Magnetismo Una extraña mezcla de imágenes y sonidos nos seducen desde los primeros minutos. La virtuosa secuencia inicial presenta al protagonista en medio de una persecución con la policía, alternando los planos fluidos sobre su auto y las vistas aéreas de una ciudad hundida en la oscuridad. La banda sonora compuesta por vetas electrónicas acompaña los movimientos de cámara en una suerte de trance sugestivo. Pero el universo estilizado de Drive no es puro ejercicio plástico. Más allá de su belleza formal, estas imágenes determinan un territorio urbano que no está a escala humana sino a la medida de los coches. Las calles, las pistas de carrera, las grandes playas de estacionamiento y los garajes subterráneos constituyen el marco de la acción. Nicolas Winding Refn juega con la abstracción de un personaje sin nombre ni lazos afectivos, una figura solitaria y poco afable que no posee una identidad sino una función: manejar. Cuando le preguntan qué hace en la vida, responde con un lacónico “I drive”. El hombre se limita a prestar su servicio de conductor experto, cuya ventaja competitiva sobre el resto reside en su fiabilidad milimetrada, en su desapego mental y en una especie de aura zen que lo hace avanzar sobre el asfalto como una navaja recortando la seda. Ryan Gosling añade su figura al encanto insondable del personaje y utiliza con inteligencia el misterio y la ambigüedad que se esconden detrás del héroe estoico. El piloto es, en efecto, el centro de la película y su punto de magnetismo, pero esto no se debe tanto a su cuerpo o a su rostro, como al recorte y la deconstrucción que hace el director al observarlo, al concentrase en sus gestos, al detenerse en su nuca, en su ojo, en sus manos sobre el volante o incluso en esa campera algo absurda con un escorpión dorado en la espalda. Una campera superlativa que terminará la película con manchas de sangre pero sin abandonar nunca el cuerpo del piloto, como si fuese su mejor armadura. La película no elude la psicología pero la presenta bajo la forma de síntomas que deben descifrarse. Drive pone en escena la transformación de un hombre que pierde todo rasgo humano. En este sentido, la secuencia en la que el piloto se coloca una máscara de látex antes de matar a un mafioso resulta una metáfora un poco obvia de la evolución moral del personaje. Pero algún que otro trazo grueso no alcanza para hacer mella en una película que posee momentos extraordinarios, como una escena de ascensor con destino de culto en la que Nicolas Winding Refn concentra en un mismo gesto el primer beso de la película y la violencia inaudita del asesino que resurge. Drive posee una tensión constante, regular y firme que no va en desmedro de su profundidad y de su melancolía. El director logra que cohabiten un lirismo sutil con cierta forma de abstracción, creando una atmósfera inquietante, un mundo casi irreal, con un ritmo embriagador, mecánico y fatal.
Tomas Alfredson adapta una novela de John le Carré en la que los distintos relatos y temporalidades se entrelazan jugando con el extravío del lector. El cineasta trabaja sobre estos desajustes narrativos y los transforma en un verdadero laberinto cuyo hilo se conecta mediante sutiles indicios. La película se sitúa tan lejos de James Bond como de los tópicos del género. Alfredson elabora las escenas con mucha precisión evitando el vértigo visual y la simplificación narrativa. El Topo es una tragedia poblada de héroes y traidores que disimulan su grandeza bajo la grisácea apariencia de funcionarios británicos. La tensión no procede de una trama espectacular sino de la infernal zambullida en una humanidad cada vez más oscura. La historia es complicada, casi inextricable. Luego de una operación fallida detrás de la cortina de hierro, Control y su segundo, George Smiley, se retiran de la dirección del MI6. El agente caído en la trampa estaba encargado de descubrir la identidad de un infiltrado en la dirección. Tiempo después, los servicios secretos ingleses vuelven a contactar a Smiley para desenmascarar al traidor. La investigación se escande con flashbacks que llevan de manera recurrente a una fiesta de Navidad en las oficinas de la organización. Esta celebración es la matriz de una historia que excede los turbios asuntos del espionaje. El festejo fraternal e irónico (todos los agentes y burócratas entonan a coro el himno nacional soviético bajo la dirección de un Lenin vestido de Papá Noel) mezcla las intrigas sórdidas propias a todas las oficinas con lo que está en juego a nivel geopolítico. La lucha épica y mezquina entre Occidente capitalista y Oriente comunista está poblada de figuras deprimentes que se mueven en un universo de tonos naranjas y marrones en el que cada detalle parece puesto para expurgar la menor gota de glamour, desde el tinte blanquecino de los personajes hasta la ausencia casi total de mujeres en el paisaje, pasando por el caos polvoriento de los departamentos, el amarillo sucio de las paredes, la dudosa higiene de una habitación, la fórmica deslucida de la cocina y el verde grisáceo de los estantes metálicos repletos de papeles viejos y ajados. El topo es una especie de pesadilla kafkiana surgida del fondo de los tiempos y habitada por hombres vestidos como sobrios banqueros que discuten en voz baja en una lúgubre sala de reuniones. A medida que la investigación avanza, la película descubre la personalidad de Smiley de manera progresiva y con una eficacia dramática radical. Alfredson logra transmitir el clima de la guerra fría mediante un retrato meticuloso y austero de ese mundo burocrático, paranoico y aislado del exterior. El autor de la mejor película de vampiros de los últimos tiempos se ha convertido en un pequeño maestro de la opacidad y el distanciamiento.
Formol en 3D La invención de Hugo Cabret es la adaptación de una novela de Brian Selznick que cuenta la historia de un chico huérfano que vive en una estación de tren en la Montparnasse de los años treinta y descubre que el señor que atiende el puesto de juguetes es un cineasta olvidado, Georges Méliès. Para Scorsese, el cine ya se murió una primera vez en 1930. Un cineasta ya tuvo tiempo de caer en el olvido y es necesario recuperar partes de películas dispersas en los sótanos para reconstituir su obra. Esta visión del cine como arte prematuramente viejo, siempre en vías de extinción, es la que lo lleva a convertir muchas de sus películas en una especie de enciclopedia viva del séptimo arte. Hugo es el doble de Scorsese, un niño maravillado por la técnica que desea dar vida a sus sueños y que observa el mundo por medio de rendijas, del mismo modo que un director recoge imágenes con su cámara. La invención de Hugo Cabret es una gran máquina que desborda buenos sentimientos en tres dimensiones, pero con resabio a viejo. La ficción infantil se mezcla con la novela sobre el realizador pionero hasta que Méliès revela su identidad y, entonces, Scorsese se desinteresa del niño y se concentra sobre el anciano en piyama. El director parece demasiado preocupado por el aspecto técnico y se olvida de darle un poco de magia y sentido al conjunto. Algunas buenas ideas se integran en una estructura sobrecargada de efectos y globalmente desequilibrada. El carácter maquinal de la película se expresa con personajes que se asemejan a autómatas, actuaciones frías y desencarnadas. La falta de espontaneidad y de un verdadero aliento creativo se traduce en un esquema narrativo sin sorpresas y con roles secundarios mal explotados (los sainetes en torno al jefe de estación interpretado por Sacha Barón Cohen resultan bastante inútiles). El director parece constantemente perdido en este mundo infantil donde pretende proyectarse como autor, sin conseguir controlar una maquinaria cinematográfica que funciona de modo automático. Las reconstrucciones de las películas de Méliès son sorprendentes pero simbolizan el giro que tomó la obra de Scorsese desde hace varios años: un cine de reproducción y simple homenaje, privado de originalidad. Una regresión inquietante.
George Clooney, identificado como actor y director con la oposición cultural y política americana en los mandatos de Bush, se encuentra hoy entre los decepcionados con el partido demócrata y decide poner el foco en las miserias del proceso para las elecciones primarias. La intención es claramente crítica, pero la narración no es lo bastante virulenta como para inquietar a nadie. Lo mismo ocurre con el chantaje endeble que forma el nudo de la intriga. La película no profundiza en el aparato de campaña ni en las construcciones políticas internas y se pierde en una nebulosa de anécdotas superficiales. Secretos de Estado sólo se concentra en el equipo de comunicación compuesto esencialmente por un director de campaña y su ayudante: un joven prodigio de barba seductora y dientes afilados que, al igual que la película, no llegan a ser corrosivos. Clooney se reserva el papel del candidato: un hombre de principios, laico y pacifista, como sueñan los intelectuales liberales americanos. El personaje, cuya integridad tambalea por los cálculos electorales, está demasiado ausente de las escenas centrales. Desde la idea de duelo permanente hasta el dinero que necesita la pasante, los roles resultan poco convincentes para una película que pretende ser realista. El conjunto es desordenado, mal resumido y mal montado. A la disolución de ideas en la estrategia electoral corresponde la evaporación de todo lo que está en juego a nivel de puesta en escena (basada en el plano y contraplano), signando la imposibilidad de una película política. El director parece condicionado por el fantasma de un cine que no puede reproducir por falta de escritura y ritmo. Secretos de Estado es un thriller político sin envergadura, que confirma que la ficción de izquierda americana es incapaz de remover el cuchillo en la herida como sus maestros de los años setenta.
La nueva entrega de Misión: Imposible no aporta nada nuevo al personaje ni al ambiente de la franquicia, y se aleja definitivamente de la potencia reflexiva del primer capítulo e incluso del lirismo exacerbado del episodio de Woo. El argumento es banal, esquemático y previsible. Los buenos están en su lugar, sin la sombra de alguna ambigüedad, mientras los rusos vuelven a ser un peligro mundial con la complicidad activa de una tercera zona. El director de Ratatouille repite el modelo narrativo y visual instaurado por su antecesor J. J. Abrams. El guión enmarañado no es más que un pretexto para hacer viajar a Ethan Hunt y a su equipo por todo el mundo, olvidando oponerles un villano digno de llevar ese nombre. Paradójicamente, el paso de Brad Bird desde los dibujos animados hacia una película con actores de carne y hueso (aunque se trate de un universo donde la mayoría de las leyes de la física se pone patas arriba a golpes de efectos especiales digitales) origina un producto deshumanizado en el que los personajes son figuritas maltratadas y poco convincentes. Hunt y sus compañeros parecen avatares de un videojuego en el que cada punto ganado en un ámbito se pierde en el siguiente. Los elementos del lenguaje psicológico insertados para otorgarles cierta humanidad resultan demasiado forzados. Los lugares comunes obligatorios (el traslado de una capital a otra, las persecuciones en coche, los robos sofisticados, la cuenta regresiva nuclear) se realizan con una evidente falta de convicción. La película se sustenta en las cualidades acrobáticas de Tom Cruise, que hace denodados esfuerzos para aparentar la mitad de su edad. Nuestro héroe es una máquina fría como un iceberg, sin emoción ni compasión (ni interés), pero los malos se llevan la peor parte con la chatura y la falta de carisma del villano que interpreta Michael Nyqvist, importado desde la saga Millenium, y el falso charme de Léa Seydoux encarnando a una insulsa femme fatal (ni ella misma cree que puede ser una asesina sanguinaria). Con todo, hay momentos en los que se produce el encuentro entre arcaísmo de la película de acción y el vértigo de la abstracción visual, son escenas impactantes aunque vacías de verdadera emoción.
Bajo relieve El furor popular por el cine en 3D parece haber disminuido, o tal vez el producto ya está instalado y no es necesaria la fastidiosa campaña de marketing con la que se anunciaba el cine del futuro antes del estreno de Avatar. A la hora del balance de 2010, el año en que se impuso el nuevo formato, un sector de la crítica que se obsesiona con encontrar valores en el mainstream colocó entre lo mejor del año a la citada Avatar y a Toy Story 3. Pero en 2011, con la llegada a nuestras pantallas de lo último de Wenders y Herzog, fueron los críticos de la buena conciencia cinéfila los que legitimaron el procedimiento ofreciendo argumentos implacables para elogiar el relieve digital. Los defensores del canon anunciaron entonces que por fin descubriríamos lo que el nuevo dispositivo puede ofrecer cuando es utilizado por auténticos creadores de prestigio. Si nos alejamos tanto de la pose como de la defensa automática, el panorama es más complejo y decepcionante. El uso del 3D en las grandes producciones hollywoodenses genera un espectador más pasivo, restringe la mirada y satura los sentidos, aunque muchas películas provocan algo similar sin utilizar la novedad tecnológica. En el caso de Pina, el 3D se destaca con intermitencias en algunas escenas coreográficas pero queda bastante lejos de una utilización constante y pertinente. Werner Herzog también se aventura con un documental para domesticar el relieve; con lo cual, en apariencia, el nuevo artilugio técnico es más apropiado para las coreografías, los documentales y los dibujos animados. La cueva de Chauvet contiene un grupo de pinturas rupestres, las más antiguas que se conocen hasta el momento, que representan la variada fauna que habitaba Europa en el paleolítico superior, hace treinta y dos mil años. Herzog obtuvo una autorización para ingresar con un equipo reducido a la gruta, filmar los dibujos e instaurar una nueva y diferente presencia humana. El fascinante puente que se crea de manera natural entre los dos tiempos genera una poesía insondable, el relieve permite que el espectador navegue en un espacio cerrado y prohibido como en un sueño a través de las cavidades. Pero la promesa de un placentero vagabundeo entre las sorprendentes pinturas se diluye rápidamente por la gravedad física y didáctica, por una banda de sonido pomposa y por la voz impostada del propio Herzog pronunciando frases trascendentes. La cueva de los sueños olvidados se parece a una película institucional de divulgación, un trabajo por encargo que destaca las virtudes del equipo que protege la gruta. Herzog convoca a arqueólogos, paleontólogos y técnicos de todo tipo para comentar cada paso que da en la caverna. El discurso científico tiene un lugar tan importante que reprime la formidable capacidad de la película para extraer lo real con sus imágenes. Estamos ante un Herzog contenido que se libera sólo en el epílogo, cuando ya es demasiado tarde. El entusiasmo inicial por la posibilidad de descubrir con poesía las mutaciones de los seres vivos, su necesidad de crear y dejar un legado, se ahoga en una producción pedagógica demasiado ilustrativa en la que el discurso racional se instala como un murmullo tranquilizador. En encuentro entre la nueva tecnología y un cineasta habituado a los desbordes genera, paradójicamente, una película prolija, razonable y prudente.
Rosa de noche La mujer sin piano despliega una melancolía difusa que genera emociones en sordina y un humor lacónico en la línea de Aki Kaurismaki o Elia Suleiman. Javier Rebollo practica un minimalismo controlado pero evita que sea sistemático. El director toma decisiones audaces como la inspirada utilización del fuera de campo y la voz en off, el uso repentino de la música como contrapunto de las imágenes o la construcción de escenas que comienzan con la protagonista y terminan sin ella. Rosa es una cincuentona discreta y triste que pasa sus días entre decenas de problemas domésticos y un matrimonio insípido. Durante la primera parte de la película, Rebollo filma los pequeños rituales de la protagonista con planos fijos que refuerzan la descripción clínica de su rutina: una conversación telefónica matinal con su marido, la limpieza del hogar, una ducha, la visita a la primera clienta (Rosa trabaja como depiladora a domicilio), una siesta, el regreso del marido y la televisión como punto culminante del desgano. Los pequeños escapes triviales no cambian el panorama. El comportamiento sádico y burocrático de una empleada del correo extiende el letargo doméstico a una dimensión social, aunque la desesperación permanece sutilmente cubierta de humor. Cuando llega la noche, Rosa se levanta sin hacer ruido, se pone una peluca negra y se pinta los labios. Tira algunas cosas en su valija, se calza un impermeable marrón y sale sin darse vuelta. La puesta en escena se dinamiza junto a su protagonista para descubrir los secretos de la vida nocturna de Madrid. Rosa vive experiencias inéditas en el vacío urbano de una ciudad en la que sólo puede relacionarse con unos pocos personajes extravagantes, como el misterioso inmigrante polaco con el que comparte varias horas. De todas maneras, la originalidad de estos personajes resulta demasiado fabricada para que se vea en ellos otra cosa que instrumentos del cineasta. Rosa posee un improvisado apetito de aventuras cuyo destino final no importa, porque es un pretexto para registrar su vagabundeo. De noche, Rosa se sumerge en un oscuro decorado de ficción, se transforma en una criatura de cine y se funde en lo desconocido hasta ya no reconocerse.
Todo por un sueño La ópera prima de Giuseppe Capotondi es una película poblada de pistas falsas que intentan extraviar al espectador en un pesado laberinto narrativo. El director está siempre varios pasos adelante de un relato que va mutando desde el film noir de tendencia psicológica hacia el thriller con elementos fantásticos. En realidad, las rebuscadas peripecias y las incesantes vueltas de tuerca que esgrimen los tres guionistas son solo muletas para sostener una historia endeble. La pretensión de que cada personaje y situación se puedan transformar drásticamente, hace sospechar que no hay ninguna regla y termina generando indiferencia. En el comienzo, Sonia y Guido se conocen en una lúgubre reunión de solos y solas. Ella se gana la vida como mucama en un hotel y él es un antiguo policía reconvertido en vigilante privado. Cuando la pareja comienza a vivir un idilio amoroso, irrumpe una violenta escena de robo en la lujosa residencia custodiada por Guido, donde Sonia va a perder el nuevo amor de su vida. A este giro prometedor le sigue un doloroso y previsible descenso a los infiernos en el que las apariciones fantasmales de Guido son reforzadas con sonidos que sugieren la locura de Sonia. El guión se bifurca con una intriga vagamente policial pero Capotondi no lleva a buen término ninguna de las líneas narrativas y se pierde en pequeñas manipulaciones destinadas a que el espectador se pregunte: ¿el hombre está muerto?, ¿la mujer se está volviendo loca? O peor: ¿será todo un sueño? El placer de reencontrar a Filippo Timi, el tenebroso Mussolini de Vincere, a la par de la sugerente Ksenia Rappoport, se deshilacha junto al interés por los personajes a medida que se establece la mecánica del guión y los artificios se tornan demasiado evidentes. Como un codazo cómplice para despabilar al espectador, la película instala un sistema de signos que, se supone, deben producir sentido: una canción de The Cure que atormenta a Sonia, los suicidios idénticos, el camión del robo que no deja de aparecer e incluso una misteriosa foto en Puerto Madero (los ladrones planean fugarse a Buenos Aires). En el tramo final llegan las explicaciones y entonces los numerosos indicios y pistas adquieren sentido porque el último golpe del guión anuncia que buena parte de lo que se nos ha contado nunca sucedió.
Lee Chang-dong es uno de los grandes narradores del cine contemporáneo, una personalidad central de la cultura coreana de los últimos veinte años y un extraordinario representante del grupo de cineastas comprometidos e innovadores que surgió con el fin del régimen militar. La mayor muestra del rigor de sus convicciones la dio en el año 2003, cuando dejó en suspenso una prometedora carrera como director para aceptar el cargo de ministro de cultura, en el momento en que la emergente industria cinematográfica local debía hacer frente a la presión de los grupos mediáticos estadounidenses. Finalizada su gestión (por la cual obtuvo la medalla de honor de la legión francesa por su contribución a la diversidad cultural, entre otros reconocimientos), en 2007 volvió a la dirección con la maravillosa Secret Sunshine y el año pasado presentó en Mar del Plata Poesía para el alma, la mejor película del festival, que ahora se estrena en la cartelera porteña. Una constante en el cine de Lee Chang-dong, que en Poesía para el alma encuentra su ejemplo más claro, consiste en enfrentar personajes simples con situaciones extraordinarias. En un momento dado se produce un hecho decisivo y los protagonistas quedan extraviados en un espacio de tensiones e indecisión. Arrastrados por el fluir de los acontecimientos e incapaces de modificar su situación, construyen un refugio (en este caso la poesía del título) para aislarse temporalmente del mundo. La protagonista de su nueva película es una mujer llamada Mija que, con más de sesenta años a cuestas, debe lidiar con un incipiente Alzheimer mientras intenta criar a su nieto sabiendo que tal vez esté involucrado en un hecho delictivo desgraciado. La película describe un universo donde la sonrisa y la cortesía disimulan los crímenes más despreciables, donde el horror vive oculto y negado bajo las apariencias más serenas. La violencia de las relaciones humanas, motivo central del cine coreano, está omnipresente pero no se expresa abiertamente en la pantalla, no hay ningún grito capaz de quebrar el silencio aterrador. Lee Chang-dong vuelve a demostrar su maestría para la dirección de actores, la atención que le presta hasta en sus más pequeños gestos convierte a la protagonista en un personaje inolvidable. La gracia de una puesta en escena depurada, con una precisión y una delicadeza notables, permite que la película toque lo indecible para llegar al corazón de los seres y las cosas. Lo poético no surge de las palabras sino del sutil encadenamiento de los planos. Poesía para el alma es un drama sin exageración ni complacencia, discreto y conmovedor al mismo tiempo, que emociona de manera genuina cuando, sobre el final, resuena la voz que se intentó silenciar.
Dos gotas de agua resbalando por un cristal Almodóvar combina sus habituales recursos estilísticos y visuales para transformar una historia aberrante en algo bello y deseable, como los pechos de su criatura. Su nueva película es un thriller a flor de piel, un himno al látex, una apuesta al artificio extremo. El rigor implacable de su puesta en escena nos cautiva con elegantes encuadres, colores deslumbrantes y bruscos cambios temporales. Las primeras secuencias son placenteramente desconcertantes, no sabemos a dónde nos llevan, no logramos hacer pie en una historia que se bifurca con distintas capas narrativas que tanto pueden aportan claves como disolver la intriga. La piel que habito es una película desmadrada, exuberante y profusa, en la que el director introduce elementos disparatados sin perder jamás el control absoluto. Transtextual. Antonio Banderas compone a Robert Ledgard, la reencarnación moderna del doctor Frankenstein: un oscuro y diabólico cirujano plástico que no teme experimentar con humanos para llevar a cabo sus investigaciones sobre la piel. Ledgard vive en una mansión donde tiene cautiva a Vera, la misteriosa joven creada a golpes de bisturí con el fin de resucitar la imagen de su difunta esposa, o de reinventarla como en Vértigo. La piel que habito es un compendio de citas y homenajes cinéfilos que van desde las películas de la Hammer hasta el giallo italiano, de Buñuel a Hitchcock pasando por De Palma y Cronemberg, pero sobre todo por una particular relectura de Los ojos sin rostro de Georges Franju. Almodóvar no pretende encubrir la falta de verosimilitud de la historia sino que se divierte acentuando sus efectos: la acción se sitúa, en una suerte de ciencia ficción absurda, en el año 2012, la historia se desarrolla en una Toledo fantástica que posee un acantilado, y el personaje que saca de su encierro a Vera es un preso en fuga disfrazado de tigre y salido de un carnaval. Esta intrusión grotesca, aunque necesaria para que evolucione el relato, rescata la esencia de lo carnavalesco al utilizar la alegría para transgredir de manera irónica. El tigre bien podría ser un personaje del primer cine de Almodóvar que irrumpe para celebrar el reencuentro entre el cineasta y Antonio Banderas. Contra todos los prejuicios, el actor sorprende con un registro depurado, como una especie de Gary Grant malévolo. Cada una de sus intervenciones le agrega tensión al relato, especialmente en las escenas de los actos quirúrgicos, donde el director reduce la profundidad de campo para perder a los personajes del segundo plano en una tenue nebulosa. Retazos. Paradójicamente, la sexualidad es poco carnal y encuentra su origen en las imágenes: la inmensa pantalla a través de la cual el cirujano observa a Vera, la imagen de la violación frustrada y la de la mujer muerta que se intenta reproducir. No tenemos conciencia de las dimensiones de la habitación en la que la joven está recluida hasta que se introducen en ella algunos vestidos. Vera destroza las prendas, las arroja al piso y da motivo a una de las secuencias más sugestivas de la película. En un plano más amplio, vemos cómo los retazos toman la forma de una instalación de arte contemporáneo hasta que, repentinamente, surge la danza de la aspiradora que los hace desaparecer. Vera necesita una determinada desnudez en su ambiente y los vestidos no son el único problema, la piel que habita también le parece un límite exagerado para su evolución natural. Sobre el final, podemos comprobar que la película es además la historia de un vestido que se devuelve al remitente, como una especie de boomerang transgénico que reafirma la singular extravagancia del cineasta. En tiempos de vacas flacas para el cine de género, La piel que habito ofrece un menú ficcional copioso en el que cada escena y cada plano crean nuevas perspectivas dramáticas, temáticas y sensoriales.