La última película que vi en el Festival de Mar del Plata no estaba en mi lista previa, pero era la gran sorpresa según el boca a boca en el hall del Cine Ambassador. De caravana es una producción totalmente cordobesa, con locación, actores y temas locales, y la Mona Jiménez como epicentro de felicidad. Aunque me quede afuera en algún diálogo, tengo que admitir que la película me cae simpática desde el vamos por el simple hecho de ser una comedia regional en medio de un mundo en el que las culturas tienden a uniformarse. La ciudad de Córdoba es la gran protagonista y el director captura su color, su arquitectura, sus cuerpos, su música y su gracia a través de un registro cercano al documental, con planos generales de sitios emblemáticos, travellings por sus avenidas y vertiginosas escenas con grandes multitudes como los bailes de La Mona. De caravana es una película de género (mezcla entre policial y comedia alocada), cuyo carácter popular se complementa con una puesta en escena muy pertinente pero inusual para este tipo de producciones. Rosendo Ruiz filma las situaciones más disparatas de manera realista, evitando el plano y contra plano y la música extradiegética. El director confía en la performance de los actores y estos responden de manera extraordinaria. Las tomas fijas, los encuadres y los movimientos cámara están puestos en función de un formidable trabajo actoral. El momento cumbre de tensión coincide con el sorprendente monólogo del Laucha en un inquietante primerísimo primer plano con la cámara acercándose a su rostro hasta transformarlo en una imagen abstracta. Esta escena puede convivir con un largo diálogo entre dos protagonistas mientras comen un choripán en el parque, sin que se resientan la fluidez del relato ni la unidad estética de la película. El debut de Rosendo Ruiz posee una vitalidad contagiosa que trasciende sus virtudes formales. Y aunque no haya estado entre las intenciones del director, De caravana provocó un hecho inédito en la historia de Cinemarama: que al joven Boetti y a mí nos guste la misma película.
Políticamente inofensiva La última película de Rachid Bouchareb produjo un escándalo de proporciones en Cannes 2010 cuando un diputado del partido gobernante amenazó con boicotear el festival por considerarla una falsificación de la historia. Discurrir en estas líneas sobre la verosimilitud de las reconstrucciones históricas sería una tarea vana e inútil. Escribir la historia implica escribir una versión subjetiva, y para representarla en el cine, más allá de la forma elegida, es necesario elaborar un punto de vista retrospectivo. El gran problema de Tres hermanos, tres destinos es, paradójicamente, la ausencia de una toma de posición real. El director busca infructuosamente agradar a todos los públicos y consigue que sólo se recuerden las escenas espectaculares de violencia. La película se ahoga bajo el peso de un tema imponente y complejo presentado en un embalaje espectacular. Tres hermanos… comienza con la expulsión de una familia de argelinos en beneficio de colonos franceses y termina con la masacre del 17 de octubre de 1961 en la que decenas de manifestantes movilizados por el Frente de Liberación Nacional (FLN) mueren a manos de la policía parisina. En el medio, la familia en cuestión tiene tres hijos cuyos destinos se cruzan azarosamente en un viaje cronológico que repasa la complejidad de los vínculos entre Francia y Argelia, signados por la voluntad del primero de dominar o incluso de absorber al otro. Una vez adultos, Messaoud combate en Indochina mientras Abdelkader y Saïd viven en Sétif. En mayo de 1945 el padre de los tres protagonistas muere como víctima colateral de la represión contra las manifestaciones por la independencia. Abdelkader es encarcelado junto a numerosos militantes y tiempo después reencuentra a los suyos en París, donde Saïd y su madre viven entre la suciedad de un barrio de casuchas en Nanterre. Estas escenas muestran el costado más despreciable de la película: el regodeo en las imágenes de la miseria obstruye los esfuerzos de los protagonistas y neutraliza las situaciones más dramáticas. La película evidencia la brutalidad de las fuerzas de represión que se burlan tanto de la ley como de los insurrectos. Sin embargo, los personajes principales no están construidos como víctimas que suscitan empatía fácilmente. Si bien su comprensible rebelión contra la autoridad francesa es el tema central del relato, Rachid Bouchareb cuestiona el alto precio pagado por la independencia. El director subraya las purgas en el seno de la FLN, la sangrienta rivalidad con el Movimiento Nacional Argelino y el empleo de simpatizantes como carne de cañón. El guión descansa en una serie de dilemas morales y políticos que los dos hermanos mayores solucionan siempre en favor de la causa y contra los individuos. Las escenas de ajuste de cuentas se multiplican, la sangre y el fuego se funden, pero la dimensión espectacular con estética gangsteril no glorifica la acción terrorista. La película describe la marcha progresiva hacia un compromiso radical por distintos motivos: desde la convicción profunda y el comportamiento casi sacerdotal de Abdelkader hasta el vínculo tardío de Saïd en un impulso de amor fraternal. El deseo de venganza y el fundamentalismo ideológico de Abdelkader hunde a los tres hermanos en una lógica terrorista que los conduce a enfrentarse y a no tener futuro. La violencia constituye un reflejo primal en seres irremediablemente golpeados por la historia. Lo mejor de la película no pasa por las escenas de acción grandilocuentes sino por los momentos intimistas en los que se revela la inestabilidad de estos hombres profundamente heridos. Bouchareb sabe utilizar los cuerpos y los rostros de sus protagonistas para mostrar el sufrimiento y las asperezas de sus personajes. La acumulación de información histórica hace que sea difícil medir la fiabilidad sobre el golpe de efecto y provoca una polisemia que se potencia por el desconocimiento de gran parte de los hechos que se narran. La película se queda a mitad de camino entre el film político, la crónica familiar y el espectáculo popular. Rachid Bouchareb oscila entre la epopeya, el fresco social y el film de gángsters, sin conseguir un blockbuster de violencia catártica ni una obra reflexiva. De todas maneras, a pesar de sus torpezas formales, sus personajes esquemáticos y su relato didáctico, Tres hermanos, tres destinos genera una saludable inquietud por documentarse, conocer mejor y reconstruir una historia compleja y oscura.
Una película perfecta Después de Ingmar Bergman, filmar la trivialidad de una escena de la vida conyugal es un desafío para cualquier cineasta. Radu Muntean logra revivir lo mejor de aquel cine con una película sutil, aguda y delicada que esboza la intimidad de un triángulo amoroso con un guión inquietante y una puesta en escena precisa y despojada de todo artificio. La película está estructurada en largos planos secuencia con cámara fija que reflejan de manera transparente la separación de un hombre y una mujer. El rigor del encuadre, la elegancia de los planos y la perfección de cada detalle no impiden que el espectador se sienta dentro de la vida de estas tres personas. La extensión de los planos profundiza la cercanía. El director es un voyeur discreto, casi ausente, que no toma partido ni eleva juicio moral. La película posee un realismo implacable que extrae verdadera emoción de los pequeños intersticios cotidianos. La felicidad. Paul está casado con Adriana desde hace diez años, el hombre vive feliz con su esposa y su hija pero está enamorado de la joven Raluca. La historia trabaja sobre los matices de las distintas relaciones, lejos de cualquier estereotipo. Los tres son profesionales independientes y no tienen problemas económicos, la esposa no es un ogro y la amante no pide la separación. Paul asume todas las consecuencias de haber movido una pieza de la estructura familiar y busca en su brújula personal la manera de sostenerse dignamente. Su rostro impasible parece estar escondiendo algo y sus gestos muchas veces juegan un contrapunto con lo que dicen sus palabras. En la fascinante escena en la que las dos mujeres se encuentran accidentalmente en el consultorio de Raluca, en presencia del marido/amante y su hija, un largo plano secuencia registra la colisión espacio-temporal. Mientras la tensión crece, los amantes viven en silencio el aterrizaje forzoso en su intimidad. “El encuentro del tercer tipo me sacudió”, dirá más tarde a Raluca, señalando precisamente la dimensión sobrenatural de una escena donde, sin embargo, el realismo es tangible. El desprecio. La melancolía excede al triángulo amoroso. La tristeza se dilata de escena a escena, desde la larga secuencia de apertura en la cama hasta el momento de la revelación, desde la languidez inicial hasta la tensión de las últimas imágenes. La fuerza emocional de la escena en la que el hombre le confiesa a su esposa que tiene una amante se potencia por la inusual duración de un plano sorprendente en el que la calma matrimonial da lugar a la sorpresa, la ira y el dolor. La segunda parte de la película se concentra en la pareja que se deshace, en el desasosiego agresivo de Adriana y en el remordimiento y la culpa de Paul. Los colores blancuzcos se extienden en la fotografía coincidiendo con los últimos sobresaltos de la pareja. La película fluye con la naturalidad que le confieren las encomiables interpretaciones, el trabajo actoral es clave para sostener en el tiempo los planos más cercanos. La puesta en escena logra una mezcla extraña entre la proximidad que generan los encuadres ceñidos a los cuerpos y el distanciamiento ejemplar que conduce al drama hacia una forma de reflexión. La innegable coherencia y el refinamiento narrativo confluyen en un desenlace extraordinario que confirma que Aquel martes después de Navidad es una película perfecta.
¡Tiempo, alto ahí! El extraño caso de Angélica es un cuento libre, una fábula extraña, una historia de amor eterno y sin fronteras, romántico y surrealista, que une a los enamorados más allá del tiempo y el espacio. La atmósfera combina la sobriedad luminosa característica de Oliveira con una tecla fantástica cuya simplicidad linda con lo sublime. Los ojos en el vacío, una imagen que se mueve, el origen del cine. La obra tardía de uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos es una película secreta, una cajita mágica con un tendal de sortilegios, la barraca de verbena y una atracción familiar. En las fotografías suspendidas en la habitación, los inquietantes primeros planos de los campesinos contrastan con la delicadeza fúnebre de Angélica. Las imágenes murmuran a espaldas del artista. El humo de un cigarrillo se disuelve en la oscuridad. Antimateria. La magia de una ambivalencia refulgente. El vuelo raso del fantasma sobre el Duero, Méliès y Rimbaud. Las creaciones del ayer vagando en vías celestiales. Un abismo tras los fotogramas. Un canto ancestral. Un plano fijo, la mirada pura. Un pajarito, un gato y el ladrido de un perro. Angélica abre los ojos y sonríe.
Una historia simple Un hombre y una mujer. Ella llora y él intenta consolarla. La mujer fue abandonada por su marido y está desesperada. El hombre es su suegro. Ella le echa en cara los defectos de su hijo pero él no pretende defenderlo. Ambos van a pasar un fin de semana en una casa de campo, bebiendo whisky, conversando e intentando tomar conciencia del estado de las cosas. Tras un comienzo sutil e intimista al calor de los leños y el alcohol, el hombre va a confesarle el secreto que lo atormenta desde hace veinte años. Una historia atrapante de amour fou que se instala de repente en la película y consigue que la joven abandone el llanto y se convierta en una espectadora fascinada. El desaliento cambia de campo y se invierten los roles del enfrentamiento inicial. El hombre maduro revisita su vida en ruinas y la directora confronta a dos generaciones mediante un largo flashback con pausas, vueltas al presente y rupturas de tensión narrativa. La quise tanto es un melodrama que plantea el dilema de elegir, en un momento de la vida, entre el matrimonio y la pasión. La pasión es Mathilde, una mujer que subyugó al protagonista y lo transformó de la noche a la mañana en un ser renovado, divertido y apasionado. Él la amaba pero la perdió y ahora anda medio muerto, como una sombra. Zabou Breitman comparte con Claude Sautet la destreza en la dirección de actores, la habilidad para hacer surgir el tormento interior de un hombre perdido o de una mujer herida. La directora capta matices de euforia o fracaso sobre un rostro sin apelar al sentimentalismo. Daniel Auteuil pocas veces estuvo tan intenso en sus miradas, en sus silencios, en su arrebato, expresando dos estados de ánimo opuestos. La curiosa pareja nacida del flashback, entre un cuerpo joven y otro que envejece, posee una química sorprendente. La aguda reflexión sobre la incandescencia de los sentimientos se complementa con una puesta en escena precisa que logra expresar visualmente la intensidad amorosa y hace resurgir un pasado glorioso en un presente incierto.
Shining happy people. La historia del cine ha dado grandes cineastas católicos, creyentes o incluso místicos. Dreyer, Rossellini y Bresson son buenos ejemplos de cuando la fe religiosa se trasmuta en creencia en el cine. Terrence Malick, en cambio, tal vez sea víctima de la edulcorada filosofía new age en boga, cuya espiritualidad pueril atraviesa películas tan disímiles como Avatar y Comer, rezar, amar. El árbol de la vida parece por momentos la publicidad de un seguro de vida. La creencia se convierte aquí en redundancia pomposa, un sermón infantil ocupa gran parte de película, la voz en off subraya lo que muestran las imágenes mientras el discurso de predicador insiste con sus metáforas y alegorías. Naturaleza y cultura se enfrentan con ansias de trascendencia en un relato autobiográfico y cósmico (y a veces también cómico) que pretende abarcar en un mismo impulso la vida de una familia norteamericana y la creación del mundo. La película comienza con una disertación sobre la gracia y la vida. La gracia, definida como una disciplina ingrata, está encarnada por un padre demasiado estricto que impone su ley. La vida se refugia en el cuerpo de una mujer sometida aunque madre cariñosa de tres hijos varones. A pesar de las elipsis temporales y algunos planos inspirados, la historia de esta familia conservadora de Texas en los años cincuenta es convencional y esquemática. Pero antes de instalarnos en la pequeña casa, es necesario que se cree el mundo como preludio de los tormentos familiares. Malick utiliza las computadoras y los efectos especiales para colocar el misterio de la creación sobre la totalidad de la pantalla durante veinte interminables minutos. La ingeniería visual es vulgar y nos lleva del magma al polvo galáctico, del líquido uterino a un enjambre de medusas pasando por una increíble escena de dinosaurios con remordimientos humanistas. El álbum de recuerdos de los primeros tiempos del mundo es comentado por una voz en off que murmura cuestiones vagas, acompañada de mares de música litúrgica con pesadas orquestaciones que apoyan la visión telúrico-psicodélica. El caos original y la formación de los planetas están modelados sin otro encanto que el que le confirió la joven tradición del cine de ciencia ficción digital. La belleza irreal de algunos planos se codea con un kitsch tecnológico risible (el eclipse y las cascadas bien podrían formar parte de esos power point con nubes, música clásica y frases de Coelho que inundan las cadenas de correo). Con todo, hay que reconocer que cuando los humanos vuelven a la pantalla, Malick logra capturar cierta densidad en el aire del grupo familiar. Pero el retrato nostálgico de los pequeños momentos cotidianos está intercalado con planos absurdos de Sean Penn (con una cara de culo permanente), que viene siendo la encarnación adulta de las frustraciones de uno de los hijos. Un espectro atormentado errando por algún downtown (símbolo urbano del liberalismo) o atravesando el marco de una puerta hacia otra dimensión, que siempre cae mal a fuerza de interrumpir la historia de su propia infancia. Malick vuelve incansablemente y sin sutilezas sobre la misma estructura. Las concluyentes vueltas al orden, a un reencantamiento del mundo, poseen un manifiesto tono grandilocuente e impostado. El bestiario primitivo es evacuado por ridículas apariciones de mariposas, pompas de jabón o girasoles. Las imágenes de un cielo con personajes felices sin edad vestidos de blanco a orillas del mar, sumadas a las de un ataúd de cristal, una burbuja de la eternidad y una madre que levanta vuelo, parecen una campaña publicitaria para el espíritu colectivo escrita con letras mayúsculas universales y abrumadoras.
El deporte es salud. Johann Rettenberger viene de pasar varios años en prisión. Las primeras imágenes de Sin Escape lo muestran corriendo metódicamente en el patio del edificio penitenciario y luego en una cinta instalada en su celda. Cuando sale de la cárcel sigue entrenando, se inscribe en la maratón de Viena y triunfa. Su obsesión por correr parece contener la ilusión de rehabilitarse para la sociedad y sanar los errores que en el pasado lo condujeron a prisión. A esta altura del relato, las convenciones genéricas (y sociales) estipulan la redención del protagonista por el deporte. La película, por suerte, elige otro camino y el hombre reanuda lo que se supone son sus malas prácticas. El protagonista roba bancos de manera primitiva: solo, con la cara cubierta y armado con un fusil. Su talento como corredor de fondo le permite escapar de la policía. Pero Johann no quiere dar un gran golpe y retirarse, él roba bancos (muchos bancos) como una adicción necesaria para su equilibrio. El personaje genera una fuerte empatía a pesar de que la película rechaza una caracterización psicológica convencional, creíble y tranquilizadora. Johann Rettenberger roba por deporte. Sin escape es una suerte de policial extraño, fascinante, casi melvilliano en su esquema: pocos diálogos, sentimientos apenas sugeridos y escenas de acción filmadas con el cuidado de colocar fuera del campo los lugares comunes de las películas del género. Como si lo espectacular fuera (al igual que el traveling según Godard) una cuestión moral. La larga secuencia de los múltiples robos es impactante y está dirigida con una precisión y una dimensión física admirables. La huida final es puro movimiento, montaje y tensión; y contiene uno de los grandes momentos cinematográficos del año: la magnífica persecución cuesta arriba en un bosque donde los policías, reducidos a pequeñas luces en la oscuridad, delimitan a un fugitivo que se les escapa sin cesar. La negación de una psicología clásica no le impide a la película tener, a pesar de todo, un itinerario moral desesperado. El encuentro de Johann con una joven que ignora sus actividades en el sector financiero lo forzará a enfrentar, demasiado tarde, sus sentimientos. La belleza lacónica y sensual de las escenas de sexo confirma la habilidad de Heisenberg para filmar cuerpos en movimiento. Pero el protagonista es incapaz de ubicarse en la sociedad, es un marginal permanente que necesita huir, un hombre de acción concreta y veloz. El magistral ritmo de Sin escape se sostiene porque el director nunca explica las motivaciones de su héroe. El misterioso ladrón es puro presente y la película lo retrata con nervio y coherencia hasta el último suspiro.
Inglaterra año cero. La nueva película de Mike Leigh tiene un formato coral, diálogos virtuosos y una dramaturgia muy precisa. La escritura, la puesta en escena, la fotografía y las actuaciones son impecables. Cada detalle está calculado al milímetro: los pequeños gestos, las breves réplicas y las miradas más sutiles conforman un universo regulado por códigos estrictos. El humor se administra con la dosis justa entre la burla juguetona y la crueldad. El conjunto forma una representación clásica de las relaciones entre parientes y amigos, que alternan compromiso y odio, hipocresía y celos, reconciliaciones y abandono. Durante las dos primeras horas, la historia seguía su cauce sin sobresaltos, aunque la vida que Leigh pretendía capturar nunca lograba plasmarse verdaderamente en la pantalla. Todo parecía encaminarse hacia un callejón sin salida hasta que, en los últimos minutos, un golpe maestro de puesta en escena libera a la película de sí misma y vuelve a colocar al director a la altura de los grandes nombres del cine contemporáneo. Un año más avanza al ritmo de las cuatro estaciones, mediante elipsis que separan bloques formados por pequeños acontecimientos cotidianos, en torno a una pareja feliz y estable de sexagenarios, su encantador hijo y una adorable nuera. El hobby principal de la familia consiste en cultivar su huerta, metáfora tangible del paso del tiempo, de la muerte y de la regeneración. El resorte cómico lo origina un grupo de personajes satélites, almas abandonadas y excluidas del amor, que zumban alrededor de este atractivo frasco de miel. Mary es una cincuentona sexy que permanece soltera a pesar suyo y está interesada en Joe, el hijo de la pareja. Ken también es soltero y vive frustrado debido al amor por Mary no correspondido. Ambos ahogan sus penas en el alcohol y, a pesar de sus buenas intenciones, pasan a ser una carga para este ambiente tan benévolo. Un viudo exageradamente silencioso y su furioso hijo completan el panorama de los desamparados. La tercera vía. Si bien las circunstancias y actuaciones son consistentes y creíbles, a medida que la película avanza resulta evidente que algo no funciona. No sabemos si es el academicismo excesivo de los encuadres, la utilización sabiamente estereotipada de la luz para diferenciar la primavera del invierno o el permanente tono irónico que se traduce de una escritura demasiado virtuosa. El eterno comienzo de las estaciones puntuado por la misma música de violines plena de buenos sentimientos acredita la tesis del título: es sólo un año más. La sólida estructura de las dos primeras horas hacía prever solamente dos resoluciones posibles: la crueldad o la sensiblería, ningún desplazamiento en la línea divisoria de la felicidad o un pequeño milagro del guión que una solitarios. Mike Leigh inventa una tercera alternativa, un cambio brutal de punto de vista. Un gran viento helado sopla en los extraordinarios diez minutos finales. La familia perfecta se descubre repentinamente como un conjunto de seres desalmados, cuya amable felicidad encubre de mala manera una indiferencia robótica. El director pone toda su atención en el desasosiego del personaje de Mary, la amiga burlada se hunde y la película no la rescata. La cámara se mantiene lo más cerca posible de su rostro, ahora desnudo de las muecas consustanciales a la sátira. La película le ofrece algo mejor que un happy end, le brinda una ocasión para dejar de ser un títere, una toma de conciencia, un poco de amor.
El azar de la distribución cinematográfica quiso que este año se estrenen dos películas provenientes de Quebec. Pero bajo la procedencia en común y los premios obtenidos por ambas en distintos festivales, emergen dos propuestas diametralmente enfrentadas. Incendies es un drama de qualité que modera el sufrimiento de sus personajes con la belleza plástica de las imágenes. En cambio Yo maté a mi madre, la notable opera prima de Xavier Dolan, es una película visceral, honesta y singular. Al frío cálculo de Villeneuve, Dolan opone el riesgo permanente. El enfant terrible del cine québécois, que escribió, dirigió y protagonizó esta película entre los diecisiete y los diecinueve años, crea un salvaje collage personal que mezcla humor, crueldad y precisos registros cotidianos, a través de formas heterogéneas. El título refleja el impulso primario que caracteriza a toda la película. Yo maté a mi madre retrata a un dúo disfuncional y algo perverso formado por un adolescente ávido de libertad, descubrimientos artísticos y encuentros amorosos; y su madre, un ser irritante y monstruoso a los ojos del hijo. Dolan utiliza el guión como catarsis, del mismo modo que el adolescente escribe una carta de venganza contra esa madre que le provoca rabia y vergüenza. La mera presencia física de los dos protagonistas implica confrontación, la palabra se convierte rápidamente en grito, cada tema plantea un problema y genera una serie de enfrentamientos hirientes. Pero a pesar del hiperrealismo de los exasperantes fragmentos cotidianos (como el plano detalle de los restos de comida en la comisura de los labios de la madre), se percibe cierta ternura con la que el director plantea la dicotomía de sentimientos. La clave del conflicto está en su repetición sin principio ni fin. Dolan filma la violencia de la relación hasta el agotamiento, al compás de los desayunos y las sesiones de tele por la noche, explorando todas las formas y ramificaciones posibles que incluyen una buena dosis de humor cáustico. Las distintas capas de la narración disponen un tratamiento visual particular, el desarrollo del relato se entrecruza con secuencias subjetivas, pequeños planos abstractos, flash-backs de imagen granulada en súper 8, sueños y fantasmas. Las citas y referencias inundan la película: la maravillosa escena de dripping al ritmo de rock electrónico es un homenaje no disimulado a Jackson Pollock, las visualizaciones llenas de excesos de la madre o el primer plano del tubo de kétchup con un horrible mural de fondo remiten sin duda al pop art, y las secuencias musicales con los personajes de espalda y en cámara lenta tienen un aire al último Gus Van Sant. Las cartas y los mensajes sobreimpresos en la pantalla le otorgan una dinámica original al relato, pero no sucede lo mismo cuando se trata de simples citas. El dispositivo de cámara-confesión en blanco y negro con el cual el protagonista se auto filma resulta un poco inútil. Pero estas pequeñas reservas son en realidad el reverso de una audacia furiosa y de un despliegue creativo alejado de la impostura, que son fieles a la edad del director. El deseo de ser único convive con las múltiples influencias y genera una bienvenida mezcla de lucidez e ingenuidad.
La virtud y la costumbre. De dioses y hombres indaga el conflicto moral, político y religioso de una comunidad desgarrada por la duda y aliviada por la fe. Xavier Beauvois adapta el libro que Etienne Comar escribió a partir de la misteriosa muerte de un grupo de monjes franceses en Argelia. La película se interroga sobre los motivos que impulsaron a estos hombres a comprometerse en una tierra tan remota haciendo frente a la adversidad manifiesta. Beauvois se libera de la gravedad del guión y se coloca lo más cerca posible de sus personajes. Las angustias y los dilemas de cada uno superan la perspectiva religiosa. El director se aleja con inteligencia del aspecto más trivial y periodístico del acontecimiento, para explorar su esencia y las cuestiones universales que plantea. Los silencios en el cine de Beauvois son modelos de puesta en escena, el inquietante último plano de Le petit lieutenant lo demuestra cabalmente. Una puesta en escena despojada que, en este caso, se detiene en los numerosos rituales religiosos de los monjes, pero también en las tareas que realizan en favor de los habitantes de la región como médicos, agricultores, escribanos públicos o simples confidentes. El director pinta a la comunidad con planos amplios y simples, atentos a los lugares, a los paisajes y a las luces, con pocos diálogos e hincapié en los hechos y en los gestos. Beauvois regula su cine con el diapasón purificado y paciente de la ética monacal, sobre el tempo de Renoir o Ford. La película se estructura con las plegarias, los cantos al unísono y las reuniones en las cuales se toman las decisiones que comprometen la vida de la comunidad. Los planos hablan por sí mismos, cada detalle enriquece el relato sin que haya necesidad de comentario. Esta economía narrativa permite que tengan su espacio siete personajes principales, sin contar a los campesinos y a los terroristas. La película cambia ligeramente de registro con la aparición de un grupo islámico que siembra el terror en la población. El tiempo apacible es perturbado por los conflictos del mundo, por sus fracturas políticas, ideológicas y religiosas. De a poco se instala la amenaza, la tensión y el suspenso. El recogimiento deja lugar a un interrogante que sobrepasa la creencia religiosa de los monjes. El dilema se establece entre permanecer fieles a la misión con riesgo de perder la vida o buscar refugio en otra parte y evitar un sacrificio inútil. Los debates sacuden a la pequeña comunidad monástica; la película presenta todas las opiniones y avanza con un doble registro entre la incertidumbre metafísica y el suspenso genérico. El director afronta los interrogantes sobre las derivas colonialistas, aunque no se pierde en justificaciones. El equilibrio es frágil pero se sostiene de manera impecable: devorados por el miedo y por la duda, los monjes muestran un rostro terriblemente humano. La cuestión política se trasluce en sus elecciones, en sus formas de vida y en sus acciones. La cámara barre todos los discursos, a veces con ironía, como cuando un joven terrorista herido de bala se convierte, tendido sobre la mesa del monje-médico, en un Cristo descendido de su cruz al cual el religioso prodiga cuidado y atención. De dioses y hombres posee momentos cinematográficos sublimes: la disolución visual de los monjes entre la nieve, la sutil polifonía que genera el montaje entre el estruendo de un helicóptero y la serenidad de los cánticos religiosos y, sobre todo, una versión muy humana de La última cena. El director materializa esa elección casi imposible que es el nervio de la película con una maravillosa sucesión de primeros planos acompañados por El lago de los cisnes como fondo sonoro imponente. La galería de rostros va desde el miedo que genera en cada uno la perspectiva de su propia muerte hasta la alegría por la decisión final. A partir de este momento, la película se distiende en diversas direcciones que conducen hacia un final inolvidable.