Teología de efectos especiales Salvo por la actuación de Russell Crowe, "Noé" resulta una versión ecologista y absurda de la leyenda bíblica del arca y el diluvio. La única virtud de Noé es confirmar que Russell Crowe puede interpretar cualquier rol que le propongan. De hecho, en esta sola película encarna consecutivamente, siempre en el cuerpo del personaje de Noé, a un visionario, un padre de familia, un soldado, un patriarca y un psicópata religioso. No se le escapan los matices de ninguna emoción y de ninguna acción. Parece contener en sí mismo, en sus ojos, en sus gestos, en su presencia masiva e invasiva, la evidencia de que todo es posible. Todo: incluso una historia tan mal contada y tan inverosímil como esta versión de Darren Aronofsky de ese famoso pasaje del Génesis sobre el arca y el diluvio. Pero por muy sublime que sea la interpretación de Crowe, no basta para sostener una narración de más de dos horas que divide libremente la leyenda en tres partes bien diferenciadas, cada una menos fiel que la otra a la letra y al espíritu del libro original. Primero, hasta la construcción del arca incluida, es un relato épico fantástico que parece guiado por un nieto no reconocido y new age de Tolkien: hay sueños premonitorios, ángeles convertidos en monstruoso rocosos y combates multitudinarios. Segundo, ya en el arca, y con el texto bíblico definitivamente distorsionado, se transforma en una tragedia protoshakesperiana. Pululan los deseos de venganza, los sentimientos filiales y paternos ambiguos, y Noé se vuelve una especie de patriarca trastornado por una misión que lo excede. Tercero, una insípida coda final de reconciliación entre todos los sobrevivientes termina de hundir a la película en la misma masa de agua donde navegó el arca. En definitiva, imposible decidirse acerca de qué resulta más insoportable de Noé: el ecologismo anacrónico de su director, su protestantismo inconsciente o involuntario (Aronofsky se declara ateo) proyectado al antiguo testamento en la idea de predestinación, o su teología de efectos especiales que intenta convencernos de que lo sobrenatural (por imaginario, mitológico o supersticioso que sea) puede ser reducido al orden de la imagen.
La felicidad es un rompecabezas Lo mejor de nuestras vidas es una comedia sobre la complejidad de la existencia en la que se luce su protagonista, Romain Duris. No es necesario haber visto Piso compartido ni Las muñecas rusas para entender y disfrutar de Lo mejor de nuestras vidas, la película que cierra la trilogía del Cédric Klapisch, lo cual no deja de ser una prueba de la habilidad del director francés para contar historias emocionantes, complicadas y cómicas a la vez. Hasta podría decirse que por momentos tropieza con su abundancia de buenas ideas, aunque eso sólo sucede al principio, cuando está trazando las líneas generales de la comedia y presentando a su personaje principal: Xavier Rousseau (un divino Romain Duris), que ahora bordea los 40 años y empieza a ser un escritor conocido, pero que al mismo tiempo se está separando del amor de su vida, Wendy (Kelly Reilly), con la que vivió 10 años y con la que tuvo dos hijos. Una vez que encuentra el ritmo del relato, guiado por una banda sonora eficaz y una cámara seductora (a veces empalagosa), Klapisch ya no lo abandona más, marca el paso, acelera, pero nunca pierde el aliento. Sabe que es capaz de narrar cualquier cosa que se le pase por la cabeza y esa confianza se transmite casi como el latido de un órgano vivo a todas las escenas, incluso a aquellas calcadas de un manual de comedia de enredos. La separación de Xavier viene a confirmar algo que el escritor sabe por instinto: la vida es complicada y tiende a complicarse cada vez más. Wendy se enamora de otro hombre y decide irse a vivir con los chicos a Nueva York. Como Xavier no quiere reescribir el destino de indiferencia de su padre, también se muda y trata de adaptarse a esa ciudad extranjera, lo que no será nada fácil, porque debe conseguir un trabajo estable y un permiso de residencia. En medio de ese ciclón de nuevas preocupaciones, el pasado sentimental del protagonista seguirá mostrándole nuevas cartas inesperadas, lo que incluye a las otras dos mujeres de la saga: la amiga lesbiana Isabelle (Cecile De France) y la exnovia Martine (Audrey Tautou). Es una suerte para la película que la conciencia política de Klapisch sea absolutamente superficial y, en vez de patrullar en busca de fantasmas de las condiciones materiales de cada conflicto social, descubra en ellos nuevas historias potenciales, con su carga siempre bienvenida de risas y lágrimas. No es cinismo, no al menos en el sentido en que a veces es cínico Woody Allen (un maestro reconocido del director francés), sino una especie de lección de humanismo de alguien que prefiere resolver el rompecabezas de la felicidad antes que denunciar que todas las piezas son defectuosas.
La burbuja de Wes Anderson En El gran hotel Budapest, el director vuelve a crear un mundo hecho para soñar, en el que los singulares personajes de su imaginación viven historias tan increíbles como los decorados en los que se mueven. Todo el cine de Wes Anderson puede compararse con esas burbujas de plástico transparente, que contienen una casita o un castillo en su interior. El encanto del objeto no se reduce a simular nieve si uno lo agita, sino a la capacidad, inversamente proporcional a sus dimensiones, de alojar los sueños de un mundo alternativo. En El Gran hotel Budapest, Anderson lleva al extremo esa fantasía de miniaturista que trata de proteger su obsesiva realidad paralela bajo varias capas superpuestas de tiempo y espacio. Son como cajas dentro de cajas: un escritor nos cuenta un cuento que le ha contado un anciano llamado Zero Mustafá hace mucho tiempo y que básicamente consiste en cómo un botones huérfano y extranjero llegó a ser el dueño de un hotel de primera categoría. Ese artilugio narrativo le permite al director norteamericano inventar un improbable país centroeuropeo y ubicar la acción principal en 1932, justo cuando el estilo art decó –aquí monstruosamente combinado con el gusto renano por los cuernos de venado y los perros San Bernardo– estaba degradándose en una estética pequeñoburguesa y fascista. El hotel es el escenario ideal para la mente arquitectónica y naif de Anderson: la distribución simétrica de las puertas, escaleras y ascensores parece potenciada por la atmósfera de realidad suspendida de un lugar destinado al ocio y al descanso de aristócratas de doble y triple apellidos. Y en ese hotel preciso de Europa Central, el Gran Budapest, reina Gustave H, el mayordomo principal, amante de ancianas nobles y último representante del buen gusto y los buenos modales de la humanidad. Justamente como si alguien estuviera agitando la burbuja transparente, no sólo nieva buena parte del tiempo en los paisajes de la película sino que todo se mueve a la velocidad de una comedia de enredos acelerada. Se declara una guerra, hay asesinatos, persecuciones, el robo de un cuadro famoso, viajes en tren, en esquí y en funiculares. También hay amor, amistad y venganzas. Pero cada uno de esos componentes tiene la santinada materialidad de un cuento infantil en el que importan menos las palabras que las ilustraciones. Es la maravilla, la magia, la consistencia de espejismo de ese universo imaginario lo que se impone, no la trama, ni los destinos de los personajes (todas caricaturas, desde los más melancólicos a los más perversos). El mundo de Anderson está hecho para soñar, no para vivir y, como dice el mismo Zero Mustafá al final, ese mundo ya está muerto hace mucho tiempo, pero esta película hace lo imposible para que no desaparezca.
Pareja feliz engendra Anticristo El parágrafo 2:18 de la primera Epístola de San Juan es la base sobre la que se construye el argumento de El heredero del Diablo. En ese pasaje bíblico se anuncia que no hay uno sino muchos anticristos y que sus nacimientos marcan las últimas horas del mundo. Desde El bebé de Rosemary y La profecía el tema se ha convertido en un tópico del cine de terror, frecuentado con diversa fortuna en decenas de películas, por lo que sería demasiado optimista esperar una variante novedosa. Hay algo en la forma en que es narrada El heredero del diablo que delata esa inconsciente resignación. La condena a repetir una fórmula gastada, que ya no produce monstruos sino ranas y sapos más o menos inofensivos, se nota en la gran cantidad de minutos que no contienen absolutamente nada de terror ni de suspenso. Sin embargo, son esos momentos en los que se escapa del género lo mejor de la película. En la primera escena, la dupla de directores comete el pecado de honestidad que implica empezar por el final y sugerir que las cosas no van a terminar nada bien para los protagonistas. Pero a partir de la escena siguiente, arranca lo más interesante: la historia de una pareja a punto de casarse, algo así como La boda de Rachel sin la hermana perturbada. En este caso también vemos todo a través del ojo de una cámara manual, dado que el novio tiene el proyecto de registrar los mejores momentos de sus vidas para verlos en el futuro y compartirlos con sus hijos. La encantadora naturalidad con la que Allison Miller y Zach Gilford (Sam y Zach en la ficción) encarnan la utopía de un matrimonio enamorado podría servir a un antropólogo extraterrestre como documento para analizar las ilusiones románticas más arraigadas en los seres humanos. Viéndolos reír, charlar, salir de compras juntos, uno casi se convence de que el amor y la convivencia no son mutuamente contradictorios. Una síntesis maliciosa que suena a titular de Crónica TV podría ser: pareja feliz engendra Anticristo. Pero quien ha pagado la entrada para ver una película de terror lo que menos quiere es encontrarse con una comedia romántica casera apenas mechada con algunos sustos, palabras en latín y símbolos bíblicos. Si bien en la segunda mitad, ese deseo es saciado con la habitual parafernalia de la industria del miedo, El heredero del diablo muestra demasiadas fallas en su estructura como para considerarlo un producto digno y, entre esas fallas, hay una imperdonable: que la elección de narrar los hechos a través de cámaras manuales o caseras se revele como un error de la trama.
Clooney se pone solemne Operación Monumento sumó un elenco de figuras para contar la historia de una brigada de expertos en arte que tienen la tarea de rescatar obras robadas por los nazis. Pero vacila entre el humor amistoso y el drama humano de la guerra. George Clooney sólo por ser George Clooney merece una estrella adicional en cualquier cosa que haga, ya sea como actor, como director o en ambos roles al mismo tiempo. Encarna lo mejor de dos tradiciones del cine norteamericano no tan opuestas como quisiera hacernos creer cierta policía ideológica: la del star system y la de la independencia creativa en el interior mismo de la industria. Es, además, quién puede dudarlo, un elegido de los dioses o de la fortuna: parece un galán de la década de 1950, piensa como un demócrata del siglo 21 y posee un carisma que resulta irresistible para mujeres tan distintas como Julia Roberts o Meryl Streep (la prueba: la ceremonia en que le entregaron el premio Stanley Kubrick, el año pasado). Esa disposición a que el mundo le extienda una alfombra roja bajo sus pies tiene un correlato material en la cantidad de proyectos en los que Clooney parece haber participado sólo para divertirse con su banda de amigos, desde la exitosísima saga de Ocean, pasando por Los hombres que miraban fijamente a las cabras, hasta esta Operación Monumento Aquí se junta de nuevo con sus compadres Matt Damon y John Goodman y les suma un elenco de figuras internacionales: Bill Murray, Jean Dujardin, Hugh Boneville, Bob Balaban y a Cate Blanchett como figura femenina. Todo estos muchachos componen una extraña brigada de expertos en arte que tiene la tarea de rescatar obras robadas por los nazi de museos, iglesias y domicilios privados de judíos de Europa al fin de la Segunda Guerra Mundial. Si bien está basada en hechos reales, la reconstrucción es ficcional y, por eso mismo, por su obvia intención de no ser una película histórica o documental, sus problemas narrativos quedan más expuestos. Por empezar, el protagonismo está demasiado repartido, como si Clooney hubiera querido distribuir de forma equitativa el tiempo de actuación de cada estrella, lo que no sería un defecto en un relato coral, pero sí en este caso, en el que la acción va en un único sentido. Tampoco encuentra el tono apropiado para contar su historia. Desde el principio, vacila entre el humor amistoso y el drama humano de la guerra, con más de un desvío hacia el terreno minado de la solemnidad, en especial cuando el mismo personaje interpretado por Clooney, el teniente Frank Stokes, se permite parrafadas sobre la importancia del arte para la supervivencia cultural. La corrección política, el reverencial fetichismo hacia las obras maestras y la afición a pasarla bien entre amigos hacen que todas las virtudes de Clooney -autor de esa maravilla que es Confesiones de una mente peligrosa- muestren su reverso y muten en un raro defecto en este artista que siempre merece una estrella más.
Una rara concepción del tiempo narrativo e histórico parece animar tal vez de una manera no del todo deliberada a Extrañas apariciones 2, una película bastante más ambiciosa de lo que permiten suponer su título y su afiche promocional. Pero es justamente esa ambición desmedida lo que termina derrumbando el delicado castillo de suspenso que el director Tom Elkins había tratado de levantar desde las primeras imágenes. Al principio todo indica que se trata de un relato convencional: una joven familia que se muda a una vieja casa en el medio del bosque, a la cual poco después se suma la hermana de la mujer. La niña, la madre y la tía tienen la capacidad de percibir fantasmas, aunque la dueña de casa no lo considera un don sino una enfermedad. No quiere que su hijita sufra como ella ha sufrido durante toda su vida, un sufrimiento que trata de atenuar a base de pastillas y voluntad. Ese conflicto interior es el núcleo dramático de la película. Y en este punto adquiere un papel predominante la historia y la geografía de los Estados Unidos: el lugar donde ahora vive la familia queda en Georgia, uno de los principales Estados esclavistas del sur. La vieja casa y el bosque fueron el escenario de hechos atroces durante la Guerra de Secesión, a mediados del siglo XIX. Tan atroces que todavía hay almas en pena de esclavos por todas partes. Estos espectros claman por una especie de doble libertad, la que no gozaron en vida y la que tampoco consiguieron luego de morir de maneras espantosas. Necesitan ser escuchados por las mujeres de esa familia, le guste o no a la madre de la niña. Lo mejor de Extrañas apariciones 2, sin embargo, no es esta reivindicación retrospectiva –que amplifica en términos sobrenaturales lo que Doce años de esclavitud expone en términos realistas- sino el largo paréntesis de suspenso casi puro durante el cual se desarrolla el tema de lo que significa percibir fantasmas para una niña y para una madre. Lamentablemente el mensaje de corrección política se impuso al misterio, que también tiene su lógica pero no quiere quedar bien con nada que no sea su propia oscuridad.
Pregunta sin respuesta: ¿se habría estrenado Horas desesperadas en la Argentina si Paul Walker no hubiera muerto? Es una clase de película que por su argumento y por su realización parece destinada más al circuito televisivo que a las salas de cine. No se trata de un veredicto sobre su calidad dramática sino sólo la constatación de que en algunos rubros técnicos y artísticos está en el límite inferior de lo aceptable. Sin embargo, es una película interesante por el modo en que reduce una gran tragedia a la escala de un solo hombre. El día en que se desata la furia del huracán Katrina, Nolan Hayes sufre la pérdida de su esposa Abby, quien muere a dar a luz a su hijita en un hospital de Nueva Orleans. La bebé nace prematura por lo que es necesario asistirla hasta que aprenda a respirar por sí misma. La suma de calamidades no termina ahí para Nolan, pero no hace falta contarla en detalle, basta con saber que en determinado momento se queda solo en el hospital, cuidando el aparato que mantiene viva a su hijita. En ese punto, la historia se convierte en una especie de apocalipsis individual en el cual el sentido de la vida se impone al instinto de supervivencia. Podría decirse que el proceso de ser padre es inverso al de ser madre: se interioriza un niño que está afuera. En eso consiste parte del misterio de la paternidad, y tanto la actuación de Paul Walker como sus peripecias reproducen de un modo extremo y delicado a la vez esa extraña apropiación. El contraste entre la exigencia física que implica mantenerse alerta, luchando contra múltiples adversidades, y los conmovedores intentos de comunicación con la recién nacida prueban que el actor tenía una más que potencial reserva de talento interpretativo. En términos dramáticos, Horas desesperadas es una película tensa y emocionante, y lo sería mucho más si no traicionara su premisa de máxima concentración narrativa en dos direcciones: la sentimental (al incluir flashbacks que muestran los recuerdos que Nolan tiene de su esposa) y la argumental (al añadir una escena de violencia innecesaria que es como un eclipse ideológico en la humanidad del relato).
La mujer que odiaba los dibujos animados El sueño de Walt Disney indaga en la vida de Pamela Travers, la escritora australiana que creó el maravilloso personaje de la niñera Mary Poppins, a quien la compañía Disney buscó durante años para que cediera los derechos de filmación. Pese al título en español, El sueño de Walt Disney no es una película sobre Walt Disney sino sobre Pamela Travers, la escritora australiana que creó al maravilloso personaje de la niñera Mary Poppins y le dio vida en una serie de novelas que aún se siguen leyendo en buena parte del mundo. Sin embargo, los episodios biográficos de esta mujer son narrados a partir de un conflicto que mantiene con Disney cuando este pretende comprar los derechos de la novela para adaptarla al cine, lo que se transformaría en uno de la mayores éxitos de su compañía a mediados de la década de 1960. Pamela Travers no sólo odiaba los dibujos animados sino todo lo que representaba el universo del creador del ratón Mickey: el infantilismo autoinducido y la confianza irresponsable en que las cosas siempre podían mejorar. La sola idea de entregarle su niñera voladora a esa máquina de hacer dinero la descomponía. De allí que las idas y vueltas antes de que estampe la firma en el contrato de cesión de derechos se prolonguen durante 20 años. ¿Que hay en el fondo de ese resistencia? ¿Sólo una cuestión de gustos? ¿O de principios? ¿O de dignidad? ¿O de ideología? Un poco de todo eso emerge en la conducta neurótica y en los modales despóticos con los que Travers trata a los emisarios de Disney y a Disney mismo. El tipo de comportamiento que un actriz como Emma Thompson sabe explotar al máximo. Pero, bajo la piel, en el alma o en la mente de esa mujer, hay un nódulo de experiencias traumáticas que se remontan a su infancia, cuando todavía no se llamaba Pamela Travers, y vivía bajo la influencia de un padre soñador y alcóholico. Los continuos pasajes del presente de la historia –enfocada en el proceso de escritura del guión de Mary Poppins en los estudios Disney en Los Ángeles (a principios de la década de 1960)– y los recuerdos de ese pasado en Australia (a comienzos del siglo XX), van pautando el tiempo interior de la película y generan una atmósfera de constante melancolía. El sueño de Walt tal vez no respete la verdad biográfica de ninguno de los antagonistas, pero sí se respeta a sí misma. Intenta, y consigue, transformar a dos personas reales, influyentes en la cultura popular de Occidente, en personajes apropiados para el cuento que quiere contar. No existe una palabra justa para definir en qué consiste ese cuento. Precariamente se lo podría describir como la fábula de una resignación o una aceptación o una reconciliación. No existe una palabra, pero sí una imagen, y está casi al final de la película: Pamela Travers sentada frente a un peluche gigante del ratón Mickey. Ya no importa cuánto ha ganado o cuánto ha perdido; lo que importa es que ha dejado atrás ese tipo de contabilidad y no parece ser sólo por la terapia del millón de dólares obtenido, sino por la íntima mutación que la hizo decir sí cuando quería seguir diciendo no.
A principios del siglo XIX la electricidad y el romanticismo coincidieron en la mente de una chica de 18 años y de esa chispa surgió un monstruo que sobrevivió a la inexperta novela epistolar de Mary Shelley y a casi todas las apropiaciones posteriores. Salvo la imagen icónica de Boris Karloff (los pelos pegados en la frente y el tornillo en el cuello, en El doctor Frankenstein, de James Whale, 1931), el moderno Prometeo sigue desencadenado en la imaginación popular. Esa energía disponible propició una inversión de 65 millones de dólares para producir Yo, Frankenstein. Un gran mito se merecía una gran película, perece haber sido el razonamiento, y eso significa buenos actores (Aaron Eckhart, Billy Nighy) un director entrenado en megaproducciones (Stuart Beattie), efectos especiales y todo lo que Hollywood sabe del negocio. Pero en algún eslabón de la cadena algo cedió y las cosas empezaron a fallar. ¿Qué? ¿Cuáles? En principio, el guión, al que no le basta con el misterio del monstruo y se pone a amontonar demonios y gárgolas en una trama cuya único objetivo se diría que es figurar en el libro Guinness con la mayor cantidad de explosiones por minuto. Y a la rastra de ese guión de dudosa inspiración gótica, vienen los otros grandes problemas de Yo, Frankenstein: el diseño digital de las criaturas fantásticas, de los escenarios y de las explosiones. En todos los casos, la impericia es tan evidente que uno tiene la sensación de que han trabajado con el software de una generación anterior. Así, lo que debería haber sido mágico, sublime o al menos maravilloso no llega siquiera al grado de ridículo.
Menos más menos No sólo cualquier frase seria sino cualquier frase en serio que se escriba sobre El abuelo sinvergüenza se vuelve ridícula al instante. Y la verdad es que esa sentencia podría aplicarse a todos los productos de la factoría Jackass, ya sean los televisivos, popularizados por MTV, o los cinematográficos. ¿Qué se le puede exigir a una banda de tipos que no parece tener otra pretensión más que divertirse y ganar dinero poniéndole el cuerpo a una serie de pruebas físicas masoquistas o someterse a situaciones morbosas, impúdicas, escandalosas y escatológicas? De algún modo el peso de la prueba cae siempre sobre el gusto del espectador. ¿Te da risa o asco ver a alguien comer vómito? ¿Te da risa o asco un viejo que exhibe sus testículos? El cuestionario podría seguir hasta el infinito y hay que tener en cuenta que tanto la risa como el asco no son sólo reacciones físicas sino también morales. Sin embargo El abuelo sinvergüenza es un caso particular, porque en ella los episodios cómicos registrados por cámaras ocultas están unidos a una historia mayor mediante un hilo argumental bien visible. Aquí, el conocido personaje del abuelo depravado Irving Zisman, interpretado por John Knoxville, vive una aventura que tiene un lado sentimental bastante obvio y que toda la carga de cínismo e incorrección de la película no consigue atenuar. Justo cuando acaba de quedar viudo, el viejo Zisman debe encargarse de su nieto (un simpatiquísimo Jackson Nicoll), lo cual implica viajar a través de los Estados Unidos hasta donde vive el padre del niño. El viaje, en un Lincoln continental setentoso, les depara, por supuesto, muchísimas experiencias desopilantes. A diferencia de una ficción tradicional, todas las escenas son producto de esa especie de situacionismo irrisorio que implica preparar una acción sorpresiva en un lugar público (una sala de velatorio, un supermercado, un comedor, un bar, una plaza, etcétera). En ese sentido, El abuelo sinvergüenza, como las anteriores Jackass, podría verse como un laboratorio en el que se experimenta con la sociedad norteamericana. No obstante, en este caso, resulta difícil decidir si el desarrollo levemente empalagoso de la relación entre el abuelo y el nieto distrae del humor picaresco o si el humor distrae de ese relato familiar de bajas calorías. Tal vez la distracción es doble y sólo en matemática menos más menos es más.