A pesar de todo Hay ocasiones en las cuales importantes actores parecieran realizar algunos papeles buscando más el beneplácito de la crítica o los premios, que una destacable performance que provoque un crecimiento del film que protagonizan. Al ver Sentimientos que curan, ese gran intérprete llamado Mark Ruffalo pareciera haber caído en esa categoría/trampa. Este largometraje estadounidense narra la vida de un padre maníaco depresivo que trata de recuperar a su esposa intentando tomar responsabilidad por sus dos hijas, quienes no le hacen la tarea nada fácil. Sentimientos que curan es una producción demasiado fragmentada, que no permite que ninguna situación crezca emocionalmente; un film de momentos que tienen en común a sus protagonistas pero que nunca logra armar un contexto sólido y concreto como para alcanzar el sentimiento que pretende. Además, cae en lugares comunes, en circunstancias demasiado trilladas desde lo dramático, que provocan más un rechazo que una empatía. Como se dijo anteriormente, Ruffalo cae en el estereotipo del personaje enfermo que busca redimirse con la vida, resultando reiterativo en todo sentido, a pesar del esfuerzo que realiza por darle “volumen” a un rol que no lo permite. Tal vez, la tarea de Zoe Saldana resulta más creíble por ser un papel más acotado que el del intérprete de Hulk en Los Vengadores. En definitiva, Sentimientos que curan no logra alcanzar la potencia dramática que pretende, quedando a mitad de camino en todo. Nunca logra transmitir en forma concreta sus emociones, siendo un híbrido que sólo será recordado por la fallida actuación de Ruffalo. Más allá de esto, ¡te queremos Mark!
Una sucesión de hechos bochornosos ¿Es necesario exponer a un bebé a una historia tan trágica y macabra? ¿Se pueden tratar temas tan complejos como la maternidad, la muerte y los límites entre lo correcto y lo equivocado con tanta liviandad? Son preguntas que me quedaron dando vueltas luego de ver el film danés Una segunda oportunidad. La película narra cómo dos amigos policías intervienen en la pelea de una joven pareja de adictos y descubren que en el placard de la casa está escondido un bebé. Ese hecho cambiará sus vidas para siempre, luego de que una sucesión de tragedias ocurran y la noción de justicia de uno de ellos comience a tambalearse. A pesar de la frialdad con que es contada la historia, que uno supone viene de la forma de ser del pueblo escandinavo, la película nunca juzga o posa la lupa sobre comportamientos o acciones de los personajes, lo cual podría ser positivo si dejara al espectador decidir qué pensar sobre un determinado hecho. Lo cierto es que Una segunda oportunidad nunca le ofrece tal opción al espectador, ya que todo transcurre con una normalidad o “tranquilidad” que por momentos asusta y no permite ni la mera reflexión sobre las imágenes. Nada parece tener castigo o remordimiento alguno, todo ocurre porque sí, sin ofrecer un subtexto que permita ahondar en los sucesos que se cuentan. Más allá de lo que cada uno pueda pensar sobre cuáles son los temas trascendentes de la vida, todos sabemos la complejidad de varios de ellos y sorprende que en la película se vayan “tocando” algunos sin un mínimo análisis como para generar una postura o buscar la polémica. Y si bien se espera el final para encontrar una respuesta, el mismo resulta ser tan vacío como todo lo anterior, haciendo pensar que estamos ante un film fallido tanto en su búsqueda como en su realización. Además, se agrega que diversas situaciones se encuentran muy forzadas, impuestas como para que todo encaje en forma perfecta, provocando que la película se vuelva predecible y, por momentos, la sucesión de hechos trágicos lleva más a la risa irónica que al drama complejo. En resumen, Una segunda oportunidad es una tragedia griega vacía, con actores que no logran transmitir ninguna emoción y una dirección que no aporta nada. Un trabajo que se realizó pensando que enumerando calamidades se podría conmover o emocionar, pero para eso le faltó tener alma, cuerpo, sustento y solidez. Le faltó agregar lo maravilloso y lo despreciable, le faltó lo humano.
La balsa La historia del Arca de Noé ha sido llevada al cine de diferentes maneras desde hace décadas, utilizándose distintas miradas y con objetivos variados. Por estos días, nuevamente la mítica narración bíblica es abordada, esta vez por un largometraje animado que mediante esta temática ofrece entretenimiento dirigido casi exclusivamente al público infantil. Uyyy! ¿Dónde está el arca? es una coproducción entre Alemania, Bélgica, Luxemburgo e Irlanda en la cual el diluvio universal se encuentra cada vez más cerca y Noé ha hecho su trabajo construyendo el Arca con la finalidad de salvar a una pareja de cada especie que vive en el mundo. En ese contexto, Dave y su hijo Finny, un par de torpes nestrians (animales desconocidos hasta el momento) consiguen colarse en el Arca de Noé con la ayuda de Hazel y su hija Leah, dos grymps. Pero un accidente genera que los personajes se separen y el objetivo será el reencuentro final. Queribles y simpáticos personajes, un humor sencillo y bien dosificado, una gran cantidad de aventura y la importancia del valor de la amistad son los pilares de este film que mediante un destacable trabajo de animación en los animales y su entorno, va narrando esta trama de forma dinámica y entretenida. Nunca se detiene a resaltar ningún tipo de mensaje, ni ninguna moraleja edulcorada, si no que cuenta una historia en la cual todo tiene su razón de ser; las cosas pasan por algo: como en la vida. Como se dijo anteriormente, el film está dirigido claramente a los niños (de 4 a 7 años específicamente) y en este caso (como ocurre en la mayoría) no existen “guiños” que sólo los adultos comprendan. Aquí todo es en una sola dirección, entretenimiento infantil puro, un objetivo que Uyyy! ¿Dónde está el arca? cumple con creces. Sin embargo, tal vez esto provoque que no tenga una enorme repercusión, pero en épocas donde abundan los trabajos que pretenden trascender y que al final no dicen nada, un film animado que solamente busca (y logra) entretener, divertir y hacer pasar un buen momento resulta ser como una balsa en un naufragio… o en un diluvio.
El camino Este documental de Georgina Barreiro posee un tinte “festivalero”, sin que esta calificación signifique un tono peyorativo, sino que apunta a que la estructura de esta producción congenia en mayor medida con un público que va al cine esperando ser sorprendido y abierto a relatos no tan tradicionales, diferente a lo que ocurre dentro del circuito comercial. Icaros explora el universo espiritual del pueblo shipibo que habita a orillas del río Ucayali, uno de los principales afluentes de la Amazonía peruana. El joven Mokan Rono emprende su camino en el ancestral conocimiento de la ayahuasca, guiado por un sabio chamán y por su madre, maestra curandera. A través del relato del muchacho, el film va narrando los pasos que va cumpliendo para lograr su objetivo, durante el cual se van observando las diferentes tradiciones de esta comunidad y su relación directa con la naturaleza, circunstancias bien exhibidas por Barreiro. La directora cuenta esta “aventura” de manera apropiada, sin detenerse en largos planos vacíos (al estilo Terrence Mallick en El nuevo mundo), sino que busca presentar la combinación entre vivencias humanas y naturaleza, mostrando los bellos paisajes de la Amazonía peruana, pero sin regodearse en ellos, apuntando a la conexión entre el hombre y su ambiente. En este sentido, se destaca la fotografía, como también la gran tarea desde el sonido, logrando por momentos transportar al espectador a esa selva tropical. Presentando una historia novedosa para la mayoría de los que vivimos en las ciudades, Icaros no resulta un documental de alta transcendencia ni de visión obligatoria, pero es un trabajo correcto, bastante concreto en su búsqueda, que no pretende alardear ni ser más de lo que es: un reflejo de una de las tantas tradiciones de los pueblos originarios de nuestra América.
Canadá invade Tierra del Fuego En esta época donde el hombre de a poco va tomando consciencia de los problemas ecológicos que existen en el mundo y que fueron creados por su propia mano, el documental argentino Castores. La invasión del fin del mundo demuestra claramente uno de los grandes errores efectuados contra la naturaleza que se ha cometido en nuestro país. El film narra la llegada de veinte castores canadienses, en la década del 40, a la isla grande de Tierra del Fuego, territorio compartido por Argentina y Chile en el extremo sur del continente sudamericano, los cuales fueron introducidos con el fin de desarrollar una industria peletera. El proyecto falló y el castor, sin depredadores naturales, rápidamente se expandió como plaga por otras islas de la región alcanzando el número de 150.000 individuos, causando la destrucción masiva de árboles y especies locales, amenazando todos los bosques y lagos de la Patagonia. Con una excelente utilización de material de archivo, la producción va contando ordenada y (casi) cronológicamente cómo fue la idea de este proyecto y poco a poco cómo fue acabando en uno de los intentos más ingenuos del hombre por querer alterar los ecosistemas para su beneficio. Mediante los relatos de científicos, especialistas, pobladores del lugar y unos simpáticos dibujos animados (parte didácticos, parte irónicos), Castores. La invasión del fin del mundo exhibe en forma clara y precisa el desastre en que ha terminado la poco feliz idea del gobierno de aquel tiempo, y las soluciones que se intentan dar para tratar de mitigar la plaga de estos roedores. Desde el punto de vista técnico, el documental se destaca en lo visual, con un acertado manejo de planos, y una correcta edición que permite un relato dinámico y entretenido. Castores. La invasión del fin del mundo representa un interesante análisis sobre una circunstancia poco conocida, destacándose por ser una muestra más de los desastres ecológicos que ha cometido el hombre en nombre del progreso, sin pensar en las consecuencias que ello tendría. El hecho de traer castores desde la otra punta del continente a un ecosistema diferente al cual el animal estaba acostumbrado (y viceversa) demuestra, cómo en otros tiempos, la poca noción y soberbia que se tenía por sobre el medio ambiente, generaron secuelas que sufrimos hoy en día.
Father and son Desde su inicio, Pasaje de vida se presenta como un film que habla sobre la relación entre padre e hijo, variando los protagonistas y los hechos que acontecen, pero siendo siempre el eje sobre el cual se moviliza. El segundo largometraje de Diego Corsini narra la historia de Mario, un hombre que por la avanzada enfermedad neuronal de su padre, se sumerge en una investigación sobre la historia de sus progenitores, de la cual conoce apenas los titulares y a medida que la enfermedad se intensifica, las incógnitas y claves que va descubriendo se van volviendo más complejas y misteriosas. Entre el hoy de España y los años previos al Golpe de Estado de 1976 en Argentina, el film transita en forma precisa y contundente entre esos espacios temporales sin caer en confusiones o enredos. El “pasaje” entre cada tiempo es correcto y claro, logrando un relato fluido y atrayente. Este aspecto no sólo denota el buen trabajo en la edición sino en un apasionante guión que va atrapando tanto por su simpleza como por el peso que contiene la historia, la cual a medida que se desarrolla aumenta en su interés para cerrar en su clímax. Asimismo, se destaca un impecable trabajo en la dirección ya que Corsini no sólo realiza grandes planos sino que utiliza en forma magistral el fuera de campo, provocando la sugestión sobre ciertas situaciones que suceden y, a su vez, no cayendo en lo básico o en lo impactante. El director comprende perfectamente que lo importante es la historia y no un bello plano (que los hay); lo sustancial es la trama y Corsini lo entiende desde el minuto uno. Desde el punto de vista actoral, se destacan las labores de Chino Darin, ese actor que está dejando de ser “el hijo de” para convertirse en un intérprete relevante, y la hermosa Carla Quevedo, en un papel que sobresale por sus silencios y miradas contundentes. El resto del elenco acompaña en forma precisa, resaltándose los “pincelazos” de Miguel Angel Solá, que con la maestría que lo caracteriza en sus breves participaciones demuestra su enorme talento. Por último, a pesar de que el film fue “vendido” como la película que exhibe el desarrollo del movimiento montero y la reivindicación de su lucha (eventos que se encuentran magistralmente presentados en la cinta), trasciende esta circunstancia, tomándolo como su contexto, no como su base. El hecho es importante, la potencia que contiene mostrar esos momentos vividos son significativos, pero este trabajo se destaca por exponer la intensa y complicada relación entre padre e hijo (o madre e hija), la cual es el subtexto donde todo encuentra su sentido. En el aceptar las decisiones que ha tomado cada uno pensando que era beneficioso para el otro y en la dificultad que conlleva aceptarlo. En ponerse en el lugar de la otra persona e intentar comprenderlo y entenderlo, más allá de todo, más allá de los “pasajes de vida” que nos ha tocado transcurrir.
Una cineasta inicia su camino En su primer largometraje en solitario, Jazmín Stuart demuestra que le importan mucho los vínculos familiares, aunque su idea de Familia se aleja bastante de los cánones habituales. Lo que en verdad le interesa a la realizadora son los lazos de afecto, que trascienden lo sanguíneo para ir profundizando en el cariño, la afinidad, la comprensión e incluso la aceptación de los defectos propios y ajenos. Por eso principalmente es que Pistas para volver a casa es una road movie que consigue narrar con fluidez la historia de dos hermanos, Dina (Erica Rivas) y Pascual (Juan Minujín), que a través de un accidente sufrido por su padre logran juntarse y resolver el abandono de su madre cuando eran pequeños. La relación entre ellos comenzará siendo fría y distante, para luego ir adquiriendo un carácter cómplice y cariñoso, gracias a la ternura que demuestra el guión y la puesta en escena por ellos, permitiéndoles que la conexión crezca parsimoniosamente, con verosimilitud y basándose en la lógica del camino recorrido. En este trayecto, el espectador irá interpretando el tono del film, que varía entre diferentes géneros, bordeando el ridículo pero rápidamente encausándose y hacia una textura más agradable, entretenida y emocionante con una estructura homogénea. Hay algo llamativo en la dirección de Stuart: no cede a las típicas tentaciones de una debutante y demuestra equilibrio y madurez para no querer imponerse desde los chiches visuales a lo que se está contando. Pistas para volver a casa es un film que pasa de la comedia al drama con diferencia de segundos, que coquetea con el policial y las narraciones de aventuras, y que aborda principalmente el vínculo fraterno pero también las figuras paterna y materna, pensando cómo los padres influyen en el crecimiento de sus hijos. Hasta se permite presentar una visión descontracturada, incluso retorcida del pensamiento religioso, confrontando lo místico con lo materialista. Aún así, la cineasta jamás abusa de los planos virtuosos, porque su prioridad siempre es la historia y sus protagonistas, consiguiendo de paso perfectas actuaciones por parte de Minujín, Hugo Arana, Beatriz Spelzini y especialmente Rivas. Pistas para volver a casa no sólo es un auspicioso debut, sino también lo que puede ser el principio de un camino hacia lo que esperemos sea la consolidación de una realizadora con un estilo y visión distintivos. El primer paso promete, y mucho.
El artista, la obra y su historia Desde la Argentina, el pintor Nicolás Rubió pinta la vida de Vielles, un pueblito francés donde alguna vez estuvo refugiado. Este es el material base de 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas, documental de Fernando Domínguez, que recurre a los cuadros y el relato del artista plástico para describir cómo fue su infancia y adolescencia en aquel pueblito francés, cuya delineación se encuentra en el nombre de este trabajo. Con singular cadencia -lento pero firme- el documental se transforma en un cuento destacadamente narrado a través de un preciso trabajo de edición y una virtuosa labor visual, que permite conocer la historia singular de este artista que pasó por dos guerras (la Civil Española y la Segunda Guerra Mundial) antes de llegar a la Argentina. Como inspiración básica para sus cuadros, Rubió expresa el profundo amor y pertenencia que posee con aquel pueblito francés, elementos que se transmiten durante los setenta minutos del film. 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas se asemejan a esa instancia en la que un abuelo le cuenta a su nieto sobre su infancia y adolescencia: en este caso, Rubió es el abuelo y los espectadores los nietos.
Una pareja bajo influencia Debutante en el terreno de la ficción (hasta ahora había realizado tres documentales), Hernán Belón sorprende en El campo, un film que trabaja sobre la dicotomía campo/ciudad y que aborda el conflicto de pareja con grandes recursos cinematográficos y dos actuaciones sobresalientes. Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia interpretan a ese matrimonio joven, con su pequeña hija de año y medio, que decide dejar atrás la ciudad y comprar una casa rural para criar a su pequeña en un entorno tranquilo. Sin embargo la calma campestre hará que sus conflictos de pareja se agraven y comience a acelerar el desgate de la relación. Con un buen trabajo de fotografía, la película de Belón apunta a narrar de manera pausada, pero firme, cómo poco a poco la química de la pareja se va desgastando con el correr de los días en el campo. Con un manejo magistral de la puesta en escena, de la tensión, la disconformidad y las sensaciones encontradas, el film se construye en base a la brillante tarea de los protagonistas: Sbaraglia vuelve a confirmar su gran talento actoral y Fonzi realiza una de sus mejores labores, construyendo un personaje conflictuado y miedoso, de una forma gratamente sorprendente. Si bien lo que sobresale en El campo es su acertada construcción narrativa y sus climas bien dosificados, hay que reconocer que los resultados no serían tan redondos de no tener ese minuto final en el que todo se resignifica. El desenlace, sin diálogos, le da un sentido y entidad a todo lo narrado anteriormente: gracias a él es que comprendemos el complejo entramado que existe detrás de esta simpe historia. El campo tiene un cierre notable y es el detalle que termina por redondear una película más que interesante.
Poca base Dirigida por George Miller, al igual que la primera parte, Happy Feet 2: el pingüino retoma la vida de Mumble, el pingüino que baila tap, que tiene problemas porque su pequeño hijo, Erik, le tiene fobia a las coreografías. Reacio a bailar, el “niño” se escapa junto a dos amigos y llegan a “otro barrio”, donde conocen al extraño dios del lugar, un raro pingüino que puede volar, Sven. Mumble va a buscarlos para traerlos nuevamente a su hogar pero, de pronto, la situación empeora cuando el mundo se ve sacudido por fuerzas poderosas, dejando a los Emperadores atrapados sin salida. Allí, el pingüino bailarín reunirá a todas las naciones de pingüinos y de criaturas fabulosas de todo tipo (desde los diminutos krills a los gigantes lobos marinos) para rescatar a los suyos. Desde el comienzo, la trama plantea una historia simple, de trazos normales y lógicos, que sólo las buenas canciones y los divertidos bailes logran que no se desarme rápidamente. Se suma la aparición de dos nuevos personajes, dos krill que sirven a la narración de la misma forma que lo hace Scratt para La era de hielo, breves instantes divertidos como para salir de la trama principal y luego retomarla. En este caso, la apuesta salió bien porque ambos animalitos son uno de los puntos más altos de la película. Sin embargo, cierta reincidencia en lo que se quiere contar hace que la historia nunca termine de avanzar y quede en una mera anécdota simple. A pesar de la falla narrativa, el film se destaca ampliamente en su labor visual, ciertos paisajes, la textura de los animales (sobre todo los krill) y de la nieve, la variedad de planos utilizados, el aspecto visual en general resulta brillante y si se es posible, merece la pena ser visto en 3D: en este caso, la tecnología tridimensional fue aprovechada en beneficio de la historia y no como sólo una manera de impresionar al espectador. Aquí las formas le agregan un plus a lo que se busca narrar. En todo su desarrollo, Happy Feet 2: el pingüino mantiene el tono ecologista que contiene el parte final de su predecesora, con un mensaje claro y directo sobre su posición ante la situación actual del planeta. No obstante, más allá de la “mentalidad verde” que presenta, contiene una subtrama oscura y macabra, en la cual la Tierra se viene “abajo” y los animales hacen de todo por sobrevivir mientras el humano mira sin hacer nada. Este fondo narrativo le aporta melancolía y desesperación, produciendo un tono sombrío donde el canto y el baile nunca logran de terminar de alegrar el panorama. Happy Feet 2 podría haber sido una fantástica película si se hubiese armado una consistente trama que tuviera peso en sí misma, como lo tuvo la primera parte. Todo lo que la rodea resulta digno de destacar por su buena factura, pero su base endeble hace que esta buena oportunidad de mostrarle a niños y a grandes la difícil situación del planeta quede en sólo una película más.