González como Pasolini: Los rostros que no vemos como centro de la representación Diagnóstico Esperanza es una película que desde historias particulares de personajes diversos abre la puerta al cine en tanto pensamiento sobre el sujeto con sencillez y sin propósito moral. Aun cuando la película interpela al espectador medio desde los personajes y los modos de representación, lejos está de pretender detentar alguna verdad sobre los dolores sociales que organizan la trama. El relato cruza estas historias, propias o ajenas a la villa, que forman parte de lo cotidiano -siempre oculto- en la vida de sus habitantes. Lo cotidiano, por su propia característica, suele producirse como lo dado, lo posible, lo razonable. El delito, el consumo, la violencia familiar aquí no son anomalías de una sociedad virtuosa sino formas habituales de la producción de la vida de todos los individuos. El dolor es protagonista. Es un dolor profundo que surge a la vez de la propia condición existencial del hombre tanto como de las injustas condiciones sociales. Este gesto narrativo y el modo de representación de los personajes sin dudas relacionan Diagnóstico Esperanza con el cine de Pasolini. La capacidad de síntesis de González como realizador se despliega desde la primera secuencia de la película. Sin palabras nos enteramos que en el barrio alguien fue asesinado y que el pequeño Alan siente esa muerte con una profunda tristeza. Nadie debe hablar demasiado para explicar cuál es la condición de supervivencia de su familia. Su madre, violenta y protectora, no piensa moralmente el comercio de la droga sino que lo vive como una simple práctica comercial que habilita la manutención de su familia. También vemos a un joven que parece no existir mientras ofrece sus 3×10 en medias. A un cacerolero, empleado que pretende ser lo que no es, que se propone ser parte de un robo -y él sí siente la impronta moral del hecho-. Y a un par de federales que practican un conjunto de prácticas ilegales en las cuales lo único que importa es sostener el “código” entre los implicados. En la película la noción de delito adquiere una perspectiva interesante ¿Es acaso el delito un universal insoslayable o deviene en tanto existe un Estado presente e incorporado en la subjetividad de cada individuo? La existencia solo nominal del Estado en la villa y su ausencia concreta en la vida cotidiana –o la existencia del Estado solamente como represor- de algún modo producen un cuestionamiento práctico de esa misma noción de delito. Conceptos similares podrían relacionarse con la invisibilización a la que son sometidos los habitantes de la villa fuera de su lugar ¿Cómo ser el “otro” cuando para una gran parte de la sociedad civil el villero parece inexistente? ¿Cuál es el modo de incorporarse en esa sociedad que no solo lo rechaza y estigmatiza, sino que muchas veces no registra su existencia? González conoce la villa y por lo tanto no necesita “observar” el espacio ni reconstruir los lenguajes. De ese modo la película puede fluir a través de las pequeñas calles o en las casas sin tener que detenerse a dar cuenta de una situación problemática. Él camina con su cámara el espacio físico y social sin ningún tipo de impostación. Con esa certeza narrativa la mirada se despega de la “fascinación” del entorno villero para indagar en las personas. Es así que los rostros ganan un valor notable en la representación, son la clave para reafirmar esa “existencia” de los individuos que parece ser negada por gran parte de la sociedad. Representar la persona. Representar el sujeto sensible. Darle existencia a través de la identificación del espectador. El rostro y la persona como centro del cine político (que puede rastrearse en Pasolini y también en la notable P3ND3J05 de Raúl Perrone que circula por espacios geográficos, sociales y políticos muy cercanos a Diagnóstico Esperanza). La película estalla en una dialéctica entre la trama de los hechos –muy fina y precisa- y las imágenes o ciertas escenas situacionales que narran tanto como las historias de los personajes. Un solo plano, el del pequeño Alan haciendo “patito” en una gran charca del barrio, como muchos de nosotros hemos hecho frente al mar o un bello lago del sur argentino, resuelve lo que muchas películas, desde sus buenas intenciones, no son capaces de narrar. Y la mirada del otro. O la mirada de aquel que en los cines del centro necesariamente es el otro. “Yo te entiendo” le dice la víctima de un asalto a quien lo amenaza y asusta. “No me sicologies” contesta el ladrón. ¿Quién es el uno y quién es el otro? ¿Qué tan interpelado nos vemos los buenos burgueses urbanos que creemos comprender al pibe villero que viene a asaltarnos? La aparición de César González tuvo un fuerte impacto en el ámbito de la poesía. Hoy vuelve a demostrar su talento y su capacidad expresiva en su primer trabajo para el cine. Indudablemente nos encontramos ante una voz imprescindible para comprender aquellas cosas que no solemos mirar.
Una película como Metegol tiene claramente dos improntas difíciles de eludir: la que aporta su director Juan José Campanella, ganador de un Oscar con su película El secreto de sus ojos y la que imprime calidad de la animación que se desarrolló para esta mega producción, con costos largamente superiores a cualquier película en nuestro país. Aun cuando la animación no sorprende para quienes conocen la calidad de las películas que se distribuyen a nivel mundial, lo cierto es que Metegol soporta la comparación con cualquiera de las superproducciones de las grandes compañías internacionales. Este es un dato alentador tanto para quienes van a ver la película, como para la industria audiovisual nacional, que con este salto de calidad en la técnica se instala como un jugador considerable en la producción de animación global. En cuanto al lugar de Campanella, es evidente para quien ve la película que esta se ubica en el mismo lugar –por su construcción, su estilo, su moral y su ideología- que Luna de Avellaneda, seguramente la peor película de este director que, a criterio de este cronista, está algo sobrevalorado en tanto autor. No hay dudas que Campanella conoce como producir películas que logren empatía con el público y se conviertan en productos masivos, lo que no parece razonable es considerarlo un autor con rasgos que eludan los lugares comunes de la industria más concentrada. Metegol parte del relato de un padre a su hijo, a quien revela su propia historia y la de su pueblo. Es la historia de un joven sumiso, abstraído en la práctica del metegol, el juego popular que no faltaba en ningún bar ni buffet de club de barrio. Este juego es el escenario de una gran disputa entre el joven retraído y un “patotero” devenido poderoso. Amadeo y sus jugadores de metal tendrán que asumir en una serie de aventuras y un gran desafío final, el destino de su pueblo. En este sentido, la película está más cerca de cualquier relato tradicional que de la recuperación de un elemento popular como fuente para construir una aventura que encuentre en tradiciones compartidas algunas nuevas ideas narrativas o algunas particularidades del lenguajes, de los escenarios, de los elementos cotidianos. Como si lo neutro no fuera solo el lenguaje hablado, los elementos que constituyen la totalidad del film carecen de cualquier vínculo de la cultura popular, como supone un relato centrado en un juego como el que referencia el título. El metegol es un juego, pero es también un lugar de encuentro. Fue durante un largo tiempo –y lo sigue siendo en muchos lugares donde se comparte el vermú, el salamín y el queso- una forma de expresión de la cultura popular. Alrededor del mismo se despliegan un conjunto de vocablos y discusiones propias, que fueron desarrolladas, compartidas y trasmitidas a partir del metegol como espacio de reunión. Fue en esa extraña configuración de jugadores y espectadores –comentaristas, consejeros e hinchas- que se constituyó un pequeño espacio de la cultura popular en nuestro país. Frente a esta noción, claramente recuperada en el cuento de Fontanarrosa, la película de Campanella impone un metegol que es un inconcebible espacio de pura soledad y encierro. Amadeo pasa de la niñez a la juventud y de ella a la adultez, luciéndose en el juego para su exclusivo goce personal, sus logros no son desarrollados en el juego compartido, en el intercambio glorioso de una tribuna del bar o de un club social, sino en el terco aprendizaje solitario que es solo demostración y nunca juego. Lo popular desaparece en manos de un personaje sin vínculo social y alejado de cualquier forma de cultura popular. En la primera secuencia de la película Campanella confronta, actualizando cierta línea planteada en el cuento, los jueguitos en la Tablet –de puro corte individual- con el metegol –de raíz popular y colectiva-. Sin embargo esta operación se contradice en sí misma, pues para el protagonista el metegol es un espacio de encierro y aislamiento, del mismo modo que, según su visión, lo son los jueguitos electrónicos para su hijo. Pero para colmo de males la película posee enormes problemas narrativos. Campanella parece concentrar sus esfuerzos en la escena del desafío (secuencia del comienzo de la película donde se genera la enemistad irremediable entre Amadeo y el Grosso) y la del enfrentamiento (partido del final). En medio de esas dos secuencias la aventura de los pequeños jugadores de metal, que adquieren vida propia, carece de todo interés, novedad y ritmo narrativo. Para quienes creen encontrar vínculos entre esos juguetes revividos y la magnífica saga Toy Story, cabe distinguir que en aquella los juguetes tienen vida propia al margen de los humanos. Y ese no es un dato menor a tener en cuenta. La lógica de autos o juguetes hablando con humanos definitivamente carece de toda magia. Por otra parte el desenlace adolece de dos problemas centrales. Campanella parece no entender el futbol, ni su lógica ni su estética. ¿Desde dónde mira el partido la cámara? Desde el lugar de la pelota o del jugador. Nunca lo mira desde fuera de la cancha. He ahí un problema notable en la narración de esta secuencia, que por otra parte nunca encuentra la tensión necesaria de un enfrentamiento a todo o nada. Será Metegol seguramente la película más taquillera del año. Eso no quita que para muchos de nosotros sea una decepción. Una verdadera pena, especialmente en homenaje a aquel magnífico wing derecho que lleva como 6800 goles hechos en las canchas del viejo club social y deportivo.
LA TERCERA ES LA VENCIDA (o al menos sería lo más razonable) En Antes de la medianoche hay algo que huele a viejo. Digamos que más que a viejo, huele a simplificaciones hartamente repetidas. Seamos justos con la vejez, para no cargar a la edad de condiciones que no tiene por sí misma, aunque la película insista en naturalizarlas -la edad no trae ni sabiduría, ni desazón ante lo pasado-. Y “lo viejo” no es la puesta en escena teatral que sobreviene al impresionante comienzo de la película que es un plano secuencia brillante, sintético y contundente narrativamente. Tampoco lo es el recurso al diálogo permanente que asfixia, que destruye -y deconstruye- cualquier apelación al realismo o a la verosimiltud. Tampoco lo es cierta estudiada composición bucólica del espacio y de la propia Grecia. Lo que huele “a viejo” en esta película es la obviedad con la que cuenta la relación de una pareja recorriendo una crisis particular. ¿Por qué recurrir a diálogos trillados y recursos simplificados con eje en la problemática de género para contar la supuestamente irreversible crisis trágica que toda pareja DEBE atravesar si tiene hijos, algunas canas, tetas caídas y hemorroides? Los problemas centrales son esos, lo irreversible de la crisis fatal y el discurso sobre el que la misma se estructura. La franquicia que autoconstruyeron con talento y cierto grado de innovación hace 18 años Delpy, Hawke y Linklater, va perdiendo tono en este tercer opus. No puede negarse a la película cierto ingenio. Pero lejos está este de ser inteligencia. Linklater realiza un trabajo de notable rigor en el modo en que construye las escenas, en como mira a los personajes y al espacio, como trama tiempos y como evita silencios. La cámara no deja de atrapar nunca a los protagonistas, de atravesarlos con el drama y, en esa misma operación, involucrar al espectador de un modo consciente y permanente. Pero todo ese talento está puesto al servicio de un guión basado en fuegos de artificio. La secuencia del almuerzo entre las parejas de tres generaciones es solo una fatal competencia de textos brillantes, que no articulan sino una torpe mirada sobre la naturaleza de lo genérico, el amor romántico y el sexo. Escena que no es torpe por falsa, es torpe por pretenderse inteligente. En este sentido, la operación más brillante es que esa cooptación del espectador permite que la identificación del público con aquella pareja -a esta altura casi mítica- sea muy potente. Y que ello produzca un juego intenso con el espectador que goza notablemente de aquel guión que no deja espacio para respirar y reflexionar. Julie Delpy brilla como siempre. Eso, como los valores de la trabajada puesta en escena, son indiscutibles. El resto son puros fuegos artificiales. Y los fuegos artificiales no dejan de ser vistosos. Pero no dan abrigo.
SECRETOS Y SILENCIOS Lo personal y lo político -incluso la medicina como espacio de la práctica política rebelde- son con el mismo nivel de interés y trascendencia, los ámbitos de los que se vale esta notable película de Christian Petzold para relatar la represión vivida por los habitantes de la República Democrática de Alemania (la Alemania soviética), durante los años ’80. Bárbara, una inmejorable Nina Hoss, ha pedido autorización para exilarse y como respuesta ha recibido el traslado de un hospital berlinés a un pobre nosocomio en el campo. Ese traslado es desde lo institucional una suerte de castigo, de destierro, de enajenación de Bárbara en relación a su lugar de pertenencia y a su prestigio como médica. Y también parece serlo desde la perspectiva de la doctora que de algún modo desprecia el lugar y a sus colegas, como espacio interesante para la práctica de la profesión. Allí no solo deberá enfrentar la mirada de los otros -punto nodal en lo narrativo y lo cinematográfico- sino la persecución concreta de la policía secreta y la duda permanente sobre los demás. El silencio profundo con el que Bárbara se relaciona con los demás es clave. No decir nada nunca a nadie es el modo de sobrevivir, de evitar el peligro permanente de la violencia estatal. Pero también es el modo de evitar que aquellos con quienes se relaciona puedan penetrar el secreto de su mundo personal y sus deseos. Sin embargo la realidad del pueblo, su principal colega y los pacientes, estarán constantemente en colisión con esa muralla insoslayable que parece ser el rostro inexpresivo y el silencio inexpugnable. Petzold muestra con solvencia, ascetismo narrativo y sin apelar jamás al melodrama, la noción de totalitarismo político en tanto es lo absoluto en estado concreto. No hay espacio vital que escape al régimen totalitario, como si incluso fuera capaz de imponerse ante la propia pulsión vital. De como Bárbara resuelve la contradicción a la que se enfrenta, y de cómo lo que hubiera sido meloso, doloroso y exagerado resulta real y sintético, todo ello se explica por el talento del realizador, que no apela sino a gestos, secretos, silencios y sospechas. De ese modo articula una película atrapante e inteligente, que no reitera viejas fórmulas hollywoodenses -como algún antecedente demasiado aplaudido sin merecerlo tanto- sino que respeta la mejor tradición cinematográfica de su país.
Primero lo primero. Quien conozca la historia de Ernesto Guevara –narrada por ejemplo en la excelente biografía de Paco Taibo II- no encontrará en este documental demasiada información agregada. Este detalle no es menor, pues para quien tenga un panorama de su biografía, la película tendrá menos interés que para el resto. La propuesta de Jorge Denti es ilustrar con animaciones, imágenes de archivos imprecisos y otras recientes, una serie de entrevistas a diferentes personas que compartieron con Ernesto Guevara los viajes que entre 1952 y 1953 realizó por América Latina. Estos viajes, una suerte de proceso de construcción de “el Che” en el que se convertiría luego, son esenciales para comprender aquel hombre modélico en el que se constituyó a partir de la revolución cubana. Esto es lo interesante de la película. Rescatar una serie de testimonios directos de quienes compartieron con él ese periplo, y que fueron testigos de ese proceso de transformación personal. La medicina, su profesión, se constituye como eje de sentido del viaje y “organiza” su encuentro con una realidad política y social que hasta ese momento desconocía. Durante el relato se rescata la visión de América Latina que construyó a partir de su contacto con los sectores más explotados y desposeídos de la población. Formalmente, más allá de los esfuerzos del realizador, la película es una larga entrevista. Un documental de “cabezas parlantes” como se denomina habitualmente. En la construcción incurre en un par de saltos temporales (en un montaje paralelo mientras Alberto Granados habla del primer viaje, Calica Ferrer habla del segundo y esto puede confundir al espectador entendiendo que hablan del mismo) y abunda con anécdotas muchas veces poco interesantes. Este documental tiene el valor de mantener los testimonios de personas adultas a quienes no será fácil volver a entrevistar en un solo proyecto. Es interesante también para quien no conoce la realidad que vivía nuestra Latinoamérica hacia la década del ’50 (realidad que por supuesto persiste en muchas estructuras sociales aun hoy). En ese sentido el valor testimonial es importante. Aun cuando lo que proponga en su contenido no signifique ninguna novedad tanto en el contexto audiovisual, como en el de la divulgación histórica en general.
Los medios de comunicación llamados “alternativos” en relación con los modernos medios masivos, existen desde muchos años atrás. La comunicación alternativa y comunitaria surge constantemente desde distintos espacios u organizaciones, no solo respondiendo a una necesidad de comunicar una agenda diversa de la que difunden los grandes medios, sino también dando lugar al interés de los receptores en encontrar voces más afines, más propias o más cercanas. En el modo en que se construyen vínculos, relaciones y búsquedas comunes se puede medir el suceso de esos medios que en general están muy lejos de la masividad. TV Utopía fue un canal realizado a partir del impulso de Fabián Moyano en el barrio de Caballito de la ciudad de Buenos Aires, a lo largo de la década de los ’90. Abierto, plural, inexperto, comunitario, su señal era emitida por aire e integraba a gente de orígenes y saberes diversos, en una programación que se fue haciendo en la misma medida en que el proyecto creció. Moyano era el creador pero nunca el dueño. De las discusiones a propósito de lo que ocurría con TV Utopía participaban tanto él como todos aquellos que hacía el canal cotidianamente y los mismos espectadores. Esto daba un carácter particular al proyecto: no era una televisión hecha solo para ser mirada, sino que realmente se constituía como un modelo de comunicación con mucha más bi direccionalidad de lo que es habitualmente el medio. Sebastían Deus fue parte del proyecto durante algunos años y luego de aquella experiencia y su propia carrera como documentalista, decidió recuperar horas de material grabado para enfrentarse al desafío de contar aquella experiencia. La búsqueda de material también lo llevó a reencontrar a gente que participó de aquel proyecto y recuperar la esencia de lo comunitario. Pero al mismo tiempo en que relata la historia del canal 4 TV Utopía, se encuentra con el desarrollo de las discusiones (y la posterior sanción) de la ley de servicios de comunicación audiovisual, que hubiera dado un marco de existencia legal al canal, víctima de innumerables allanamientos y confiscaciones por parte del COMFER. A esta segunda línea narrativa –que es el presente en la película– se suma una tercera: la precisa descripción de la década infame de los noventa argentinos, a partir del mismo material recuperado. Estos tres planos del relato, la historia fáctica de lo que fue TV Utopía, la necesaria ley de medios que repare la ausencia de una legislación más inclusiva y la década del noventa a partir de la mirada de las imágenes producidas por el Canal 4, se integran dialécticamente, produciendo un discurso histórico y político que hace evidente el sentido que tiene para una sociedad de masas la diversidad de voces, de puntos de vista y el ejercicio pleno de las libertades de expresión e información. Deus logra entretener pues evita en todo momento la solemnidad, la valoración o el discurso épico. Es a partir del trabajo de un montaje fluido y de un uso muy inteligente de su propio lugar como narrador que el realizador logra integrar al espectador en un relato que, siendo pasado, es indudablemente presente. El final, con un recurso bello a la poética de los sueños y el espacio aéreo como lugar donde habitan las palabras del pasado, del presente y del futuro, abre la puerta a pensar sobre las voces que están allí o acá, dando vueltas, esperando ser escuchadas. Y en el espacio de la comunicación, lo deja bien claro Deus, hay lugar para tod@s.
Frente a una película como esta es casi inevitable evocar la presencia en tanto clásico moderno de la obra de Scott Fitzgerald como la trayectoria del realizador Baz Luhrmann. En este caso no es tanto por la trascendencia de su filmografía – de la que a criterio de este cronista solo vale destacar su Romeo y Julieta – sino por el impacto y la “polémica” que suelen despertar sus puestas en escena. Lo cierto es que Luhrmann repite su constante a propósito de contar una historia de amor de un modo estridente, desaforado, intenso y extenso. Más allá de la trama que se ubica en un momento especial del capitalismo de entreguerras, momento de puro optimismo pero cruzado por la sombra del futuro inmediato que se extiende sobre esos tiempos modernos, lo que importa al realizador es la historia de pasión y frustración de Jay Gatsby y Daisy Buchanan. En la misma emerge la tensión del poder, tanto el que se esconde tras la historia del propio Gatsby como la de la sociedad que está justo a su frente y representa Daisy y su matrimonio ajustado a los cánones sociales. De algún modo esas tramas de poder son el espacio donde se entiende lo que el mundo hizo de ellos durante los cinco años que separaron a la pareja. La tensión entre el amor, la voluntad, la existencia material del tiempo y las condiciones sociales de existencia en un momento determinado de burbuja financiera en Wall Street, son los temas de la película. El narrador, el joven Carraway – un insoportable Tobey Maguire -, es quien da cuenta del mundo que parecía ser y el que es. Los personajes secundarios son móviles para esquematizar relaciones sociales y condiciones materiales de existencia. Luhrmann simplifica estos roles, desdibuja los personajes, apela al trazo grueso de la pura exterioridad y pierde potencia con el casting. Es así que la película carece casi totalmente de sutileza y riqueza significante (con la excepción de la excelente escena del reencuentro de los amantes). Es por ello que la interesante construcción visual, el uso de la banda de sonora anacrónica, el exceso en el montaje y la sensación de irrealidad permanente, recursos más que interesantes en tanto modo de contar, no llegan a trascender más allá de los propios valores formales y reduce la elección estética a puro espectáculo. Como espectáculo (en el sentido más vacuo del término) no defrauda. Con un personaje excluyente y atractivo, un ritmo narrativo sostenido y una riqueza visual y sonora indudable, El gran Gatsby es una película industrial en el más antiguo y más moderno sentido: responde de un modo perfecto a los designios del actual régimen del cine industrial. Ni más ni menos que eso.
ASÍ EN EL CINE COMO EN LA MAGIA René Lavand es un personaje fascinante. A pesar de ello, su presencia excluyente no garantiza una gran película. Hacer una película con un atractivo de la potencia de tal protagonista no es necesariamente sencillo. Por lo tanto que El gran simulador sea una gran película, sin dudas responde al talento de Néstor Frenkel. Ilusionista, embaucador, fascinador, Lavand es reconocido mundialmente por su arte con la baraja, a las que domina cual flautista a las serpientes. Dueño de una hermosa cabaña de maderas en Tandil, el creador del mítico Cumanés – el tahúr más feroz que se haya conocido – abre la puerta de su mundo y Frenkel logra hacer de este un espacio tan mágico como el que nos provee el encanto del su trabajo. Lejos de desangelar la figura de Lavand, el realizador logra que todo el mundo y la vida cotidiana de este gran simulador se integren con lo que conocemos de su obra. Con notable equilibrio Frenkel nos permite entrever el modo en que se produce el espectáculo, el arte del engaño, la narración oral perfecta, aunque lo hace sin mostrar todo el juego. Como el ilusionista con sus cartas, lo que vemos es un modo engañoso de mostrarnos lo que es. En esa dialéctica entre mostrar y esconder con que articula su mirada sobre el personaje, su vida y su trabajo, está gran parte de la atracción que tiene la película. El centro de la misma es, obviamente, el propio Lavand y su arte, que se ve realizado en vivo o en viejas grabaciones que van siendo presentadas a lo largo de la película. Como en los pases de ilusionismo, Frenkel prefiere la síntesis y esta también es una virtud de la realización. Deja al espectador con las ganas de más, de conocer el secreto, de entrar a esa casa y poder quedarse allí en la intimidad profunda de esa fascinante figura. Pero lo que cuenta es la ilusión, la sensación permanente de que todo puede resolverse de un modo maravilloso e inaudito. Y para eso está Rene Lavand. Así en el cine como en la magia.
Matrimonio alla Joyce La referencia a la obra Ulises de James Joyce es omnipresente para la crítica de cine -ya sea a través de la misma información de prensa como en las notas de los colegas- pero absolutamente insignificante para el público en general. Sin embargo es un buen modo de iniciar una nota sobre una película intrascendente. Es bueno tener elementos que hagan lucir al crítico frente a una película que carece de todo brillo. Matrimonio, el segundo largometraje de Carlos Jaureguialzo, cuenta un día en la vida de una pareja que lleva 20 años de casados. Para hacerlo, la narración se construye en una primera instancia asumiendo el punto de vista de Esteban (Grandinetti). La segunda mitad de la película contará la misma realidad desde la mirada de Molly (Roth), su esposa. En ambos casos recurre al relato interior, el fluir de la conciencia de los personajes, en un corto camino de un día hacia la noche, en el cual los relatos se encuentran y el punto de vista se aleja y se hace exterior a ellos. En la frase “tal vez lo mejor sería separarnos” con la que comienza el relato interior de Esteban, se marca la tensión que afecta al matrimonio. Molly atraviesa una depresión intensa y se niega a salir de la cama, mientras Esteban se encuentra perdido en medio de lo cotidiano, la familia, el trabajo creativo y las presiones laborales. Esteban y Molly son (eran), para propios y ajenos, casi una marca registrada, un par indivisible. Esteban sufre la tensión que genera la dialéctica entre esta indivisibilidad y el presente de crisis en la pareja. ¿Cómo sería que esa relación que nadie imagina rota? ¿Cómo imaginar el aroma de un perfume sin probarlo en la piel de Molly? Marcado por el relato interno articulado por el uso de la voz en off, en el capítulo relatado por Esteban este recorre Buenos Aires como un fantasma, por momentos hostilizado por esa ciudad que no comprende el dolor por una pérdida. Molly se debate con su depresión, la atención a un hombre con quien se promete un encuentro amoroso más imaginario que real y una profunda hipocondría. Su tiempo en el relato es el tiempo de la mirada. Molly mira las situaciones como si todo le fuera ajeno, como si el mundo fuera un puro exterior que no puede ni quiere aprehender. Podría decir que mientras Esteban debe hablar, debe pensar el mundo, Molly necesita mirarlo. La situación, relatada con libertad, sin anclajes concretos y sin afirmaciones clásicas, adquiere su forma y sentido en el encuentro con el espectador. Sin embargo el film es anodino, segmentado, esquemático. Esta contradicción entre aparente libertad y esquematismo constructivo produce un desacople entre las intenciones estéticas declaradas en el modelo “alla Joyce” constantemente aludido y la estructura del relato. Matrimonio tiene un pobre guión, con apenas un par de escenas logradas. Y con un guion intrascendente, por más que se cuente con las mejores intenciones, difícilmente se logre hacer una buena película.
La película parece derivar hacia el thriller psicológico, aun cuando una complicidad con la comedia quiebra la solemnidad de aquel género. Raquel es una mucama con cama que trabaja en la casa de una familia de la alta burguesía chilena. Atiende con devoción a cada uno de sus miembros, a quienes siente como propios, a quienes cela como si fueran de su pertenencia. Las anécdotas que recorren esta película, que transcurre en su mayoría dentro de la casa familiar, el lugar del que Raquel de algún modo se ha apropiado, dan cuenta de una relación compleja (y bastante perversa por cierto) que se establece entre una familia y la persona que los atiende desde el amanecer hasta la cena. Y de cómo esa es, sin dudas, una relación de poder abusivo, íntimo y dependiente. A partir de esta relación definitivamente patológica que con mucha astucia el director devela sin impugnar, la cotidianidad se tiñe de amenaza. La película parece derivar hacia el thriller psicológico, aun cuando una complicidad con la comedia quiebra la solemnidad de aquel género. Sostenido en excelentes actuaciones (donde se destaca sin dudas Catalina Saavedra, la protagonista, pero se luce Delfina Guzmán como la madre de la patrona), La nana aprovecha la cámara móvil y cercana y el uso del espacio acotado de cada ambiente, para contar la situación de diario de la trabajadora y su apropiación de la intimidad personal de la familia. Con un cierre que pierde de algún modo la línea que desarrolla a lo largo del relato, la película es muy inteligente y entretenida, abriendo la puerta a una situación invisibilizada y pocas veces abordada con tanta sensibilidad.