Tal astilla Nada remedia una familia quebrada como una temporada a merced de la naturaleza pampeana en toda su belleza, hostilidad e indiferencia. La desolación del paisaje sureño dice a gritos lo que los personajes por represión se guardan: Días de pesca (2012), Boca de pozo (2014), El invierno (2016), Nieve Negra (2017) y La cordillera (2017), dos thrillers psicológicos en lo que va del año, ambos rodeados de nieve, ambos desterrando los secretos familiares de Ricardo Darín. A esta corriente de películas de “sanación a la intemperie” se suma Temporada de caza (2017), escrita y dirigida por Natalia Garagiola, en la que un problemático adolescente viaja de Buenos Aires a San Martín de los Andes para pasar un tiempo con su desconocido padre y su nueva familia en una cabaña en el medio de la nada mientras enfrenta el duelo por la muerte de su madre. La película comienza de forma intrigante, capturando una pelea espontánea y confusa entre dos adolescentes durante un partido de rugby. Uno de ellos es el protagonista, Nahuel (Lautaro Bettoni). No se sabe por qué pelean. Bautista (Boy Olmi), el padrastro de Nahuel, no sabe por dónde empezar a hablarle o entenderlo, desesperación que Olmi captura sentidamente en lo poco que tiene de pantalla. Nahuel viajará para el sur y se quedará con su padre Ernesto (Germán Palacios) por un tiempo. El fuerte de la película es la interpretación del debutante Lautaro Bettoni. Es un adolescente creíble: inseguro, testarudo, temperamental. Cuando se cree impune, actúa de manera sobradora. Cuando intuye derrota, su reacción instantánea es retirarse. Palacios redobla la apuesta y la tensión con un padre lacónico y, presentimos, portador de una hostilidad similar. Las cenas familiares se convierten en válvulas de escape para los dos durante las cuales padre e hijo ponen a prueba el amor y la paciencia que cada uno tiene por el otro. Hasta que Ernesto decide intentar rescatar a su hijo con un tipo de violencia productiva - ya sea hachando leña o cazando venados - y Nahuel empieza a descubrir su lugar en el mundo entre otros chicos de su edad. Los diálogos son un punto mixto. Entre el elenco joven de la película suenan improvisados y naturales, contrastando con la severidad impostada con la que hablan los adultos (la esposa de Ernesto en un momento amenaza con dejar a su familia con la misma severidad con la que anuncia el desayuno). Acompañamos el desarrollo del conflicto central sin más pistas que la actuación de los protagónicos y alguna que otra conversación cargada de subtexto. El gran logro de la película es plantear el florecimiento de Nahuel como algo natural y no impuesto por artificio o necesidad melodramática. Pero dado que la estructura del guión es bipartita, y la historia jamás vuelve a ponerse tan oscura como en el medio, la segunda mitad no es tan fuerte como la primera. En el horizonte se va formando una "Gran Decisión" que Nahuel ha de terminar tomando y no sorprenderá a nadie. Y hay algo así como cinco o seis finales falsos, instancias en las que la película parece que está por acabar, pero continúa reiterando su mensaje otro rato más.
Punto caramelo El coreógrafo y doble de riesgo David Leitch es uno de los directores de Sin control (John Wick, 2014) y Atómica (Atomic Blonde, 2017), su debut solista, está cortada del mismo paño. La película ofrece la misma variedad de acción meticulosamente confeccionada y estilizada, fácil de seguir y entretenida de ver, que por más ridícula que se ponga siempre se mantiene dentro de una escala humana. Hay un punto caramelo entre absurdo y realista y estas películas suelen dar con él. La heroína y blonda atómica del título es Lorraine Broughton (Charlize Theron), una agente y espía secreta del M16 que es enviada a la Berlín dividida en dos de 1989 con la misión de recuperar un McGuffin con forma de microfilm y descubrir a un traidor en su organización. El resto de la trama es puro deporte: Lorraine se cita con otros contactos, intercambian información, se espían mutuamente y tarde o temprano todos se traicionan. Inútil intentar seguir la historia, no porque sea difícil de comprender, pero porque es más divertido dejarse llevar por amor al género. La consigna de la película es que transcurre en los 80s, lo cual da pie para una iluminación y fotografía cargadas de neón, la prevalencia de antros y clubes nocturnos “desquiciados” en oposición a un gobierno cavilante, y música de la movida glam/punk tipo David Bowie, The Clash y Depeche Mode. La película vive y respira toda esta estética, y algo se alimenta de la subversión representada, pero en definitiva no tiene nada para decir sobre la caída del muro o la víspera de la globalización occidental. El tiempo y el lugar son principalmente excusas para adornar la película. Theron se había demostrado una heroína de acción excelente en Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015) y aquí repite el truco. Su personaje no es el más complejo o interesante pero es difícil imaginar a otra actriz en el papel, porque Theron domina cada momento de la película con una mezcla única de gracia y visceralidad, y porque la película se construye literalmente entorno a su esculpida figura. La cámara siempre está admirándola, desde la delicada forma en que arquea las piernas o flexiona los músculos de su espalda hasta la dorada cabellera que estila aparentemente una vez por escena. Sobre cuestiones de estilo la heroína (y su film) son una contrapartida masculina de John Wick, que también viste impecablemente y vive en un mundo rigurosamente a la moda. Pero los films de Wick poseen una veta absurdista y por ende un humor que Atómica carece, tan arraigada (en comparación) es su relación con la realidad. Tiene personalidad pero le falta un poco de locura e inventiva, falta un mundo llamativo. El único personaje pintoresco aparte de Lorraine es Percival (James McAvoy), un agente encubierto que ha sido “tocado” por su fachada de decadencia. También se extraña un ángulo más personal. Hay un intento de intimación que es demasiado poco y llega demasiado tarde. A la protagonista no le importa mucho así que, ¿por qué ha de importarle a la audiencia? Por lo demás Lorraine se pasa la película acatando órdenes sin injerencia o interés personal alguno: su motivación es la de otra semana de trabajo, y nunca sentimos el peligro de que su misión falle ni tememos las consecuencias. La acción está brillantemente compuesta con economía y los recursos se aprovechan al máximo (la pelea más larga, de unos diez minutos, se muestra en símil plano secuencia e involucra una locación con apenas media docena de enemigos). El ritmo de la película entre estas secuencias sufre la falta de una dirección clara; problema que se intenta remediar con escenas de un aburrido interrogatorio que no aportan nada salvo conectar una trama episódica. La cuestión es que los episodios por sí solos lo valen. Aclaración: Atómica se estrena en salas 4D, para los que quieren canjear la comodidad de una sala normal por la de una atracción de feria en la que tu butaca te zarandea violentamente en un burdo intento de imitar la acción en la pantalla y cada tanto el asiento de adelante te escupe agua. No lo recomiendo.
Pluscuamperfecto Escrita y dirigida por Nele Wohlatz, El futuro perfecto (2016) es una de varias películas argentinas recientes en tratar el tema de la inmigración como una problemática interna más que social, un tanto como La Salada (Juan Martín Hsu, 2014) y Mi último fracaso (Cecilia Kang, 2016). Estelarizada por no-actores - o en su defecto intérpretes que comparten el nombre de pila de sus personajes - la protagonista es la china Xiaobin Zhang, bautizada Beatriz a su arribo en Buenos Aires. La película está enmarcada por una entrevista (¿interrogación?) en la que Xiaobin va explicando los gajes de asimilarse en una sociedad extranjera y la presión familiar de apegarse a su cultura original. El punto de vista es enteramente el de Xiaobin, y a modo de subrayar la distancia que siente entre sí misma y el resto de la sociedad, casi todos los personajes que se cruzan en su vida están fotografiados de espaldas, fuera de foco o totalmente ausentes del plano. La imagen recurrente de la película es la de una Xiaobin confundida por voces incorpóreas y condescendientes. A efectos de integrarse, comienza a tomar clases de español, buscar trabajo en supermercados y noviar con un inmigrante indio. Todo esto a pesar de los regaños de sus padres, que no le ven la gracia al español, trabajar fuera del negocio familiar (una lavandería) o relacionarse con personas que no sean chinas. La familia de Xiaobin recibe el mismo tratamiento que los demás extraños de su vida: un retrato difuso y esquivo. El estudio del español y en particular del condicional imperfecto se convierte en el símbolo y bastión de su voluntad de armar su propio futuro. El futuro perfecto dura unos 65 minutos y es duración suficiente para el retrato que hace. Gozamos de las actuaciones artificiosas como si estuvieran filtradas por la oblicua perspectiva de la protagonista, pero Xiaobin nunca logra ser interesante como persona, sólo un ejemplo al que las cosas le pasan. Su relato es tan efectivo como anémico, dando vueltas a una única cuestión y acabando de una forma que logra ser a la vez esperanzadora y anti-climática.
Pregúntame sobre mi muñeca maldita Annabelle 2: La Creación (Annabelle: Creation, 2017) es la precuela de la precuela de El conjuro (The Conjuring, 2013) y viene a servir de historia de origen para la epónima muñeca maldita, aún si las películas anteriores no dejaron mucho a la imaginación. La película es la cuarta de la serie (con dos más en camino) y representa el esfuerzo de la productora Blumhouse en ahondar la mitología de su franquicia, ignorando que cuanto más explican y más reveses inventan menos terror inspira la muñeca y la actividad paranormal que la envuelve. Por otra parte, las películas Blumhouse suelen prescindir de violencia cruenta y favorecer una construcción más bien artesanal del terror, utilizando ángulos de cámara y montaje manipulativo para desarmar al espectador y construir sustos. Al menos así empiezan y por un rato la audiencia sufre con gusto la anticipación de cada pequeño susto, para el que le gusta eso. Por esta vez incluso la película tiene el buen gusto de no acompañar estos momentos con ruidos de estruendo o algo por el estilo. Pero inevitablemente todas deben terminar exponiendo un monstruo risible y escenificando un desenlace cargado de acción pero desprovisto de toda lógica o interés psicológico. El director es el sueco David F. Sandberg, mano de obra barata pero efectiva importada directamente de YouTube. Sandberg se inició creando videos de terror en su canal y pueden buscarlos - “Lights Out, “Cam Closer” - para comprobar con qué poco arma pequeños momentos de temor. Pero lo que funciona en un video de 2 minutos en YouTube padece un tanto a lo largo de 109 minutos en la pantalla grande. La película se hace larga para ser algo de pura técnica, y pura técnica es lo único que tiene, porque la historia es débil y no muy interesante. La casa embrujada en cuestión podría ser la misma de cualquiera de las demás películas de la serie, incluso otras como La noche del demonio (Insidious, 2010) o Sinister (2012). Todas montan el mismo tipo de locación - una solitaria mansión victoriana - y esencialmente tratan sobre personas (usualmente niños) que salen a explorar la mansión de noche, atraídos por algún ruido o presencia maligna. En este caso hay media docena de jóvenes huérfanas recién llegadas al hogar del matrimonio Mullins (Anthony LaPaglia y Miranda Otto), que obviamente esconden algo. Lamentablemente no es misterio para la audiencia, así que las averiguaciones de las protagonistas carecen de tensión. La falla inevitable de estas películas, de convertir al miedo en franquicia, es que a la larga la lectura psicológica se vuelve obsoleta; la historia deja de ser sobre los personajes y pasa a ser sobre el monstruo insignia, que no representa nada y posee lazos superficiales con los protagonistas de turno. El resultado es que Annabelle 2: La Creación no trata sobre nada en particular, no desarrolla ningún tema, no le da siquiera un arco narrativo a sus protagonistas. Es un paseo por una casa embrujada que sangra estilo e inteligencia minuto a minuto.
Mato con mis críticas La torre oscura (The Dark Tower, 2017) es un insípido coctel de acción, aventura, ciencia ficción, fantasía y épica que ostenta la firma de Stephen King pero es indistinto a cualquier blockbuster engendrado mediante focus group. El entretenimiento es ligero, marginal y efímero; el impacto emocional o intelectual nulo. Hace más de una década que Hollywood busca la forma de llevar al cine la saga de “La torre oscura”, que suma más de 4000 páginas a lo largo de ocho novelas. Los estudios se han ido pasando el proyecto de mano en mano - Paramount, Columbia, Universal, Lionsgate - hasta que cayó en manos de Sony y el director danés Nikolaj Arcel, que dieron marcha adelante con un guión simplón escrito a ocho manos. La historia original es una crónica de la eterna batalla entre un “Pistolero” y “El Hombre de Negro”, encarnaciones del bien y el mal. El Hombre de Negro quiere destruir la Torre Oscura del título - el epicentro del universo - para dejar todos los mundos en existencia a la merced de monstruos invasores; el Pistolero quiere detenerlo y vengar la muerte de sus seres queridos. Los libros transcurren a lo largo de tantos años e involucran tantos saltos temporales e interdimensionales que representan un auténtico desafío de adaptación. La solución de la película es contar a las apuradas una versión de 95 minutos resumiendo las “novelas” y poniendo a un niño de 15 años en el papel protagónico, relegando al Pistolero a un papel de reparto en la que debería ser su historia de principio a fin. Todo sea por acordonar el mercado de Jóvenes Adultos que apetece más historias hechas en su imagen y semejanza. El Elegido es Jake Chambers (Tom Taylor), un joven neoyorquino acosado por visiones apocalípticas en las que la destrucción de la fabulosa Torre Oscura repercute en la destrucción del universo. Esta es la misión de El Hombre de Negro (Matthew McConaughey), un hechicero dedicado a secuestrar niños con poderes psíquicos para utilizar su energía contra la torre. Él y su ejército de “pieles falsas” (monstruos con máscaras humanas) quieren capturar a Jake, el psíquico más poderoso de todos, pero el niño huye a través de un portal a un páramo llamado Mundo Medio y cae bajo la protección del Pistolero Roland (Idris Elba). Quizás hay una forma de contar esta historia de manera que no suene tan ridícula pero Arcel y su equipo de guionistas no la han encontrado. Con apenas hora y media de duración, la película es un constante chorro de diálogo expositivo y parecería ser que el objetivo de cada escena es explicar lo que está pasando o qué va a pasar a continuación. Todo ocurre a un paso tan acelerado que las escenas carecen de peso en la historia y no causan ninguna impresión, ni en sus protagonistas ni en los espectadores. De vez en cuando hay algo que funciona - algún chiste, alguna imagen atractiva o idea ingeniosa - pero en general la película pone modo autopiloto y ahí se queda. Los efectos especiales son mediocres, los monstruos se parecen a los de cualquier videojuego y una secuencia de acción es indistinta de la otra, salvo por un instante de genialidad que haría orgulloso a Lucky Luke. Al menos Elba y McConaughey logran inyectar un poco de personalidad en una película en la que el resto de los personajes son poco más que artefactos de la trama. Elba es carismático en el papel del héroe rudo y hastiado, y el villano todopoderoso e híper-sugestivo de McConaughey raya lo caricaturesco. Otros personajes que por cámara y puesta en escena parece que van a ser importantes son descartados con una facilidad asombrosa. Todo apunta a que la película ha sido cortada y recortada varias veces, víctima de una trama demasiado enroscada y focus groups quisquillosos. Lo que vemos es un resumen esquelético, diseñado para entretener a todos pero complaciendo a nadie.
Una vida más Basada en la novela debutante del escritor naturalista Guy de Maupassant, Una mujer, una vida (Une vie, 2016) trata sobre la vida de una mujer que no sabe cómo dirigirla, y la forma en que simplemente sucede más allá de sus esperanzas o intenciones. Judith Chemla es Jeanne, una ingenua joven que ha pasado toda su vida contenida en la granja familiar. Llega un tipejo a su vida, Julien (Swann Arlaud), de credenciales dudosas y con fama de deudor, pero para Jeanne es amor a primera vista y lo desposa al instante. Cuando el idilio concluye Jeanne se encuentra sola en una casa extraña, abandonada por su marido que se va de negocios o cacería, y a merced del frío y la oscuridad (la leña y las velas son caras, protesta Julien). Julien se frustra con Jeanne, y Jeanne a cambio traslada su enojo a la servidumbre. No es una conga de infortunio pero por cada buena nueva, la vida le retruca con otra mala. Y Jeanne, personaje pasivo que es, simplemente acepta lo bueno con lo malo. La inacción siempre es su curso de acción. Y cuando no, la solución a sus problemas es la retracción: mentir, endeudarse, retirarse, todo con tal de ignorar el conflicto un poco más. Jeanne es una mujer que toma prácticamente todas las decisiones erróneas a todo momento, que no sabe elegir sus batallas, y que deposita valor en todas las cosas que no debería. La película es de época, vale la aclaración, pero no hace gala fastuosa de la dirección artística ni de los decorados ni plasticidades por el estilo. Está filmada muy, muy de cerca a los rostros de los personajes, y notablemente el trabajo de cámara es tal que se los aísla en encuadres cerrados, enajenándolos del típico plano-contraplano o toma grupal. Siempre hay una sensación de distancia, de mundos aparte. Es un procedimiento muy discreto que construye una distintiva soledad en el mundo de Jeanne. El ritmo de la película emula la lentitud bucólica de la novela quizás demasiado bien, entre que las escenas se alargan como si intentaran llenar el tiempo y a veces se hace el mismo punto en dos escenas por separado. Un recurso en particular se vuelve molesto y predecible – la idea de que cada vez Jeanne pierde algo o a alguien – cosa que pasa seguido – asistimos a la proyección de flashbacks silenciosos mostrando un tiempo en la vida de Jeanne en que semejante perdida jamás hubiera sido contemplado. Una ironía casi juvenil de parte del director Stéphane Brizé. Como reflexión sobre las decepciones e ilusiones de la vida, Una mujer, una vida está expertamente armada y a pesar de la lentitud hace un excelente planteo acerca del determinismo al que la experiencia humana está sujeta. La última línea de diálogo resume bien el film y por extensión la vida de Jeanne: la vida nunca es ni tan buena ni tan mala como uno se la espera. “Diferente” es lo que quiere decir.
Remix de acción He aquí la inconfundible obra de un director que ha dominado su estilo con tanta destreza que ahora se divierte explorando las posibilidades del medio. Una película de Edgar Wright tiene el mismo peso autoral que una de Quentin Tarantino. Describir Baby: El Aprendíz del Crimen (Baby Driver, 2017) como una película de robos y autos es como describir Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015) como una de vaqueros. Estos directores remixan trozos de distintos géneros cinematográficos - la mayoría ignorados o desestimados por la crítica - y los imbuyen con su personalidad para crear un mundo aparte. Así como el héroe de Baby: El Aprendíz del Crimen graba sonidos y remixa canciones para musicalizar su vida a gusto. Un accidente automovilístico que sufrió de chico lo dejó con un zumbido en el oído que ahora tapa con un par de auriculares y música las 24 horas del día. El héroe es “Baby” (Ansel Elgort), un joven de edad indeterminada pero con una cara que merece el apodo. Es conductor y se dedica a manejar el auto de escape de ladrones profesionales. Si es un as al volante es porque sabe musicalizar sus persecuciones con la banda adecuada. Su jefe es Doc (Kevin Spacey), que lo tiene saldando una deuda personal desde hace años. “Un trabajo más y me salgo,” dice Baby. “Un trabajo más y estamos a mano,” corrige Doc. No quiere perder la gallina de los huevos de oro. De lejos Baby parece una caricatura del hipster milenial: todo el tiempo enchufado al iPod, escondido tras gafas de sol y viviendo la vida en chiste, ya esté escapando de la policía o pidiendo café en un símil Starbuck’s. Pero rápidamente descubrimos que tanto Baby como la película no poseen un rastro de ironía o fatiga pop. El romanticismo es genuino. Baby tiene más que ver con los rebeldes sin causa de los 50s, que lo único que quieren hacer es escapar en un Cadillac hacia el ocaso acompañados de la mesera que los enamoró a primera vista (Lily James). El resto del elenco es un poco más colorido que los tórtolos principales, que en definitiva están encarnando arquetipos. Los otros delincuentes incluyen Buddy (Jon Hamm) y Darling (Eiza González), una pareja que trata cada robo como si fuera su luna de miel, y Bats (Jamie Foxx), un sociópata con un alarmante desinterés por las consecuencias de sus acciones. Es interesante la dinámica de Buddy y Bats con Baby, y la forma en que el antagonismo alterna entre personajes. El único desliz es un giro inverosímil que sufre el personaje de Doc hacia el final, el cual contradice todo lo que hemos aprendido sobre él a lo largo de la película. El film está editado al ritmo de la música que escucha Baby - el tipo de ardid que queda justificado en el guión, dado que la metodología del protagonista es coreografiar sus movimientos de acuerdo a la música indicada. Esto aún si le juega en contra: reinicia una canción porque sus compañeros ladrones no están en sincronía, o retrasa una huida porque no encuentra la canción adecuada. Si los actores cantaran junto a la banda sonora el film podría ser descrito como “musical de acción”. Hasta los tiroteos llevan el compás de la música. Pura sinestesia. La acción en sí es práctica, fluida y bien dirigida. Los autos giran y cambian de marcha dentro de un mismo plano, y la puesta en escena está tan bien cuidada que Edgar Wright jamás acude al montaje frenético para disfrazar de intensidad las persecuciones. ¿Cuántas hay? Un par al principio y otro par al final. La acción se hace extrañar en el medio pero no tanto como para demandar a la distribuidora de la película, como aquella mujer de Michigan que lleva cinco años litigando porque Drive (2011) no se parece a Rápido y furioso (The Fast and the Furious, 2001).
Paraíso Perdido El film Paraíso (Ray, 2016) del ruso Andrei Konchalovsky aborda al Holocausto desde una perspectiva inusual: sus protagonistas son colaboracionistas nazis, todos moralmente reprobables, pero representados al fin y al cabo como seres humanos. Hannah Arendt escribió sobre “la terrible banalidad del mal”; Paradise la muestra. Planteada como una serie de entrevistas a cámara (¿quién o qué está tras ella?), los personajes cuentan sus historias con naturalidad, sin hacer excusas ni buscar simpatía. Son Jules (Philippe Duquesne), un burócrata regordete y hombre de familia al servicio de la Gestapo en la Francia nazi; Helmut (Christian Clauss), un apuesto joven de sangre azul con una ambigua pero prometedora carrera en la SS y Olga (Yuliya Vysotskaya), una princesa rusa encarcelada en un campo de concentración por proteger a una pareja de niños judíos. La película - fotografiada por el gran Aleksandr Simonov - no sólo ha sido filmada en blanco y negro y maquillada con los ardides del celuloide inestable y una banda sonora resquebrajada, generando un efecto retro e incómodamente documental, sino que se presenta en el claustrofóbico formato 4:3. Mutilado así el ojo de la cámara, quedamos sujetos a la poderosa sensación de que estamos espiando la intimidad de estos nefastos personajes. Problemáticamente, gran parte de la película transcurre sin un foco muy claro en ninguno de los personajes o un hilo narrativo central. Jules, el personaje más magnético y fascinante, es descartado abruptamente, y la historia de Helmut es tan episódica que nunca estamos seguros dónde comienza su arco hasta que se cruza con Olga en el campo de concentración que le toca auditar. Entonces descubrimos la vieja relación entre ambos, documentada silenciosamente en carretes de 8 mm que imitan el tipo de algarabía danzarina que ya era nostálgica para 1942, y el resto es historia. Paraíso es un film de momentos y sentencias impactantes, complicado por una narrativa desenfocada y una breve pero clave instancia en la que Andrei Konchalovsky acude al golpe bajo. El film le valió el León de Plata a la dirección en la 73 Mostra de Venecia, lo cual es una medida más eficiente que otorgar premios individuales al poderoso trío protagónico, si bien menos justa. La intención de Paradise parece ser mostrar a estos personajes en toda su honestidad y sus contradicciones, reflexionando sobre sí mismos y sus acciones, mostrándolos complacientes e inseguros, como si su propio juicio de valor importara más que el de la película.
Vade Retro Dunkerque (Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan, es una impactante experiencia cinematográfica que va a vivir y morir en la pantalla grande, como tantos otros tour de force sensacionales. No va a haber forma de replicar su efecto en ningún otro medio y por ello vale la pena atestiguar la película en la pantalla más grande y con el mejor sistema de sonido disponible. ¿Es esta una recomendación frívola? La mayoría de los blockbusters están diseñados para aturdir con sensaciones (y entumecer los sentidos). No es el caso de Dunkerque, que trata sobre el efecto de estas sensaciones en la persona. La angustia de la distancia, acotada y a la vez inconmensurable, entre el horror de la guerra y el alivio del hogar. La desesperación del espacio abierto, la claustrofobia de la multitud. El terror de oír el zumbido de un avión, el silbido de una bomba, el eco de una bala desviada. Ambientada en 1940, la película retrata el suplicio del ejército británico - casi medio millón de soldados - sitiado en las costas francesas de Dunkerque por el ejército nazi. Apenas les deparan algunos kilómetros rumbo a casa - Inglaterra se divisa a lo lejos - pero los barcos escatiman y los bombarderos alemanes hunden la mayoría. Su única esperanza son las embarcaciones de civiles que zarpan heroicamente al rescate, y algún que otro solitario avión de la RAF que vela por ellos. La película traza y alterna tres líneas temporales, cada una proveyendo una perspectiva distinta de la evacuación de Dunkerque. La primera, por tierra, dura una semana y sigue los pasos de un joven soldado raso (Fionn Whitehead) y sus camaradas por encontrar una vía de escape hacia casa. La segunda, por mar, dura un día y nos muestra una embarcación civil capitaneada por un hombre (Mark Rylance) y su hijo rumbo a Dunkerque. La tercera, por aire, muestra una hora en la vida de un piloto de combate (Tom Hardy) sobrevolando el Canal Inglés. Alternando entre estas tres perspectivas, retrocediendo y avanzando en el tiempo, la película compone un mosaico a base de subjetivas fragmentadas e intensas impresiones de la guerra. La historia de Dunkerque es contada con urgencia y existe en el presente para todos los involucrados - no hay tiempo que perder en clichés esbozando el historial detrás de los personajes o demonizando al enemigo (el cual representa una amenaza opresiva pero incorpórea). El film tampoco se rebusca en “vender” la trascendencia de sus hechos para el desenlace de la guerra, que es lo que hace prácticamente toda película bélica. La dirección de Nolan recuerda a la de las grandes épicas de antaño hechas por David W. Griffith, Sergei Eisenstein y Abel Gance: films orquestados con un inmenso despliegue de opulencia, elegantemente montados para abarcar las dimensiones colosales de los sucesos, que muestran más de lo que explican (fiel al cine silente, hay muy poco diálogo) y con varios puntos de enfoque dentro de un masivo elenco. La película es un gran montaje de fuerzas yendo hacia o viniendo de, en la que recurre la misma imagen de personajes atentamente a la espera de lo que les depara el horizonte, y en efecto, el destino. Esto también significa que Nolan utiliza a sus personajes más como testigos que actores, y que muchos de ellos quedan a medio camino de servir un propósito más dramático. Así, el náufrago interpretado por Cillian Murphy no termina de encontrar su lugar en la historia; el oficial interpretado por Kenneth Branagh es más una fuente de exposición que un personaje por ley propia, y una trama sobre traición queda picando cuando se interpone un nuevo desastre. Hay cierta presunción sobre la calidad técnica de las películas de esa calaña, pero no se puede dejar de destacar y resaltar la practicidad de los efectos especiales, la magnífica labor de cámara de Hoyte van Hoytema y la musicalización de Hans Zimmer, que a veces peca de repetitiva o cursi pero aquí es minimalista y se confunde insidiosamente con el diseño sonoro. Y Nolan, que a menudo es culpable de forzar ardides entorno a la manipulación del tiempo en sus historias, encuentra una forma ingeniosa de desencajar al espectador e ilustrar cómo se vivió el suceso desde distintos puntos de vista al asignar una velocidad temporal distinta para cada uno. La prensa alaba Dunkerque como la mejor película de Nolan, lo cual parece una exageración, y una de las mejores películas bélicas jamás hechas. Ciertamente hace un valioso aporte al cine al plantear una nueva forma (y por nueva forma, se entiende, un regreso a la clásica) de conjugar el género, dejando de lado la visceralidad y el sentimentalismo que impregnan incondicionalmente el cine de guerra desde Rescatando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998) en pos de una manera más sobria, formal y sublime. En lo que va del año, Dunkerque es la primera película imperdible para ver en el cine.
Unfollow El círculo (The Circle, 2017) es una causa perdida de entrada. No sólo quiere impresionar en 2017 con la deshumanización de las redes sociales y la pérdida de la privacidad, sino que lo hace con tanta condescendencia e incompetencia que nadie se la va a poder tomar en serio. El resultado es un thriller sin suspenso. Un drama que chistosamente se transforma en melodrama. La película quiere ser una parábola sobre la peligrosa omnisciencia del internet. El epónimo Círculo es una red social de la onda de Facebook o Twitter, aunque el campus de la compañía (un enorme predio donde hay “yoga para perros” y los viernes toca Beck) sugiere Google y su fundador, canchero y engrandecido en sus propias presentaciones, recuerda a Steve Jobs. La amenaza de la historia es hasta dónde penetra “El Círculo” en la vida privada, y la posibilidad de que la red se vuelva un requisito ciudadano. Son preocupaciones válidas en un mundo tan obsesionado con la “conectividad” que alimenta la patología de vivir a través de los demás y fomenta un ideal de “transparencia” que sólo puede ser alcanzado vicariamente. El mundo de Mae (Emma Watson) cambia cuando deja su aburrido trabajo en atención al cliente y pasa a trabajar en lo que es, esencialmente, otro puesto de atención al cliente, donde se deja cautivar por el esplendoroso campus de “El Círculo”, las fiestas after office y el magnánimo perfil de su jefe, interpretado por Tom Hanks. Su llegada coincide con la presentación de una nueva cámara inalámbrica del tamaño de una canica, la cual supuestamente va a revolucionar el mundo, aunque esas cámaras existen por lo menos desde los 60s y hoy en día se las puede conseguir mucho más pequeñas y baratas de lo que fantasea la película. El recorrido de Mae es el mismo de tantas otras películas similares: un joven iluso de clase trabajadora es contratado por una compañía chic que sacia su sed de dinero y éxito profesional, rápidamente sobrepasa a su mentor inicial (Karen Gillan) y se convierte en el favorito de su jefe, en el camino descuida a su familia y sus amigos (sus padres son interpretados por Bill Paxton y Glenne Headly, ambos irremplazables, en paz descansen), se desilusiona cuando descubre los trapos sucios de su jefe y termina tomando una decisión obvia entre honrar sus ideales o no. Emma Watson sigue desperdiciando la incondicional buena fe que el público le tiene desde que se graduó de Harry Potter. Su actuación consiste mayormente en fruncir el ceño y entreabrir la boca, y si queda un paso por encima de Kristen Stewart es porque de vez en cuando arquea una ceja (la derecha). Nada de lo que demuestra aquí sugiere que tiene madera de protagonista, aunque tampoco ayuda que sus acciones se sientan más como artificios del guión que como decisiones auténticas del personaje. O la evidencia con la que dirige James Ponsoldt, que siempre ubica a John Boyega en el fondo y lo cruza de brazos para que no nos quepa duda de que algo urde su personaje, y empieza a despeinar a Karen Gillan a la altura de la historia en la que su personaje, el guión dictamina, debería sentirse amenazado por el de Emma Watson. A veces todos los elementos de una película conspiran contra el éxito de la misma. Hay una idea y hay una inquietud, ambas actuales y dignas de ser exploradas, y algunas de las secuencias satíricas funcionan en la medida en que logran captar la forzosa idea de “comunidad” que promueve la red social. Pero casi todo ha sido plasmado de la forma más obvia e incompetente. Si el final se siente particularmente abrupto e insatisfactorio es porque había una intención de cambiar el de la novela original de Dave Eggers por algo más tenue y crowd-pleaser (por no decir hipócrita, en relación al resto de la historia) pero a James Ponsoldt y a Dave Eggers no se les ocurrió nada y así quedó el film, un testamento a su falta de inspiración.