En varias ocasiones se ha dicho, en referencia a un robo espectacular por sus dimensiones y cantidad de dinero en juego, que tiene todos los ribetes de un asalto cinematográfico. Pues aquí vemos un ejemplo más, trasladado de la realidad a una pantalla de cine, del mundo sofisticado de la delincuencia dedicado a bancos y joyerías. Brian (Michael Cane) es un viejo ladrón especializado en fundir y fabricar lingotes de oro proveniente de joyas y adornos. Está semi retirado, acaba de perder a su mujer, la casa le queda grande, casi tanto como su tristeza y desmotivación. Hasta que un joven de nombre Basil (Charlie Cox), experto en tecnología, le propone volver al ruedo con un objetivo irresistible, y Brian indefectiblemente cede a la tentación, no tanto por el dinero que se puede recaudar, sino por el sentido que le da a su vida hacer este "trabajito". Lo revaloriza demostrar que continúa vigente, a pesar de los años que tiene. Inmediatamente llama a sus viejos amigos y arma una banda de veteranos. Tienen mucha edad, enfermedades, achaques varios, pero les sobra inteligencia y experiencia para encarar este complejo operativo. James Marsh nos cuenta un caso policial reciente, ocurrido en un importante depósito de seguridad en el centro de Londres, donde sustrajeron millones de euros en billetes, joyas, diamantes, etc. perpetrado por un grupo de ancianos. El film tiene una narración entretenida, con vueltas de tuerca, pocos momentos de humor, mucho jazz, especialmente durante las primeras secuencias, que nos mantiene permanentemente a la expectativa de saber si pueden, finalmente, llegar al objetivo. Cada personaje está delineado con una personalidad fuerte y unas características concretas, que genera rispideces y desconfianza entre ellos. La traición y acusaciones cruzadas no sorprenden. Porque, por un lado, el relato se basa en la planificación y el robo. Pero también tiene mucho peso específico, el modo de vincularse entre ellos, cómo se ven a sí mismos, cómo actúan en esos momentos de acción y tensión, etc. Tanto se detiene el director en estos detalles que inserta imágenes, cómo una suerte de flashbacks, de los actores mucho más jóvenes que ahora participando en distintas películas, con acciones muy similares a las de éste largometraje. En contraposición a lo meritorio descripto anteriormente, se encuentran un par de escenas que no merecen estar en el corte final del film, porque no se entiende bien cuál es su función dentro de la historia ya que no incide en nada, ni lo modifica. Algo que la banda sí quería para terminar sus días, sin apremios económicos y darse una merecida buena vida, aunque no supieron del todo adaptarse a los nuevos tiempos, les salió más caro de lo esperado.
Gracias a las continuas luchas y peleas por una reivindicación social de parte del Estado, los travestis consiguieron muchas cosas cómo, por ejemplo, el cambio de género y nombre en el DNI. Pese a estos logros amparados por el gobierno, en la realidad, durante el día a día, insertarse en la sociedad como una más les sigue costando muchísimo. Para acompañarse y apoyarse mutuamente en 2010 fue creada la Cooperativa teatral arte-trans, con el objetivo de sacar a las travestis de las calles porque sufrían agresiones, hostigamiento policial y ejercían la prostitución. Guillermo Bergandi filmó éste documental entrevistando y siguiendo a varias de las chicas que integran la cooperativa. Ellas hablan a cámara y cuentan sus historias. De donde son, en qué lugares viven actualmente, a qué se dedican, cómo se enteraron sus familiares de la decisión que tomaron, cuáles son los proyectos que tienen, etc. La película fue realizada con una compaginación ágil y dinámica, para huirle al aburrimiento en el que se convierten generalmente este tipo de documentales en las que predominan las “cabezas parlantes”. Aquí, el director le imprime un concepto más moderno, renovado y adecuado a estos tiempos. Los momentos más importantes son cuando ellas declaran cómo y a qué edad se aceptaron como travestis, o cuando decidieron realizarse los cambios corporales. Como así también enfrentar la comprensión o incomprensión de la familia. Estas escenas son narradas con sobriedad, manteniendo el equilibrio en las situaciones emotivas. Ellas dentro del teatro tienen una cara visible, una guía llamada Daniela Ruiz, quien coordina al grupo, les acerca obras teatrales, proyectos, etc. Todas se muestran desenvueltas, cómodas frente a la cámara. Después de combatir durante tantos años para cambiar la mirada del otro no se amilanan ante un lente, porque ante las adversidades ellas lo toman siempre con optimismo y alegría. Están orgullosas de lo que son, lo que consiguieron, y conseguirán.
A Horacio (Pablo Echarri), que es un escritor frustrado y trabaja dando clases de literatura en una Universidad de Río de Janeiro, le suceden un par de situaciones por accidente. No las busca. Está en ese lugar y le pasan. Esos hechos fortuitos le van a cambiar su apacible vida en el exterior. Está casado con una bonita mujer llamada Vera (Leticia Sabatella), brasilera y diputada. Tienen un hijito que lo envían unos días a la Argentina para que visite a su abuela paterna. Lo que podría haber sido un motivo de unión en la pareja, luego de quince años de matrimonio, el azar movió sus fichas y todo se desmadró. Filmada en Brasil, en coproducción con la Argentina, esta película cuenta con nuestros créditos locales Pablo Echarri y Luciano Cáceres, en el papel de Ricardo. Dirigida por Eduardo Albergaria con la intención de ser una comedia dramática, cuenta las peripecias del protagonista en un territorio que después de tanto tiempo de residir allí no le resulta ajeno, pero no por eso se siga sintiendo como un extranjero. Con un incidente inicial muy bien logrado, en la que un ladrón que suele trepar a edificios para robarlos cae de un balcón sobre el auto manejado por Horacio en una noche de lluvia: Este suceso por un lado lo convierte en héroe para el periodismo y la opinión pública, y, por otro una alumna, Clara (Aline Jones), seductora y atractiva, lo tienta a dejarse llevar por el deseo. Con estos conflictos, sumados a que su esposa es designada como candidata a alcaldesa de la ciudad, se desarrolla el largometraje narrado con agilidad, aunque la voz en off de Horacio, expresando sus sentimientos y reflexiones, termina sobrecargando innecesariamente de información a la historia. Además, ciertas escenas son acompañadas por música brasilera o tangos que suenan en un viejo tocadiscos. El film está concebido para que entretenga. El realizador no pretende profundizar ningún tema. Ni el de la delincuencia, que lo toma con liviandad, o el drama central, que lo aborda con un planteo adulto, y ciertos diálogos bien construidos, que merecía la pena enfocándose mucho más en la cuestión, pero lo desestimó, y ni que hablar de cómo la política construye o derrumba a un candidato para algún puesto ejecutivo de peso, y en este caso también lo utilizó como un soporte para que la historia central avance. Lamentablemente Eduardo Albergaria eligió el camino de la indefinición, ya que no se sabe bien a que género pertenece “Happy Hour: Dale espacio a tu deseo”, y cuando esto lo percibe el espectador lo que le espera a la película es la intrascendencia.
Hay trabajos que hace el ser humano que pasan desapercibidos frente a la vista de los demás. Están, existen, pero no son valorados como tal, sino que integran la constelación de personas que ayudan a otras para que vivan lo más tranquilos y despreocupados posibles. Entre esos se encuentra Nardo (Manuel Vicente), quién es el encargado de un estacionamiento para autos. Su jefe confía ciegamente en él, así que nunca está presente en el garaje Alborada, enclavado en una calle tranquila de la ciudad. El protagonista pasa sus días, de lunes a sábadom cumpliendo con su deber. Prácticamente vive allí. Duerme en un cuartito. La cabina donde cobra atiende a los clientes y guarda las llaves de los vehículos. Es su hábitat. Allí desayuna, almuerza y cena. El director Diego Bliffeld diseñó un personaje a la medida de su intérprete. Es silencioso, respetuoso, pulcro, ordenado, lee revistas culturales. Pero cuando está en contacto con los autos se transforma. El garaje es su lugar en el mundo. Llegó allí por cosas de la vida, porque es un experto conductor, pero debe conformarse con lo que le tocó en suerte. Detrás de esta historia sencilla, austera y bien contada, donde el director sabe lo que quiere y lo lleva a cabo, hay un relato que va explicando las vivencias de Nardo, su pasado, el presente, alternadas con reflexiones de vida y detalles de las prestaciones mecánicas, estilísticas y de confort de varios de los vehículos que tiene estacionados, encarnado en la voz en off de Marcelo Cohen. Los años y la experiencia convirtieron al protagonista en lo que es hoy. Hace a medias lo que le gusta. No tiene vivienda propia. Su ex esposa ni siquiera le atiende el teléfono, etc. Parece anestesiado, los golpes no le duelen, el paso de las horas no los siente. Técnicamente, el director utiliza muchos fundidos a negro para concluir una escena, como también en ciertas ocasiones que lo ameritan suena una música estridente y pegadiza para reforzar aún más la acción. Este estreno, en la que narra una semana en la vida de Nardo, es una propuesta fuera de lo común pues lo interesante son sus días y sus noches, el trato y la interacción con los clientes, su amor por los vehículos motorizados, etc. Porque es una película en la que no hay conflictos visibles que modifiquen la metódica rutina, sino que los lleva internamente y eso lo convierte en más rico aún.
Hace unos pocos meses se estrenó en nuestro país un largometraje de ficción dedicado exclusivamente a la mítica figura de Antonio Gil, el “Gauchito”, una libre interpretación sobre lo que fue su vida y su muerte. Porque no se sabe fehacientemente la biografía del personaje en cuestión, son meras especulaciones modificadas a gusto de las primeras personas que divulgaron dichos sucesos en los campos correntinos. Ahora, luego de haber sido realizado en 2013, llega a los cines un documental dirigido por Lía Dansker que trata sobre el monumento dedicado al Gauchito y los comercios aledaños que venden todo tipo de merchandising para homenajear al mártir. La fe y el negocio van de la mano. A la vera de una ruta, ubicada cerca de la ciudad de Mercedes, en la provincia de Corrientes, un grupo de personas erigió este santuario. No se sabe por qué eligieron ese sitio, ya que la tumba se encuentra en el cementerio mercedino, y tampoco murió ahí. Pero todos los 8 de enero mucha gente peregrina y se congrega allí. Cómo rasgo distintivo comienza el relato del film en 2010 y luego se retrotrae al año 2001. La directora se vale, para narrarlo, con gente de la zona. para lo que cuenta con la voz en off, logrando diferentes versiones de lo que fueron los días previos, y el mismo día, del asesinato de Antonio Gil. Con el sonido en segundo plano de las voces mayormente ancianas, la cámara recorre montada sobre un vehículo, una y otra vez, durante varias épocas, ese tramo tan pintoresco de la ruta, haciendo un travelling lateral. También, para registrar el paso de las personas a caballo o a pie que peregrinan hacia el santuario, la cámara hace un travelling marcha atrás. Son los únicos momentos en que la película tiene algo de acción, porque en otras ocasiones vemos con la cámara fija a los fieles venerando sus imágenes, o en misa, dentro de una Iglesia. Todo el tiempo que transcurre el documental se basa en el mismo esquema. Nadie habla a cámara, no se sale de esa estructura, ni siquiera con el largo período de filmación que tuvo. Sólo basta ver la cantidad de gente que lo venera y cree en él, como si fuese un santo. Cabe aclarar que no fue canonizado por la Iglesia Católica, pero eso a los fieles no les interesa. Tienen fe y,. como se sabe, la fe mueve montañas, pero que en esta ocasión hay que hacer un esfuerzo descomunal para moverlas, pues mirarla, lamentablemente, resulta soporífera.
Antes de realizar una crítica sobre esta película, amigo lector, debo advertirle que lo que va a ver no es para un espectador tradicional. Muchas de las escenas que fue observando a lo largo de su vida aquí están condensadas en poco más de una hora de duración. Este llamado de atención lo hago porque la historia, y el cómo está contada, va dirigida a un sector del público muy marcado. Porque este film uruguayo, que cuenta con aportes argentinos y “nuestra” Carla Quevedo, apunta para una comedia juvenil, pero se transforma en bizarra. La narración ocurre casi toda en un edificio de Montevideo. Allí, en un departamento, vive Galaxia (Verónica Dobrich), una chica veinteañera a la que sus padres dejaron sola, pues ellos se fueron de viaje a Europa, pasa el tiempo con un amigo de su edad, Peetee (Luciano Demarco). Es sábado a la noche y deciden no asistir a la fiesta Niburu. Prefieren llamar a unos amigos, drogarse, tomar cerveza y ver qué pasa luego. Cabe aclarar que los protagonistas ya están “fumados” desde el comienzo. Permanecen conectados a las pantallas tecnológicas, y el muchacho habla mucho en inglés a través de la computadora. Cuando llegan los invitados, entre ellos está XXX (Carla Quevedo), de a poco todo se va desmadrando y Peetee lo va registrando en una vieja y enorme filmadora encargado por un desconocido. Pero la locura no aumenta por efecto de las drogas o el alcohol, sino por algo que llega del espacio exterior, en la que nada volverá a ser como antes. Manuel Facal dirigió esta película alocada, delirante, donde es necesario apreciarla con todos los sentidos bien atentos porque es alucinante en el sentido etimológico de la palabra. Es un bombardeo visual impactante y uno va a terminar con la cabeza “quemada” del mismo modo que los integrantes del elenco. Porque la historia desvaría, parece que es una cosa y termina siendo otra. Los protagonistas, que en ningún momento están dentro de sus cabales, hablan por momentos bien y de vez en cuando alguna palabra no se escucha con claridad, supuestamente por un problema de dicción. Lo más logrado sin dudas está en lo creado por el área artística y de efectos especiales. Impacta por la calidad visual y el realismo, teniendo en cuenta que no dispone de mucho presupuesto. Los intérpretes actúan según lo que les dice el director y dentro de ese esquema no desentonan. El problema es la historia y el cómo está se encuentra desarr9ollada, porque no brinda una acción contundente y comprensible al comienzo, como para que luego se justifique lo que va a suceder. Manuel Facal desplegó toda su imaginación y creatividad en este film, de manera contundente. La falta de dosificación de los momentos buenos y malos durante el desarrollo de cada escena no resulta beneficiosa para la trama, y ya se sabe que la exageración no es buena para nadie.
Dalmiro (César Bordón) vive solo, trabaja como agente inmobiliario y colabora, junto a su amigo Sebastián (Roberto Vallejos), en el mantenimiento del estadio de fútbol del club Almagro. Pero todo cambia para él cuando muere su hermano, porque dejó a una viuda, Maky (Vanesa Maja), y dos pequeños hijos. Esto en sí no es un problema para el tío, sino que le quedó debiendo plata a su hermano y la cuñada le exige que, para saldar la deuda, lleve a su sobrina Ema (Dulce Wagner) de viaje a Disney. Así se encuentra, inesperadamente, el protagonista de esta historia dirigida por María Eugenia Sueiro, porque su rutina de vida cambió radicalmente. El trabajo que tiene le alcanza para vivir con lo justo. Aunque es un tío presente, siempre está cuando lo llaman para hacerse cargo de la familia de su hermano, sabe que le resultará muy difícil concretar el pedido de su cuñada. Pero no sólo está presionado en el ámbito familiar, sino también en el laboral. Tironeado entre dos sectores diametralmente opuestos pasa sus días aceptando todo lo que le dicen, sin poder negarse nunca, mientras fuma incansablemente. Compaginado con un ritmo parejo que nunca decae, apoyado en la sobriedad y eficacia de César Bordón, donde hay buenos diálogos, correcto manejo actoral de los más chicos, sumados a los vaivenes emocionales de Maky, con un cálido respaldo de Dalmiro para que transite el duelo lo más tranquila posible, se desarrolla la película en un barrio de clase media y casas bajas. “El tío” recorre las cuerdas de una comedia dramática en toda su extensión. El manejo de los climas es equilibrado, sensible, pero la realizadora no apela a la sensiblería. Posee momentos emotivos, aunque no para llorar Pese a ser una ficción este tipo de situaciones pueden existir en la realidad. Nadie está exento, como no lo estuvo Dalmiro, a quien le tocó esto en suerte, no le esquivó al bulto y como puede vive la vida que tendría que ser de su hermano, para no defraudar a los que confiaron en él.
Los que nacen y se crían en las villas sino tienen talento para jugar al fútbol y, en menor medida, para el boxeo, se encuentran atrapados y sin salida. Donde ni siquiera esos laberínticos pasillos internos, de tierra y barro, los pueden liberar. Bajo esa consigna César González proyectó la filmación de esta ficción, pero con mucho aroma a documental. Porque tiene un hilo conductor que es la de Perséfone (Débora González), una veinteañera que sale a la calle luego de pasar más de cuatro años en prisión, no tiene familia, está sola, sin casa, trabajo, ni dinero. En una institución conoce Juana (Nazarena Moreno), una mujer un poco más grande que ella, que pasó por una situación similar y decide cobijarla en su humilde vivienda sin condicionamientos, sólo para ayudarla al verla totalmente desamparada. De eso trata un poco esta película. De la marginalidad y la injusticia social que trae aparejada la solidaridad y amistad sin exigencias por parte de las personas que transitan esos momentos que el destino les dejó marcado y no lo pueden torcer. Pese a que es un dúo el protagónico femenino participan muchos personajes que, de algún modo u otro, terminan vinculándose entre sí. Narrada con un ritmo parejo, decorada en el fondo con una suave música instrumental, podemos apreciar desde las entrañas de una villa cómo viven, cuál es su sistema de vida, que hacen con ella, para finalizar trabajando en tareas de bajo nivel o en el mundo del delito. Son los excluidos por la sociedad. Los que no tienen ni pueden conseguir un trabajo formal por ser villeros. Los que se drogan o venden droga. Las que se prostituyen como un camino elegido u obligado. En definitiva, son los que hacen lo que pueden, como pueden, y también lo que se les permite hacer. Estéticamente el director utiliza de vez en cuando la detención de una imagen, o el insert de un plano fijo de un rostro, como así también la ralentización de ciertas acciones, mientras los diálogos fluyen con normalidad. El realizador coloca su impronta conformando un rasgo distinto a lo habitual durante la compaginación clásica de un film, que transmite la dureza, crueldad, abandono, pobreza, miseria, etc., pero que, a su modo, los habitantes del lugar no se resignan a interpretar el papel que les tocó en la sociedad, y por las buenas o por las malas intentan cambiarlo.
Si a usted, amigo lector, todavía le gusta mirar las películas dentro de una sala cinematográfica al ver éste documental realizado por Luz Ruciello en Villa Elisa, provincia de Entre Ríos, se sentirá de parabienes al apreciar que la cruzada encarada por Omar Borcard no fue en vano. Porque a Omar lo podrán tildar de iluso o loco, pero no de alguien que se rinde con facilidad ante los inconvenientes económicos, o al paso del tiempo y la modernidad que conlleva el uso de nuevos métodos de visualización de películas. A él nadie lo pudo detener para concretar su sueño. El protagonista de ésta singular historia fue albañil durante más de tres décadas, luego consiguió tener una pequeña zapatillería. Su origen humilde contrasta radicalmente con el interés por la cultura y la divulgación de ésta. Con ese convencimiento construyó un cine dentro del terreno de su vivienda. Al no tenerlo el pueblo, hizo uno para poder proyectar y observar en pantalla grande los films de casi todos los géneros. No lo motivó la ambición de ganar dinero, sino la pasión y el amor por el séptimo arte. El documental abarca un período de varios años en la vida de Omar y su mujer Teresa. De cómo ideó todo, luego la caída y posterior resurrección. Hay momentos emotivos, otros cálidos, acompañados por una adecuada música incidental. El relato mantiene un ritmo constante, al ver en cada una de las escenas como el personaje retratado hace algo. Es un hombre inquieto. No sabe lo que es el descanso. Algún detalle convierte en un poco desparejo al documental, especialmente el haber decidido colocar algunas escenas del "crudo" de la filmación en la compaginación final. Como cuando preguntan qué es lo que tienen que hacer frente a cámara, o reciben indicaciones de la directora, que no le agrega nada importante a la narración. Este criterio adoptado rompe el clima obtenido porque no es una realización tradicional, sino que tiene un concepto estético, cronológico, musical, emotivo, etc., muy bien elaborados, pero qué, con dichas escenas rompe la homogeneidad necesaria. La directora encontró una historia interesante para contar y la llevó a cabo. Como Omar, que no claudicó nunca. La convicción que tuvo fue tan potente y audaz que, construir un cine con sus propias manos, fue una consecuencia directa de la predilección que tuvo siempre por las películas que le alegraron la vida.
Ellos son amigos desde la adolescencia. No son muy apegados al trabajo, se podría decir que son perezosos. El esfuerzo que lo haga otro, no están para esas cosas. Por ese motivo es que hace unos años decidieron mudarse a un pueblito playero, ubicado en las costas uruguayas del Río de la Plata. En ese sito llamado pretenciosamente Pueblo Grande transcurre este film, en una coproducción argentina-uruguaya. El Perro (Juan Minujín) tiene como trabajo formal cortar el pasto de los jardines de las casas importantes del lugar. Está casado con la Flaca (Vanesa González), la única enfermera del pueblo, y tienen dos hijos chicos. Por otra parte, su amigo el Gordo (Néstor Guzzini) es soltero y tiene la tarea de encargarse del mantenimiento y cuidado del único hotel que hay allí, cuando no es temporada veraniega y se encuentra totalmente deshabitado. Ambos en la zona de la piscina desarrollan lo que podríamos decir como un “emprendimiento” económico. Eso es, el cultivo de las plantas de marihuana, para luego comercializarlas. Mientras se encuentran ejerciendo dichos menesteres llega a Pueblo Grande un nuevo comisario, Chassale (Ricardo Couto). Es un veterano que está cansado de la vida y de su ex mujer. El único bien material que conserva es un viejo auto, y ahí es donde duerme desde que se separó. Gabriel Drak planificó una película con una estructura policial clásica, donde lo que predomina es la liviandad y ciertos toques de humor. Lo atractivo es ver lo que hacen estos dos perdedores con sus vidas, porque hace tiempo están escribiendo un guión cuyo tema central es la queja en contra del sistema y de quienes lo ejecutan, pero nunca lo terminan. Con un ritmo constante y parejo, con el segundo plano de una mezcla de música instrumental e incidental notoria que sostiene con mayor dramatismo los momentos álgidos de la narración, se suceden las escenas que están construidas para hacer avanzar a la historia y justificar las acciones siguientes. Cada personaje está diseñado en función de lo que se está contando. Ambos están casi todo el día medianamente drogados, bajo la influencia de fumar cigarrillos de marihuana, hasta que los despabila la diosa fortuna y allí comienza otra historia. Los enemigos acechan, las dudas y temores se multiplican. Como una partida de ajedrez van transcurriendo los momentos. ¿Ganarán los buenos o los malos? O cabría mejor preguntarse si hay alguno decente entre todos ellos, porque el final sorprende por su resolución. Quienes parecían ser una cosa, terminaron siendo otra. Y en este punto habría que reflexionar porque empaña un poco todo lo bueno que veníamos viendo, al no haber una información previa contundente de cómo van a accionar los personajes y cómo actúan finalmente, que generan ciertas incógnitas. Como las de saber quién se saldrá con la suya, ¿el que se cree más piola, el inocente, o el sagaz?