El lobo del hombre La lucha del hombre contra la naturaleza es uno de los conflictos más elementales que tiene la humanidad para contarse a sí misma, uno de las más antiguos y uno de las más cautivantes. No importa si es en la forma de una leyenda, un cuento o una película, cuando surge una de estas historias es como si se encendiera una fogata y se formara un círculo alrededor. Esa clase de atracción primordial provoca El líder y lo hace a través de un relato de supervivencia en condiciones extremas. Los componentes esenciales son la atmósfera helada de un paisaje ártico, un grupo de hombres que sobrevive a un accidente aéreo y una jauría de lobos que los persigue para eliminarlos. Pero lo más importante sin dudas es la presencia de un héroe individual, el líder mencionado en el título, que se hace cargo de los sobrevivientes del avión e intenta guiarlos en medio de la nieve y los ataques sanguinarios de los lobos. Ese hombre es John Ottway, caracterizado por el literal y metafóricamente enorme Liam Neeson, un actor ilimitado, capaz de mantener encendida una vela de debilidad en el interior de una tormenta de hormonas masculinas. Sin él, probablemente, El líder se vería afectada por las vacilaciones de un director (Joe Carnahan) que es consciente del material sublime que maneja, ya que él mismo escribió el guión, pero que carece de la fuerza de voluntad creativa suficiente como para mantenerse a la altura de la historia que está contando. El líder podría ser una versión actualizada de una novela de Jack London, aunque en este caso el único punto de acuerdo entre el hombre y los lobos es la rivalidad vengativa. Pero lo importante no son los animales, sino el efecto que provocan en el grupo. Si bien se sugiere que el proceso por el cual un hombre se convierte en líder es equivalente a cómo un lobo llega a ser el macho alfa de una jauría, se trata sólo de una sugerencia sutil y no de una insoportable ilustración de darwinismo social. El foco es Ottway, un cazador de lobos, afectado por la muerte de su mujer, sin deseos de vivir pero incapaz de matarse. Ese individuo solitario y melancólico es el que tratará de mantener en pie a cada miembro del grupo e impondrá su voluntad a fuerza de carácter y experiencia. En términos visuales, El líder es una película ambiciosa, tiene la virtud de alejarse de lo que sería un documental o un reality de supervivencia y confiar en los poderes del cine para transmitir físicamente la soledad ártica, las tormentas de nieve, el terror a los lobos, el frío letal y el cansancio. Falla cuando intenta representar la conciencia y la memoria de su personaje principal y de los secundarios, pues lo hace a través de conversaciones trascendentes y, más grave aun, insiste en mostrar sueños repetidos, alucinaciones y flashbacks que explican demasiado lo que no necesita ninguna explicación.
¿Por qué me lo contás de esa manera? Los cuentos de hadas ya no pueden contarse como se contaban antes. Eso no es ni malo ni bueno en sí mismo. Los relatos populares siempre han sufrido este tipo de variaciones históricas. Los dioses olímpicos vestidos como cortesanos en la pintura neoclásica son una prueba contundente. Sí, el límite es el ridículo, pero la alarma recién suena cuando ya se está del otro lado. Espejito, espejito, esta nueva versión cinematográfica de Blancanieves, ha sufrido esa especie de actualización compulsiva y convulsiva que implica adaptar un argumento conocidísimo a las reglas de lo políticamente correcto. Al principio, cuando arranca la película, la cosa promete ser interesante, dado que la narradora es nada menos que la reina villana. Como el mal siempre resulta fascinante, ¿qué mejor que escucharlo exponer su propio punto de vista? No es un detalle menor que la promesa salga de la boca de Julia Roberts. La actriz que durante 20 años fue la eterna novia de la comedia romántica, la divina, la encantadora, metida en la piel de una soberana maligna, envidiosa y tirana, potencia al personaje. En algún punto la fantasía y la vida real se cruzan, y de la intersección surge la certeza morbosa de que ella misma, la señora Roberts, se esta volviendo un poco grande y por eso tiene que aceptar resignada este tipo de papeles. Todo esto no sumaría más qeu unos puntos adicionales a los valores estéticos y narrativos de Espejito Espejito, si la película cumpliera la promesa de presentarnos la visión de la reina mala. Pero no, lamentablemente, no, el cuento es distorsionado de múltiples formas, pero su estructura ósea central queda indemne. Es verdad que Julia Roberts aparece muchos más minutos en pantalla de lo que correspondería si se respetara el original, en el que se limita a hablar con el espejo y a disfrazarse de pordiosera para darle la manzana a su hijastra. No obstante, ese tiempo extra no significa que su presencia consiga desviar el sentido de la historia en una dirección más beneficiosa para ella. Tampoco transformar a Blancanieves en una experta en esgrima capaz de defenderse por si sola implica un cambio de fondo, sino apenas una puesta al día en cuestiones de política de género. Los puntos más altos son el diseño y el humor. El diseño parece levemente inspirado, dicho con buenos modales, en la imaginería de Alicia en el país de la maravillas, de Tim Burton: vestidos y peinados espectaculares, todo ambientado en un reino rococó, como un torta de cumpleaños excesivamente decorada. El humor, en cambio, esta mejor calibrado. La fantasía del cuento de los hermanos Grimm se traduce a un vocabulario de comedia, y en esa traducción brillan algunos personajes secundarios, como Brighton, una especie de primer ministro mandadero de la reina y, sobre todo, el príncipe Alcott, que sufre desde una humillante paliza de los enanos, al principio, hasta un hechizo que lo convierte en perrito fiel, al final. Esa imagen distorsionada por la sátira es lo mejor que tiene para mostrar Espejito espejito.
La película de no hacer nada "El Vagoneta" propone una sátira al mundo del cine que sólo cumple su promesa en los minutos finales. Cuatro amigos dispuestos a vivir del alquiler de un cartel de publicidad montado sobre la casa de uno de ellos es la base sobre la que se sostiene esta comedia nacida de una serie emitida por Internet. Algo de la estética de bajo costo del formato original ha sobrevivido en su paso a la pantalla grande, tanto en los encuadres y en movimientos de cámara como en la narración y en las actuaciones. En los tramos iniciales, el resultado de esa estética informal es bastante desprolijo, como si se tratara de un video casero hecho con buena voluntad y mejores intenciones, pero con un déficit importante en el rubro talento. Las situaciones son mecánicas, los chistes son flojos y los personajes tiene la misma vida que caricaturas de cartón reproducidas en tamaños real. Están a punto de perder el bendito cartel si no consiguen una publicidad y así surge la ocasión de alquilarlo para promocionar una exitosísima película titulada "El tanque". El inconveniente es que sólo podrán encontrarse con el productor en el Festival de cine de Mar del Plata. Claro que para lograrlo deberán superar infinitos obstáculos. En la setallada y morosa presentación de esos obstáculos radica buena parte de la apuesta cómica de la película. Cada paso adelante implican tres para atrás, aunque esa imposibilidad tiene una raíz personal o familiar nunca social, lo que aleja a la película de cualquier dudoso vínculo con la comedia de costumbres. El desfile de personajes televisivos, como Karina Jelinek, Silvina Luna, Gastón Pauls, Guillermo Francella, pone en entre paréntesis la voluntad de El vagoneta de ser una sátira del mundo del cine, aunque en los tramos finales encuentra esas gracia que estuvo buscando desde el principio.
Manual de supervivencia ilustrado Presentada como la gran novedad del cine para adolescentes del año, Los juegos del hambre no sólo cumple la promesa publicitaria sino que propone una historia bastante más compleja de lo que vale esperar de este tipo de productos. El gran tema de las exitosas novelas juveniles adaptadas sigue siendo el pasaje de la adolescencia a la adultez. Esa especie de mutación que en todas las sociedades exige ritos y sacrificios es potenciada aquí por el extraño mundo en el que se desarrolla la acción. El tiempo es un futuro cercano y el espacio un territorio dividido en 13 colonias, 12 de las cuales sobreviven en condiciones infrahumanas. Un poder central hiper tecnológico mantiene la paz y subalimenta a los pobladores a un precio de sangre. Todos los años cada colonia debe entregar en ofrenda a dos adolescentes para que participen en unas olimpiadas mortales conocidas como los juegos del hambre. La narración se centra en Katniss Everdeen, una chica valiente que se postula como voluntaria cuando su hermana menor sale seleccionada en el sorteo. Lo más interesante de Los juegos del hambre es la caracterización de ese mundo futuro y sus contrastes. Las colonias se parecen a campos de concentración, con alambradas, barracas y gente vestida al estilo Gran Depresión. Mientras que la capital combina la arquitectura de edificios neoclásicos facistas con una moda rococó saturada de colores y peinados raros. Lo que une a esas dos realidades es el gran espectáculo de la televisión, con chicos y chicas que se matan para sobrevivir frente a las cámaras. Si hubiera que tomarse en serio los componentes ideológicos del cine, podría decirse que Los Juegos del hambre es una antiutopía orwelliana, sólo que actualizada y enfocada en el totalitarismo estético. Aquí a los incluidos se los seduce con bienes de consumo y a los excluidos se los mantiene a dieta de palos. Sin dudas ese paisaje económico, político y social no se reduce a un fondo sobre el que se mueven los personajes, está ligado a sus conductas y a sus ideas, pero no es la crítica a la sociedad del espectáculo lo que hace de esta película una historia poderosa. Es otra cosa. ¿Qué? Antes que nada la fuerza imaginativa para convertir un experimento antropológico en una aventura épica. Al postular entre líneas que la dignidad y el espirítu de rebelión no dejan de ser instrumentos de supervivencia, el guión logra que Katniss se invista de un grado de ambigüedad suficiente como para que los medios y los fines de sus actos sean difíciles de distinguir. ¿Besa por amor o por conveniencia? ¿Es manipulada o manipula? Esa ambigüedad no es un privilegio de la heroína sino de muchos personajes y de la película misma, que se permite mostrar la muerte violenta de varios niños y alargar una escena de luto mucho más de lo que indica la prudencia narrativa, sólo para ser fiel a su propia invención.
Violencia y melancolía Todo lo bueno que puede decirse de Drive se concentra en una sola palabra: atmósfera. Es una película melancólica y violenta al mismo tiempo y la justa combinación de ambos elementos genera esa sustancia intangible que parece desprenderse de sus imágenes como una neblina. Si alguien pudiera envasarla, debería pegar en el frasco la etiqueta "aire viciado". No se trata sólo del guión, ni de las actuaciones, ni de la puesta en escena, ni de la fotografía, ni de la música, aunque sin dudas todo contribuye a ese tono único, tan brutal como refinado. Y si bien el director danés Nicolas Winding Refn es un manipulador virtuoso, los efectos emocionales de la película dependen menos del efectismo técnico que de la eficacia estética. Hay una primera escena de acción, antes de los créditos, que resulta impactante y perfecta: un robo y una fuga posterior por la ciudad de Los Ángeles narrada a través de la perspectiva del conductor del auto. De alguna manera esa mirada de alguien que no está del todo afuera ni adentro de la acción define al personaje principal de Drive: un conductor impasible, transportador de criminales, doble de riesgo en Hollywood, mecánico y corredor de autos. Vestido con una campera estampada con un escorpión en la espalda y al volante de un chevy modelo 1970, parece sacado a la vez de una novela existencialista y de un cómic. Hay algo de extranjero y de invulnerable en esa criatura que el actor Ryan Gosling compone como si fuera un ángel caído y en busca de venganza. Consigue ser sensible y despiadado en una dimensión que ninguna persona real podría alcanzar, sin embargo se las arregla para no cruzar ese límite difuso de la ficción que separa a una criatura de una caricatura. Por más que la película le dedique la mitad de su tiempo al desarrollo de la relación entre el conductor y su vecina (una mujer joven con un hijo pequeño y el marido en la cárcel), es difícil saber qué clase de impulso mueve al protagonista desde el momento que empieza la matanza. ¿Es amor? ¿Es instinto de protección? ¿Es una simple fuga sin fin? O, como indicaría el escorpión en la campera, ¿es su misma naturaleza letal? La explicación más obvia es que la chica y el niño representan la inocencia perdida, lo que debe preservarse aun a costo de la propia vida. En ese camino de sangre, Drive entrega varios personajes inolvidables. Los más destacados son los villanos que componen Albert Brooks y Ron Perlman, con sus respectivos grados de ambición entre el poder, el dinero y la gloria, que de algún modo explican el lugar que ocupan en la jerarquía darwiniana de la mafia. La forma gélida con la que Winding Refn expone la violencia, incluso cuando la muestra en cámara lenta o mediante un montaje paralelo, antes que el espectáculo de la muerte, antes que obscenidad o perversión, supone una obsesiva búsqueda de belleza, allí donde supuestamente no puede haberlo, en el horror, en lo inhumano, y lo que encuentra es neblina, oscuridad, una sublime atmósfera intoxicante.
Demasiado para una sola chica Sólo por dinero no es la primera película que intenta combinar el humor y la acción y tampoco será la última en fracasar en el intento. Hay ciertas mezclas que son altamente inestables. Si falla alguno de los componentes, los lazos se distienden y no hay modo de que la risa y el peligro lleguen a formar una sola molécula. Lo que resulta evidente en este caso es el exceso de confianza en las cualidades interpretativas de Katherine Heigl (Ligeramente embarazada), quien soporta toda la carga de ridículo y adrenalina de esta historia, pero a la que se olvidaron de proporcionarle un guión digno de su talento. Ella se mete en la piel de Stephanie Plum, el personaje principal de una exitosa saga de novelas creada por la escritora norteamericana Janet Evanovich. Y así, teñida de castaño para la ocasión (Plum no puede ser la rubia novia de América), compone una adorable chica de barrio, bella y torpe en proporciones nunca equilibradas, que debe convertirse a la fuerza en una cazarrecompensas. Stephanie es el negativo de las protagonistas de la chic lit, esas súper bellezas neuróticas y adictas a la moda que se pueden pasar el día probándose zapatos y vestidos caros en las mejores tiendas de Nueva York. Nuestra heroína suda, come porquerías, y tiene una familia de la que sólo puede heredar el sentido de lo patético: una madre que la quiere casar, un padre resignado y una abuela que se viste y se comporta como una adolescente. Lejos de aprovechar esa colorida caterva de personajes, Solo por dinero parece mandarlos a todos en penitencia al rincón de los gags inocurrentes y pretende tomarse en serio la investigación que emprende Stephanie para ganarse los 50 mil dólares de recompensa. El trabajo inicial de ese premio mayor consiste en detener a un policía, acusado de matar a sangre fría a un delincuente. El policía, que está prófugo tratando de probar su inocencia, tiene la particularidad de ser el tipo con el que Stephanie perdió la virginidad a los 17 años y por el que todavía siente una atracción irresistible. Los hilos de esa trama básica se enredan en una complicada madeja de prostitutas, traficantes y violadores, con lo cual la película cumple la premisa básica de mantener la expectativa, pero al costo de degradar la comedia en una mezcla de humor blanco, verde y negro que sólo puede describirse como gris.
La sangre es bella ¿Quién hubiera dicho en 2003 que la vampiro humana encarnada por Kate Beckinsale iba a protagonizar cuatro películas? La actriz inglesa parecía diseñada para otros papeles y sólo su matrimonio con el director y creador de la saga Inframundo, Len Wiseman, podía explicar su incursión en un género popular y macabro. Lo cierto es que nueve años después, nada identifica mejor a la actriz que su personaje de Selene, esa mujer de fríos ojos azules y body de cuero negro que no parpadea cuando elimina lobos, humanos o híbridos con un revólver metralleta en cada mano. Ella e Inframundo son la misma cosa y si bien los montos de las recaudaciones impiden catalogarla entre las sagas más exitosas de la década, su supervivencia como serial le alcanza para aspirar a la categoría de leyenda de rápido consumo de la cultura pop. La ola de identificación adolescente con los vampiros les permitió incluso a los guionistas sacarse de encima la responsabilidad de que Selene no mate seres humanos. ¿Qué trae de nuevo Inframundo 4? No mucho, salvo un nivel superior de dificultad en los enemigos, algo obvio si se tiene en cuenta que la lógica del desarrollo de estos productos es similar al de los videojuegos. Ahora los hombres lobos, luego de estar al borde de la extinción, y gracias a experimentos clandestinos en laboratorios del Estado, son más grandes, más fuertes y más resistentes a la balas de plata. La otra novedad es que Selene estuvo congelada durante 12 años y cuando despierta descubre que tiene una hija de 12 años, una criatura híbrida evolucionada, a la que debe defender porque el futuro de la especie depende de ella. La violencia espectacular puesta en acción para ese propósito hace de la película una descarga constante de adrenalina visual.
Adam Sandler: Un doble de cuerpo Adam Sandler está recorriendo la misma curva que en su momento recorrió Eddie Murphy. La mala noticia es que ya se encuentra en su fase descendente. ¿En qué momento un cómico deja de ser genial y se convierte en patético? Lo que Sandler parecía haber intuido al encarnar a un comediante que padece una falsa enfermedad terminal en Funny People, Jack y Jill (mirá el trailer) lo confirma en la forma de un certificado de defunción. Hay tanto voluntarismo, hay tanta ambición, hay tantas ganas de hacer reír en esta película que el resultado de semejante esfuerzo no podía ser menos que un serio fracaso. Eso sí: lo que no tiene de comedia auténtica, lo tiene de documento de megalomanía. Uno de los síntomas de que un comediante sufre problemas de autoestima es cuando empieza a sentir la imperiosa necesidad de interpretar a varios personajes al mismo tiempo. En Jack y Jill, Sandler se desdobla en un publicista y en su hermana gemela. El publicista es exitoso, tiene una familia formada, y muchos amigos en Los Ángeles. La hermana vive sola en Nueva York, es gorda, fea, y cada vez que habla escupe un prejuicio. En términos actorales, el desdoblamiento de Sandler se limita a comportarse como él mismo, cuando hace de Jack, y a ponerse una peluca, un vestido ridículo y resucitar esa voz ceceosa y aflautada de su época de Saturday Night Live, cuando hace de Jill. Hay algo de fiesta de disfraces fallida en el efecto total, algo que ni siquiera alcanza la loca dignidad del travestismo. Y como si la utilería barata no fuera suficientemente vulgar, el bombardeo del mal gusto se completa con un arsenal de gases, eructos y fluidos corporales. El concepto queda grabado enseguida: él es cool y ella es espantosa. El conflicto inicial de la historia se reduce a cómo hace Jack para sacarse de encima a Jill lo más rápido posible, porque la pobre chica ha llegado de visita a Los Ángeles y parece tener todas las intenciones de quedarse con la familia por un largo tiempo. Pero esto es Hollywood versión 2.0 y un único conflicto, no basta; es necesario otro que lo contradiga y lo complemente. En este punto aparece Al Pacino en el papel de Al Pacino. Ahí se manifiesta otro síntoma de problemas de autoestima: el comediante no se incendia solo, invita siempre a algún famoso a la hoguera. Pacino acepta autoparodiarse de una forma mucho más extrema que Robert De Niro en Analízame o Los Fockers. Esa autoparodia feroz es por momentos irritante y por momentos gloriosa. Jack y Jill probablemente se convierta en una película de culto, cuando el tiempo haga de todos sus defectos una sola virtud.
En línea recta hasta el final Las historias básicas también pueden ser buenas historias. Eso es lo que viene a probar La última noche de la humanidad, una película de premisas bien simples que recorre el trayecto que va desde el punto inicial al final por el camino más corto: la línea recta. El relato se enfoca en la resistencia de un grupo de jóvenes a una invasión extraterrestre. Hay dos detalles peculiares. Uno: los alienígenas son como ectoplasmas luminosos, invisibles salvo cuando entran en contacto con una fuentes de energía eléctrica. Dos: el escenario es la ciudad de Moscú, en cuyo paisaje urbano conviven los suntuosos palacios de la época de los zares, los edificios grises y funcionales del régimen comunista y las actuales construcciones corporativas de los magnates rusos. La historia es básica porque se reduce a una serie de fugas, enfrentamientos y encuentros más o menos casuales. Todos los personajes están al servicio de la acción. Los principales son cuatro jóvenes norteamericanos: dos chicos y dos chicas que se conocen en la capital rusa y sus vidas se unen por la fuerza de las circunstancias. Si bien cada uno de ellos tiene un temperamento definido, que incidirá previsiblemente en su destino, lo que prima son los movimientos grupales. Hay algún que otro conflicto a la hora de tomar de decisiones, pero el enemigo es tan poderoso que el instinto de solidaridad se impone y les permite sobrevivir. Los efectos de 3D no son nada impresionantes y su mayor virtud consiste en que no distraen con ornamentos visuales el curso de la historia. Desde el principio, todo se reduce a saber si los personajes podrán escapar vivos de Moscú y volver a los Estados Unidos. Y lo que podría ser un defecto dramático, el hecho de que los villanos prácticamente no tengan caras y sean sólo nervios de luz, es compensado por el ingenio y la estrategia que exige combatir contras esas formas abstractas. La última noche de la humanidad es una máquina cinematográfica de entretenimiento puro, que incluso podría ser calificada de "decente" u "honesta" por aquellos que consideran que la ideología importa en el cine. Su visión del género humano es tan optimista que hasta los rusos son presentados como gente maravillosa, aunque tal vez esto se deba más a las firmas en cirílico de los productores que a la convicción de los guionistas.
Tiempo de descuento El precio del mañana propone un mundo donde el tiempo es dinero. Lo bueno es que la edad de las personas se detiene a los 25 años y desde entonces pueden vivir enternamente iguales. Lo malo es que deben pagar con horas de vida cada cosa que consumen y sólo cuentan con un crédito de dos años adicionales. La idea es tan buena que por sí misma parece contener el potencial suficiente como para generar una gran historia. Sin embargo, nunca se puede confiar del todo en los creativos de Hollywood, quienes poseen la retorcida facultad alquímica de convertir el barro en oro y el oro en barro. El realizador Andrew Niccol es un especialista en esta clase de aventuras metafísicas. Pero El precio del mañana está lejos de sus hitos anteriores: Gattaca y del guión de El show de Truman. En este caso firma un producto que no consigue ser ni del todo entrenido ni del todo revolucionario. Will Salas, un obrero con escaso crédito vital, recibe 100 años de un magnate que ya no soporta vivir. Esa herencia lo impulsa a salir del barrio proletario donde ha nacido y combatir contra el sistema de distribución del tiempo. El sistema, por cierto, parece un calco infantil del capitalismo actual, y Will se convierte en una especie de Robin Hood moderno. Como suele suceder cuando el cine norteamericano se pone el sombrero de pensar políticamente, no distingue rebeldía de rebelión. Con todo su nuevo capital de tiempo disponible, Will va al centro financiero en busca de venganza. Conoce a su enemigo absoluto, que es el padre de la chica que se enamora de él, y se enfrenta al guardián del tiempo, un policía insobornable que lo persigue para reestablecer el orden. La trama es la progresión de esos conflictos hasta sus últimas consecuencias dramáticas. Avanza siempre en el sentido más previsible. Hay algunas persecuciones, peleas, breves escenas románticas y varias charlas cuyo contenido podría sintetizarse en la famosa pregunta retórica de Brecht "¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?" Si se dividiera El precio del mañana en tres grandes rubros, guión, interpretación e imagen, y hubiera que calificarlos como en un examen, el primero sería reprobado; el segundo aprobaría con lo justo, y el tercero merecería un sobresaliente. Lo mejor de El precio del mañana es la escenografía retrofuturista, con sus autos negros y plateados de la décadas de 1960 y 1970 y sus enormes edificios neoclásicos, que parecen sugerir que la belleza siempre es anacrónica y no está disponible para la revolución sino para la nostalgia.