Combinación de baja intensidad Paranoia fue uno de los tres grandes fracasos cinematográficos del año en los Estados Unidos y, por más que suene cruel, la verdad es que se lo merecía. Hay que hacer una esfuerzo de la memoria para recordar una película tan malograda en relación con su presupuesto, su casting e incluso su tema. Todo lo que la historia prometía –nada menos que un thriller de espionaje tecnológico– se ve rápidamente reducido a un guion esquemático y a una cámara más preocupada en mostrar la bien cotizada anatomía de Liam Hemsworth (paga el precio de la entrada) que en transmitir en imágenes la tensión de las situaciones que vive su personaje. Como no puede faltar en el actual Hollywood con conciencia social post crisis, Hemsworth interpreta a un joven inteligente y ambicioso, criado en un barrio popular de Nueva York por un padre viudo y trabajador que ahora está jubilado y padece un enfisema pulmonar. Su deseo por salir de esa vida gris es el instrumento que lo va a poner en el centro de la rivalidad entre dos grandes empresas de tecnología digital. En ese punto, vale afirmar no sin ironía que lo mejor que tiene Paranoia es lo que la película no muestra: la rivalidad entre los dueños de ambas empresas, encarnados por Gary Oldman y Harrison Ford. Los pocos momentos en que se les permite compartir escena, ambos irradian una electricidad demasiado obvia, hecha de muecas y gestos que parece subrayados con resaltador, pero a la vez basta con sus presencias para hacerse una idea de lo que podría haberse sido Paranoia con un guion menos básico y un director más osado. Y más allá de este flagrante pecado de simplificación, también hay un problema de ritmo, que prácticamente divide a la película en dos partes: una primera que se demora unos 50 minutos en plantear el problema y una segunda en la que la acción se acelera sin alcanzar nunca la intensidad de un thriller ni la densidad de un drama moral.
La sospecha es una de esas películas que se toma el tiempo suficiente como para que uno vaya cambiando sus impresiones sobre la forma en que se comportan los personajes y sobre el significado de las situaciones que viven. Así, por ejemplo, durante un buen tramo se deja interpretar como una apología de la tortura, una especie de reivindicación contemporánea de una variante individual de la inquisición. Sin embargo, la misma historia pone entre paréntesis esa idea y la absorbe en su propia densidad dramática hasta que sólo queda un interrogante en la conciencia del espectador. Ya en la primera escena, el director Denis Villeneuve expone su complejo catecismo cinematográfico: un plano en el que se ve un bosque nevado y se escucha una voz que recita el Padrenuestro. De pronto, entre los árboles, aparece un venado y, en el borde inferior del cuadro, emerge el caño de una escopeta. Ahí está, todo junto, en una sola imagen: la naturaleza, Dios, la muerte. Además: un padre que felicita a su hijo por la buena puntería y le sintetiza en pocas palabras ese evangelio de las armas típico de la cultura norteamericana. La carga simbólica, ideológica y estética sería intolerable para cualquier otra película. Sin embargo, La sospecha puede soportar ese peso y mucho más. Es que la desaparición de dos nenas y la desesperación de sus padre por encontrarlas es un tema tan terrible, tan poderoso –parece sugerir Villeneuve– que sólo puede ser tratado como el rompimiento de un tabú, como algo absolutamente fuera del orden natural, y de allí que se imponga esa saturación de sentidos. No hay encuadre en el que no se perciba la reflexión del director sobre la materia que está manipulado, y lo mismo sucede con cada conversación, cada gesto, cada objeto sobre el que se detiene la cámara. También el guion revela el minucioso virtuosismo de conectar todo con todo, aunque no para abonar la idea de un plan macabro que entrelaza a los hechos con la precisión de un destino manifiesto, sino para mostrar que la realidad es un complejisima trama en la que se combinan elementos tan extraños como la más pura racionalidad y la irracionalidad más extrema. El suspenso de la investigación policial se transforma así en el misterio del alma humana (la de los padres, la de los raptores, la del detective), y de allí que el clímax de la historia en vez de coincidir con la resolución del caso se fije en el momento en que el padre de una de las nenas, interpretado por Hugh Jackman, vuelve a rezar el Padrenuestro deshauciado por su propia violencia y por la locura del mundo. Tal vez con algunas vueltas de tuerca de menos y un concepción no tan mecánica de la relación entre la mente de un hombre y sus actos, La sospecha podría aspirar a ese lugar que ocupa Río Místico, de Clint Eastwood, en los campos elíseos de las películas sobre niños que no vuelven a casa.
La fórmula de la felicidad Se equivocaba León Tolstoi cuando decía que todas las familias felices se parecen y Cuestión de tiempo podría servir para probarlo. En todo caso, la felicidad de la familia del joven Tim (Domhnall Gleeson) es tan exclusiva como la capacidad de viajar en el tiempo que él hereda de su padre (Bill Nighy). La idea de los viajes temporales tiene una larga historia en la ciencia ficción. Y sólo en su variante romántica fue ensayada con distinta suerte en el cine, desde la genial El día de la marmota hasta la fallida Te amaré por siempre(también con Rachel McAdams). Pero la expectativa consistía en saber qué fruto daría esa idea en un director y guionista tan dúctil como Richard Curtis (autor de Cuatro bodas y un funeral, la saga de Bridget Jones y Notting Hill). El resultado puede compararse con una de esas canciones pop que tienen una letra sensible, incluso inteligente, pero un estribillo demasiado empalagoso. A los 21 años, Tim se entera de que posee la habilidad genética de viajar en el tiempo, aunque sólo puede aprovecharla para remediar los errores que cometió, los suyos, no los de la humanidad. En ese límite, reside la clave del argumento. Consciente de que es flaco, pelirrojo, feúcho y torpe, Tim decide usar su don para encontrar a la mujer de su vida (Mary, en el cuerpo de McAdams). Algo que sucede mucho más rápido de lo habitual en una comedia romántica y que sin dudas es un indicio de que la película no se reduce a un idilio. Curtis es un cineasta ambicioso, no se conforma con el amor de una pareja, necesita más aire para experimentar su fórmula de la felicidad. En este caso, la atmósfera abarca a toda la familia de Tim, compuesta por un padre que tiene el mismo don que él, un tío que vive en el limbo, una madre realista a su manera, y una hermana amorosa pero disfuncional. Mientras que la sociedad apenas si está representada por un dramaturgo malhumorado, dos o tres amigos y amigas, y personajes ocasionales, como los padres de Mary. La química entre Gleeson y McAdams, el resplandor que emite cada escena donde aparece Bill Nighy y cierta gracia natural inglesa, en la que el artificio de un mundo familiar aislado de los conflictos sociales no peca de artificioso, podrían haber hecho de Cuestión de tiempo una obra maestra de la reconciliación con la vida cotidiana. Sin embargo, Curtis puso dentro de sus personajes algo así como un filósofo adicional que siempre les hace decir una o dos frases más de las necesarias, de modo que el mensaje de levedad queda anclado a la tierra, con una carga de solemnidad demasiado pesada que le impide remontarse hacia el cielo de las comedias fantásticas.
Sin fuego adolescente Una de las preguntas posibles sobre la nueva versión de Carrie era si la famosa novela de terror de Stephen King se adecuaría a las prácticas sociales de los adolescentes del siglo 21. La respuesta inmediata, luego del estreno de la película, es afirmativa. Sí, sobrevive bastante bien a las redes sociales y a los teléfonos inteligentes. El problema de la versión dirigida por Kimberley Peirce (Los muchachos no lloran) es que, salvo esa actualización un tanto obvia y algún que otro detalle del guion, no aporta demasiado ni a la historia original ni a la clásica adaptación de Brian de Palma estrenada allá por 1976. Peor aun, la novela resulta más actual en términos narrativos, porque no define su posición sobre los sucesos extraordinarios que relata sino que divide las opiniones y los puntos de vista en varios textos testimoniales, periodísticos y científicos. Desde la perspectiva el género del terror, uno podría reclamarle a King que haya concentrado todo el horror en un clímax final en vez de disiminarlo gradualmente a lo largo de las diferentes escenas que componen su historia. Esa estructura, que de todos modos funciona en la novela, resulta fatal para la película de Peirce, a quien no sólo le cuesta muchísimo mantener la tensión y hacerla crecer paso a paso sino que carece del sentido del humor cruel que caracteriza al novelista norteamericano. La directora está tan preocupada por el daño psicológico que tanto la madre (Julianne Moore) como las compañeras del colegio le causan a Carrie (Chloe Grace Moretz) que por momentos parece olvidarse de que se trata de una película de terror y no de un documental de concientización sobre el bullying. Claro que todas esas fallas podrían ser toleradas -incluso el tremendo error de casting en el personaje antagonista, Chris Hargensen (interpretada por una afeada Portia Doubleday)- si el holocausto final, la gran hecatombe del baile de graduación, tuviera esa magnitud de apocalipsis que se desprende de la páginas de la novela. Un verdadero festival de sangre y de efectos especiales. Malas noticias: hay fuego y sangre, sí, pero resultan decepcionantes, un infierno indigno de todo ese rencor adolescente del que Carrie es la portadora más activa en la imaginación popular de occidente.
Dos monumentos del cine de acción La presencia de dos veteranos íconos del cine como Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger en una misma película genera una curiosidad que combina proporciones equivalentes de fanatismo y morbosidad. Si bien la fórmula fue probada con éxito en Los indestructibles, la peculiaridad de Escape imposible es que el protagonismo se divide sólo entre ellos dos. El actor ítalonorteamericano ya ha cumplido 67 años, y el austríaco, 66, pero ninguno se resigna al papel de abuelo que le correspondería por la edad. Siguen prestando sus cuerpos de pesos pesados a personajes que demandan muchísima acción física. Eso no significa que pretendan parecer más jóvenes. De hecho la cámara no les ahorra primeros planos que muestran, simultáneamente, el deterioro de sus caras, la nula expresividad que siempre los caracterizó, y la grandeza de monumentos que ambos exhiben en cada mirada, en cada gesto, en cada golpe. Por suerte en Escape imposible hay una historia lo suficientemente interesante como para que no se queden solos peleando en el vacío. La trama no se reduce a un simple progresión de problemas y peligros que los dos hombres deben atravesar para lograr sus objetivos, sino que ese esquema básico está inserto en el mundo de las prisiones de máxima seguridad. Ray Breslin (Stallone) y Emil Rottmayer (Schwarzenegger) forjan su amistad en la cárcel más segura del planeta, y desde que se conocen, después de atravesar el muro invisible de una mutua desconfianza, empiezan planificar la fuga de una prisión que parece invulnerable y que les reservará más de una desagradable sorpresa. Siempre bajo la forma de un acertijo que se resuelve a las patadas -esa ideología que tan bien parodió Roberto Fontanarrosa en su Boogie, el aceitoso-, Breslin y Rottmayer piensan pero también pegan y se permiten algún que otro cruce verbal de ironía autosatisfecha. El mensaje es: seguimos siendo peligrosos incluso cuando no reímos de nosotros mismos. Inflada como los músculos de ambos protagonistas, Escape imposible se da tiempo para incluir en su argumento un alcalde de prisión llamado Hobbes (igual que el autor de Leviatan, título que evoca el monstruo marino bíblico con el que filósofo inglés simbolizaba el Estado totalitario), prisioneros musulmanes, torturas, lecciones de ética hipocrática y varias cosas más que no mejoran el producto base aunque tampoco lo empeoran demasiado.
Una familia estigmatizada “Los elegidos” es una combinación rara de terror y ciencia ficción en esta época en que el género está plagado de entes sobrenaturales y poderes paranormales. La crisis económica de los Estados Unidos también se metió en las películas de terror y no sólo en el presupuesto sino también en el argumento. Pero sería demasiado injusto suponer que una ficción destinada a la rápida digestión masiva dice algo importante sobre la sociedad en la que surge. En todo caso, es más un síntoma que un diagnóstico, pero como bien saben los médicos los síntomas pueden ser muy interesantes. Ya la combinación del género de terror con el de ciencia ficción que propone Los elegidos resulta bastante rara en esta época en que el género esta plagado de entes sobrenaturales y poderes paranormales. Sin embargo, revivir esa frúctifera paranoia de una invasión extraterreste, tan común en el cine clase B de los primeros años de la Guerra Fría, parece una buena ocurrencia para representar ese tipo de fuerzas que los hombres no pueden dominar. Lo que falla, por ejemplo, en Señales, de M. Night Shyamalan, aquí está planteado de un modo mucho más eficaz. Nuevamente una familia, ese colectivo humano preferido del cine norteamericano, es el punto focal. Todo parece andar bien entre los Barret, tan bien como el barrio de clase media donde viven y que es presentado antes de los títulos en la película mediante una serie de escenas breves que son como un álbum repletos de clichés de la felicidad terrenal. Claro que las cosas podrían ser mucho mejores si el padre de familia no hubiera perdido el trabajo y si el hijo mayor no tuviera un amigo bastante extraño. Es decir que el famoso modo de vida americano aparece amanazado desde adentro, no derrumbado aún, pero sí corroído, y es justamente a través de esas grietas simbólicas por donde tratarán de filtrarse los invasores de la casa de los Barret y llevarse lo que más quieren y los mantiene unidos. Pero este planteo más o menos convencional es manejado con la suficente destreza por el director Scott Stewart y sus productores (los mismos de Actividad Paranormal y La noche del demonio) como para que la trama no se reduzca a un combate sin cuartel con los extrerrestres y se transforme en algo más sutil e inquietante. Además del espesor psicológico de los personajes, especialmente el padre y la madre, colabora muchísimo la decisión de evitar los golpes bajos y los sustos repentinos (hay uno solo y está justificado). Y si bien no resulta memorable por la puesta en escena o los movimientos de cámara, sí logra narrar claramente una serie de episodios que sin embargo son interpretados de forma ambigua dentro de la misma historia y que no solo tensan las relaciones entre los Barret sino que también los convierte en una familia estigmatizada.
Descartate a tiempo Si alguien se hubiera tomado mínimamente en serio alguna parte del guion de Apuesta máxima, el resultado podría haber sido un producto mucho más atractivo. Pero parece que desde los productores hasta el director se cruzaron de brazos desde el momento en Ben Affleck y Justin Timberlake pusieron sus firmas en los contratos. Dicho en los propios términos de la película, apostaron todo a sus primeras dos cartas fuertes y se olvidaron del resto del juego. Y la verdad es que había mucho por jugar, porque la trama de este thriller combina una cantidad de elementos potencialmente interesantes: el negocio de las apuesta en Internet, el choque entre la mentalidad de universitario y la mafia del juego, el dinero fácil, la corrupción en Centroamérica, la amistad y rivalidad entre dos hombres que aman a una misma mujer. Sin embargo, todos esos componentes parecen metidos a la fuerza en una licuadora para obtener de ellos una mezcla insípida y servirla en unos cómodos vasitos descartables. Por empezar, sobran las explicaciones. Desde el principio, la película parece contada dos veces: a través de las imágenes y a través de la voz en off del protagonista, lo que indica un absoluta falta de confianza no sólo en el espectador sino también en las propias facultades narrativas Richie Furst, el personaje de Timberlake, es un estudiante universitario que descubre un fraude en un sitio de apuesta y decide ir a decírselo directamente en la cara al dueño, Ivan Block (Affleck). Esa arriesgada movida inicial hace que Block le ofrezca un trabajo en su equipo y así surge entre ellos una tensa relación de amistad y rivalidad que es más enunciada que mostrada. Las cosas se complican cuando una mujer, los amigos de Furst y el FBI se suman al campo de fuerzas. Pero en ningún momento la idea es extraerle sustancia dramática a esas situaciones sino por el contrario plantearlas como los vaivenes de un juego que por momentos se parece más a un acertijo de revista de crucigrama que a un verdadero partido de póquer donde se apuesta la vida.
El derrumbe de una señora bien Hay que decir desde el principio que Blue Jasmine es una de las obras maestras de Woody Allen y que está a la altura de sus mejores películas, cualesquiera que se elijan para completar la lista. Reúne lo más intenso de los dos mundos del director neoyorquino: la comedia y el drama, y los funde de una forma absolutamente natural, no como sucede en otro de sus grandes títulos, Melinda y Melinda, donde ensaya contar la misma historia en versión cómica y en versión dramática. Allen vuelve, además, al territorio de su imaginación, Nueva York, luego de esas excursiones más o menos fallidas por Londres, Barcelona, París y Roma, pero ahora tiende un puente hacia San Francisco, en la costa del Pacífico, y la amplitud de ese arco geográfico, que abarca a Estados Unidos de este a oeste, no deja de ser una parábola sobre la situación crítica de su país. El personaje de Jasmine, interpretado por una enorme Cate Blanchett, es un producto de esa crisis, tanto en el sentido económico como psicológico del término. Perteneciente a la clase alta neoyorquina, debe mudarse al departamento de su hermana (Sally Hawkins) en San Franciso porque se ha quedado en la calle luego de que su marido (Alec Baldwin) fuera detenido por estafa y se suicidara en la cárcel. Deprimida, empastillada, delirante, pero aún así pretenciosa y desubicada, debe adaptarse al mundo de clase obrera de su hermana, quien tiene dos chicos y está a punto de juntarse con un mécanico. Aquí Allen aprovecha para rendirle una especie de tributo paródico a Un tranvía llamado deseo, aunque sin tocar esos extremos de brutalidad clasista y erótica a los que llega la obra de Tennesse Williams. Más que mostrar los contrastes entre los universos de los que provienen ambas mujeres, le interesa enfocarse en el derrumbe de Jasmine, en el modo en que esta mujer inestable trata de mantener en pie su castillo de naipes en medio de un huracán. Para hacerlo cuenta con la valiosísma alianza de Cate Blanchett que consigue dar relieve a los múltiples matices de su personaje, desde lo más patético a lo más trágico. Sin embargo lo genial de Blue Jasmine, lo que la convierte en una obra maestra, es la fluidez con la que Allen narra la historia, conectando el presente con el pasado de una manera orgánica, como si realmente fuera una mente dañada y sensible la que trata de explicarse a sí misma, sin lograrlo, por qué todo se ha vuelto tan hostil y tan injusto con una señora bien.
"La noche del demonio 2" no renueva los tópicos del género de terror, pero resulta una película diferente. Si hubiera que definir a La noche del demonio 2 con una frase promocional, podría decirse que es una de las películas de terror más ambiciosas del año. En la magnitud de esa ambición residen su mayores virtudes y defectos. Pero antes de empezar la contabilidad positiva y negativa, hay que destacar que el director es James Wan, el mismo de El conjuro, un referente del cine de terror, que ya había dirigido la menos afortunada primera parte. En esta nueva entrega, que empieza justo donde terminaba la primera, Wan se redime de los errores narrativos y dramáticos más obvios que había cometido en la anterior. Sin embargo, en vez de simplificar la intriga, lo que hace es complicarla y no reprimir nada de su particular poder imaginativo. La familia Lambert sigue siendo acosada por espectros, aunque ahora de una forma mucho más íntima, ambigua e insistente, y la única manera de librarse del mal que los atormenta es descubrir el origen de tanto odio, para lo cual será necesario una serie de peripecias en las que el tiempo y el espacio se distorsionan y la realidad adquiere la complejidad de un laberinto. En ese proceso, la historia se vuelve coral, y casi todos los personajes tienen un rol significativo, incluso el dúo de cazafantasmas que aporta una mezcla de humor negro y bloopers a la oscura atmósfera dominante. El resultado no es sólo un homenaje a clásicos como Alfred Hitchcock, John Carpenter o Dario Argento, sino también la postulación de un mundo donde los muertos están muy cerca de los vivos. La representación visual de esa distancia mínima entre humanos y fantasmas combina imágenes que parecen extraídas de una colección de cuadros surrealistas y de una sesión de espiritismo victoriana. Más allá de que esté lejos de renovar los tópicos del género, Wan tiene una imaginación inagotable para realizar esa operación alquímica que consiste en convertir algo familiar en siniestro. Así, un andador de bebé, una caballito de madera o un teléfono armado con dos latas y un hilo se cargan de una vida amenazante. Es probable que la gran cantidad de elementos que se ponen en juego en La noche del demonio 2 resulte confusa. No obstante, se trata de una confusión justificada, que respeta su tema incluso cuando se ríe de él. Es que la risa no espanta a los fantasmas y cerrar los ojos (como sucede al final con un primer plano alegórico de los ojos de Patrick Wilson) sólo significa que el terror no se agota en lo que vemos ni en lo que dejamos de ver.
Hay una larga lista de películas que imaginan un futuro espantoso para el planeta, desde Mad Max, pasando por Fuga de Nueva York, Terminator, Brazil hasta Matrix, por lo que sería imprudente relacionar la oscura visión de un mundo convertido en una interminable villa miseria con la actual crisis económica que padecen los países desarrollados. Antes que una oportunista toma de posición en favor de los nuevos desposeídos, la idea que vertebra el guion parece responder a las obsesiones de Neill Blomkamp, quien ya había ofrecido una muestra a escala reducida de ese dignóstico pesimista en Distrito 9, lo que no le impide aludir a temas bien actuales como la inmigración y el Obamacare. Sin dudas la ambientación de Los Ángeles favelizado de Elysium recuerda los campos de concentración de extraterrestres de aquella exitosa producción de bajo presupuesto. Y como las proyecciones demográficas de las Naciones Unidas no llegan tan lejos, el director es libre de suponer que en 2154 la Tierra va a estar superpoblada, contaminada y empobrecida al extremo. Tan mal van las cosas aquí abajo que la clase dirigente y los ricos se han instalado en un satélite artificial llamado "Elysium", y desde allí controlan los destinos de la humanidad. La diferencia entre ambos mundos no puede ser más radical: mientras unos de mueren de hambre; los otros gozan de una especie de vida eterna. Ese conflicto social se hace carne en el protagonista, Max (Matt Damon) quien lucha por escapar de su condición de basura humana y llegar a ser uno de los privilegiados, impulsado al principio por una ilusión infantil y luego por una necesidad vital que comparte con la hijita enferma de la mujer que ama. Lamentablemente ese esquema binario –a la vez un flagrante acto de maniqueísmo y una aceptación del dualismo mitológico que opone luz y oscuridad, bien y mal o infierno y paraíso– no es desarrollado en todas sus posibilidades dramáticas. Así, ciertas complicaciones de la trama (que no llegan a transformarse en genuinas complejidades), más la dignidad de los actores que interpretan a personajes malvados (Jodie Foster y William Fitchner) y la perfecta ambientación compensan con dificultad la música redundante, los diálogos explicativos, las escenas de acción innecesariamente largas y las alusiones de carácter casi alegórico a la inmigración y al plan de salud social de Barack Obama. Nadie puede vanagloriarse de ser visionario si concibe al futuro sólo como una imagen imperfecta del presente.