Proyecto de vanidad Milla 22: El escape (Mile 22, 2018) es un thriller de acción con una premisa sencilla y efectiva que no tarda en sabotearse a sí mismo con un montaje que promedia planos de uno a dos segundos y vuelve ininteligibles todas las escenas, ya sean simples conversaciones o enrevesadas secuencias de acción. El director Peter Berg ha sintetizado las peores costumbres del thriller post-9/11 en una película que las reúne todas, desde lo formal y lo estético hasta lo ideológico. El principio es aunque sea prometedor porque evoca la destreza de un Michael Mann al orquestar una sofisticada redada en la que agentes encubiertos sitian una guarida rusa. Otra escena, un extenso tiroteo a mitad de la calle, parece ser una cita directa a Fuego contra Fuego (Heat, 1995). Evidentemente hay una buena coreografía detrás de las secuencias de acción - en especial las que involucran a la estrella de La redada (The Raid, 2010), Iko Uwais - pero Berg ha cometido el equivalente a rayar su propia película al montarla de manera tan confusa. Como en Búsqueda Implacable 3 (Taken 3, 2014), en la que Liam Neeson no puede saltar una cerca en menos de 15 cortes, Milla 22: El escape tritura indiscriminadamente todas sus escenas en cientos de pequeños y nerviosos planos en un equivocado intento de falsificar emoción e intensidad. Se deduce que el frenético montaje enmascara un producto mundano y poco atractivo. La película está poblada por personajes gritones y desagradables - con Mark Wahlberg a la cabeza - que más que hablar deliran, y sus diálogos son tan prescindibles que no pueden completar una oración sin que la cámara se distraiga con cualquier otra cosa. Tal es la desesperación de la película por alentar una llama que no está ahí. La trama no provee un contexto claro o fuerte, y la película demora alrededor de una hora en resumir todo lo que ha pasado, aclarar qué está ocurriendo y determinar cuál es el objetivo. El quid esencial es que una peligrosa substancia ha caído en las manos equivocadas y un equipo de agentes encubiertos está cargo de recuperarla. Liderados por Silva (Wahlberg), el equipo llega a un país tercermundista genérico con la misión de escoltar al informante Li Noor (Iko Uwais) las 22 millas que lo deparan de un avión a cambio de información clave. Conste que esta premisa es en realidad la consigna del tercer acto, y que nada de lo que lo antecede importa al público o a efectos de la trama, salvo por un detalle del principio que prepara un giro. El mismo no es particularmente sorpresivo pero es lo más parecido que la película tiene a un momento interesante, por irónico. El final en sí es insatisfactorio y cae como una necia apuesta a que algún día una secuela proveerá a la película una conclusión. Con un protagonista insufrible (nunca mejor descrito cuando su superior le ordena a gritos “Deja de monologar, maldito bipolar”), un elenco de personajes mal caracterizados, un talentoso artista marcial sacrificado en el altar de un montaje nauseabundo, diálogo puramente expositivo y un guión flojo e incoherente, el producto final queda al nivel de un proyecto de vanidad del peor Steven Seagal.
Glorioso In Memoriam Ya quisiera todo actor tener a Lucky (2017) como su última película. Harry Dean Stanton falleció a los pocos meses de su estreno en marzo de este año, lo cual vuelve aún más conmovedora esta pequeña y humilde reflexión sobre la mortalidad - y la aceptación de la mortalidad - del ser humano. El legendario actor tenía un admirador en el legendario crítico, Roger Ebert, quien formó la teoría de que ninguna película que incluyera a Harry Dean Stanton podía ser del todo mala. Basta echar una mirada a su filmografía, que cuenta con alrededor de 200 interpretaciones, para darle la razón. Icónico como actor de reparto, no fue hasta Paris Texas (1984) que obtuvo un papel estelar y qué final más digno para su vida y obra con otro rol protagónico. La película es tanto sobre su personaje como sobre sí mismo: Lucky/Stanton es un anciano y testarudo vaquero de 90 y tantos que vive en un pueblito en medio del desierto de Arizona. Es querido por cuanta persona roza su vida pero más solo que una ostra al final del día. Su rutina es mundana pero amena: hace yoga a la mañana, va a un diner a tomar café y completar crucigramas, hace las compras (leche), mira programas de juegos que no le importan y termina sus noches bebiendo en un bar de viejos conocidos. De repente un disparador: se cae. No es ni un infarto ni un derrame, no está enfermo y se encuentra en perfecto estado. A su edad, bromea el doctor, dejar de fumar probablemente le sería aún más nocivo que seguir fumando. La conclusión es que Lucky es viejo y no hay más que hacer salvo empezar a pensar en la muerte. Un empedernido realista (tiene un diccionario a mano siempre que tiene que definir la palabra), sin familia de quien despedirse ni grandes propósitos que cumplir, Lucky y la película que lleva su nombre se abocan totalmente a la discusión y aceptación de la muerte, sin caer en morbo o sentimentalismo barato. Es esta candidez lo que termina volviendo a la película en un triunfo, más allá de que funciona como un espléndido homenaje a su estrella póstuma. Muchas películas ostentan tratar la mortalidad y sus implicaciones nihilistas, pero pocas se animan a la franqueza y madurez de Lucky. En ningún momento la película se vuelve pretenciosa con su temática ni traiciona la sinceridad de su propuesta. Celebra la armonía de los pequeños momentos, las conexiones insospechadas con gente pasajera, el valor de la aceptación como felicidad. Dirige el actor John Carroll Lynch en su debut como realizador, sobre un guión original de Logan Sparks y Drago Sumonja. La crítica ha sugerido equivalencias al cine autoral de los 60s de un Estados Unidos que empezaba a explorar la vida interna de sus personajes marginales – el cine de Bob Rafelson o Hal Ashby, por ejemplo. Otra comparación apta es específicamente Una historia sencilla (The Straight Story, 1999), de David Lynch. Aquella película también comenzaba con una fatídica caída y pasaba a reflexionar con serenidad sobre la mortalidad del ser humano. Harry Dean Stanton aparecía en aquella película, y el mismísimo David Lynch aparece en esta, consternado por la desaparición de su tortuga (¿amuleto de la inmortalidad?). Tom Skerritt hace acto de presencia también, pronto a intercambiar anécdotas de guerra y ofrecer consuelo. El pueblito, descubrimos pronto, abunda en sabios con historias significativas a mano. Quizás así es la vida. Lucky es una bella película, un glorioso in memoriam a un excelente actor que con una sencillez engañosa descubre nuevas formas de hablar sobre aquello que damos por entendido y sobre lo cual no solemos animaros a pensar demasiado.
El último depredador mortal Escrita y dirigida por Shane Black, el arlequín detrás de los guiones de Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), Arma Mortal 2 (Lethal Weapon 2, 1989), El último Boy Scout (The Last Boy Scout, 1991) y El último gran héroe (Last Action Hero, 1993), El depredador (The Predator, 2018) abandona toda pretensión de suspenso o terror para abocarse de pleno a la comedia. Como la criatura de la serie Alien, el epónimo Depredador ha sido tan sobreexpuesto que ha terminado sangrando toda la mística que lo volvía terrorífico y atractivo. La decisión pues ha sido replantear la trama entorno al Depredador en clave cómica, sentenciándole el mismo destino que han sufrido todos los icónicos monstruos de las franquicias de los 80s. Los eventos se suceden con la cadencia y espontaneidad de una historia improvisada, sin reparar en causas o consecuencias. Una de dos posibilidades: o el guión ha sufrido numerosos cortes y recortes, o Black ha improvisado gran parte de la trama en búsqueda de humor. La misma dibuja un ridículo garabato para enmarcar una sencilla historia de cazador y cazados. Reúne a un mercenario, McKenna (Boyd Holbrook), quien se bate a duelo con el Depredador en el primer acto; su hijo autista, quien recibe el casco del Depredador como trofeo y se convierte en una presa intergaláctica; una científica (Olivia Munn) a cargo de estudiar y eventualmente cazar al Depredador; una agencia gubernamental cuya estupidez e incompetencia motorizan gran parte de la trama y un autobús de veteranos traumados que McKenna amotina súbita e improbablemente. La cuestión de probabilidad e improbabilidad termina siendo irrelevante a efectos de la película dado que no pretende tomarse muy en serio y el verosímil maneja valores más parecidos a los de una época en la que las audiencias suspendían su incredulidad con más facilidad. En ese sentido Black logra capturar una sensibilidad anacrónica por los 80s con mucha más sinceridad y mucho menos esfuerzo que otras narraciones, y ni siquiera tiene que ambientar su historia en la década. El problema es que el realizador ha cambiado el género de terror por una comedia que no es particularmente graciosa. Algunos de los personajes resultan simpáticos - Sterling K. Brown como el villano de facto es particularmente efectivo - pero el humor, cortesía de los “Lunáticos” que se unen a la cruzada del protagonista, es una cacofonía de chistes forzosos contados a las apuradas. Por cada uno que acierta hay otros veinte que quedan picando. Black es de la escuela de agotar al espectador al punto de congraciarse con él. Con la presencia del Depredador desbaratada por una trama aleatoria y sinsentido que no observa ninguna disciplina a la hora de estructurar tiempo, espacio o personajes con coherencia, el resultado es difícil de recomendar como otras cosa que entretenimiento fatuo. Lo poco que funciona aún es lo que no ha sido alterado con el tiempo y es mérito del film original: el diseño del Depredador y su tecnología, la personalidad silente pero evocativa de la criatura, los raros momentos de ingenuidad sangrienta. Los que todavía recuerden Depredador (Predator, 1987) de John McTiernan probablemente van a salir decepcionados.
Check out Hotel de criminales (Hotel Artemis, 2018) tiene un look noir/retro-futurista atractivo, reúne un talentoso elenco (¡Incluyendo a Jodie Foster en su primer papel en 5 años!) y parte de una premisa intrigante, lo cual hace que el genérico resultado sea tanto más decepcionante. La película tiene algo del sórdido cine B de cineastas “situacionales” como John Carpenter y Walter Hill, aunque sea más en espíritu que forma. Trata sobre un exclusivo hotel para criminales, sin duda inspirado en la cadena Continental de la serie John Wick, que sirve de hospital y refugio para ladrones, asesinos y traficantes en una Los Ángeles futurista. Reúne el tipo de gente que necesita reglas como “No matar a otros huéspedes”. La premisa es ridícula pero la película balancea el absurdo con humor (el hotel supuestamente secreto despliega un enorme cartel de neón promocionándose a sí mismo). Foster interpreta a la gerente y única enfermera del hotel, un decrépito edificio estilizado a lo art déco y abastecido principalmente con nanotecnología e impresoras 3D. Tiene un colosal asistente (Dave Bautista) y sus huéspedes portan el nombre de sus cuartos temáticos: la asesina Niza (Sofia Boutella), el traficante Acapulco (Charlie Day) y los hermanos Waikiki y Honolulu (Sterling K. Brown y Brian Tyree Henry), que llegan malheridos tras atracar un banco. El problema es que más allá de la prometedora presentación la película no posee un conflicto marcado y no tiene a dónde dirigirse. Los jugadores se encuentran en jaque toda la partida, la cual se resume en interminables conversaciones sobre lo que ya pasó (Foster posee un trasfondo trágico), qué está pasando (policías y manifestantes chocan violentamente en las calles) y qué va a pasar (se anticipa mucho la llegada del “Rey Lobo”, una figura clave pero tardía que podría estar sacada de una obra de teatro). A lo largo de la película no hay misterio, suspenso ni tensión. Los personajes hablan sin actuar, dicen de todo sin mostrar nada, y en los peores casos el diálogo peca por sus forzosos intentos de resultar astuto o memorable. El irritante personaje de Day resulta superfluo. La película tarda en empezar porque no hay nada en juego, y para cuando sí lo hay tiene poco y nada que ver con todo lo que vino antes. La introducción de un policía herido al hotel es la oportunidad perfecta para comprometer al personaje de Foster y problematizar la harmonía entre sus huéspedes pero el recurso prácticamente pasa desapercibido. Para cuando llega el “Rey Lobo” (Jeff Goldblum) es demasiado tarde y las oportunidades que abre se desperdician como tantas otras. La decepción se magnifica doblemente porque Hotel de criminales es una obra original, escrita y dirigida por el debutante Drew Pearce. Se detecta el apego del realizador a buenas ideas y las ganas por plasmarlas en una obra con una afectada personalidad, pero la historia parece haber sido pensada posteriormente a los pintorescos personajes y escenas que claramente motivaron la creación de la película.
El lamento de Otranto La monja (The Nun, 2018) representa un débil y poco inspirado intento de continuar expandiendo el “universo” creado por El conjuro (The Conjuring, 2013), su secuela y la seguidilla de películas laterales sobre la muñeca maldita Annabelle. La demoníaca monja del título ha hecho apariciones esporádicas a lo largo de la serie y esta suerte de precuela viene a explicar, más o menos, sus orígenes. El resultado es monótono, previsible y en manera alguna aterrador. Un cura y una novicia (Demián Bichir y Taissa Farmiga) viajan a una remota abadía en los bosques de Rumania para investigar el suicidio de una monja en 1952. El cura arrastra consigo la culpa de un exorcismo fallido y la novicia duda si quiere graduarse de monja o no, caracterizaciones que son genéricas y en el caso del cura no poseen resolución. Se les suma un tercero: un autoproclamado “franchute” cuyo grito de guerra es “soy francocanadiense”. Es el relevo cómico, pero toda la película es un chiste. En lo que trama refiere no hay nada más que decir sobre La monja. Los tres personajes llegan a la abadía - un bastión gótico con toda la pompa y máquinas de humo de una producción Hammer - se separan y comienzan a merodear por las noches llamándose entre sí. Las puertas se abren, los electrodomésticos se prenden, los espejos reflejan cosas extrañas. Se exprime a más no poder el temor de que cualquier monja trajeada al darse vuelta resulte ser “la” monja, o estar muerta, o no estar ahí. No hay nada especial en este juego de indicios, amagues y sobresaltos. Dado que en los primeros minutos vemos cruces invertidas en llamas, cataratas de sangre y el mismísimo monstruo de la película, cualquier intento posterior de mesura o sutileza es un despropósito. Lo único remotamente atemorizante sigue siendo el rostro maquillado de Bonnie Aarons. Daba miedo en El camino de los sueños (Mulholland Dr., 2001) y sigue dando miedo aquí a pesar de los esfuerzos del director Corin Hardy en exhibir su monstruo indiscriminadamente y la insistencia del guionista James Wan en explicar qué es, de dónde viene, qué quiere, etc. Un sencillo plano de “Valak” parada al final de un pasillo en El conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) es tanto más efectivo que cualquier cosa que se muestre en esta película. A falta de una trama o algo parecido comenzamos a notar las incoherencias e inconsistencias de una película que jamás establece reglas claras sobre los poderes y los límites de su monstruo. En definitiva cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento, lo cual socava tanto la lucha de los protagonistas como el temor por el monstruo, que aparenta ser todopoderoso pero se contenta con orquestar pequeños sustos o estrangular a medias a sus víctimas. Hay por lo menos dos relatos fraguados en el esplendor del terror gótico que no sólo triunfan a pesar de una ausencia clara de reglas sino que hasta gracias a dicha ausencia: “El castillo de Otranto” de Horace Walpole y “El manuscrito hallado en Zaragoza” de Jan Potocki. Lo que tienen en común más allá del género es la decisión, quizás necesidad, de presentarse como ficciones ambiguas y remotas dentro de marcos históricos-apócrifos. Un equivalente posible en el cine de terror moderno sería El proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999). Nada de lo que ocurre en La monja estaría fuera de lugar en ninguno de estos relatos. Ambos proponen una serie de eventos espeluznantes y de naturaleza dudosa sin una lógica de causa y consecuencia obvia. Claro que La monja es incapaz de crear una atmósfera propicia, ordenar sus escenas de manera efectiva, desarrollar un tema con peso dramático o siquiera hacer de cuenta que la historia tiene valor inherente y no parasita un fenómeno cultural mayor a sí misma.
La chica y el mar A la deriva (Adrift, 2018) es una dura historia de supervivencia basada en hechos reales - cortesía del mismo director de la descarnada Everest (2015) - pero empaquetada cual tragedia romántica para “jóvenes adultos”. Comparación que se invita sola dada la presencia de Shailene Woodley y Sam Claflin, ídolos importados de las sagas Divergente (Divergent) y Los juegos del hambre (The Hunger Games), y se afinca en las cursis y mundanas escenas en las que se cortejan. Tami y Richard son dos jóvenes itinerantes que cruzan caminos en Tahití. La atracción es instantánea: comparten pasados turbios, les gusta navegar. Nunca los conocemos mucho más allá de las primeras impresiones. Sin nada mejor que hacer aceptan la oferta de pilotar un yate 6500 kilómetros hasta San Diego. El motor de la embarcación es destruido durante un huracán y ambos quedan flotando a la deriva, casi sin raciones y con la débil esperanza de dar con alguna de las pequeñas islas que muestra el mapa. Que el guión esté basado en un libro escrito por una tal Tami remueve gran parte de la tensión de la película, cuyas escenas alternan indiscriminadamente entre el cortejo de la pareja en tierra firme y el tour de force que prosigue la noche del huracán. Las escenas de peligro y supervivencia en altamar tienen todo que envidiarle a la superior Todo está perdido (All ls Lost, 2013), excepto por la ingenuidad fotográfica de Robert Richardson. En cuanto al aspecto romántico, Woodley y Claflin tienen buena química pero logra ser aún menos memorable, víctima de cursilerías que ni siquiera escapan la autocrítica de la propia película. El montaje alternante roba de inmediatez a la historia sin agregar nada salvo relleno que cumple el único propósito de la elipsis. ¿Dónde está la visceralidad de Mar abierto (Open Water, 2003), 127 horas (127 Hours, 2010), Gravedad (Gravity, 2013)? El diálogo entre las dos mitades de la película se vuelve repetitivo e irrelevante. Tami oscila entre brava heroína y objeto de desprecio al menospreciar inicialmente la oferta laboral por motivos banales y preferir (brevemente) morir de hambre a comer pescado. Si A la deriva se mantiene a flote es gracias a un giro de creatividad, casi hacia el final de la cinta. Es difícil de describir sin arruinarla pero es el buen tipo de giro, de los que se mantienen imprevisibles hasta que ocurren y entonces resultan obvios. No es que cambia el significado de la película sino que le da uno. ¿Es preferible esperar al final de una historia para sorprender con un momento de ingenio a ahorrarse las sorpresas y emplear dicho ingenio desde el comienzo? Shailene Woodley es una buena actriz e imbuye a Tami con una vivacidad y simpatía que el guión desconoce. Recorre de manera sucesiva y convincente los estados de pánico, desesperación, deterioro, pena y coraje. Hay una historia verdadera y asombrosa debajo de todo, pero la dirección de Baltasar Kormákur es demasiado hastiada como para inspirar grandes emociones y el guión - escrito a seis manos - es tan arrítmico y desequilibrado que no le hace gran justicia.
La inquietud La Quietud (2018) es una ficción de telenovela filmada y actuada con la seriedad de un drama. Reúne una familia de mentirosos bajo el mismo techo y exacerba un sistema de relaciones superficialmente plácidas hasta que los viejos resentimientos estallan y los secretos salen a la luz. Hay revelaciones, contra-revelaciones y suficiente material para llenar una novela turca en Telefé, pero la dirección, actuaciones y temáticas subyacentes elevan el material. El foco de la historia es el triángulo formado por las hermanas Mia (Martina Gusmán) y Eugenia (Bérénice Bejo) y su madre Esmeralda (Graciela Borges). Reunidas en la estancia “La quietud” tras el accidente cerebrovascular del padre, Eugenia es la hermana ausente (regresa de París) y por lo tanto la preferida de la madre. Esmeralda no disimula su desprecio por Mia y Mia compensa con una fijación edípica por su padre. Reunidas las hermanas por la noche se desnudan, se meten en la misma cama y comienzan a masturbarse alentándose mutuamente con recuerdos eróticos de su niñez. La escena existe, según Gusmán, para “incomodar” y porque “está bueno vencer barreras e incorporar dentro del inconsciente colectivo la idea de que las hermanas también pueden masturbarse juntas”. La escena retrata tajantemente la simbiosis infantil entre las hermanas, aunque narrativamente no conduce a nada - queda como un non sequitur impresionista. El segundo acto suma dos zánganos en la estancia, interpretados por Joaquín Furriel y Édgar Ramírez. La novela redobla apuestas. Una hermana tiene sexo con el novio de la otra, la otra tiene sexo con el escribano de la familia, hay un embarazo y no se sabe quién es el padre, un accidente de auto, un juicio, un funeral y extensos monólogos en los que Mia, Eugenia y Esmeralda rompen en llanto. La película cuenta con actuaciones consistentemente buenas aunque en algunas escenas Esmeralda queda al borde de la caricatura, híbrido de su contrapartida telenovelesca y la irascible matriarca que Borges interpretara en La ciénaga (2001). A pesar de la estructura folletinesca el guión baraja relativamente pocos elementos y los aprovecha en buena medida, problematizando cada situación al máximo y conservando la unidad de acción de un drama intimista manchado con la histeria del melodrama. Hay momentos bien realizados donde lo ridículo transgrede en la comedia. El clímax se visualiza perfectamente en una coreografía en plano-secuencia en la que la cámara baila un vals en una funeraria mientras los personajes intentan contener sus verdaderas emociones. Subyacente al melodrama hay una trama secreta cuyo talante no sorprenderá a nadie una vez que la matriarca de la finca insiste en llamar “gobierno militar” a la última dictadura. Más que una sorpresa termina siendo la única conclusión posible de una trama de perspectiva histórica con foco en una familia donde las peleas más dañinas giran en torno al revisionismo, ya sea la fecha de una vieja filmación o algo más turbio.
Secuela por mano propia ¿Merecía un thriller de acción tan pedestre como El justiciero (The Equalizer, 2014) una secuela? El justiciero 2 (The Equalizer 2, 2018) reúne nuevamente al director Antoine Fuqua, el guionista Richard Wenk y la estrella Denzel Washington para continuar las aventuras del misterioso justiciero McCall, pero la película convida más de lo mismo sin elevar el concepto ni agregar nada nuevo sobre el personaje o su mundo. McCall (Washington) es un ex agente especial que dedica su austero retiro a hacer justicia por mano propia, cumpliendo favores para gente tan humilde que la mayoría de las veces ni se los pide. Ya sea recorrer medio mundo para rescatar a una niña de criminales turcos o repintar el grafiti de una pared, McCall está al servicio de quien lo conmueva. Su altruismo es balanceado por la condescendencia paternal con la que trata tanto a sus amigos como enemigos. No hay trama central per se, más bien un listado de cosas que McCall tiene que hacer, ninguna particularmente más importante que la otra. La cantidad de subtramas es un problema porque redunda en una historia desenfocada y casual, extendiendo tediosamente una película que no tiene centro. Para cuando todas las tramas terminan (sin necesariamente confluir) la suma es tan ridícula como pretenciosa. Quizás el ridículo va con el territorio de la película, a pesar de que se toma a sí misma muy, muy en serio. Como su antecesora, El justiciero 2 se basa libremente en la homónima serie de los 80s. Fiel a la década, la secuela parece haberse inspirado en los clichés que solían motorizar las cansadas franquicias de los 80s que ya no sabían que inventar para entretener a sus héroes: vengar la muerte de un viejo aliado, enfrentar fantasmas otrora mencionados, apadrinar un chico rodeado de malas influencias y orientarlo hacia el bien. La única justificación posible que explique la existencia de la película es la presencia de Denzel Washington, un protagonista efectivo y carismático, y la mano de Antoine Fuqua. Si el guión de la secuela no eleva el concepto de la original, la dirección eleva el guión de Richard Wenk. Fuqua dirige con estilo y mesura: sabe crear atmósfera y mantener tensión. Las escenas de acción son pocas pero intensas y todas ocurren en una clave entretenida. Quizás aún cebado tras realizar la remake de Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 2016), ha decido fotografiar la película como un Western idolatrando a su estrella. Esto es evidente desde la primera escena, en la que McCall pelea en el bar de un tren, y en el espectacular, tétrico clímax ambientado en un pueblo fantasma en proceso de ser azotado por un huracán. Los mejores momentos de El justiciero 2 - propulsados casi exclusivamente por su protagonista y la estética que lo ornamenta - quedan desperdiciados en una película que confunde personalidad con pretensión, en una historia demasiado frívola como para merecer el talento que la ha fraguado.
Su película si decide aceptarla Misión Imposible: Repercusión (Mission: Impossible - Fallout, 2018) reafirma lo que ya había demostrado Misión Imposible: Nación Secreta (Mission: Impossible - Rogue Nation, 2015): Tom Cruise es una de las mejores estrellas multipropósito que el cine moderno goza y sus mejores películas proveen el tipo de glamor y entretenimiento ingenioso que la mayoría de los tanques de Hollywood se conforman con imitar, a falta de talento, con ironía. En una época saturada de secuelas, precuelas, spin-offs y remakes es un raro placer dar con la sexta entrega de una franquicia que no ha perdido la energía de la original. Quizás se debe a la versatilidad de la serie iniciada con Misión Imposible (Mission Impossible, 1996). Comparando las primeras tres películas, cada una ha sido estética y estilísticamente moldeada por su director: el suspense hitchcockiano de Brian De Palma, la desmesurada idolatría de John Woo, la economía televisiva de J.J. Abrams. La maleabilidad de la serie ha sido uno de sus mayores fuertes porque la ha mantenido fresca al contar, una y otra vez, la misma historia. Misión Imposible: Repercusión es lo más parecido que la serie ha tenido a una secuela directa, importando al villano de la película anterior (Sean Harris), varios personajes recurrentes a modo de relevo cómico cosechados a lo largo de toda la serie (Ving Rhames, Simon Pegg, Alec Baldwin) y no menos de dos intereses románticos (Rebecca Ferguson, Michelle Monaghan), todos organizados entorno a la figura del súper espía Ethan Hunt (Cruise) en clave idólatra. Buenos y malos concuerdan en diálogos que pecan de autocomplacientes y rozan la parodia: Hunt es lo mejor que les ha pasado en la vida. Si Ethan Hunt merece la simpatía del público es porque Cruise no tiene problema tanto en desafiar como humillar las limitaciones físicas de su personaje. Quizás este intento de homogeneizar la franquicia barajando personajes y subtramas recurrentes es en respuesta a la popularidad de los “universos cinematográficos” del día de hoy. En algunos casos el proceso se nota forzado, como la repentina inclusión del personaje de Monaghan que insiste en saldar deudas emocionales que, de acuerdo a las últimas dos películas, no tiene. En otros casos son productos geniales, como el fantástico homenaje a Vanessa Redgrave (la vil Max de la primera película) que compone Vanessa Kirby. La realidad es que el ridículo es parte de la gracia de estas películas, que son tanto una celebración a sí mismas como a un género de cine en particular. Escrita y dirigida nuevamente por Christopher McQuarrie, las escenas de acción son realizadas con el tipo de claridad y creatividad espacial típicamente reservadas para el reino de la animación. La producción es elegante, la cámara tajante, el montaje intenso. La acción ha decrecido en escala (como claramente anuncia la hazaña introductoria) pero las escenas poseen una forma fluida de conectarse entre sí, de transformarse viñeta a viñeta en tono y forma de acuerdo a las necesidades de la trama. Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015) es una buena comparación en términos de ritmo y visceralidad. Misión Imposible: Repercusión no es particularmente ambiciosa ni muy diferente a las últimas dos películas de la serie. Una séptima entrega probablemente necesite sacudir las cosas de nuevo. Pero fue fácil decirlo cuando se estrenó Mad Max: Furia en el camino y “Repercusión” lo hace igual de fácil: he aquí la mejor película de acción del año.
Infierno en la torre No hay mejor crítica a Rascacielos: Rescate en las alturas (Skyscraper, 2018) que la que hace el propio protagonista a mitad de la película: “Esto es estúpido”. Si hay una constante en común que ninguno de los imitadores de Duro de matar (Die Hard, 1988) jamás ha comprendido - incluyendo el propio Bruce Willis - es que por más sencilla que sea la trama debe acatar las unidades aristotélicas de acción, tiempo y lugar, y el héroe debe ser circunstancial. Condiciones que Rascacielos: Rescate en las alturas ignora al complicar la historia de una torre en llamas y designar como héroe al jefe de seguridad, interpretado ni más ni menos por Dwayne Johnson. La trama involucra el ataque terrorista a un imponente rascacielos en Hong Kong. Esto sería más excitante si hubiera alguien dentro. Los únicos ocupantes son el arquitecto, atrincherado en un suntuoso pent-house junto al MacGuffin que los terroristas buscan, y la familia de Sawyer (Johnson), atrapada en medio de un incendio a la espera del rescate. Para cuando Sawyer hace su entrada triunfal al rascacielos ya se ha enfrentado a medio Hong Kong y ha violado tantas leyes de la física que el resto parece pan comido. Algo comprende “La Roca” del mito de John McClane así que se da una desventaja: una pierna prostética. Pero la pierna falsa termina salvando el día más veces de las que lo complica. El mensaje es simpático pero tendría más impacto si hubiera un arco de superación y el discapacitado no fuera alguien acostumbrado a estelarizar unas 50 películas de acción por año. Rascacielos: Rescate en las alturas es más película de desastres que acción y la acción se resume en sortear diferentes tipos de obstáculos: llamaradas, explosiones, un ascensor en caída libre, una turbina a máxima velocidad. Dado que no hay carne de cañón y las secuencias de acción carecen de creatividad o lógica, la historia jamás se presta al asombro, suspenso o tensión. Ejemplo: Sawyer puede saltar un precipicio de veinte metros pero no uno de cinco así que decide crear un estrafalario puente para que su esposa lo atraviese ida y vuelta en vez de que su hijo lo cruce una sola vez. La película es tan monótona que inyecta no una sino dos traiciones, ambas tan obvias que el director y guionista Rawson Marshall Thurber no pierde tiempo en descubrirlas y desperdiciar sus consecuencias. Como la mayoría de los elementos de la película, podrían no estar ahí y no haría diferencia. Hay algo del cine más prolífico y patético de Gerard Butler en Rascacielos: Rescate en las alturas aunque Johnson tiene la ventaja de su inefable carisma, mezcla de tipo rudo y Boy Scout. Hace una buena pareja junto a Neve Campbell, quien tiene el deleite de sumar sus propios actos de heroísmo a la cinta en vez de rendirse a la inutilidad. La parte más inverosímil la tiene dirigiendo a la inepta policía de Hong Kong, la cual queda embobada mirando sus pantallas sin saber bien qué hacer. Dwayne Johnson es un buen héroe de acción y en el espíritu de los más grandes héroes de acción ha llegado a un punto de su carrera en la que él produce sus propias películas, esencialmente vehículos de distintas formas y colores motorizados por su el ícono de su persona. Rascacielos: Rescate en las alturas tiene eso y a Neve Campbell a su favor y prácticamente nada más.