La belleza del blanco y negro envuelve a una trágica historia de amor El tiempo marca la evolución de un artista, pero también acentúa sus obsesiones. Pawel Pawlikowski regresó con “Cold ward”, luego de haber ganado el Oscar con “Ida” (2014), al escenario inestable de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. En “Ida” la protagonista viaja en busca de una identidad perseguida por los fantasmas de la guerra en una dura lucha por su fe. Era una película austera que profundizó en la culpa y la miseria humana de la posguerra. En “Cold ward”, en cambio, los protagonistas transitan por el paisaje de una Europa dividida, con Polonia bajo el dominio de la Unión Soviética de los Gulag de Stalin y el reino del terror que éste imponía. En esta oportunidad los intérpretes principales, Wiktor (Tomasz Kot, “Yuma”, 2012, y “Dioses”, 2014) y la cantante y bailarina Zula (Joana Kulig, “The Woman in the Fifth”, 2011,“Indeleble”, 2013, “Ida”, 2014), luchan por su amor, un vínculo que comenzó en una audición para jóvenes talentos en la cual Wiktor e Irena (Agata Kulesza) seleccionaban a los futuros talentos para un conjunto folclórico. La idea fue tomada de la compañía Mazowske de la vida real, fundada a raíz de la Segunda Guerra Mundial y que aún hoy se presenta, donde la intención detrás de cada representación es celebrar la cultura regional. Los esfuerzos etnomusicológicos de Wiktor e Irena logran crear el Mazurek Ensemble, pero presionados por Kaczmarek (Borys Szyc), un burócrata comunista, el conjunto se convertirá en un instrumento de propaganda estalinista mostrando el talento y la belleza de los jóvenes bailarines en las capitales del Bloque del Este y París. “Cold ward” estácontada en base a elipsisque separan los episodios por bruscos cortes a negro y corta las escenas en seco cuando se supone que comienza el drama. Pawlikovski reconoce que utiliza estos recursos porque prefiere contar con la inteligencia del espectador que "explicar cómo una escena tiene un punto de partida o llega a otro punto". Esas elipsis se encuentran entre los corazones de los personajes que giran a través de las fronteras europeas y se frustran en cada encuentro a raíz de una hostilidad mutua, desconfiada y violenta. Es un “amour fou” cuya característica lo acerca al pesimismo de Schopenhauer, cuyo pensamiento no permite albergar falsas esperanzas ni ofrece vanos consuelos, y esto es posible vislumbrarlo en un dialogo desolador: “Cree en ti mismo", le suplica Zula. "Sí, creo que no creo en ti", responde contundente Wiktor. En esos parlamentos es posible reconocer cierto romanticismo, pero a la vez son mordazmente realistas sobre el poder destructivo de eros. Pawlikowki dedica “Cold ward”a sus padres porque la trama está basada en la vida tormentosa de los mismos. Los nombres de los personajes son los de ellos: “pero como toda obra artística las variantes fueron de mi creación”. “Cold ward”recorre en sus 88 minutos el espacio de un dolor atormentado por las constantes rupturas. La de los personajes y las de Europa entera. Éstos se aman, se desean, se refugian en los minutos robados al sistema y son conscientes de que su atracción será también su destrucción. Es un itinerario en el que predominan las escenas de planos-contraplanos, en las que ambos tienen la utópica esperanza de poder soportarse el uno al otro, a semejanza de aquellas parejas destinadas a la eternidad: Romeo y Julieta, Dante y Beatrice, Laura y Petrarca, Marco Antonio y Cleopatra, Edith Piaf y Marcel Cerdan. “Cold ward” como en“New York, New York” (1977) de Scorsese, o en “La la land” (2016) de Damien Chezzalle, está sostenida por una banda sonora cuidadosamente seleccionada que posee su propia estructura y energía tonal, a la vez que une a los protagonistas y abarca desde canciones tradicionales de campesinos y montañeses, e himnos de la era soviética, a la reforma agrícola, hasta fragmentos de George Gershwin (frases de la canción "I loves you, Porgy"), "Is you is or is you ain" de Louis Jordan, "Rock around the clock" de Bill Haley His Comets, ritmos de acid jazz, y bluegrass amados por Wiktor, “Fantaisie improntus, op.66” de Chopin, o temas etéreos de Bach interpretados por Glenn Gould Pawlikowski al trabajar una vez más en la edición con Jaros#322;aw Kami#324;ski, y el director de fotografía #321;ukasz #379;al, ambos de "Ida", se arriesgó a la repetición de una estética en blanco y negro, en un formato casi cuadrado, con planos maravillosos cuya fina composición convierte a cada escena en una exquisita pieza que recuerda aquella melancolía existencial que rodeaba los filmes de la “nouvelle vague” (“Bonjour tristesse”. 1958), “Hiroshima mon amour”, 1959, “Jules et Jim”, 1962), “Vivir su vida”, 1962). Por otra parte los “close up” proporcionan una belleza adicional a la trágica historia de estos dos amantes signados por la fatalidad, en donde el contraste de la imagen se intensifica a medida que la frágil relación de los personajes se ensombrece y se aniquila. Sin embargo, al igual que "Ida", “Cold ward” es un estudio conmovedor de la decepción y la inseguridad que puede surgir de cualquier pareja atrapada en la enfermedad de una adicción sado-masoquista y la obsesión por su carrera. La actuación de Joanna Kulig es un alarde de talento y profesionalidad desde su desolada sobriedad, hasta su ebria e íntima insensatez, que oscila salvajemente entre lo que quiere y no se decide a hacer. Tomasz Kot en una excelente, interpretación es el soporte perfecto para ese torbellino llamado Zula. Más allá de los amores salvajes y frustrados Pawlikowskiexplora la angustia que provocó en Polonia la era de Stalin. La metáfora que encierra “Cold ward”es la relación amor-odio que despertó la llamada Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas con todos los países satélites que cayeron bajo su domino después de la Segunda Guerra Mundial. No en vano Mazurek Ensemble recorrió Hungría, Yugoslavia, Moscú, Berlín, etc, con la utópica esperanza de mostrar su propio modo de vida e idiosincrasia. Pawlikowski, educado desde los 16 años en Londres, habiéndose graduado en literatura y filosofía, no olvidó lo que fue su Polonia oprimida y el sueño en aquel momento inalcanzable de libertad, tampoco lo que significa el desarraigo, ni la soledad que ello conlleva. “Cold ward” no sólo es el suicidio de los protagonistas, sino la muerte literal de un sistema de vida que cayó en 1989 cuando se derribó el muro de Berlín.
Paul Gauguin no fue objeto de importantes propuestas cinematográficas. Su figura sólo se la vio en “Gauguin”, un excelente corto documental realizado por Alain Resnais en 1950, y luego en la actuación de Anthony Quinn, en “El loco de pelo rojo” (“Lust for life”, 1956), sobre Van Gogh. En la actualidad resurge cinematográficamente encarnado por Vincent Cassel, en una realización centrada en su viaje a Tahiti en su intento de escapar de escena artística y cultural parisina que lo asfixiaba. “Miro a mi alrededor y nada merece la pena ser pintarlo”, dice Gauguinal inicio del filme. Paul Gauguin junto con Emile Bernard y Luis Anquetin fueron los iniciadores del estilo sintetista a finales de 1880 y a principios de 1890. Estos artistas provenientes de la escuela de Pont-Aven tuvieron la influencia de lo que se llamó “japonismo”, el modo en que los pintores japoneses hacían uso de la línea, el color negro, y la figura plana. Paul Gauguin con sus pinturas de Tahití ejerció gran influencia en los artistas de vanguardia de principios del siglo XX. Él había ido a Tahití siguiendo esa necesidad de “lust for life” (ansia de vida) que era el drama de ese momento entre la intelectualidad francesa que oscilaba entre el aburrimiento, la depresión y la melancolía. Fue, también, en busca de su paraíso perdido de la infancia, su arcadia infantil: el Perú, al cual había llegado a los dieciocho meses y vivido hasta los seis años. En esos años su percepción comenzó a atesorar el brillo del sol, las montañas nevadas de Arequipa, los tonos vibrantes de la vestimenta y el aspecto exótico de sus niñeras (china y africana). A Tahití fue en busca de un sueño hedonista y a deshacerse de todas las convenciones, para volver a conectar con esa naturaleza “salvaje” del hombre primitivo. Nieto de Flora Tristán, importante activista, pensadora socialista y feminista francesa de ascendencia peruana de mediados del siglo XIX, su vida fue semejante a la de ella, una permanente búsqueda de libertad que rompiera con la estructura cuasi monolítica de la cultura occidental. Igual que su abuela viajó, al otro lado del mundo, explorando un horizonte que le permitiera pintar de un modo más natural, menos corrompido, decadente e intelectual, lo que una isla de la polinesia francesa, en el Pacífico Sur, le ofrecía. Para Gauguin Tahití fue el paraíso antes de su caída, un lugar idílico y mitológico que proyectó en sus pinturas desde su visión romántica de la realidad. Flora y él se entregaron a sus sueños, ella a sus sueños políticos y él a los artísticos, comprometiendo sus vidas tras ideales que pudieran transformar la sociedad de su tiempo. En “Gauguin, viaje a Tahití” Edouard Deluc no pretende hacer una biografía exhaustiva del pintor, sino que tomó recortes de “Noa Noa” y los hilvanó en un canavá que muestra más que la vida misma del artista los estados de ánimo que expresa a la perfección Vincent Cassel. Se centra exclusivamente en su problemática familiar y de vida en París con todas las necesidades económicas que pasa, y en el primer viaje de Gauguin a Tahiti, entre 1891 y 1893. Se enfoca en su soledad, el abandono de su mujer Mette (Pernille Bergendorff,“Bedrag”, TV. Series 2016), sus penurias económicas, su cada vez más quebrantada salud, su afán febril por pintar utilizando incluso telas viejas como lienzos, la incomprensión en Europa de quienes le rodean: amigos y público. El retrato de Edouard Deluc enfoca la odisea de un hombre obsesivo y enfermizo, con críticas al colonialismo, que pintó obras maestras como “Parau Api” y convivió con una joven de 13 años Tehura (Tuheï Adams). Pero también centra su atención en la cámara de Pierre Cottereau que recorre con exquisitez los bellos y exóticos paisajes y el modo de vida de la isla. La banda sonora de compositor franco-australiano Warren Ellis está dominada por notas cálidas y oscuras de violín que parecen hacer eco de los diversos estados de ánimo de “Kokey”, el nombre de Gauguin dado por los nativos. El guion realizado por Edouard Deluc, Etienne Comar, Thomas Lilti, Sarah Kaminsky agregan una historia adúltera, que nunca existió, para sumar énfasis dramático a la realidad del pintor, el triángulo amoroso entre Tehura, Gauguin y Jotépha (Pua- Taï Hikutini), su alumno local. Pero también realizan un trabajo etnográfico al describir las interacciones multilingües de los residentes con “Koday”. Por otra parte, al querer abarcar tantos temas como la naturaleza, el colonialismo, la religión, la sexualidad y el arte, le imprimen al filme una orientación superficial que diluye la verdadera esencia del mundo de Gauguin. Edouard Deluc en su realización consigue trasladar a la pantalla la efervescencia de los verdes que abarcan toda la isla, como naturaleza salvaje y exuberante, pero que, curiosamente, no está presente en la pintura de Gauguin, ya que éste a menudo pone en primer plano los colores primarios y el verde lo plasma como color secundario junto al naranja, el púrpura, y los marrones saturados en los tonos la piel de los parroquianos. Los verdes son dominantes en las escenas diurnas, pero con un contraste de negro intenso en las escenas nocturnas. Vincent Cassel (“Los ríos color purpura”, 2000, “Irreversible”, 2002, “Promesas del Este”, 2007, “Un método peligroso”, 2011), desde su actuación en “Mesrine” (parte 1 “Instinto de muerte” y parte 2 “Enemigo público N°1” ) de Jean François Richet, se negó a hacer cualquier tipo de biopic, pero ante la propuesta de interpretar a Gauguin por parte de Edouard Deluc (“Mariage à Mendoza” , Casamiento en Mendoza, 2012, “La collection” TV. Serie -2011), dijo que si, y comenzó a estudiar pintura para poder interpretar mejor al pintor y a leer “Noa Noa” (el diario de viaje ilustrado) de Gauguin, sobre el que se basó la película. En “Gauguin, viaje a Tahití”, Vincent Cassel capta hábilmente la naturaleza de un alma atrapada por el tormento creativo. Barbudo, demacrado, con el típico abandono de un bohemio que quiere comerse el espacio que lo rodea y pinta desaforadamente para lograrlo, muestra en una excelente interpretación la inestabilidad emocional del pintor. “Gauguin, viaje a Tahití” es un filme en el que Edouard Deluc parece decir aquello que amamos, como personas o espacios no quieren quedarse encerrados siempre, Se despliegan. Diríase que se transportan fácilmente hacia otra parte, a otros tiempos, en planos diferentes de sueños y recuerdos, y en este caso a la pantalla.
Veinte años no es nada y es verdad no fueron nada en el tiempo de existencia de Rodrigo Bueno, que comienza sus primeros pasos en la música popular siendo apenas un niño, para convertirse en un ídolo cuartetero a los 27 años, cuando un accidente sesgó su vida. Murió en la misma fecha en la que se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de Carlos Gardel. Junto con otros cantantes fallecidos a la misma edad, “Rodrigo” entró a formar parte del “club de los 27”. Como una mariposa que vuela hacia la luz y se golpea contra la bombilla una y otra vez hasta caer, así fue la vida de Rodrigo Alejandro Bueno, “Rodrigo”, un muchacho de clase media baja que fue capaz de transpolar el “cuarteto” de su provincia natal Córdoba, para pasearlo por las calles porteñas y las del cono urbano a su antojo. Llegar a Buenos Aires, y “bailar en la casa del trompo” como dice el dicho popular, no le fue fácil. Como tampoco encontrar su estilo que pasó del rock a la cumbia, y la salsa hasta llegar al cuarteto (que por otra parte se distanciaba del gran ícono popular Carlos “La Mona” Jiménez, sólo limitado a Córdoba), por esa fuerza arrasadora de quien se quiere fagocitar el mundo, en su caso a Buenos Aires. Y esa rebeldía, que era innata en él, le permitió acceder al podio de los triunfadores de un deporte tan popular como mortal: el cuadrilátero del Luna Park. Espacio histórico del boxeo y recitales que logró llenarlo durante trece noches consecutivas. Lorena Muñoz una vez más logra acercarse a una figura popular y mostrarla, en sus facetas más íntimas, ya lo había hecho con Ada Falcón junto a Sergio Wolf en “Yo no sé qué me han hecho tus ojos” (2003), sobre la vida de una cancionista, que murió en Córdoba, y que a mediados de los ‘30 se había convertido en una de las figuras relevantes del tango, a la que se la había apodado: “La emperatriz del tango”. Luego con “Gilda, no me arrepiento de este amor” (2016), exteriorizó la otra cara de una mujer que debió luchar contra el machismo, mafias, y lo establecido por rutina comercial dentro de un circuito cultural muy marginal y oscuro. Tanto en “Gilda” como en “Rodrigo”, se cuenta la historia de dos artistas bailanteros en busca de éxito, hermanos en desgracia, (los dos mueren en un accidente de tráfico), a los que une una misma directora Lorena Muñoz y una guionista Tamara Viñes, que si bien aplican una fórmula semejante para la construcción de ambos filmes, el resultado es distinto, ya que son muy disímiles los protagonistas, ya sea en la problemática tanto musical como la de forma de vida. Gilda era maestra jardinera y Rodrigo fue un chico con un entorno familiar musical, que no quiso terminar la escuela primaria, pero que ya escribía sus propias letras. Tal vez influenciado por su madre Beatriz Olave que era compositora y con la que se percibe que tenía un profundo Edipo, Lorena Muñoz como Leonardo Favio en “Soñar, Soñar” (1976), que recodificó al boxeador Carlos Monzón junto al cantante italiano Gian Franco Pagliaro, tomó a dos ídolos populares y los deconstruyó en dos filmes, ambientados en un “mundo real” reconocible, con encuadres muy prolijos y universos semejantes en la puesta en escena donde el uso de la música y el estilo de actuaciones los convierten en únicos. El concepto de verosimilitud es lo que caracteriza a Lorena Muñoz, para ello utiliza los colores y sus tonos, y capacidad de saturación para poder expresar el estado de ánimo de sus personajes. Ésta herramienta estética lleva al espectador a lugares ambiguos, incómodos e inciertos como si éste también ser un protagonista más dentro de la historia. “El potro, lo mejor del amor”, Lorena Muñoz encuentra un modo muy efectivo de contar la historia de una figura popular que la tragedia la elevó a mito. Trabajar sobre los mitos es tarea ardua porque se puede caer en la sobrevaloración del personaje y desdibujar su esencia. A través de elipsis, primeros planos, travelling y un montaje muy ágil, Lorena Muñoz consigue que el espectador se olvide que Rodrigo Romero no es el verdadero Rodrigo Bueno, y se interne en ese mundo ilusorio que representa un filme. “El potro, lo mejor del amor”posee un extra especial: el hallazgo de Rodrigo Romero, un albañil cuyo physique du rol no sólo lo identifica con el verdadero Rodrigo, sino que lo acerca a una construcción propia del personaje, debido a su talento interpretativo, vocal, gestual y corporal. Los personajes secundarios conforman un retablo de excelentes actuaciones encabezados por Florencia Peña (Beatriz Olave-la madre), Daniel Araoz (Eduardo Pichín Bueno- el padre), Fernán Mirás (José Luis Gonzalo), Malena Sánchez (Patricia Pacheco), Jimena Barón (Marixa Balli), Diego Fregonessi (Ángel). El filme “El potro, lo mejor del amor”deLorena Muñoz revela un personaje como un ser desfijado en el drama de una geografía íntima, cuya angustia traza círculos que se encabalgan o se excluyen entre lo positivo y lo negativo. Un ser que está en estado de insatisfacción crónica producido por el contraste de sus ilusiones y aspiraciones. Y allí aparece la droga, de la mano de un Ángel de la muerte, como placebo a los males del alma. Recupera también para el acervo de la cultura popular un ídolo que como Gardel, Monzón, Gatica, Gilda, tuvieron, para sobrevivir de la opresión de lo real, que inventarse un mundo de candilejas, en que todo el tiempo se contrastan esas dos realidades, que corresponden al adentro y al afuera de los personajes, entre lo que ellos quieren del mundo y lo que éste realmente es.
Con el estreno de “La casa con un reloj en sus paredes”, basada en la novela homónima “The House with a Clock in Its Walls” (1973) de John Bellairs, Eli Roth (“Hostel”, 2005, “Cabin Fever”, 2012), que además produjo varias series, películas entre terror y thriller psicológico, incursiona por primera vez en un filme fantástico y de terror para preadolescente, en el cual se reserva un personaje para él: Conrade Ivan. Eli Roth desde sus comienzos está habituado a dirigir y producir historias de terror violentas, gore y de humor negro, y, si bien ésta es una película familiar, y carece de esos elementos, no quedará ajena a la truculencia, los sustos y a un clima escalofriante, que puede llegar a asustar a los más pequeños. El filme recuerda un poco a “Un monstruo viene a verme”, (J.A. Bayona – 2016, (“El orfanato”, 2007), una fantasía que también proviene del terror. “La casa con un reloj en sus paredes” es un filme basado en un cuento sobrenatural ambientado en 1955 en New Zebedee, Michigan (una ciudad con su propia mansión embrujada). Su protagonista es un huérfano Lewis (Owen Vaccaro) que es adoptado por su divertido tío Jonathan (Jack Blak), un brujo que ocupa esa mansión gótica, mezcla de castillo y casa destartalada, quje cuando no está tratando de encontrar la fuente del amenazante tic-tac que emana de las paredes, está intercambiando insultos agradables con la bruja de al lado, Florence Zimmerman (Kate Blanchett, “Cenicienta”, 2015). Todo gira en torno a una extraña historia que involucraba a los anteriores residentes de la mansión, un malvado mago llamado Isaac Izard (Kyle MacLachlan) y su esposa Selena (Renée Elise Goldsberry) que murieron, o desaparecieron, hacía un año, al intentar crear un mecanismo que de alguna manera podría causar estragos en las fuerzas del tiempo. La pareja maléfica desapareció, pero el traicionero reloj quedó, escondido en algún lugar dentro de la casa, y aunque Jonathan trató de taparlo con docenas de otros relojes no lo logró y, a altas horas de la noche, Lewis puede oír el inconfundible sonido del fin del mundo acercándose. Por otra parte Lewis trata de investigar las bases de la hechicería y descubre que no se requiere de ningún talento especial, sólo la voluntad de estudiar, lo que produce montones de hechizos que se resuelven entre el éxito y el fracaso que tienen poco que ver con la dirección final de la trama. “La casa con un reloj en sus paredes” entra en el mundo del cuento de horror y misterio, en el que se abordan temas a través de los cuales un chico puede canalizar sus conflictos existenciales. Mediante este tipo de cuentos se le ofrece al niño una nueva gama de dimensiones a las que le sería imposible llegar por sí solo. Así mismo, se les permite (a los niños) estructurar sus propios ensueños y canalizar mejor su vida a través de las imágenes que se transmiten a través de un mensaje, y es que la lucha contra las serias dificultades de la vida son inevitables, a la vez que lo enfrenta con los conflictos humanos básicos, como son la muerte, la separación, el envejecimiento, entre otros. También los obliga a encarar caracteres totalmente opuestos (bueno- malo, feo- bonito….) con la idea de que pueda comprender más fácilmente la diferencia entre ambos. Esto le va proporcionar finalmente una decisión básica sobre la que se construirá todo el desarrollo posterior de la personalidad que este tipo de cuentos sugiere. El género tiene orígenes antiguos, que fueron reformuladas en el siglo XVIII como Gótica de terror, con la publicación de la “Castillo de Otranto” (1764) por Horace Walpole. El género de horror sobrenatural tiene sus raíces en folclore y las tradiciones religiosas en la muerte, la vida futura, el mal, lo demoníaco y el principio del mal encarnado en el Diablo. Estos se manifestaron en las historias de las brujas, vampiros, hombres lobo, fantasmas, y los pactos demoníacos como el de Fausto. Todos estos elementos son posibles de encontrar en “La casa con un reloj en sus paredes”, que más allá de ser un filme que se sostiene más por los efectos especiales y su atmósfera estrambótica que por la propia historia, no deja de ser interesante para iniciar a los niños en la catarsis que representa el mundo onírico, con todo lo sobrenatural y siniestro que posee.
Conmovedora alegoría sobre el remordimiento y la culpa "En aquellos años (los del nazismo y el fascismo) aprendí a odiar las guerras… A comprender su condición absurda, su estupidez, su locura". – "Todas las banderas, incluso las más nobles, las más puras, están manchadas de sangre y mierda". (Oriana Fallaci) Las guerras, sobre todo en Europa, han sido la acción cotidiana de cada siglo. Desde Darío, Agamenón y César hasta Hitler, Mussolini e Hirohito, la irracionalidad del poder fue una constante. Las ambiciones imperialistas primero, la carrera armamentista después, aunado a la conquista de territorios por geopolítica, y la rivalidad económica, han hecho del continente europeo un objetivo vulnerable a la codicia de uno o varios grupos de poder. Water Benjamin sostenía que una historia vale si se le da voz a los “sin nombre”, o Hanna Arentdt que una política sólo vale si hace surgir aunque sea una “parcela de humanidad”, sobre lo expuesto por estos autores es posible visualizar el filme húngaro “1945” de Ferenc Török, basado en el cuento “Hazate#769;re#769;s” (Regreso a casa, 2004) de Gábor T. Szántó, novelista, guionista, poeta, ensayista y editor de la revista judía húngara “Szombat”. Walter Benjamin también dice: “Hacer obra de historiador (…) significa apoderarse de un recuerdo, tal como surge en el instante del peligro.” “1945” posee esencialmente ese fragmento de la historia, ese regreso a casa, que restituye una parcela o un nuevo vestigio de humanidad a ese sujeto histórico expuesto a desaparecer. Gábor T. Szántó halló la manera de hacer visible y legible la palabra de los sin nombre, de los que eran sólo un número y una estrella amarilla, Les dio cobijo a los sin techo y reivindicación a los sin derecho y dignidad a los sin imagen. En “1945”, se analiza otra de las caras de la Shoá (catástrofe) u Holocausto: el regreso de los supervivientes judíos a sus pueblos natales, de donde habían sido removidos hacia los campos de exterminio por los nazis y, en algunos casos, exterminados. Explora en la reacción de la sociedad húngara ante su llegada después de que, en el mejor de los casos, quedara inactiva ante la matanza de sus amigos y familiares o, en el peor, ayudara activamente a los alemanes. También plantea otro interesante dilema: ¿Cómo se puede reclamar propiedades antiguas, cuando las autoridades las confiscaron y redistribuyeron a nuevos propietarios que a su vez vivieron allí durante años? Ferenc Török dirige su cámara casi exclusivamente a los aldeanos, interesado en reflejar cómo se desmorona su tranquilidad cuando se enfrentan a sus pecados del pasado, y en mostrar el ambiente asfixiante de caos existencial que ahoga a la aldea ante la llegada de dos extraños. De esta forma, Török parece evocar al célebre director húngaro Béla Tarr, en particular su obra maestra de siete horas y media, “Sátántangó” (1994), que también sigue el desmoronamiento de un pequeño pueblo cuando uno de sus habitantes, presuntamente muerto, regresa repentinamente. Hungría fue el país con mayor proporción de judíos en el siglo XX. A principios de los ‘30´ los gobernantes de turno aprobaban medidas que, por una parte, apuntaban a la imperceptible y escalonada exclusión de éstos habitantes, y por la otra pretendían evitar una persecución sistemática y violenta de los mismos. Estos antecedentes permiten que la memoria del Holocausto esté tan arraigada en una ciudad como Budapest, y en general en la cultura húngara. Por lo tanto también en su cine. Como lo reflejó uno de los mejores filmes recientes sobre la Shoah que fue “El hijo de Saúl”, (2015 – premios Bafta, Globo de Oro y Oscar) de László Nemes. Su tema fue una inmersión en el núcleo de un campo de exterminio a través de la odisea de un prisionero que quiere dar sepultura al cuerpo de su presunto hijo. Posteriormente habla de otra catástrofe, la de los emigrantes serbios que quieren refugiarse en Hungría, durante la no muy lejana guerra de Kosovo, “Jupiter’s Moon” (“Jupiter holdja, Kornel Mundruczó”, 2017) En cierto modo a través de la autocrítica y la reflexión moral como patrón expresivo, el cine húngaro ingresa triunfal dentro de la cinematografía mundial, y especialmente europea. En “1945” la trama es sencilla. Alguien se afeita nerviosamente en su casa, el alcalde Istvan (Peter Rudolf), a la vez que discute con su esposa adicta al éter (Eszter Nagy-Kalozy) que lo desprecia. Llega un tren. De él bajan dos judíos, el padre (Ivan Angelus) y su hijo adulto (Marcell Nagy), con sus “peiot” (especie de tirabuzones entre la sien y las orejas), “talit” manto de rayas negras, en recuerdo del exilio y la destrucción de Jerusalén. Sus ropas y sombreros negros, con dos cofres de madera que cargan sobre un carruaje. Empiezan un lento recorrido hacia el pueblo. Este trayecto resulta ser una funesta cuenta atrás para sus habitantes. Éstos creen que los recién llegados vinieron al pueblo a reclamar lo que es suyo y vengar a sus familiares, porque ellos los habían delatado a los alemanes y robaron sus pertenencias. "Tenemos que devolverlo todo", dice, el borracho del pueblo (Jozsef Szarvas). “1945” traza un fresco costumbrista en el cual destaca, a través de sugestiones, el cúmulo de conflictos morales y sociales, y también el tiempo real del filme. El reloj de la estación marca la hora de llegada y luego la sostenida invocación del hijo del alcalde Szentes Árpád (Bence Tasnádi) la hora de partida. Ese tiempo señala la caminata de los dos hombres y el carro entre la estación, su paso por el pueblo, el cementerio judío como destino final, y luego su regreso al punto de partida. A diferencia de películas con un tratamiento similar, Török abre un gran abanico de tramas y subtramas que no intenta cerrar. Esto origina en el espectador un continuo debate sobre el punto de vista de cada uno de los personajes. El filme está trabajado como si fueran capas de barniz, o matrioskas rusas o cajas chinas, que se superponen unas a otras, y a medida que transcurre la narración se va develando como la aldea se sostuvo sobre una base de traición. El alcalde del pueblo, Istvan, determina la línea de acción principal. Con cada una de sus movimientos surge una nueva historia a lo largo de la historia, en las cuales aparecen nuevos personajes y nuevos conflictos; y, por lo tanto, nuevos puntos de vista en los que Török ahonda con insistencia. En cierta forma, algo semejante, ocurrió en el tratamiento de “La muerte de Stalin” (“The death of Stalin”, Armando Lannucci, 2017). La evolución de la línea de acción, así como la de los puntos de giro, está canalizada por el sonido. De este modo se produce una supresión de la puesta en escena a favor del sonido extradiegético que varía en función de la historia. El psicólogo alemán-estadounidense, Hugo Münsterberg, sostiene que la película no es una “obra de teatro filmada”, la película (the photoplay), afirma, está “liberada de las formas físicas de espacio, tiempo y causalidad” y “adaptada al libre juego de nuestras experiencias mentales”, es decir, “su validez estética está en su transformación de la realidad en objeto de imaginación”. Y aunque “1945” por momentos tenga la construcción de obra de teatro, no lo es. Como tampoco es un wertens aunque tenga cierta reminiscenci, o a lo mejor sea un guiño a dos filmes emblemáticos como “A la hora señalada” (Fred Zinnemann, 1952) y “3:10 to Yuma” (1957, Delmer Davis). Török intenta plasmar la transformación de la realidad en objeto de imaginación. En su realización mediante ciertos aspectos formales. Existen tres momentos claves en que a través de las formas se determina la realidad fílmica. El primero de ellos vendría determinado por la posición concreta de cámara que se sitúa bajo el carruaje que acompaña a los dos judíos, moviéndose al son del balanceo del vehículo. El segundo, y más evidente, se produce cuando la frustrada novia sale corriendo de la farmacia en llamas mientras la cámara realiza un cambio abrupto de su escala través de un zoom in. El tercer, es cuando tras correr detrás de los dos judíos el pueblo enarbolando palas, hoces y tridentes queda estáticos tras los muros del cementerio en donde la cámara, en un emotivo “close up” muestra el entierro de unos zapatitos, un trencito de madera y otras pertenencias que viajaban en los cofres, Rodada en un impresionante blanco y negro “1945” es una película: hipnótica, silenciosa y conmovedora. La fotografía de Elemer Ragalyi por sí sola es una auténtica maravilla y un disfrute de los sentidos, debido al uso exquisito de la iluminación y a sus poéticas e impactantes imágenes, como la espléndida toma final, de gran simbolismo, preñada de múltiples significados que cada espectador interpretará de manera diferente. A través de ella es posible visualizar que entre ese pueblo árido, de habitantes inhóspitos y los dos hombres judíos, está anexado al drama fundamental entre la inmensidad y el vacío del espacio exterior y la profundidad y soledad del espacio interior. Entre lo desmedido del afuera y la estreches del adentro que está colmada de dolor y sufrimiento.
“La esposa” (·The wife”) es un interesante filme que convierte una premisa fundamentalmente literaria en un drama con ribetes de suspenso y hasta de humor negro. Adaptada de la novela de Meg Wolitzer de 2003, la película gira en torno al matrimonio entre un célebre autor Joe Castleman (Jonathan Pryce, “Hysteria”-2011, “La mejor receta”- 2015, “El hombre que mató a Don Quijote”-2018) y su esposa Joan (Glenn Close, “Atracción fatal”, 1987”, ”El secreto de Alberts Nobbs”, 2011) cuya relación simbiótica tuvo profundas implicancias para generar el éxito del escritor y conseguir el Nobel de Literatura. Pero el éxito no es gratuito, y se debe pagar un precio por él. El drama plantea una situación en la cual la contribución de la esposa resulta ser algo más funcional al trabajo de edición, corrección, y hacer nacer un escritor que simplemente ser una dedicada ama de casa, y proporcionar algunas tazas de té o palabras de elogio a su esposo. Sin proponérselo Joan guarda un resentimiento encriptado bajo la apariencia de una esposa sumisa y tolerante, buena madre y comprensiva con todos los que la rodean. Pero también ese sentimiento aflorará en el desencanto y la rabia de su hijo David (Max Irons, “La chica de la capa roja”, 2011, “La dama de oro” 2015) que desea seguir los pasos de su padre y convertirse en novelista, pero Joe Castleman, envanecido por su éxito, no le brinda la más mínima atención. Como tampoco se la presta a su hija Susannah (Alex Wilton Regan: “The White Room”, 2016, “The Healer, 2015”) que espera un bebé. Con guion de Jane Anderson (“Olive Kitteridge”, serie HBO) y Meg Wollitzer y la convencional fotografía de Ulf Brantås, con una propuesta visual para nada interesante, “La esposa” se sostiene gracias a la magistral interpretación de Glenn Close, a la que acompañan como un soporte excepcional Jonathan Pryce y Christian Slater (“El imperio del mal”,1991, “La cordillera”,2017), como el invitado no deseado, un periodista implacable como perro bulldog, que clava sus garras y no suelta la presa hasta verla destruida. En este caso hasta conseguir la autorización para publicar la biografía del escritor. Glenn Close compone un personaje contenido, tierno y, muchas veces, resignado que convive al lado del hombre del que se enamoró en su juventud, aunque él tenía un matrimonio anterior. Con algunos flash back, la trama va diseñando el pasado de los personajes y da un guiño con el entretenido cameo de Elizabeth McGovernen (“Furia de titanes”, 2010, “Swung”, 2015) como una autora menor, amargada, que le aconseja abandonar todo, dado que las mujeres no tiene futuro en el terreno literario. Y allí se encuentra la base sobre el porqué Joan a no accede a convertirse en escritora, cuando todo estaba a su favor. Las escenas retrospectivas de los años cincuenta y sesenta muestran que era una alumna que tomaba clases de escritura creativa con el joven e insensiblemente vanidoso profesor Joe Castleman, que hasta ese momento sólo había publicado cuentos cortos. Ella en cambio presenta “The faculty wife”, una historia corta escandalosamente seductora para sus compañeros. Gracias a esta Joan se convierte en la segunda esposa de Joe. La sección que abarca la actualidad está ambientada en la década de los ‘90, cuando negar tener relaciones sexuales con mujeres más jóvenes se había convertido en un tema político, y subraya muy sutilmente la alegoría de la Hillary y Bill Clinton con el escándalo de Mónica Lewinsky. “La esposa” es una historia que aún para la época a la que se refiere, los ‘90, ya es demodé, las mujeres fueron ganando independencia y esa mirada de abnegación se sostenía en las décadas anteriores a los ‘60 debido a que la evolución femenina fue dejando de lado esos clichés. “La esposa” podría haber sido una telenovela que revela los secretos de una pareja por segmentos, pero el director Björn Runge y la guionista Jane Anderson consiguieron dar tridimensionalidad a los personajes, y esto les permitió superar los lugares comunes de la trama que proponía la novela. En realidad el gran atractivo de “La esposa” se encuentra en el trabajo de Glenn Close, una interpretación cargada de mínimos detalles que constituyen un todo excepcional en la creación de su personaje. Su composición de Joan Castleman no se distingue por un dramatismo desbordante, sino por la emoción contenida en los imperceptibles movimientos de sus gestos. Si una de las constantes del largometraje es el flash back, la otra son los inquisidores close-up que Glenn Close explota en un despliegue de sutileza actoral: un leve movimiento de sus ojos, una mirada al vacío o una mano apenas apoyada sobre la otra, la del extraño o tomando una copa, manifiestan lo que su personaje intenta reprimir. En síntesis, “La esposa” es un filme que se desarrolla más por los gestos que por los diálogos, por lo que no se dice, que por lo que formula la imagen, por la actuación de una exquisita actriz, que pudo dar rienda suelta a todo su histrionismo y crear un personaje que, tal vez, la pueda llevar a ganar un Oscar.
“El pez es mudo en el agua; la bestia, ruidosa en la tierra; el pájaro cantor en el aire, pero el hombre tiene en sí la música del aire, el alboroto de la tierra y el silencio del mar”. (Rabindranath Tagore –“Pájaros perdidos” “Pensando en él”, el último filme de Pablo César, busca conectar esa necesidad íntima del ser humano con un ser superior o la belleza de la poesía, con la realidad descarnadamente sórdida de los reformatorios. La educación y los modos de realizarla es el personaje borroso que sostiene todo el filme, a los que se agrega el orden desplegado en las circunstancias dadas: los espacios donde se lleva a cabo la educación y los personajes que la rodean. Un profesor de secundaria en un reformatorio y la tradicional “Shantiniquetán” (Morada de Paz), creada por Rabindranath Tagore en 1901, escritor, filósofo, pintor, músico, poeta y Premio Nobel de Literatura en 1913. Siguiendo los ideales de Sócrates y Pitágoras, dos grandes hombres de la literatura crearon su propio sistema. “Yasnaia Poliana” (Limpio Claro del Bosque) del escritor y guía espiritual de Rusia, León Tolstoi, fundada en 1859, constituye una de las primeras experiencias de la escuela libertaria y anti represiva. Para Tostoi la metodología y el fin de la educación es la libertad, en donde no existe ningún tipo de obligación: donde no hay horarios ni programas, ni disciplina. Tampoco hay premios ni castigos. En cambio, para Rabindranath Tagore, “Shantiniquetán”, significaba queel fin de la educación era tener herramientas para ser libres, pero bajo leyes ordenadas que se relacionan con el mundo espiritual y terrenal. Y que se desarrollaban a través de la meditación, ejercicios y conocimiento sobre la realidad. Tagore pertenecía a una familia hindú heterodoxa y promotora de la religión del “Brahmo-Somall”, creada por Rajá-Mohun Roy, que trataba de sintetizar elementos del hinduísmo, cristianismo, mahometanismo y budismo, y ligada a la cultura occidental. Tagore, por otra parte se manifestaba en contra las castas y la “sati” o quema de las viudas vivas en la pira funeraria del marido. La vida de Tagore estuvo siempre conectada entre Oriente y Occidente. “Pensando en él” es, como todos los filmes de Pablo César, un viaje hacia lo espiritual y a la vez al encuentro de personajes que conforman un universo de dicotomías entre su propia realidad y sus deseos. El viaje es la excusa imprescindible para unir una geografía exótica, exuberante y distante, a otra plana y cercana. En las cuales se unen países como Argentina e India e intelectuales como Rabindranath Tagore y Victoria Ocampo. Victoria Ocampo había hecho su primera aparición en el cine argentino con Oscar Barney Finn en “Cuatro caras para Victoria” (1992) y más recientemente, en una breve referencia, en la realización de María Schrader “Stefan Zweig: Adios Europa”.Ocampo y Tagore mantuvieron una extensa relación epistolar después que él dejara Buenos Aires, y de sus furtivos encuentros en París, hasta la muerte del escritor el 7 de agosto de 1941. El poeta bengalí había estado en Buenos Aires de paso para Perú y, por una dolencia que no le permitía seguir el viaje, se quedó una larga temporada. Victoria, siempre anfitriona de intelectuales extranjeros ( Graham Greene, Ígor Stravinsky, Saint-John Perse, Pierre Drieu La Rochelle, Roger Caillois, Ernest Ansermet, Albert Camus, o Indira Gandhi) alquiló una quinta a sus parientes, en San Isidro, para albergar al Premio Nobel. El filme recorta, en un exquisito y poético blanco y negro, fragmentos de tiempo sobre el nacimiento de una gran amistad, en una serie de secuencias que se inspiran en la relación de estos dos personajes, en los que aflora la gran admiración de Victoria y la humanidad e humildad de Tagore. Victoria Ocampo encarnada por Eleonora Wexler, con un parecido extraordinario, no tanto en lo físico como en la construcción del personaje, que quien conoció a Victoria puede recordar esa especie de mujer autoritaria, ser indefenso y niña mimada. Y a Tagore en el cuerpo de Víctor Banerjee, sin diferencias entre las antiguas fotografías o filmes que lo han eternizado. Sus interpretaciones fueron exquisitas y muy adaptadas a la época que representaban. No existieron ni gestos estridentes ni fuera de lugar, sino más bien se mantuvieron dentro de una extraña melancolía que permite al espectador situarse mucho mejor en una época que fueron los años dorados de la cultura argentina, de los que Victoria fue anfitriona. Tal vez el salto que en cierto modo confronta al espectador es la realidad plana de la actualidad que perdió el encanto de aquella década y otras posteriores, no sólo en Argentina sino también en el mundo y en la India actual. Calcuta o Kalkota ya no es la misma que la que vivió el poeta. La superpoblación le quitó el encanto que tenía en la época de los ingleses y la saturación del espacio deja ver la pobreza y miserabilidad del ambiente. Las cárceles argentinas poseen un poco de ese ambiente sórdido y superpoblado de Kalkota, de penuria e indiferencia. La película posee dos niveles netamente diferenciados en los que la poesía, la belleza, y la intelectualidad pertenecen a un modo de vida y circunstancias distintas, al blanco y negro del recuerdo. Mientras que lo miserable y fuera de la ley, sin otra alternativa más que la sobrevivencia se refugia en el reformatorio o cárceles o ciudades como Kolkata, en que unos tratan de emerger, como el alumno que lee a Tagore, y otros de subsistir. La búsqueda de un profesor, de una enseñanza superior, que nada tiene que ver con el modo de educación tradicional, es el viaje iniciático que realiza Pablo César para cuestionar no sólo la educación, sino la pérdida de valores que nos alejan de reencontrarnos con el mundo espiritual que se ha perdido. Félix (que significa feliz o afortunado) interpretado por Héctor Bordoni, al que su alumno le enseña a leer “Gîtânjalî” (Ofrenda lírica)o “El Jardinero”, va en busca de una enseñanza que lo redimensione con su profesión y lo místico. José Ortega y Gasset, creador de la brillante teoría de la razón vital, pese a su más puro racionalismo, afirma que en el hombre, el mundo poético es el ejemplo más transparente y definido de lo que se denominan “mundos interiores”, en el cual la poesía consiste en hacer callar los nombres directos de las cosas, haciendo que su investigación sea un delicado enigma. Y eso es lo que posee el filme “Pensando en él”, de Pablo César la visión de educadores que buscan crear un universo poético capaz de traspasar la sordidez y la desesperanza.
Una inteligente y teatral comedia negra sobre la alta burguesía negra La realizadora británica Sally Potter había hecho varias películas en los ‘70 y ‘80 que pasaron sin pena ni gloria. “Orlando” (1992) y su particular reinterpretación de la novela de Virginia Wolf la convirtió en una de las realizadoras más interesantes por su mirada sobre el feminismo. Pero sus títulos posteriores: “La lección de tango” (1997), “The Man Who Cried” (2000), “Yes” (2004), no fueron bien recibidas. Con “The party” recupera esa posición de cuestionar la sociedad, pero ya no referida a un solo tema sino a todo su conjunto. Sally Potter comenta que su idea fue escribir una pieza de cámara que denunciara la situación política de su país y Europa. Lo que importa, afirma, no es tanto lo que se dice, como lo que se muestra: un ambiente de corrupción social y política en el que discurre todo. “The Party” es como una especie de obra en un acto a lo Simon Gray o Anthony Schaffer, donde todo se limita a una reunión de conocidos que se convocan para celebrar el nombramiento de su amiga como Ministra de Salud, personaje que encarna Kristin Scott Thomas. Sobre la base de un encuadre teatral, de ambiente oclusivo y clima asfixiante, se desarrolla el encuentro, en el cual se critica a la burguesía, la economía y el Brexit. Daría la sensación que Sally Potter está hastiada de todo, pero en lugar de lamentarse y crear un filme sin esperanzas, organiza un espectáculo de inteligentes giros narrativos, con puntos y apartes, y situaciones divertidas. En “The Party” Sally Potter se ocupa de enviar certeros dardos para demoler posturas sobre la lealtad, la homosexualidad, la familia. También sobre ideologías progresistas y conservadoras. Sin olvidar la educación y la necesidad de un buen sistema de salud, o la peligrosa dicotomía entre sanidad pública y curanderismo, la eutanasia. O sobre el capitalismo salvaje, de la mentira de los juegos financieros y el dinero que desaparece en paraísos fiscales. Todo es susceptible de explorar, lo hace con descarnada mordacidad y lo consigue de un modo ágil e impertinente, un tono muy acertado para una historia de luces y sombras, y contrastes moralmente difusos, en donde nada queda en pie. Potter habla de tantas cosas que en cierto modo desconcierta, porque no deja nada al azar y dedica igual cantidad de tiempo a la política como al corazón. Nada escapa a su ojo avizor, ni siquiera el amor y el deseo; circula por la infidelidad, la contradicción de ideas y actos, la fecundación in vitro y las nuevas estructuras familiares, para pasar del machismo al feminismo. El pacifismo se incorpora de la mano del new age Bruno Ganz, que intenta calmar los ánimos a través de la meditación, sin resultado. También roza el nazismo y el modo de ser alemán. Como si dijera: ellos perdieron la guerra y sus deseos de conquistar el mundo, pero los están haciendo otra vez, sin armas y a través de la economía. Europa está a sus pies y la han doblegado sin sangre, sino con algo semejante a una asfixia económica y llenándola de inmigrantes de países en guerra como África y Oriente Medio. Kristin Scott Thomas, junto Patricia Clarkson, Emily Mortimer creen que el festejo será alegre y tranquilo, pero de pronto Timothy Spall, su marido, revela que está desahuciado y que le quedan pocos meses de vida. El ánimo de la reunión cambia y se desbarranca a una serie de confrontaciones que no dan respiro a la acción, a la que luego se acopla una pistola, que va a parar a un tacho de basura y luego es rescatada, y el juego de equívocos se sucede en medio de una tensión que va creciendo a medida que cada uno de los presentes va desnudando sus frustraciones. En “The Party” sólo bastaron 70 minutos para que Sally Potter desarrollara un tema a la altura de sus ambiciones, a la vez que dar un tono irreverente a la propuesta, sostenida a su vez por el director de fotografía ruso Aleksei Rodionov. La música del filme, una selección de temas de jazz de los años ‘40 y ‘50, con algún tema de Aznavour, dan el marco ideal del encuentro que se caracteriza por diálogos brillantes que fustigan como saetas a cada uno de los participantes. A esto se anexa un invitado, Cillian Murphy, que no bien llega a la casa se encierra en el baño a darse un shock de cocaína, y en medio de una transpiración fría y olorosa se instala en un apartado rincón para observa a los demás, sin atreverse a participar. Siente vergüenza o rabia por algo que sabe que es, pero no quiere darle nombre, hasta que el dueño de casa lo enfrenta a la insoportable realidad de que su mujer es amante de él. Desde el timbre que suena en los primeros minutos de comenzar la acción, la directora da rienda suelta a una ácida crítica social que ilustra en tiempo real los reveces de la sociedad británica. Las grandes cuestiones de la sociedad contemporánea adquieren un realce superlativo al ser planeadas en blanco y negro, porque el mundo se dirige a esos opuestos confrontados sin ningún tipo de matices. Todo en “The Party” se relaciona con la vida, con nuestra vida y la de los otros. Potter se ha tomado el trabajo de deconstruir, no en el sentido de disolver o destruir, sino en el de analizar las estructuras sedimentadas que conforman la base de la sociedad. Este es un filme típicamente cuántico, en el que existe un personaje borroso, que es la sociedad prisionera de una moral dudosa que se despliega en una serie de actos que la llevan a su propia destrucción.
El cine como arte evocador de la belleza que existe en la naturaleza del universo. El cine de Abbas Kiarostami es un canto a lo cercano, lo simple, lo sagrado. Sin embargo todo ese acercamiento a lo naïve es sumamente complejo. Conseguir una mirada del espectador sobre lo sencillo y natural de la vida, conlleva un bagaje cultural que abarca oriente y occidente, que parte desde la pintura “Los cazadores en la nieve”, una serie de paisajes de temporada de de Pieter Brueghel el Viejo, de 1565, con la que comienza el filme, hasta rescatar y recrear varias escenas de modernas fotografías cuyos esquemas recuerdan las bellas pinturas de las miniaturas persas. "Decidí usar las fotos que había tomado a través de los años. Incluí 4 minutos y 30 segundos de lo que imaginaba que podría haber sucedido antes o después de cada imagen que había capturado", dijo al presentar su película en Cannes. El filme se origina en el deseo de escudriñar la huella del tiempo en algunas de las secuencias sobre paisajes que inspiraron la última época de su vida. Y para ello se interna y desgrana una imagen pictórica, que es lo único ficticio sobre el resto del filme, que se abre en la pintura "Cazadores en la nieve". En el lado izquierdo del cuadro se puede ver a un grupo de hombres y perros caminando cerca de personas agrupadas junto al fuego y una línea de pequeñas casas; en el lado derecho muestra un puñado de caseríos y hombre que camina sobre un puente helado. A corta distancia y, más allá de éstas, personas aún más distantes que patinan y se arremolinaban sobre lagos de hielo oscuro. Montañas y árboles cubiertos de nieve ocupan el centro. En los siguientes minutos la pintura comienza a moverse a medida que el humo sale de una chimenea, cae la nieve, un perro orina contra un árbol, un cuervo grazna y vuela.El resto de "24 Cuadros" es un atractivo compendio de segmentos que transforman las propias fotografías de Kiarostami, de paisajes desolados, una colección de animales, y múltiples ventanas con forma de abertura, en fragmentos de una historia que habla de desolación y tristeza y que rápidamente establecen un tono de mal humor, y con el tiempo se convierten en estribillos dolorosos. Cada sección está dividida por fundidos en títulos negros e individuales (fotograma 2, fotograma 15) que crean una especie de efecto de cuenta atrás. Son 24 composiciones, sin diálogo y en tiempo real, que se van sucediendo como una catarata superpuesta de imágenes: la nieve, la lluvia, los pájaros, las olas. La hostil y salvaje naturaleza... El hombre es un animal ausente salvo en el final y en la fotografía de una familia iraní, o siria, o turca, frente a la Torre Eiffel, de espaldas, estáticos. Es el oriente que mira a occidente sin comprender bien su pensamiento. Al igual que occidente no entiende el modo de vida y pensamiento de oriente. Son mundos, misteriosos e indescifrables. Los alambres del telégrafo reciben la llegada de los cuervos que se instalan como corcheas en un pentagrama, cuya melodía se conoce a través de los graznidos. Una ola acosa a una vaca sobre la arena, de la que no sabe si está viva o muerta, mientras el rebaño pasa a su lado, una y otra vez, hasta que se levanta y se une a él. Una pareja de leones es contemplada a través de la ventana natural de un castillo derruido y semi sepultado por una tormenta de arena. Un grupo de ruidosas y curiosas ocas recibe a una inoportuna barca a la deriva... que interrumpió su paz. Un caballo en celo intenta montar a la hembra en medio de una intensa nevada, tan pasional como ellos El gris y sus matices, que van del oscuro al claro, pasando por espacios negros y otros totalmente blancos se impone. Llueve, nieva, el sol se filtra agónico en el mundo fantasmagórico de Abbas Kiarostami. En otras ocasiones Kiarostami aplana la imagen, convirtiéndola en una pila de cuñas horizontales. En un cuadro, un cielo oscuro, frío y melancólico parece asomarse sobre una barandilla esquelética que atraviesa el plano, partiéndolo por la mitad. Más allá de la barandilla, surge el agua (océano, mar o lago) y en primerísimo primer plano se focaliza a una paloma solitaria que da a la imagen el sentido de soledad y drama. Repetidamente, un movimiento, la paloma levanta su cabeza, otras que pasan, van y vuelven, convierte a la imagen en un fragmento narrativo ordenado. Luego aparecen unos renos que marchan y se detienen a esperar, al más pequeño o al más viejo. Quién sabe. Las composiciones parecen ser un tributo a Yasujiro Ozu, el cineasta japonés al que Kiarostami dedicó "Cinco" (2003), otro trabajo experimental. En “24 Cuadros” la pintura, la poesía, la arquitectura, la música que parte desde un tango de Francisco Canaro, para internarse en otros ritmos populares o temas como “Love never died” de Andrew Webber, o Chopin, son para Kiorastami un refugio ante un mundo hostil y despiadado. En Kiarostami, al igual que Andréi Tarkovski el arte es la única solución y forma de vida posible, y esto queda claro en sus ficciones. Y no hay nada más bello o entrañable en el arte, que lo ajeno al entretenimiento o la diversión, encontrando en lo terrible lo mejor de nuestra esencia. El cine como arte evocador de una belleza que está más allá de él, y que está contenida en la naturaleza del universo. Andréi Tarkovski en “Esculpir en el tiempo” sostenía: “El artista no tiene ningún derecho moral para dejarse llevar a un abstracto nivel medio, para hacer que su obra sea más comprensible, más accesible. Esto no acarrearía otra cosa que la decadencia del arte, cuando en realidad esperamos su florecimiento, creemos en las posibilidades potenciales y aún no desarrolladas del artista y también en una elevación de las exigencias del público. O al menos queremos creer en todo ello. (…) Tender hacia la sencillez es tender a la profundidad de la vida representada, pero encontrar el camino más breve entre lo que se quiere decir y lo realmente representado en la imagen, es una de las metas más arduas en un proceso de creación.” Eso en síntesis es lo que expresa “24 Cuadros” (“24 Frames”, título original en inglés) de Abbas Kiarostami, el arte en todas sus formas como un mantra, a través de sus 24 cuadros. Son poemas visuales, al estilo de los haikus japoneses, que se continúan hasta un último plano en el que aparece un espacio casi vacío de una habitación abandonada, sobre una mesa una computadora donde presumiblemente han cobrado vida estas imágenes en movimiento. En la pequeña pantalla, aparece ralentizada la última escena de “Los mejores años de nuestra vida” (1946) de William Wyler, con Myrna Loy, Fredric March, Dana Andrews, en un abrazo sobre el que se sobreimprime The End. La elocuente despedida de Kiarostami, que concluye así, con esta película como una especie de testamento poético de su largo y muy interesante viaje cinematográfico, que va desde el naturalismo más riguroso a la falsificación de las imágenes, y de la realidad al cine imaginado. Al final de su vida, Kiarostami hizo una sumatoria de su arte, digna de atención e inspiradora de su carrera en el uso de técnicas cinematográficas únicas para capturar la vida en toda su variedad emocional. En ellas lleva implícita una condena al sistema que lo ha censurado a él y otros artistas iraníes como Mohsen Makhmalbaf y Jafar Panahi. El filme hace preguntas fundamentales, ¿Dónde encuentras belleza en tu día a día? ¿Cómo te mantienes fiel a tus principios en una sociedad degradada?, sin ofrecer respuestas fáciles. El público deberá sacar sus conclusiones y sólo se enfrentará a la introspección reflexiva de uno de los artistas más importantes del cine mundial contemporáneo
Atrapado entre dos mundos, y en el espacio invisible de la palabra Stefan Zweig (1881-1942) fue uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, y el más leído y traducido en Europa entre la primera la segunda guerra mundial. Su celebridad fue inmensa debido entre otras cosas a la adaptación al cine de sus novelas, filmadas por directores como Fritz Kaufmann: “La casa junto al mar”, en 1924; Konstantint Mardschanov: “Amok” en 1927, y Robert Siodmak: “Ardiente secreto” en 1938. Tan sólo el relato “Carta de una desconocida” mereció ser trasladado a la pantalla por cineastas como Max Ophüls (1948) protagonizada por Louis Jourdan y Joan Fontaine, en China también la filmó Jinglei Xu (2004), en México Tulio Demichelli realizó la adaptación mexicana que llamó: “Feliz año, amor mío” (1955) con Arturo de Córdoba y Marga López. En 1975 se estrenó la ópera "Carta de una desconocida," compuesta por Antonio Spadavecchia, y situada en Rusia, que en 2001 Jacques Deray la adapta para la televisión francesa. Zweig fue, incluso, uno de los primeros escritores beneficiados con el surgimiento de la televisión, y desde 1937 daba conferencias televisadas ante la BBC de Gran Bretaña en las que promovía el movimiento pacifista internacional. Escapando del avance de los nazis, que creía que eran como una plaga que extendería su horror por todo el planeta, emigró en reiteradas oportunidades a varios países visitando en distintas ocasiones América del Sur, pues consideraba el continente como “La tierra prometida”, a la vez que admiraba la Argentina y se instalaba en Brasil, donde encontró la muerte. En “El mundo de ayer” sostiene en su prefacio “He sido homenajeado y marginado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración. Todo lo que olvida el hombre de su propia vida, en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto interior. Sólo aquello que yo quiero conservar tiene derecho a ser conservado para los demás. Así que hablen recuerdos, elijan ustedes en lugar de mí y den al menos un reflejo de mi vida antes de que me sumerja en la oscuridad”. (…) “¡Olvida! me decía a mí mismo. Huye, refúgiate en la espesura más íntima de tu ser, en tu trabajo, ahí donde sólo eres tú, "yo" anhelante, no un ciudadano, no el objeto de ese juego infernal, ahí, el único lugar donde la poca razón que te queda todavía puede actuar con sensatez en un mundo que ha enloquecido". Todo en sus escritos presagiaba un triste final, ya sea por una muerte elegida o sea por la mano de otros. En tiempos de guerra todo podía suceder y el brazo largo del nazismo podía llegar a cualquier lugar. A su última morada en el cementerio de Petrópolis, en Brasil, lo acompañó una procesión de más de cuatro mil personas, quienes lo despidieron cubriendo su ataúd con un torrente de flores. La directora alemana María Schrader en su filme “Stefan Zweig: adiós a Europa” se ha atrevido a incursionar sobre un personaje de múltiples facetas, que vivió en la frontera entre un mundo estructurado por los siglos y otro caótico por su joven e incipiente libertad. Entre la belleza milenaria de Europa y la exótica de América. María Schrader y su coguionista Jan Schomburg no pretendieron hacer un “biotic” que refleje y exalte la personalidad de Stefan Zweig, sino más bien tomaron distintos momentos de la vida del escritor judío-austríaco en instancias en que Hitler ascendía al poder, y él abrazaba ideales pacíficos. Y a medida que avanzaba el nazismo se afianzaba más en sí mismo manteniendo su total desacuerdo con aquella la realidad. Si bien el mundo se benefició de su presencia, sus escritos y mirada pacifista, su vida personal fue una constante lucha por encontrar su lugar en un mundo cuyo suelo le ofreciera seguridad y no una ciénaga. “Stefan Zweig: adiós a Europa” es un filme que también está relacionado con el tiempo. Se divide en capítulos y tiene lugar a lo largo de seis años, comenzando en 1936. La delineación entre episodios sugiere una colección de monografías, teniendo en cuenta que su talento se encuentra expresado en sus tratados históricos. En estos, Zweig dibuja retratos de las principales figuras de la civilización occidental, pero también encuentra paralelos entre ellos y su actualidad. En la escena de apertura, una velada celebrando la llegada de Zweig a Brasil, tiene lugar en un gran comedor con muebles completamente blancos compensados por el vivo arreglo floral en el centro; la cámara se mantiene durante la panorámica extendida, pero Schrader y el director de fotografía Wolfgang Thaler, mantienen los ojos del espectador en movimiento. Ese contraste de color se repite a lo largo de la película, dando paso a su entorno nuevo y audaz que rodeará a Zweig, en el nuevo mundo. Ese nuevo mundo que se muestra en una escena divertida y a la vez conmovedora cuando él y su esposa van camino a Arrecife para tomar el avión que lo llevará a New York, pero deben hacer una parada para ir a una celebración en su honor realizada por el alcalde de una localidad amazónica. Éste organiza una velada colmada de traspiés y situaciones cómicas. Durante sus comentarios, el alcalde espera que los Zweig regresen pronto a casa, repitiendo un proverbio brasileño: "El que no tiene país no tendrá futuro". El estoicismo reservado de Zweig muestra su primer crack, el autor casi se desmaya ante una banda municipal de música que toca muy mal "El Danubio Azul", ya que ésta melodía en vez de alegrarlo le trae el recuerdo de una Europa a la que no podrá volver y de un pasado inexistente. "Tus trabajos llegaron aquí mucho antes que tú", le dice otro representante brasileño al autor, y es verdad: Zweig amasó una reputación internacional que le proporcionaba ser bien recibido en cualquier país que fuera, cuando ya no le permitían publicar en su patria. Zweig ve en Brasil una respuesta a lo que él considera la pregunta más apremiante que existe: cómo convivir a pesar de nuestras muchas diferencias. Ese espacio conquistado en las exuberantes tierras americanas le da al escritor un mínimo de paz y, sin embargo, no puede evitar preocuparse por lo que sucede en Europa. Aunque evita condenar explícitamente los recientes acontecimientos en Alemania, porque argumenta que al hacerlo desde el otro lado del mundo, donde no está ni actualizado ni directamente afectado por él, sería perverso. La dirección de Schrader es ágil, pero a la vez respetuosa, como si considerara proporcionar los honores para Zweig y amablemente salir del centro de atención. (Tal vez no sorprende ya que es una actriz convertida en cineasta). Pequeños hallazgos ambientales dan el tono intimista que sostiene el filme: una breve escena ubica al espectador junto con Zweig mirando a través de una ventana una calle invernal de New York; no ocurre gran cosa, pero hay una emoción tranquila por el efecto de ver a la gente pasear o correr hacia alguna parte desde el otro lado del cristal. La pasividad del exterior contrasta con la irritabilidad de los personajes en el interior, ya que Zweig mantiene una acalorada discusión con su exesposa, por su reticensia ante el pedido de familiares y amigos para que les facilite la salida de Alemania. Ese efecto a lo Brecht, está presente a lo largo del filme “Stefan Zweig: adiós a Europa”, y le da un carácter de intimidad majestuosa. Schrader observa con agudeza el intelecto de su sujeto, pero habrá que leer entre líneas para obtener una idea de su mundo emocional. Sin embargo, este es un raro ejemplo de una película biográfica que da la sensación de una vida que es vivida por un actor que obliga al espectador a creer que realmente él es Zweig. Josef Hader enfrenta dos desafíos, honrar a un autor singular y señalar su conflicto interno de una manera que no parezca forzada. En esa tarea tiene éxito al mostrar a Zweig como un hombre que se desploma bajo el peso de las circunstancias. Aenne Schwarz y Barbara Sukowa actúan como la segunda y primera esposa del autor, respectivamente, consiguiendo cada una en su estilo, secundarlo con excelentes momentos privados, que les permite destacar su propia personalidad. María Schrader muestra una garantía técnica de gran solvencia. Su negativa a cortar una serie de planos o editar en la cámara le permite a la película una verosimilitud y una hondura psicológica crucial. En ella se muestra el desasosiego y la perplejidad, la desesperanza y un deseo de vivir de Zweig que contrasta con su forma de morir. El espectador no puede evitar seguir a Zweig a través del encuadre mientras otra realidad se desarrolla a su alrededor. Esta es una película sin concesiones con Zweig, pero a la vez garantiza la empatía del espectador con el personaje. Stefan Zweig será recordado por la humanidad como uno de los grandes creadores austriacos que contribuyeron, como muy pocos, a impulsar un espíritu civilizador y europeísta, opuesto a la barbarie y horror de los totalitarismos. Stefan Zweig fue un hombre que vivió, parafraseando a Gastón Bachelard: en una soledad limitada, que hace de cada vida, una comunión con el universo, en una palabra, en el espacio invisible que el hombre puede, sin embargo, habitar, y al que rodean innumerables presencias.