I read the news today, oh boy About a lucky man who made the grade And though the news was rather sad Well, I just had to laugh I saw the photograph DELICIAS ARTESANALES De Wes Anderson se dice, en el mejor de los casos, que es un director esteticista; en el peor, que es un decorador de interiores que se equivocó de profesión. A pesar de tratarse de un director bastante inofensivo, el texano polariza porque en su minucioso, elaborado y también evidente trabajo de puesta en escena expone una tensión recurrente para un realizador que procura narrar una historia de manera audiovisual: la que se produce entre el regodeo estético y la fluidez de la trama. En ese sentido, The French Dispatch es una película que pretende hacer un elogio de lo pequeño pero que, gradualmente, se empantana con la expansiva manera que elige para contarlo. La crónica francesa del título es la división de un diario norteamericano enclavado en una ciudad ficticia de Francia, Ennui-sur-Blasé, durante la década de 1960. Su staff está conformado por viajeros frecuentes en el colectivo andersoniano: el director del diario no es otro que Bill Murray, haciendo una vez más gala de sus muecas deadpan en un papel que podría hacer hasta dormido. Siempre trabajando con el reloj en contra, el equipo prepara una edición que recopila tres de sus mejores crónicas: la de un artista sentenciado a muerte (Benicio del Toro) que encuentra a su musa -y a su gran amor- en una guardiacárcel (Léa Seydoux); la de un dirigente estudiantil (Timothée Chalamet) que se enreda en un triángulo amoroso con una compañera de militancia (Lyna Khoudri) y la propia cronista (Frances McDormand); la de un secuestro durante un enfrentamiento armado resuelto por un chef (Steve Park). Las tres historias son muy distintas, pero tienen algo en común: las vidas de los autores de la crónica (en la primera, Tilda Swinton, en la segunda McDormand y en la tercera, Jeffrey Wright) se sumergen en las vidas de los personajes que retratan. Hablan con ellos, comen con ellos, se acuestan con ellos. The French Dispatch es, un poco, como la versión Wes Anderson de The Post: un festejo del periodista como autor, una reivindicación de la artesanía del periodismo, una celebración de una época dorada en el que la profesión resultaba respetable y apasionada. “Una carta de amor” es el constructo más común a la hora de nombrar esta clase de evocaciones nostálgicas de un mundo que ya no existe más. Sin embargo, si algo le falta a The French Dispatch, es un espíritu de amor. The French Dispatch es disfrutable, sin dudas: a esta altura, con un estatus cimentado y un presupuesto cómodo para desplegar su imaginería, las ocurrencias visuales de Anderson parecen no tener techo: la relación de aspecto cambia cuando quiere, la imagen pasa del blanco y negro al color y visceversa, hay simpatiquísimos zooms en momentos imprevistos y hasta una secuencia animada totalmente irresistible. Sin embargo, poco a poco la sensación empieza a resultar de cierto agobio ante un director que despliega todos sus trucos, con cualquier excusa, todo el tiempo. Eventualmente, los relatos empiezan a sufrir el peso de este despliegue incesante de artificios y uno empieza a cuestionarse el objeto de tanta parafernalia. Las referencias a la nouvelle vague -especialmente en el relato que protagoniza Chalamet- resultan superficiales y meramente estéticas, vaciadas de cualquier intención política aunque lo que se está narrando sea, justamente, una revuelta estudiantil. Sorprende, especialmente porque en este relato Chalamet -en estos momentos, en la cúspide de su fama y su capacidad de seducir y fascinar- interpreta a un referente juvenil que, eventualmente, perderá relevancia. Siempre que parece que Anderson estuviera trabajando desde cierta autoconciencia, estampa otra referencia a Godard como alguien que cuelga un poster en su habitación. Nuevamente, el problema no es estilo de Anderson en sí, o la idea de que un director pueda tener una puesta en escena elaborada y lujosa: es la manera en la que esto parece conspirar con los objetivos últimos del relato o, por lo menos, entorpecerlo. The French Dispatch termina con una evocación afectuosa de su director -el personaje que interpreta Murray-: aquel que, al final del día, gira el timón del barco tripulado por sus cronistas, ese fresco de sensibilidades que tienen en común su profunda ansia de conectarse con lo humano. Sin embargo, a lo largo de los 108 minutos que dura esta película, poco conocemos del personaje de Murray más allá de sus peculiaridades: que no le importan demasiado los deadlines, y que en su oficina no se puede llorar. Es poco. Quizás el corazón de The French Dispatch se encontraba menos en relatar las aventuras de sus cronistas -una oportunidad innegable para que Anderson desplegara todo su talento visual- y más en retratar el trabajo de la redacción: ese encuentro de miradas en donde la realidad se vuelve relato, un relato que pueda arañar algo de verdad y nos permita entender algo del mundo en que vivimos.
I don’t what to do you don’t know what to say the scars on my mind are on replay HISTORIAS INNECESARIAS The Last Duel parecería, a priori, una película perfecta para que los talentos de Ridley Scott se luzcan: el escenario medieval, sus batallas y castillos, ofrece todas las posibilidades para que el diseño de producción brille; la historia enfrenta al caballero Jean de Carrouges (Matt Damon) con su escudero Jacques Le Gris (Adam Driver) y está llena de momentos de alta intensidad dramática para el lucimiento actoral; por último, la presencia de un personaje femenino potente como Marguerite de Carrouges (Jodie Comer) no sólo le permite a la actriz demostrar su capacidad en la pantalla grande sino que se suma a las heroínas que pueblan la filmografía del director desde que Ellen Ripley puso sus pies en la Nostromo. Los condimentos estaban. Sin embargo, el plato final no es sólo una película atípica en la filmografía de Ridley Scott –lo cual, a sus 83 años, siempre resulta bienvenido-, sino una película fallida, redundante al borde del tedio, tironeada por su intención de ser varias cosas al mismo tiempo y, en última instancia, anticuada e ingenua. Tomando en cuenta los principales nombres involucrados en la producción de The Last Duel, resulta tentador atribuirle a cada uno las distintas intenciones que atraviesan la narrativa de esta película. Podría especular con que las escenas de mayor aliento épico y nervio a la hora de filmar –que son pocas y, por nada del mundo, las más relevantes para la historia- fueron las que atrajeron a Scott a esta propuesta; que el relato de una amistad que se rompe, de alianzas y traiciones entre hombres, fueron el motor para Matt Damon y Ben Affleck (que también habrán visto la oportunidad de otorgarse dos buenos papeles); que la mirada de Marguerite de Carrouges -finalmente, el corazón de la película- debe haberse beneficiado sustancialmente con la escritura de Nicole Holofcener (dos de las seis manos involucradas en el guion). Opto por desconfiar de una lectura tan unidimensional de un proceso creativo y prefiero postular que, si The Last Duel es una película fallida, es porque pretende generar una intriga que no sostiene, porque se adjudica una profundidad psicológica que no es tal. The Last Duel cuenta tres veces la misma historia, a través de tres capítulos con miradas contrapuestas: una, la del caballero Jean de Carrouges, un hombre valiente y cabeza dura que considera que sus esfuerzos no son debidamente reconocidos; Jacques Le Gris, su escudero compañero de batallas, seductor y hábil para ganarse la confianza de los nobles; Marguerite, esposa de Jean, hija de un noble en bancarrota, una mujer que nunca pudo elegir nada. Una noche, mientras Jean está en una batalla muy lejos, Le Gris se mete en su casa y viola a Marguerite. Ella lo acusa públicamente y Jean lo reta a un duelo a muerte para que sea Dios quien elija al ganador (por ende, al portador de la Verdad). Le Gris, que se proclama inocente, acepta. Si Jean de Carrouges -que ya tiene sus achaques fruto de un sinfín de batallas- llegara a perder, la única damnificada sería Marguerite, condenada a morir en la hoguera con el hijo del caballero en su vientre. Marguerite es el trampolín para introducir una lectura feminista y convertir a The Last Duel en una suerte de anti-épica. Lo que se presenta como una disputa por el honor entre dos hombres se convierte gradualmente en el relato claustrofóbico de una mujer atrapada en una disputa brutal entre hombres patéticos: un mimado de la corte convencido de que su labia lo hará salir impune y un marido dispuesto a sacrificarla para salvar su orgullo. El capítulo que narra el punto de vista de Marguerite es el más sólido y potente. También es el que hace tambalear toda su estructura: viéndolo, uno se pregunta por qué la película demora tanto en arribar a este punto. En algún lado leí que los autores se inspiraron en Rashomon a la hora de plantear esta estructura tripartita, pero sólo una lectura muy superficial de Rashomon permitiría vincular a The Last Duel con la película de Kurosawa (además de un ego un tanto inflado). Si en Rashomon las miradas extremadamente contrapuestas sobre un mismo hecho (también una violación) permitían alimentar la tensión y ofrecer una reflexión sobre la dificultad de acercarse a la verdad en el marco de un juicio, en The Last Duel, ese marco está ausente: los tres puntos de vista se suceden de manera arbitraria, separados por una placa negra con la leyenda: “la verdad según…”. Al llegar al segmento de Marguerite, la sección que reza “según Marguerite” se esfuma en un fundido, quedando sólo en pantalla: “la verdad”. La pregunta es, entonces: ¿por qué The Last Duel se toma dos tercios de su duración para construir una intriga que no es tal?. Nunca parece estar en cuestión que la violación haya ocurrido: la misma película nos señala que es a Marguerite a quien tenemos que creerle. ¿Por qué, entonces, la película se extiende sobre la mirada de los dos personajes masculinos? Podría tratarse de una película polémica e incluso reaccionaria, que propusiera una multiplicidad de miradas sobre un mismo hecho, pero se detona a sí misma cuando abraza la mirada de Marguerite como el verdadero punto de vista de la historia. Una decisión narrativa que evidencia que todo lo anterior no ha sido más que una gran dilatación, no más que una extensa y lujosa pérdida de tiempo. De paso, Scott filma dos veces la escena de la violación enfatizando la violencia del ataque las segunda vez, achatando la incomodidad en favor de cierta crueldad. Eventualmente, llega el duelo del título y gana Carrouges. Una carreta arrastra el cuerpo inerte de Le Gris y el guerrero Jean cabalga de regreso a su hogar, su honor restaurado. En el horizonte, se construye la Catedral de Notre Dame. Detrás, en un segundo plano, cabalga Marguerite que acaba de salvar su vida; una vida siempre a merced de los caprichos de los hombres. Es un final amargo, que la película decide resolver con un sobre-final en el cual se nos explica que Jean de Carrouges murió en las Cruzadas y que Marguerite crio a su hijo pero nunca se volvió a casar. Un final que quizás sería apropiado si la película se abocara totalmente al punto de vista de Marguerite pero que acá se siente trunco, incompleto. Extraño, tratándose de una película de dos horas y media que sólo en su último tercio parece encontrar una gran historia para contar y, sin embargo, nunca termina de decidir qué hacer con ella.
And you really don’t remember was it something that he said? Are the voices in your head calling, Gloria? EN LA SANGRE Cinco años después de dirigir la segunda película de la franquicia El conjuro, James Wan volvió al terror. Lo hizo después de haber alcanzado la cúspide del cine de franquicias de alto presupuesto: primero Rápido y furioso, después con Aquaman. Se nota: en el medio de una propuesta cinematográfica cada vez más conservadora, cada vez más acotada, James Wan usa las herramientas consolidadas a lo largo de estos años para entregar una película casi disruptiva. Acá, Wan apuesta a la mezcla de géneros, a la hipérbole y al desenfado total en una película que amenaza con volverse narrativamente caótica, hasta que decide hacer explotar todo por los aires. Luego de transitar el último acto (en el que los elementos que parecen desordenados se organizan de golpe) la sensación es de euforia, la que deja el cine disfrutado sin reparos. Puro festejo. La protagonista de Malignant es Madison (Annabelle Wallis), que intenta mantener a flote la relación un marido violento del cual espera un hijo. Una noche, Derek empuja a Madison y le provoca una herida en la cabeza. Ella se encierra para protegerse, sin saber que por la casa merodea un extraño personaje que cambiará su vida para siempre. Esa noche, acontece una tragedia terrible a partir de la cual Madison empezará a presenciar violentos asesinatos, hasta que su camino se cruza inevitablemente con el del policía Kekoa Shaw (George Young), que investiga los crímenes. Cuando se anunció, se habló de Malignant como un homenaje de James Wan al giallo. El resultado final es bastante más ecléctico, de influencias diversas y bastante personal. Hay elementos del subgénero, tanto narrativos (la investigación policial como columna vertebral del relato) como estéticos (los guantes negros del asesino). Se podría decir que Wan está intentando, con un manejo de la cámara espectacular y música electrónica al frente en la mezcla de sonido, recuperar algo de esa sensibilidad e integrarlo al mainstream de Hollywood. Creo que la influencia del giallo en Malignant tiene que ver más con una actitud que con una estética: la propuesta es construir un mundo de cine en el cual se entrelazan los géneros y las sensibilidades, que reniega de lo sutil (esas escenas expositivas al borde de la carcajada y a la vez, tan honestas y directas) y se atreve al descalabro (con un plot twist que me recordó, en desfachatez, al de la primera Don’t Breathe). Con Malignant, Wan consolida un estilo que incorpora elementos de su paso por otros géneros (la acción, la aventura) y se aleja del de sus inicios con su colega Leigh Whannell (guionista de Saw e Insidious). Con El hombre invisible, Whannell pareciera haber elegido un cine de género de corte realista, que se preocupa por incorporar preocupaciones del presente y cobijarlas dentro de los códigos del thriller y el terror. En una dirección estética totalmente opuesta, James Wan (junto con las guionistas Akela Cooper e Ingrid Bisu) consigue lo mismo. Tanto El hombre invisible como Malignant son peliculas protagonizadas por mujeres que tienen que llegar a un acuerdo con la violencia que anida en su interior: esa que intentan esconder, pero el mundo en el que viven obliga a despertar.
Everybody knows you’ve been steppin’ on my toes And I’m gettin’ pretty tired of it You keep a-steppin’ out of line And a-messin’ with my mind If you had any sense, you’d quit Papá se volvió loco En 2016, Don’t Breathe terminó de cimentar -de la mano de San Raimi- al tándem formado por los uruguayos Fede Álvarez y Rodo Sayagues. Luego de probar suerte con la (muy buena) remake de Evil Dead, Raimi le ofreció al dúo la posibilidad de iniciar su propia franquicia. La aprovecharon: Don’t Breathe era un thriller solidísimo cuyo hallazgo consistía en invertir la dinámica del thriller de home invasion; aquel subgénero en el que uno o más personajes indefensos reciben la visita intrusos indeseados que los obligan a defenderse (convirtiendo al hombre en lobo del hombre) se subvertía colocándonos en el punto de vista de los intrusos. Tres jóvenes en busca de plata fácil buscaban escapar de la arrasada Detroit asaltando la casa de un hombre mayor ciego (Stephen Lang). Sin embargo, una vez adentro de la casa, los ladrones se daban cuenta de que estaban ante un desafío muy por encima de sus capacidades: el anciano era un marine entrenado con un siniestro y peligroso secreto. A pesar de que la secuela no tardó en anunciarse, tuvieron que pasar cinco años hasta que Álvarez y Sayagues decidieron volver al universo de Don’t Breathe. Esta vez, decidieron invertir los roles: ambos firman el guion de esta secuela, pero Fede Álvarez le cede la dirección a Sayagues. Hablar de inversiones es relevante a la hora de hablar de esta película y no sólo en el plano técnico, sino en la elección del punto de vista: Don’t Breathe 2 recupera el personaje Norman Nordstrom, el Hombre Ciego (Lang) y lo coloca en un conflicto que no guarda ninguna relación con el de la película anterior; esta vez, el punto de vista elegido para contar la historia es el suyo. Contar una nueva historia desde el punto de vista del villano resulta una jugada en apariencia riesgosa y podría haber resultado interesante y perturbadora, si la película no resultara tan formulaica y precariamente escrita como esta. La película comienza con la pequeña Phoenix (Madelyn Grace) huyendo con sus últimas fuerzas de una casa en llamas. Poco después descubriremos que fue adoptada por Nordstrom, quien finge ser su padre biológico y la entrena rigurosamente en prácticas de supervivencia junto a Shadow, su rottweiler. Bajo la estricta tutela del marine, a Phoenix se le complica hacer amigos; excepto por las escasas salidas que Nordstrom le permite bajo la tutela de la ranger Hernández (Stephanie Arcila), la niña no abandona casi nunca la casona en los suburbios donde viven. La situación empieza a alimentar el rencor de Phoenix hacia su padre paranoico y obsesivo, que no está dispuesto a concederle a su hija la posibilidad de vivir una vida normal. Inevitablemente, el peligro dirá presente y tocará la puerta: un grupo de facinerosos comandado por Raylan (Charlie Sexton III), aparentemente vinculado al contrabando de órganos, decide invadir la casa durante la noche para llevarse a Phoenix. Nordstrom no estárá dispuesto a ponérsela tan fácil a los malos e iniciará una violentísima carnicería para evitar que se lleven a su hija. Digo “los malos” porque, donde la primera Don’t Breathe apostaba a difuminar el maniqueísimo bueno-malo a la hora de considerar sus fuerzas en oposición, la secuela resulta torpe y esquemática. En la primera película, asumíamos el punto de vista de los asaltantes porque podíamos conectar con su deseo de buscar un futuro mejor; el asalto era un one and done y, eventualmente, Nordstrom terminaba resultando un adversario tan formidable y perverso que cualquier pecado palidecía en comparación. A pesar de todo, seguíamos hablando de un grupo de personajes dispuestos a robarle a un ciego por dinero. Don’t Breathe 2 pareciera apostar a la misma estrategia, sorprendiéndonos con la elección del punto de vista y posicionando a Norstrom como un padre dispuesto a todo por su hija. Hasta el hombre más perverso puede sentir amor. Sin embargo, sus adversarios no podrían resultar más esquemáticos. Hay un giro de la trama que pretende hacernos dudar un poco con respecto a las intenciones del personaje de Charlie Sexton III, pero Sayagues no le pone mucho empeño y, en consecuencia, nosotros como espectadores tampoco. La película ni siquiera aprovecha el personaje de Phoenix para darle un rol sustancial en la carnicería. Don’t Breathe 2 podría haberse convertido en una versión ultraviolenta de Mi pobre angelito con la hija del marine en plan Kevin McCallister, rebanando cabezas y exponiendo fracturas. Eventualmente ocurre algo así, pero es más atractivo lo que la película promete para una improbable secuela que lo que realmente pasa. Sayagues intenta imitar la puesta de cámara de Fede Álvarez con menos nervio y con algunas -bienvenidas- irrupciones de gore que nos recuerda que, pese a todo, Sam Raimi está involucrado en esta película, Don’t Breathe 2 es peor por lo que no es que por lo que es. Es odioso pedirle a una película cosas que no da, sí; pero resulta justo cuando resulta claro que la dupla creativa está operando a la mitad de su potencia. Si Don’t Breathe triunfaba subvirtiendo una matriz narrativa para honrar al género, esta secuela haragana se contenta con recuperar un personaje y plantear un periplo más o menos satisfactorio, más o menos entretenido, en el cual un marine ultraconservador y reaccionario salva el día. La película lo sabe e intenta ponerlo sobre la mesa, más como excusa que para hacer algo relevante con eso. Meterse en un berenjenal moral hubiera convertido a Don’t Breathe 2 en una propuesta potente, pero se conforma con ofrecer una excusa para que Stephen Lang despliegue todo su carisma en unas cuantas peleas bien coreografiadas y nada más.
Rata de dos patas Te estoy hablando a ti Porque un bicho rastrero Aun siendo el más maldito Comparado contigo Se queda muy chiquito Policías y Ratones Como la mayoría de los grandes estrenos comerciales que quedaron pospuestos por la pandemia, El escuadrón suicida llegó con una dosis de expectativa extra. Se anunció desde el principio como una suerte de “corrección” de la espantosa Escuadrón suicida (2016), que dirigió David Ayer, la primera adaptación al cine del supergrupo de DC comics Task Force X, popularizado por el guionista John Ostrander a finales de la década del 80′. El grupo, de conformación variable, reúne a villanos convictos del universo DC con diferentes grados de (in)competencia en una misión -lo habrán adivinado- suicida, con el objetivo de recuperar su libertad. Si le creemos a los chismes y a lo que el propio David Ayer viene diciendo en sus redes sociales, poco quedó de la versión de la película que el guionista de Día de entrenamiento había querido hacer. A pesar de que resultó un éxito de taquilla, la crítica la destruyó. DC y Warner tenían algo en claro: si querían seguir usufructuando los personajes de la Task Force X, tenían que reinventarlos. La oportunidad llegó de la mano de James Gunn, director formado en la bizarra escuela de la productora Troma (la de El vengador tóxico). Gunn venía de realizar dos películas de Guardianes de la galaxia (2014), producida por Marvel/Disney Studios. Allí ya había demostrado su capacidad para popularizar un grupo relativamente desconocido y profundamente disfuncional de antihéroes, a fuerza de ternura y de un humor (un poco más) audaz que el de las otras películas de Marvel. Eventualmente, Gunn resultó ser también un inadaptado para el moralismo de los grandes estudios: en 2018, el Daily Mail reflotó viejos tuits del director, donde hacía chistes con unos cuantos temas tabú. Disney lo despidió en medio de un escándalo, con voces enardecidas a lo largo de todo el espectro de opinión que puede suscitar la llamada “cultura de la cancelación”. Los que llegaron a una conclusión rápida fueron los ejecutivos de DC/Warner, que le ofrecieron a Gunn la oportunidad de sumarse a sus filas, con libertad creativa total. Se planteaba una suerte de Beatles vs. Stones: si Marvel/Disney era una empresa pacata que se asustaba por unos tweets viejos, DC/Warner le ofrecía al ángel caído de Marvel una temporada para divertirse en el infierno. Esta historiografía de El escuadrón suicida es para señalar el enorme bagaje previo con el cual vamos al encuentro de una película de esta escala. Lejos de ser un aditivo, este bagaje se utiliza para condicionar activamente las expectativas del espectador mínimamente enterado de estas cuestiones a la hora de formarse una idea sobre lo que acaba de ver. Esta era, entonces, la película “stone” de Gunn, y también la de DC; la película en la que el director de Marvel se sacaba el bozal y mordía, en una película calificada en EE.UU. como R (Restricted). Un festival de tiros, sangre y vísceras que el director podría combinar con la dinámica tierna y disfuncional de sus aventuras por el mundo Marvel. El resultado es extraño, decepcionante y, sorprendentemente, bastante parecido al de su antecesora. El escuadrón suicida de James Gunn es mucho más coherente que Escuadrón suicida de David Ayer, sí. Tampoco es que eso sea un elogio. En el fondo, los problemas siguen siendo más o menos los mismos: la pobrísima caracterización, el irritante postureo cool y una trama que es como un deambular, con excusas más o menos elaboradas para que cada una de las propiedades de DC pueda lucirse. Una película organizada bajo la lógica de la mostración, la de los personajes y la del propio Gunn, que pareciera querer ofrecer un poco de todo: si buscan la dinámica disfuncional de Guardianes…, está; si buscan algo del body horror repugnante de esa gran película llamada Slither, también; si buscan la sensibilidad repugnante de Troma y la violencia de Super, también está. El resultado es una película cambalachesca, que apuesta al despropósito y a la acumulación para llenar un vacío muy difícil de llenar, el de un director con cierta personalidad trabajando en base a automatismos. Es la primera película cínica de la fábrica DC. El escuadrón suicida tiene muchos personajes, y Gunn utiliza a la mayoría para desorientar al espectador: algunos mueren casi tan rápido como aparecen y, si bien tiene sentido hacer uso de este recurso para darle vértigo e imprevisibilidad a la misión, falta algo muy importante: que una parte de lo que ocurre nos importe. A lo largo de la película, la sensación es de bastante frialdad, una dificultad grande para conectar con algo de lo que cruzaba por la pantalla. Gunn se regodea tanto en desvíos tarantinescos que la verdadera película tarda muchísimo en comenzar. Eventualmente, hace pie y termina centrándose en los personajes que realmente le importan: Bloodsport (Idris Elba), Peacemaker (John Cena), Rick Flag (Joel Kinnaman), Harley Quinn (Margot Robbie), Ratcatcher 2 (Daniela Melchior), King Shark (la voz profunda de Sylvester Stallone) y el muy ridículo Polka-Dot Man (David Dastmalchian). El director busca consolidar otro equipo de antihéroes disfuncionales a la manera de Guardianes…, pero le concede muy poco tiempo a establecer una conexión significativa entre ellos, o la da por hecha, o piensa que el espectador a esta altura las construye solo. Si bien la caracterización está lejos de la torpeza de la película anterior (que presentaba cada personaje con una suerte de videoclip enumerando sus principales características), acá Gunn opera de una manera muy frustrante, ofreciendo ramalazos descriptivos como quien tacha víveres en una lista del supermercado. Todo obedece a una lógica del “check”, en el cual lo central es ofrecer algo de la propiedad favorita de los fans a como dé lugar. Lo peor de todo es que, bajo su postureo de cinismo cool, El escuadrón suicida se piensa a sí misma como una película con “mensaje”. Tal mensaje parece estar orientado a criticar la política exterior de los Estados Unidos y su vieja afición por intervenir en los asuntos de otras naciones. Esta vez, la misión del Escuadrón consiste en colarse en una isla de Sudamérica nombrada Corto Maltés (¿Cuba?) para descubrir un proyecto secreto que involucra una inteligencia extraterrestre: la de Starro, uno de esos monstruos icónicos del universo DC a medio camino entre el terror y el ridículo. En el transcurso de la película, los mercenarios terminarán ayudando a una tropa revolucionaria que encabeza Sol Soria (Alice Braga), para restaurar el noble estado de derecho en la isla y desplazar al gobierno dictatorial. El Escuadrón, inicialmente un grupo de ciudadanos norteamericanos despreciables y despreciados que sólo velan por sus propios intereses, descubrirán la importancia del compromiso político… derrocando un régimen extranjero. Gunn intenta complejizar la cuestión señalando la responsabilidad de los Estados Unidos en todo este asunto: un Estados Unidos hipervigilante, cruel e implacable, cuyos valores se encarnan en Amanda Waller (Viola Davis), creadora de la iniciativa Task Force X. Todo termina bastante ramplón y declamado, en lo que parece ser un tiro por elevación al gobierno de Donald Trump que, al momento en el que la película se estrena, es anacrónico. De alguna manera, The Suicide Squad quiere ser un reverso demócrata de Comando: una película que piensa que tiene que trascenderse a sí misma para decir algo relevante y, cuando consigue articularlo, resulta de una ingenuidad apabullante. La secuencia inicial (que protagoniza el fantástico Michael Rooker) promete atención a la composición del plano y a los movimientos de cámara, y la estética general apuesta por una textura más áspera que el acabado prístino de la mayoría de las películas de superhéroes. Sin embargo, una de las cosas más sorprendentes de El escuadrón suicida es lo poco atractivo de sus secuencias de acción, la incapacidad de generar tensión, expectativa o emoción con nada de lo que ocurre en pantalla. Esto, en conjunto con escenas de transición donde los personajes van de un lado a otro de la isla, genera una monotonía donde el único incentivo pareciera ser llegar al último acto. Es recién en este punto donde la película consigue fluir y construir una discreta dinámica de grupo entre los personajes, donde expresa (grita) sus temas y consigue algo de todo lo que se propuso hacer. La única metáfora cinematográfica que El escuadrón suicida consigue trazar es una analogía entre las ratas -fieles compañeras de Ratcacther 2- y propios integrantes del Escuadrón: los descartados, los rechazados, terminan salvando al mundo que los expulsa. Incluso -en un pequeño destello de lucidez- el guion sugiere que Starro, el terrorífico monstruo extraterrestre, es también un descartado al cual le tocó sufrir un destino que no eligió. En esta metáfora está la gran ingenuidad de Gunn, la lucha interna que parece estar librando a lo largo de toda esta película: por un lado, entregar una película en la que acompañemos el triunfo de un grupo de personajes despreciables; por el otro demostrar -bajo la pátina cool del “no me importa nada”- que sus personajes son buenos y es el mundo el que es malo, malo, malo. Lo cual en primer lugar no importaba. El escuadrón suicida es James Gunn cavando su propia tumba: la del director que venía a sacarse las cadenas y termina entregando su película más mojigata. Esto no es Beatles vs. Stones. Y no lo es, porque tanto los Beatles como los Stones sabían una cosa: no siempre podés conseguir lo que querés, o caerle bien a todo el mundo.
Un crimen común puede pensarse como el reverso de La larga noche de Francisco Sanctis, la ficción que Francisco Márquez realizara anteriormente (en codirección con Andrea Testa). En ambas películas el desencadenante de la acción involucra a una persona común y corriente en un hecho de relevancia política. La tensión se centra entre la oportunidad –y los riesgos– de pasar a la acción de manera concreta o –por el contrario– mantenerse al margen, en la comodidad del statu quo. En el caso de Francisco Sanctis, se trataba de un hombre de familia rutinario con un pasado militante que, en plena dictadura militar, tenía la oportunidad de advertir y salvar a una pareja a punto de ser desaparecida por las fuerzas represivas del Estado. Esta vez, el relato se sitúa en la actualidad y la protagonista es Cecilia (Elisa Carricajo), una docente de Sociología que tiene –y rechaza– la oportunidad de salvar a Kevin (Eliot Otazo), el hijo de su empleada doméstica, de ser asesinado por la policía víctima del gatillo fácil. A partir del rechazo a involucrarse, la película se desarrolla como un thriller introspectivo en el cual el peso moral de la decisión de Cecilia se agiganta sobre su espalda. Sus intentos de acercarse a su empleada (Mecha Martínez) y acompañarla en el duelo revela, en todas sus interacciones, la insalvable asimetría de un vínculo regido por la culpa de clase, por la contradicción que experimenta quien enseña teoría marxista en una universidad pero es incapaz de superar el miedo al Otro. La ausencia de Kevin se vuelve presencia fantasmagórica en un sugerente juego con los códigos del relato de horror que aparece en la segunda mitad de la película, que se vuelve más sensorial y menos discursiva que la primera mitad –quizás demasiado preocupada por plantar bandera cayendo en algunos subrayados que no benefician a la sutileza del conjunto–. La secuencia final merece una mención especial, reuniendo la despreocupación del juego infantil –un lujo del mundo del burgués al cual pertenece Cecilia– con el grito munchiano de horror ante la violencia real: esa que no se ve y que, si se vislumbra, es siempre de lejos.
Iris (Susana Pampín) es una mujer mayor, en pareja hace años con Jackie (Eva Bianco). No viven juntas, pero comparten un grupo de amigas de similar edad: vínculos muy asentados no exentos de celos, engaños y oportunismos varios, pero ocultos bajo la cordialidad general. En la vida de Iris aparece Maia (Camila Plaate), la hija de una amiga del interior, quien viene a hospedarse temporalmente en su casa. Entre Iris y Maia se establece un intenso vínculo: Iris es una elegante amiga de las costumbres, mientras Maia está inmersa en un vaivén permanente, tan producto del desarraigo como de amantes de cuestionable estabilidad emocional. Cuando Maia le revela a Iris que está enamorada de una mujer mayor, su mundo se da vuelta: ¿qué pasaría si se involucraran? ¿Será esta la posibilidad de renovar una vida cómodamente estancada en la seguridad? A partir de este punto, Iris entra en un espiral desopilante en el que la directora apuesta decididamente por la comedia romántica: hay enredos, equívocos, recasamiento; todo de la mano de esta pareja despareja que abre el juego de manera generosa y vital. Margen de error es una muestra de cómo los géneros son recipientes inmortales de historias y un marco perfecto para proponer otros personajes, otros universos, otros amores, a través de lo que es por cualquiera conocido y querido.
Es difícil saber si Dolor y Gloria sería una película tan buena sin tomar en cuenta su carácter cuasiautorreferencial. En primer lugar, porque la analogía entre Salvador Mallo (Antonio Banderas emocionante, inolvidable) y el propio Almodóvar es indudablemente buscada: desde lo conceptual, lo narrativo y lo estético, la película alude a todo lo que sabemos del director. En segundo lugar, porque todo lo que conocemos de Almodóvar lo sabemos a través de sus películas y del “personaje” público que ha construido a lo largo de los años: lo que él decide mostrar al mundo de su interioridad. Sobre el regreso a esa ficción que hacemos de nosotros mismos, sobre la experiencia vital como materia prima del arte pero a la vez siempre esquiva, filtrada, amasada de acuerdo a una percepción personal que tiene que ver con el paso del tiempo, se estructura, extrañísima y zigzagueante, Dolor y gloria. Y, a la vez, se trata de una idea que Almodóvar sigue con férrea convicción. La película establece entre la vida y el cine una perpetua simbiosis en constante conflicto: el cine necesita a la vida para nutrirse, pero el cine puede terminar devorándola; cuando el cine se devora a la vida, no queda nada para contar y sobrevienen el dolor y la tristeza. Es claro que la experiencia de Dolor y gloria no tiene nada que ver con su punto de partida, que solo promete un tópico ya remanido: Salvador Mallo, un director de cine apoltronado en su departamento burgués, desmotivado del cine y aquejado por los muchos dolores físicos que padece, recibe la noticia de que su primera película, Sabor, se proyectará en la cinemateca de Madrid. Tanto él como su actor principal, Alberto Crespo (Asier Exteandia), quedaron en malos términos luego del rodaje de aquella película y no han vuelto a hablarse en treinta años. El ofrecimiento de la cinemateca de que presenten juntos la película precipita el reencuentro y despierta en Salvador el ansia por recuperar el tiempo perdido, que adoptará matices preocupantes en su insistencia por el consumo excesivo de heroína. A sus torpezas a la hora de recuperar el ímpetu juvenil se suman la imágenes propias de la infancia de Salvador, una niñez muy humilde marcada por dos descubrimientos fundamentales: el de su pasión por la literatura de ficción y el deseo sexual por un albañil analfabeto al cual le enseña a leer. El relato se construye en el fluido ir y venir entre aquel pasado de descubrimiento y el hastío de la vida adulta, que el cineasta descuidó en su camino a consagrarse. Almodóvar consigue revestir las situaciones más predecibles de una gracia y una originalidad provenientes de una mirada a corazón abierto, directa, que exuda honestidad y va al hueso. Almodóvar huye de la pose, de lo solemne, es sentimental de la manera más desvergonzada posible y en eso conmueve más allá del cine. Dolor y gloria es una película llena de diálogos profusos y narraciones orales: más allá de que el giro final brinda una sólida fundamentación de este contar sin mostrar que se apodera de la pantalla en largos pasajes, hay en estos relatos orales un carácter inmersivo, íntimo, vital: un estilo confesional que, en una película que es una apología de la ficción como una manera de procesar la experiencia vital, adquiere una honestidad y una fuerza tremendas. No son pocas las similitudes con 8 1/2 (la sinopsis sería casi la misma). La principal diferencia radica en el tratamiento del vínculo entre el director y su vocación: un vínculo que está lejos de lo ameno y de cualquier idea asociada a lo curativo. Salvador Mallo es un adicto que, cuando no filma, sufre por la abstinencia. La experiencia con la heroína es una de las reiteradas analogías con la droga que la película propone: el deseo de filmar es desesperado, el no saber qué es fuente permanente de angustia. Sobre el viaje de regreso a esa ficción que hacemos de nosotros mismos trata Dolor y gloria: para reunirse con el cine hay que atravesar un reencuentro con la vida, y el reencuentro con la vida necesita redescubrir el deseo. Sobre ese reencuentro se arremolina Dolor y gloria, como la pintura líquida alrededor de un rectángulo (que luego se revelará como una pantalla) en los hermosísimos crédito de apertura.
Pero nadie me diga cobarde / sin saber hasta dónde te quiero A esta altura, elogiar la voluntad imparable de filmar que exhibe Clint Eastwood es un lugar común. Es más: últimamente, su carácter prolífico le basta a muchos para celebrar cualquier cosa que se le ocurre filmar. Luego de poblar la primera década del 2000 con un conjunto de películas brillantes, el legendario actor y director está cerrando la segunda con un repertorio menos consistente, pero de un estimulante eclecticismo. La vinculación de su nombre a un proyecto cualquiera basta para encender el interés: en este caso, un policial con eje en los narcos, a esta altura ya un subgénero que satura las propuestas provenientes de los Estados Unidos. A priori, La mula ofrecía varios atractivos. Clint volvía a ponerse frente a cámara luego de anunciar su retiro de la actuación y se reunía nuevamente con Nick Schenk, guionista de Gran Torino: una de sus mejores películas de la década pasada, entre las que mejor supo dialogar con todas las encarnaciones de esa persona/personaje mítico llamado Clint Eastwood. La mula está basada en un hecho real, continuando la reciente tradición de películas del director. Es la historia de Earl Stone: un horticultor muy exitoso que, a lo largo de su vida, siempre puso el trabajo por encima de su familia. Ya anciano, Earl está en bancarrota y tanto su hija (Alison Eastwood) como su ex esposa (Dianne Wiest) lo juzgan duramente por los errores del pasado. El único vínculo cálido que mantiene es el que lo une a su nieta (Taissa Farmiga). Urgido económicamente y deseoso de enmendar con regalos las ausencias de toda una vida, Earl acepta un extraño trabajo: trasladar en su camioneta los misteriosos paquetes que un grupo de jóvenes mexicanos cargan en su baúl dentro de un garage. En primera instancia, el trabajo parece soñado: son trayectos cortos, que le reportan una cantidad absurda de dinero sólo por manejar de un lado a otro, cosa que ha hecho toda su vida sin recibir siquiera una multa. Sin embargo, pronto queda clara la realidad del asunto: lo que Earl traslada, en cada recorrido, son cantidades astronómicas de cocaína para el Cartel de Sinaloa. Inicialmente embelesado por el dinero, el anciano comprende que está envuelto en un torbellino del cual le será muy difícil salir. En simultáneo, Earl hará su mejor esfuerzo para recomponer sus vínculos familiares y especialmente todo la relación con su ex esposa: con su vida en riesgo, se hace importante saber que vale la pena vivir por alguien. La mula no es, ciertamente, Gran Torino: tiene una ligereza que, si bien es bienvenida como actitud (en tanto implica el rechazo de la solemnidad y la autoimportancia que este cuento sobre la redención tentaría en otros directores), adelgaza los conflictos; como varias de las últimas películas de Eastwood, la narración de La mula por momentos parece contentarse con ir de un punto al otro sin demasiada ceremonia. Por otro lado, es una película que, dentro de esta ligereza de tono, apuesta decididamente al humor: sobre todo a costa de su protagonista y a los equívocos que se producen cuando todavía no sabe de qué se trata su nuevo trabajo. Más allá de la gracia de las situaciones escritas, hay un juego de meta-ironía muy lúdico (indudablemente autoconsciente) en ver a Eastwood, badass por antonomasia, confundido y apichonado ante unos narcos con el doble de masa muscular. Del Oeste de Sergio Leone al Estados Unidos de la era Trump, el Hombre sin Nombre ha recorrido un largo camino; de tomar las riendas de cada pueblo en el cual desensillaba su caballo se ha convertido en empleado de los bandidos al volante de una camioneta destartalada. La película también se divierte a costa de la fama de galán del actor: en la película, Earl coquetea con varias mujeres (todas más jóvenes que él), ante la mirada decepcionada de su ex, y hasta recibe como “regalo” un trío de parte de uno de los capos narcos (Andy García, que se divierte mucho). Hay, en esta secuencia un infame, un travelling ascendente por los cuerpos de las chicas que se contonean abrazadas a los narcos que parece algo más cercano a Showmatch que a lo que se esperaría de quien filmó El sustituto. Es a la hora de abordar a los personajes de la exesposa y de la nieta, fundamentales para que la película cobre dimensión emotiva, que la película se resiente más notablemente. Ambas adolecen de líneas de diálogo muy pobres y de un desarrollo bastante precario. Taissa Farmiga merece reconocimiento por salir indemne de algunos de los textos más planos de toda la película, mientras que Dianne Wiest sobreactúa tristemente: particularmente sobre el cierre, en una escena que pretendía ser muy emotiva pero en la que Eastwood parece haberse olvidado de cómo filmar y cómo actuar. Por otro lado, las relaciones de amistad con algunos de los narcos más tolerantes y flexibles, que consiguen exitosamente correr a La mula de los esquematismos, son rápidamente olvidadas sobre el final y no tienen cierre de ningún tipo. En fin: le falta gravitas, está flojamente escrita, pero La Mula todavía tiene algo que decir sobre Eastwood como ícono cultural en relación con el mundo en el que habita. Es otra de esas películas que resisten a puro oficio, gracias a un director tenaz que sigue obsesionado con contar.
Roma, para quien escribe, era una de las promesas cinematográficas del año. Alfonso Cuarón, pudiendo hacer cualquier cosa luego del éxito de Gravedad (2013) elegía filmar de nuevo (lo cual ya era motivo de júbilo) con una historia íntima, personal, volviendo a su México natal y con una propuesta que lucía muy rupturista en comparación con el resto de su filmografía previa. Tratándose de un director que había logrado, desde un origen no angloparlante, inyectarle su impronta e impacto emotivo a franquicias gigantescas (convirtiendo a Harry Potter and the Prisoner of Azkaban en la mejor de la saga) sin dejar de entregar un producto acorde a las exigencias de los grandes estudios, las expectativas estaban altas. No pocos logran moverse con soltura entre la autoría y lo popular, y Cuarón lo hace sin esfuerzo. Un director con tanta solvencia para contar historias no podía más que brillar en una película armada a su medida. Sin embargo, cuando Roma termina con una dedicatoria a Libo (según he leído, la empleada doméstica familiar en cuya vida se inspira la película), queda clara una cosa: que lo más honesto que Cuarón podría haber hecho es dedicársela a sí mismo. Si hay algo para asegurar, sobre las muchas cosas que esta película prometía, es que sí supone una ruptura decidida, en términos de puesta en escena, con respecto a la inmediatamente anterior; para ser exactos, opuesta. Si en Gravedad predominaban los acercamientos a primeros planos, los giros de la cámara y el steadycam, justificados y a tono con la idea de flotación que el espacio exterior proponía, Roma es una película fuertemente asentada en la tierra, en la imposibilidad de escapar de ella: al menos, para cierta clase social y cierto género. El paneo es un movimiento de cámara recurrente para mostrar, en planos de extensa duración situados a gran distancia de los personajes, el movimiento interno de la casa de una familia burguesa asentada en la colonia del título. Esto le confiere a la película una fuerte vocación descriptiva y le provee un tempo único, contemplativo, a tono con el fuerte detallismo de sus decorados. Todo en Roma es exquisito, de acuerdo con el grado de virtuosismo esperable de un director en la cima de sus capacidades. Lo que resulta llamativo es cómo Cuarón, que pudo desplegar en su película anterior una puesta tan imbricada con la pequeña situación que estaba contando, acá empantana con adornos lo que podría haber sido una película de una sencillez admirable. En términos de escala, Gravity cuenta, para su gran beneficio, una situación pequeñísima en comparación con las ambiciones de, por ejemplo, Interstelar; Roma, otro tanto, pero la manera en la que Cuarón la encara es la opuesta. He leído por ahí que Roma no tiene historia. Yo diría que sí la tiene, pero que Cuarón hace todo lo posible para no contar nada con ella. El resultado es una especie de vacío, una apatía que pasa por sobriedad pero que todo el tiempo hace gala de una impostación “artística” exasperante. Es una lástima que Cuarón haya creído que esta película caprichosa y esteticista era lo mejor que podía hacer fuera de los mandatos de Hollywood. En Roma se despliegan varias cuestiones: la primera, que eventualmente resulta ser la línea principal, es la del embarazo de Cleo (Yalitza Aparicio, una presencia cinematográfica increíble y acaso la mejor razón para ver esta película), de un amante ridículo y cobarde aficionado a las artes marciales (cuyo entrenamiento ofrece una secuencia casi felliniana, muy divertida y despiadadamente accesoria, como muchos de los adornos que abarrotan el metraje); la otra es una disección de las relaciones de poder y de clase que, pretendiendo huir de los esquematismos, termina en un limbo de tibieza y ambivalencia; la tercera, en fuerte vínculo con la línea principal, es sobre la soledad de la mujer en ese México setentista: una soledad y un desamparo que trasciende las clases sociales y las conmina a una ardua vida de puro deber. En este sentido, la escena más comentada de la película -que sin dar más detalles diré que establece una audaz reescritura de la escena climática de Children of Men (2006) del propio Cuarón- resultó, en mi caso, bienvenida y agradecida. Al fin, el director larga su impostación y se pone en riesgo, en una secuencia que empuja los límites del cómo y el qué se puede mostrar en el cine, alcanzando una claridad conceptual que llega tarde, porque todo el tedio previo no puede ser deshecho con solo una gran escena. En primera instancia, uno podría elogiar la puesta en escena y razonar que una diferenciación tan fuerte del resto de su filmografía previa estaría a tono con el relato. La verdad es que no: en esa distancia que adopta la cámara con respecto a los personajes resulta muy difícil vincularse emocionalmente con ninguno por fuera de esa mirada descriptiva que la cámara impone. Roma siempre está más pendiente de sus unidades constitutivas que del total, construida de tal manera que lo único que nos vincula con ella es la admiración de la perfección estética alcanzada en cada plano por su realizador. Es una película en la que todo el tiempo la mirada del director se coloca en primer lugar y llama la atención sobre sí misma, en lo que para él debió ser una emocionante, detallista y curiosa recreación de su infancia desde la adultez. La pregunta es: ¿qué hay de interesante en el mero hecho de haber logrado una reconstrucción tan vívida y sensorial de un tiempo particular? ¿Qué es lo que quiere hacer con eso? Luego de dos horas y cuarto de duración (por momentos, insufribles) queda claro que, pese a que Roma ofrece no pocas oportunidades para la emoción, a Cuarón le basta con conseguir nuestra admiración. En fin, ojalá no se tome tanto tiempo la próxima vez: entre película y película, y dentro de ellas, para contar algo que valga la pena de una manera en que sus capacidades no avasallen al resto.