La favorita (The Favourite, 2018) es una cómica y oscura fábula sobre la manipulación y el deseo desorbitado. El maestro absurdista sobre relaciones humanas Yorgos Lanthimos está en su elemento en la corte de la corona británica del siglo XVIII, donde las personas han reprimido sus emociones a tal punto que el deseo toma formas extrañas. La historia es un juego de ajedrez entre dos cortesanas en el que el peón es ni más ni menos que la propia reina. La duquesa Sarah Churchill (Rachel Weisz) es su consejera y amante, el poder detrás del símbolo, hasta que su prima Abigail (Emma Stone), una noble desposeída, entra en el servicio real y al descubrir la relación urde un plan para insinuarse lentamente y reemplazar a Sarah. Ambas son inteligentes, ambas comprenden inmediatamente las intenciones de la otra, pero la etiqueta fuerza una falsa cordialidad entre las primas. La viuda Reina Ana (Olivia Colman) tiene tanto hambre de amor como las primas tienen hambre de poder. O desconoce sus intenciones o elige el simulacro de amor por sobre no tener nada: de una u otra forma es un ser patético y enfermizo. La película trata esencialmente sobre una persona que quiere conservar el poder y otra que quiere quitárselo, en una tensa competencia por humillarse y socavarse mutuamente. La guerra, difusa e inútil de trasfondo, no sirve para nada salvo como munición en la guerra privada entre las primas y un cuarto jugador, Harley (Nicholas Hoult), un ministro opositor y suerte de comodín burlón. El guión de Deborah Davis y Tony McNamara es satisfactorio porque cuenta con dos fuerzas en feroz oposición, ambas representadas por personajes con claras motivaciones y aún más claros objetivos, ambas actuando y propulsando una trama cuyo conflicto incrementa cualitativamente y cuantitativamente. Suena obvio pero es gracias a cimientos tan fuertes que Lanthimos puede darse el gusto de una puesta en escena tan grotesca y oblicua, imitando el caprichoso espíritu de la época sin nunca perder el significado subyacente de cada escena. Tanto más fascinante es la trama porque percibimos la tragedia detrás del vicioso triángulo y la corte de locos que adorna el palacio. Hay una carencia elemental en todos los personajes, una deficiencia clave en la maquinaria que sirven con tanto propósito y tan poca perspectiva. Todos los personajes están tan desentendidos de lo que realmente quieren -o sienten- que caen en medidas desesperadas y lamentables por saciar una necesidad que no comprenden en primer lugar. Los animales son un motivo recurrente para el director de La langosta (The Lobster, 2015) y El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017), aquí chivos expiatorios para la persona enajenada: lo vemos en las ridículas carreras de patos en la corte, en el deporte de fusilar aves en cautiverio y en los 17 conejos enjaulados en la recámara de la Reina Ana, histérica y desesperada al final de una vida de perder - no es coincidencia - 17 hijos, la mayoría fetos. La fotografía, sobria y lavada, dependiente de la luz natural como en Barry Lyndon(1975), recuerda a las pinturas de la época. Las tres actrices principales dan tours de force impecables, expresando varias facetas aún a través de la censura emocional que era costumbre. La época se conjura efectivamente, pero sin la opulencia y ostentación habitual del género, traicionando el verosímil con anacronismos cómicos o formales cuando así le conviene. La exactitud histórica es secundaria en La favorita, porque Lanthimos se acerca nuevamente a una verdad sobre cómo se lastiman los seres humanos cuando no comprenden qué es lo que duele.
Spider-Man: Una nueva franquicia Spider-Man: Un Nuevo Universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018) balancea una premisa ridícula - ¿qué tal si hay una infinidad de dimensiones alternativas pobladas por héroes marca Spider-Man de todos los colores, formas y tamaños? - con un enfoque sorprendentemente personal y emotivo. La película es puro contraste: choques atractivos entre animación clásica y moderna, narración y meta-comentario, espectáculo e intimidad. En un mundo harto saturado por el cine de superhéroes, la película hace que el género parezca vivo y refrescante. En sus momentos más flojos Spider-Man: Un Nuevo Universo elige estilo sobre substancia, pero nunca deja verse preciosa o ser divertida. La trama es familiar y sigue los mismos pasos de una típica historia de origen, balanceando la eterna dicotomía entre el amor propio y el trabajo en equipo, pero hecha con personajes entrañables y la sensibilidad de una cinta de Pixar. El mayor triunfo de los directores Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman es haber capturado la forma del cómic tanto en forma como en espíritu, con un verosímil tan absurdo como sentido. Miles Morales (Shameik Moore) es un joven afroamericano admirador de Spider-Man y protagonista de película para niños por excelencia: es nuevo e impopular en la escuela, tiene un pasatiempo peligroso, padres que lo quieren pero no lo comprenden, etc. Vandalizando un subterráneo junto a su tío recibe la picadura que lo transforma en (un) Spider-Man y acto seguido se le unen cinco más, todos salidos por un portal que - en resumidas cuentas - deben volver a cruzar y cerrar para salvar sus respectivos mundos. Su primer aliado es el menos peculiar pero por lejos el mejor: un Peter Parker (Jake Johnson) cuarentón y panzón que se convierte en el desganado mentor de Miles. La pareja hace un gran dúo cómico. Sigue Gwen Stacy (Hailee Steinfeld), con el ingrato deber de ser “la mujer” - responsable, severa, condescendiente - en una película de superhéroes. El resto del equipo es más extravagante y se inspira en diversas convenciones de la animación: un detective de 1930 en blanco y negro (Nicolas Cage), una chica animé (Kimiko Glenn) acompañada de su leal robot y un cerdo antropomórfico armado con las leyes y el arsenal de una caricatura (John Mulaney). Es una lástima que estos personajes reciban tan poco uso, que se relacionen apenas tangencialmente con la trama y que nunca superen las risas que conlleva su tardía introducción. El eclecticismo del elenco se refleja en las diversas técnicas de animación con las que la película ha sido lograda y en la estética que imita la de un cómic - la visualización de pensamientos y onomatopeyas, la sucesión de viñetas estilizadas, el falso sombreado de toda textura y superficie. Los enemigos clásicos de Spider-Man reaparecen imaginados en claves fantásticas y exageradas que jamás podrían lograrse “en vivo” ni verse tan bien. Los creadores de la película juegan y aprovechan todos elementos del medio. El potencial de la historia quizás no se realiza al máximo (el “universo” del título, pensándolo en frío, es mayormente irrelevante y fácilmente reemplazable por algo que deje menos preguntas sin hacer o contestar) pero sin lugar a dudas Spider-Man: Un Nuevo Universo es una de las mejores películas de superhéroes o animación que se han producido en los últimos años.
Jinete Pálido Basada en hechos reales, La mula (The Mule, 2018) dramatiza la historia de Earl Stone, un veterano de guerra de noventa años que al borde de la bancarrota decidió contrabandear droga para el Cártel de Sinaloa. Clint Eastwood dirige e interpreta a Stone en una obra simpática y un poco ingenua (quizás a la par de la historia que la inspiró) que nunca llega a cobrar la dimensión personal que sugieren sus mejores escenas. Las mejores películas del Eastwood post-Western se conjugan como despedidas sentimentales: Los imperdonables (Unforgiven, 1992), Million Dollar Baby (2004), Gran Torino (2008). Ésta aborda las mismas temáticas de remordimiento y redención pero en una clave más ligera y casual, a veces pasándose del lado de la comedia. El resultado es simpático y totalmente funcional gracias al incomparable porte de su estrella y un par de escenas descarnadas hacia el final, pero la historia nunca toma la altura necesaria para causar gran impacto. Pesan demasiado las indulgencias, los excesos, un tono general de complacencia. Es difícil criticar las exageraciones de la película sin la historia real de referencia. El verdadero “Stone” contrabandeó droga durante una década sin inconvenientes; el de Eastwood parece dedicarle una fracción de ese tiempo a su nueva profesión, ascendiendo velozmente dentro del cártel mexicano al punto de codearse con el capo y convertirse en su favorito en cuestión de meses. Que los narcos se vean obligados a tolerar la constante insolencia y condescendencia del viejo gringo (junto a todo quien se cruza en su camino) es el tipo de vanagloria que uno encontraría en aquellas comedias familiares que celebran la tercera edad como el fin del filtro social. La fórmula va de la mano con el cascarrabias de Clint pero el humor es azaroso, oscilando entre simpático y bochornoso. Tan inmune parece Stone a todo tipo de amenaza que durante gran parte de la película no hay conflicto. Stone disfruta de la buena vida, ganando fortunas por un trabajo que implica grandes riesgos pero requiere poco esfuerzo. Los narcos son demasiado dóciles y los policías demasiado incompetentes. La DEA, encabezada por dos insulsos agentes interpretados por Bradley Cooper y Michael Peña, comienza una investigación en paralelo pero las escenas son poco más que pasatiempos aburridos que no suman nada y a nada conducen salvo cuando más conviene. Lenta y discretamente se construye el verdadero conflicto de la historia: la marchitez de la familia de Stone, que consiste de tres generaciones de mujeres decepcionadas por su ausencia (interpretadas impecablemente por Dianne Wiest, Taissa Farmiga y la propia Alison Eastwood). Wiest es una actriz veterana de la altura de Eastwood y la inesperada y conmovedora escena que les toca compartir durante el clímax de la historia es inmejorable, digna de una mejor película. La mula es defectuosa y a veces torpe pero aún en sus obras menos memorables Eastwood siempre sabe encontrar el corazón de la historia y centrar su mensaje de manera simpática y entretenida.
Good John Callahan No te preocupes, no irá lejos (Don’t Worry, He Won’t Get Far On Foot, 2018) es una biopic bastante convencional sobre un hombre que se volvió famoso por un humor poco convencional. Tras quedar paralizado de por vida, John Callahan se descubrió caricaturista en sus intentos por recuperar la motricidad de sus manos y se dedicó a crear crudas viñetas llenas de humor negro. El tipo de humor que en 1983 era controversial y hoy en día sería directamente prohibitivo. Desde su silla de ruedas Callahan daba su bendición al resto del mundo para reírse de temáticas tabú como discapacidades. De ahí el título de la película (basada en sus memorias), tomado de la capción que subtitula una imagen de una pandilla de vaqueros a caballo que descubren una silla de ruedas abandonada en el desierto. Como Gary Larson y Gahan Wilson, Callahan presentaba imágenes absurdas pero el humor emanaba de las oraciones sencillas y declarativas que las acompañaban, por lo general dando a entender un tétrico o ridículo implícito. La película ilustra los chistes más famosos de Callahan como pequeñas animaciones, pero el foco del guión no es el arte ni la carrera del hombre, ni presenta su cuadriplejia como el gran obstáculo a sortear. En lo que a la película (y seguramente al libro detrás) respecta, la verdadera discapacidad de Callahan era su alcoholismo, identificando al resto de las tragedias de su vida como meros síntomas de la verdadera enfermedad. La mayor parte de la película detalla la rehabilitación mental de Callahan, que debe aprender a dejar de tener lástima de sí mismo, dejar de asignar culpas e identificar correctamente la raíz de sus problemas. El corazón de la película está en el lugar correcto. Pero más allá de la intención el recorrido no es muy distinto al de otras películas mejores o peores pero definitivamente parecidas. Gus Van Sant ya quería hacer la película en los 90s con Robin Williams en el papel principal; es fácil imaginar el tipo de biopic sentimental y vigorosa que hubiera salido de aquella colaboración porque se parecería a tantas otras películas de ambos artistas por aquella época. Joaquin Phoenix es algo viejo para interpretar al protagonista desde los veintitantos pero es una buena elección para dar vida al dañado y traumado Callahan. Jonah Hill hace de su mentor, un gurú gay que más allá de reunir a sus acólitos en su exuberante mansión y tratarlos de “cerditos” los indoctrina severamente para que abandonen el rol de víctimas cuanto antes. ¿Hace bien la película en dedicarle más tiempo a Callahan como víctima que como héroe irreverente? Jack Black, en tan solo dos escenas, sugiere una vida entera y compleja. Rooney Mara en el monótono papel de la enfermera/novia de Callahan es una adición obligada e históricamente incorrecta. Puede que No te preocupes, no irá lejos no sea la película más representativa del hombre o del artista, y la forma no esté totalmente a la altura del contenido, pero propone el mensaje correcto, cuenta con dirección y actuaciones fuertes y celebra un merecido in memoriam.
¡Mer-Man! Ninguna película de superhéroes ejemplifica mejor el inherente vacío que las inspira y su hambre de mitología como Aquaman (2018), un monstruo de Frankenstein sin identidad a la que llamar propia. Comparación injusta con el monstruo, que reconoce su condición y resiente a su creador. Las mejores partes de Aquaman aceptan la ridiculez del concepto y proponen un espectáculo entretenido; las peores hacen de la película algo demasiado serio para su propio bien. La película comienza con citas literarias a la obra de Julio Verne y H. P. Lovecraft, reinterpreta una vieja leyenda escocesa entre el cuidador de un faro y una femme fatale submarina para explicar los orígenes del mestizo Arthur Curry (Jason Momoa), lo transporta a la Atlántida de Platón para disputarse la corona con su vil hermanastro (Patrick Wilson), luego lo sube a una avioneta para seguir los pasos de un Indiana Jones o Nathan Drake a la caza de viejos tesoros en templos perdidos y finalmente se cobra las citas a Verne y Lovecraft al descubrir el prehistórico hueco de la Tierra y pelear contra los herederos de Cthulhu en el abismo oceánico. Todo al servicio de una nueva versión del ciclo artúrico, con un tridente en vez de una espada: ¿logrará Arthur alzar la legendaria arma incrustada para reclamar la corona y guiar a su pueblo? Todo eso resulta divertido en un nivel episódico y en la medida en que la película no se toma a sí misma demasiado en serio. Dado que el principio y el final adquieren dimensiones portentosas en un intento de darle a la historia más peso del que merece, el resultado es que la parte media de la película es la más entretenida, cuando está imitando un serial de aventuras y concentrándose en la farsa cómica/romántica entre Arthur y la bella Mera (Amber Heard). Su relación es la misma que tiene todo hombre y mujer en el virgo universo de los superhéroes: la de un fanfarrón malcriado y una figura maternal serena, responsable y llena de reproche. Momoa y Heard aunque sea tienen la química que la mayoría de las otras duplas carecen. Wilson es efectivo en papeles que piden que su personaje sea a la vez artero y contraproducente. Un segundo villano, Manta (Yahya Abdul-Mateen II), se compone como el némesis de Aquaman pero no deja gran impresión más allá de un traje bonito. Nicole Kidman y Willem Dafoe se desperdician en papeles menores, relegados a explicar mucho y decir poco. Estas sesiones expositivas suelen culminar con una explosión y la llegada de un grupo de matones cuyas súbitas interrupciones parecen inspiradas en las de la Inquisición Española de Monty Python. Esto ocurre en la película no una ni dos sino tres veces, y ya a la primera el efecto es cómico. Evidentemente el foco de la historia no es tanto Aquaman (flashbacks a su niñez y entrenamiento parecen más obligatorios que integrales a la trama) así como el mundo alienígena que se descubre aquí en la Tierra, inspirado superficialmente por todo tipo de mitos, leyendas y obras literarias y cinematográficas. No compone un mundo muy convincente pero la esquizofrenia de la película termina siendo su mejor arma. Tiene muy poco a lo que llamar propio y en su afán de edificarse colección de Grandes Hits termina imitando algunos buenos pero sin crear nada original.
Un gran salto El primer hombre en la luna (First Man, 2018) es una biopic que como su protagonista rehúye toda noción de gloria o grandeza - más allá de aquellas estudiadas palabras que profiriera al pisar la superficie lunar - para concentrarse en el drama interno de un hombre harto sufrido y los tecnicismos de su profesión. La historia, que comienza con la prematura muerte de la hija de Neil Armstrong, adquiere un tono enlutado del cual jamás se recupera. Armstrong tampoco. La película está escrita por Josh Singer, guionista de En primera plana (Spotlight, 2015) y The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (The Post, 2017); sus guiones priorizan una reproducción casi documental de anécdotas históricas por sobre un núcleo dramático. Hace un buen repaso de los hitos - la mayoría trágicos - de la Carrera Espacial que concluiría el 20 de julio de 1969. El centro emocional de la historia queda a cargo de la dirección de Damien Chazelle, diestro para evocar intensidad y realismo, y Ryan Gosling - el de ojos tristes y silenciosa congoja - en el papel de Armstrong. Su actuación es tan poderosa como discreta. Seleccionado por la NASA para participar en el programa Apollo, Armstrong muda a su esposa Janet (Claire Foy) y sus hijos y comienza una década de entrenamiento, pruebas y misiones accidentadas. Los proyectos fallan. Sus amigos mueren. El país lentamente le toma rencor a un programa costoso que en nada ayuda a aliviar el apremiante descontento social. El contexto histórico es pincelado marginalmente, y nada nunca es tan interesante como la perspectiva del astronauta. Como en tantas películas de guerra, su esposa no tiene nada para hacer salvo aguardar al lado de la radio o el teléfono y demandar más atención en el momento inoportuno. Comenzando con el vuelo y aterrizaje forzoso de una nave supersónica en el desierto de Mojave y pasando por cualquier cantidad de situaciones tensas en el espacio, la película presenta todo tipo de triunfos en edición, sonorización y cinematografía. El foco está en la inmersión virtual en primera persona más que en el espectáculo épico. Lejos de la ostentación técnica de Gravedad (Gravity, 2013), Chazelle ancla la perspectiva de las secuencias de vuelo en las chirriantes cabinas de los astronautas y deja que el entorno inmediato palpite y haga eco de la magnitud de lo que están viviendo. El resultado es de un realismo tenso y atrapante. La película presuntamente se toma libertades sobre su protagonista al adivinar el enigma detrás de su introversión. Se dan varios motivos para ir a la luna pero el definitivo parece estar relacionado con la catarsis de un hombre dolido. El final es inesperadamente sentimental y probablemente no verídico pero a efectos de esta versión funciona porque concluye un largo viaje de represión emocional. El uso de flashbacks y alucinaciones “motivacionales” está mucho mejor logrado que en algo como Revenant: El renacido (The Revenant, 2015), donde los muertos del héroe adquieren una dimensión simbólica genérica. El primer hombre en la luna probablemente es una experiencia demasiado lúgubre para recibir la popularidad que merece (ya en Estados Unidos sufrió en la taquilla por obviar la colocación de la bandera estadounidense sobre la superficie lunar). Pero cuenta una historia excepcional de manera atractiva y técnicamente maravillosa sin olvidar la dimensión humana.
Esto es Halloween Es una rara y linda confluencia que John Carpenter y Jamie Lee Curtis se reúnan tras cuarenta años para colaborar en una nueva HALLOWEEN (2018), la cual no sólo ignora las nueve peores iteraciones de la franquicia sino que sirve de secuela directa para la primera y mejor Noche de brujas (Halloween, 1978). Si la serie aún tiene fans éste es el tipo de tormentas perfectas con las que sueñan. Dirige David Gordon Green, ducho en el gótico sureño desde Undertow (2004). Carpenter revitaliza la clásica banda sonora con nuevos reveses synth y hace de productor junto a Curtis, quien reinterpreta a la superviviente original Laurie Strode con dejos post-traumáticos. Hasta regresa Nick Castle, el Michael Myers original. Todo está en su lugar. Un descuido: que Green haya escrito el guión junto al comediante Danny McBride y su segundo Jeff Fradley, quienes imbuyen la historia con un humor jocoso e inapropiado para una película de terror. Cuarenta años a la fecha de aquel fatídico Halloween, el asesino serial Michael Myers escapa de prisión y continúa su matanza por los suburbios de Haddonfield, Illinois. En lo que a la película concierne Michael sigue siendo “pura y simple maldad” y así lo trata, una fuerza tan implacable como desinteresada. Los intentos frustrados de varios personajes por psicoanalizar al monstruo suenan a meta-comentarios sobre el legado de otros cineastas más ineptos que intentaron modernizar (ej. complicar) a Michael Myers. Del otro lado se encuentra Laurie, quien a la inversa de su torturador ha desperdiciado su vida pensando en él y preparándose para reencontrarlo. Mientras prepara el inevitable duelo intenta reconectar con su hija y su nieta, la primera harta de la paranoia de su madre, la segunda fascinada por la mitología. La película reconstruye aquellos icónicos y ominosos planos en los que Michael Myers acechaba a la distancia y hace algunas equivalencias ingeniosas al poner a Laurie en su lugar, ya esté observando a su enajenada nieta desde lejos o desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos para cazar al cazador. Son homenajes sutiles y útiles a la trama. En su punto culminante HALLOWEEN es la mejor película que ha producido la serie desde que se hacen secuelas (no que ello conlleve gran mérito), y una buena opción para conmemorar la festividad del título. En su cometido es efectiva - sencilla pero hecha con destreza cinematográfica. La película sufre definitivamente las decisiones más bizarras del guión y la dirección, como los ya mencionados impases cómicos (las cuales ocurren de la peor manera, en el peor momento), personajes que desaparecen inexplicablemente, un casting poco versátil más allá de la impecable Curtis y un giro sorpresa que existe más por conveniencia que lógica. Una secuela es inevitable. En un mundo perfecto éste sería el broche de oro que pone fin a la serie, no con la dignidad intacta pero sí habiéndola recuperado. El plano de la calabaza despedazada que se recompone lentamente al compás del tintineante crescendo de Carpenter lo dice todo.
Un manifiesto político En 1944 Anna Seghers publicó la novela “Transit”, sobre el furtivo éxodo de emigrantes que intentaban escapar de una Europa crecientemente nazi. El director alemán Christian Petzold adapta el libro a tiempos modernos con Transit (2018), o quizás adaptación no es la palabra correcta. Es una trasposición: la misma historia es desplazada intacta a la contemporaneidad sin sufrir por ello otro cambio que el cosmético. El acto de transponer la historia al tiempo presente, despojada de toda referencia directamente política, es en sí un poderoso manifiesto político. También es la forma barata de hacer la película. Un hombre llamado Georg (Franz Rogowski) es confiado con dos cartas dirigidas a Weidel, un escritor famoso implicado en la resistencia contra un estado fascista. Al descubrir que Weidel se ha suicidado y la resistencia ha fracasado, Georg se arma con el manuscrito del escritor y escapa rumbo a la ciudad portuaria de Marsella, donde refugiados de todo el mundo aguardan tramitar su libertad y zarpar hacia América. Al principio sin quererlo, Georg se hace pasar por el escritor muerto a cambio de un salvoconducto para él y la esposa de Weidel. El resto de la acción ocurrirá en el limbo de Marsella. Georg se enamora perdida y unilateralmente de Marie (Paula Beer), la viuda del hombre que está personificando - ¿cómo convencerla de que escape con él, de que lo espera en vano, sin revelar la muerte de su esposo o el hecho de que ha tomado su lugar? Mientras tanto Georg se relaciona con los demás refugiados: el perdedor que ni con todos los documentos del mundo puede tramitar un simple visado, la mujer que ha sido dejada atrás para que cuide inútilmente de dos perros, el niño inmigrante y su madre muda que forman una especie de familia sustituta en la que Georg hace de padre y esposo. Una historia sobre esperar puede ponerse monótona pero Christian Petzold mantiene el interés y la tensión introduciendo personajes llamativos con motivaciones claras y personalidades fuertes; crea y sostiene además una sensación de opresión que recurre amenazantemente y de formas inesperadas, algunas obvias (nada más aterrador que el ruido de sirenas y la incertidumbre de a qué responden y hacia dónde se dirigen) y otras más discretas que operan a raíz de subvertir expectativas inconscientes. Muchos personajes aparecen y reaparecen cuando menos lo esperamos y de manera insólita, pero siempre lógicamente, lo cual alimenta la atmósfera de inquietud y ansiedad. La descripción podría tomarse por la de un thriller pero en realidad Transit es un estudio del personaje de Georg, la figura del sobreviviente eternamente tensada entre la decisión correcta y la conveniente, y sobre cómo en situaciones extremas es difícil distinguir entre las dos. La tragedia es que Georg, multiplicado en varias personificaciones y simulaciones - algunas más allá de su control - cree que está eligiendo entre bienes irreconciliables cuando en realidad está eligiendo entre el menor de varios males. Pretende ser tantas cosas, voluntaria o involuntariamente, que la historia se convierte en un reto a su poder de decisión: quién es y con qué se compromete.
Sopa Ya pasó con Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016): los rivales de Marvel contestan sus películas de superhéroes con películas sobre antihéroes en un intento por acaparar el nicho oscuro e irreverente que Iron Man, el Capitán América y sus amigos no poseen, pero el resultado es pura bravata. Venom (2018) cuenta con una premisa bizarra pero sigue un guión rutinario y su ejecución es mucho más genérica de lo pretendido. Como Escuadrón Suicida, la película ha sido víctima del manoseo de la junta directiva de Sony desde el vamos. Tras una década de producción infernal Venom se estrena con clasificación +13 en vez de la pretendida +18 y con una buena parte de la cinta descartada - la mejor parte, según Tom Hardy, productor y estrella de la película. Mientras tanto los ejecutivos de Sony han invocado los nombres de John Carpenter y David Cronenberg como quien aclama la ayuda de los dioses, pero nada de lo que aparece en la cinta evoca su magia salvo de la forma más cosmética posible. Eddie Brock (Hardy) es un periodista que lo tiene todo y en tiempo récord todo lo pierde tras acusar al líder de una poderosa corporación de experimentos inhumanos. Sin novia ni carrera y condenado a un dos ambientes en San Francisco un poco menos vistoso que el que tenía antes, Brock infiltra la corporación en busca de pruebas y sale convertido involuntariamente en el portador del voraz parásito extraterrestre que le da nombre a la película. Venom es el Hyde (o el Hulk) de Brock, una criatura demoníaca hecha de dientes y tentáculos que se apodera de Eddie para violentar maleantes y de vez en cuando comerse sus cabezas. Los mejores momentos de Venom son invariablemente cortesía de Tom Hardy, que una y otra vez demuestra lo bien que hace de alguien falto de amor (propio o ajeno) que ha tocado fondo. Ya esté intentando timonear la esquizofrenia que es hospedar a Venom o sucumbiendo a los impulsos surrealistas del monstruo, el actor compone impecablemente a un perdedor querible y mucho más creíble que la falsa autocompasión que promulgan la mayoría de los Übermensch de los cómics. Pero por cuanto se cargue al hombro la película la estrella se queda corta de salvarla. La premisa es suficientemente absurda que amerita un enfoque más cómico y desinhibido del que la película recibe. El villano, por ejemplo, es un científico que quiere fusionar hombres con alienígenas para poder venderles bienes raíces en el espacio y es interpretado con absoluta seriedad por un aburridísimo Riz Ahmed. O bien la película podría volcarse a la oscuridad que supuestamente está cortejando en vez de jugar a lo seguro. El espíritu y la estética de Venom reflejan una sensibilidad grotesca afín a la de films como Spawn (1997) y Blade (1998), pero paso a paso el guión sigue el mismo arco narrativo utilizado para retratar cuanta historia de origen ha agraciado el cine de superhéroes durante la última década. Venom es entretenida a pesar de ser caótica (o quizás gracias a ello) pero la película es un enorme testamento al potencial derrochado del proyecto. La escena post-créditos introduce un prometedor villano interpretado por un excelente actor y deja picando la pregunta de por qué la película no podía utilizarle de punto de partida en vez de amarretearlo para una secuela. Las decepciones se acumulan. El director Ruben Fleischer no demuestra la misma inventiva de su anterior Tierra de Zombies (Zombieland, 2009) para generar humor o miedo, los momentos más absurdos o terroríficos son aplanados por la mundanidad del material, el imponente Venom es reducido a una versión prácticamente infantil y Tom Hardy queda sólo remando un barco que se hunde.
Horror memético Slender Man (2018) es una película de terror tan inepta, genérica y desprovista de imaginación que hace que La monja (The Nun, 2018) parezca en retrospectiva el pináculo del esplendor gótico. La existencia de la película parte con dos desventajas: el monstruo - un coco espectral que allá por 2009 era tema favorito en el trucaje de fotografías tétricas en ciertos foros de internet - es irrelevante hace años, y en 2014 su nombre quedó indeleblemente relacionado a un intento de homicidio. Atrapado entre el temor a la demora y el temor a la controversia, Sony ha terminado lanzando la película como quien se saca la tarea de encima: sin ganas, sin esfuerzo y sin vergüenza. Por demanda de la distribuidora la clasificación por edad de la película tuvo que ser reducida, el guión tuvo que ser reescrito y hasta el montaje original tuvo que ser descuartizado más allá de la lógica de acción o continuidad. El resultado es un producto demasiado ininteligible aún para gozar el cuestionable honor de ser un film de terror mediocre. Aún si la película no estuviera agujereada como se la presenta hoy - con elipsis insólitas, cortes sinsentido, personajes desaparecidos y narrativas inconclusas - nada sugiere que había una visión motivando la génesis del proyecto. La trama, o lo que se infiere como tal, reúne un cuarteto de chicas adolescentes en un pueblito anónimo compuesto por una escuela, un bosque, cuatro casas y una calle mal iluminada. Luego de ver en internet un video maldito que tiene todo que envidiarle al de La llamada (The Ring, 2002) las chicas empiezan a encontrarse, una por una, con fenómenos sobrenaturales que no responden a ningún sentido salvo el de asustarlas. Una por una desaparecen; supuestamente por “Slender Man”, aunque el montaje las olvida igual de indiscriminadamente. No hay gran arte en la composición del director Sylvain White, que proviene de la televisión y filma como tal. Cuando una de las chicas habla el director dedica diligentemente planos singulares a cada una de las otras, para que sepamos que están escuchando. La película prueba suerte en distintas localidades en teoría atemorizantes - un bosque, un hospital, una biblioteca - pero no da con la atmósfera en ninguna de ellas. Los sets se reciclan tanto que las cuatro casas de las cuatro chicas podrían ser la misma, lo cual rinde una metáfora apropiada para el hecho de que las chicas también son indistinguibles entre sí. Las actuaciones del reparto, desde las protagonistas hasta el elenco de adultos que las rodea, son entumecidas y rayan la recitación. ¿Qué le queda a Slender Man? Algunas imágenes sueltas que, con el contexto adecuado, podrían llegar a surtir efecto. La criatura en sí es interpretada por Javier Botet, que daba miedo en la serie REC (2007-2012) y La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015) y como distintos cocos en otras películas. Dado que el modus operandi de Slender Man es quedarse parado el contorsionista no tiene gran espacio para inyectar personalidad o temor al monstruo. Claro que el movimiento es antitético al aura espeluznante de un ser que nunca fue tan espantoso como cuando apenas se vislumbraba, borroso y diminuto, en el fondo de una fotografía en blanco y negro. Toda la película, incoherente como ha quedado y recargada de melodrama y sustos baratos, es antitética a la sutileza que hizo del monstruo alguna vez algo atemorizante.