las películas anteriores de Robert Egegrs no había nada que maridara su sensibilidad con un cine de entretenimiento, aquí se esfuerza por lograrlo: abandona los encuadres contemplativos y acomete con una cámara en constante movimiento; el trabajo de montaje luce ajustado, fibroso como el -increíble- cuerpo de Alexander Skarsgård. El acabado tan ajustado tiene sus virtudes y también perjudica otros aspectos de la película: principalmente, el que sufre es el tempo más melindroso de las películas anteriores de Eggers, especialmente en las secuencias en las que el director procura generar una atmósfera alucinada. Estas disonancias entre un relato al cual se le está insuflando todo el tiempo la necesidad de ir hacia adelante, entre la ajenidad a la emocionalidad de un cine masivo y la necesidad de convocarlas, atraviesan a El hombre del norte y la convierten en una propuesta despareja, incluso insatisfactoria. Conforme más realizadores con una búsqueda autoral se han animado a dirigir películas para grandes estudios -con las concesiones que eso implica-, establecer una oposición binaria entre integridad artística vs. espíritu comercial se ha vuelto un lugar común. En El hombre del norte, lo que vemos resulta menos esquemático y bastante más estimulante: no tanto un autor batallando por filtrar sus intereses en una superproducción, sino un realizador intentando plasmar sus obsesiones en un lienzo mucho más grande. No puedo decir que lo haya logrado por completo. Sí puedo decir que en El hombre del norte hay algo que pareciera confinado a una escala de producción mucho menor: un director intentando. Intentando con convicción, una hazaña mucho más heroica que la que cuenta en su película.
Azor se se presenta como una película que viene a contar una arista diferente sobre la última dictadura militar en Argentina. Por supuesto, “diferente” no es lo mismo que “interesante”. A lo largo de esta tediosa película se narra la historia de un banquero suizo que llega a nuestro país junto con su esposa para ocupar el lugar de un socio, que parece haberse esfumado misteriosamente. A lo largo de la película, cuyas escenas saltan de una reunión social a otra, de un jardín bellamente fotografiado a otro, de una charla ambigua a otra, el banquero irá entrampándose cada vez más en una trama siniestra que conecta a la banca privada con el financiamiento de crímenes de lesa humanidad. El guion, coescrito con Mariano Llinás (que hasta se regala un ¿simpático? cameo) cree tener los elementos para un thriller implotado sobre venderle el alma al diablo, una especie de reinvención de El conformista trocando el fascismo por el terror de las Juntas. Sin embargo, el efecto conseguido es el de un cierto sonambulismo muy falto de tensión y expectativas: de tan fuera de campo, el horror de la dictadura desaparece y se reemplaza por una sucesión de escenas dialogadas -no sin pericia, cabe decir- en las cuales el entramado se hace cada vez más explícito. Un clímax, tan esperable como insatisfactorio, clausura una película que solo se conforma con transcurrir.