La señora Haidi, codirigida por Daniel Alvaredo y Rafael Menéndez, cuenta una historia de suspenso claustrofóbico que, a pesar de intentar una mirada al género de terror sostenida en los climas, no logra ser un producto a la altura de lo que el público de este tipo de películas está acostumbrado. María Leal es la señora Haidi, una ex enfermera que vive en un paraje aparentemente alejado, al cual, de improviso, arriban Pablo (Guillermo Pfening) y Mara (María Abadi), una pareja que sufrió un accidente automovilístico, volviendo de una fiesta, y que los dejó imposibilitados de continuar el viaje. Haidi los ayuda a sanar las heridas y les ofrece cobijo pero, luego, descubre que ellos no son marido y mujer y que Mara es la amante de Pablo, lo cual parece llevar a Haidi a un estado de locura provocado, aparentemente, por su fanatismo religioso que no acepta el adulterio. Aunque los directores del film intentan apoyarse en un primer momento en el factor claustrofóbico de un thriller psicológico, el clima no logra crearse nunca. Primero porque el exterior de la casa nunca se ve, con lo cual da la sensación de ser un caserón normal y no una casona en medio de la nada como los personajes repiten insistentemente. Por otro lado, las flojas actuaciones de la pareja principal (sorprendente en el caso de Guillermo Pfening que dio este año una sobresaliente performance en la película Nadie nos mira de Julia Solomonoff) no ayudan a que el espectador sienta nunca el encierro y la desesperación. A medida que la trama avanza, la credibilidad va desapareciendo. El gore aparece de forma confusa cuando la señora Haidi parece cortar carne en una especie de matadero que tiene detrás de las paredes de la habitación de huéspedes. Las heridas de los personajes, severas minutos antes, ahora no son impedimento para los movimientos más forzados y las puertas abiertas en una escena no son salidas posibles en la escena siguiente.
Mientras las derechas, aparentemente moderadas, van tomando forma en Latinoamérica y los discursos reivindicadores de los gobiernos militares empiezan a resurgir, llega la película Los perros, de Marcela Said, que muestra un recorte duro, crítico y realista de la clase alta chilena y su compleja relación con la dictadura de Pinochet. Mariana es una mujer chilena de familia muy acomodada. Tiene un lugar en el directorio de la empresa de su padre, aunque parece que la cadena de mando machista no la considera importante en sus funciones. Caprichosa y con avidez de confrontar, se enfrenta a todos los hombres de su entorno, con la excepción de su profesor de equitación, quien no parece amedrentarse por su carácter o posición social. No pasará mucho para que Mariana se entere de la verdadera naturaleza de la personalidad de él: es un ex militar, bajo cuyas órdenes desaparecieron muchos chilenos. Mariana parece entonces enfrentarse a una dicotomía entre lo que ella considera que debe hacer y lo que su personalidad le dicta que quiere. Aunque de todo su entorno, a nadie más parece importarle lo que ella desee. Intenso y provocativo, el guion no le ahorra conflictos al espectador. ¿Qué hizo este personaje que tanto la atrae? ¿De qué es culpable? ¿De qué se arrepiente y de qué no? A través del choque de estas dos generaciones vemos reflejado un país dividido en su opinión política y social. Los conflictos de intereses, los empresarios cómplices orgullosos del genocidio y los civiles ávidos de justificar lo que sea. Todo el panorama de la más vulgar de las derechas, incluso los personajes argentinos en la película, dejan entrever sus conveniencias políticas en el tema de la violación de los derechos humanos en las dictaduras latinoamericanas. Elogio aparte para las actuaciones de Antonia Zegers y Alfredo Castro. Ni una mirada ni un gesto de más. Todo lo que hay que construir de estos dos enigmáticos y controversiales personajes pasa por dentro, son complejos pero entendibles y la química entre ellos está muy bien lograda.
Hace un par de años, cuando uno pensaba que nada nuevo se podía inventar en el mundo del cine de espías, llegó Kingsman y demostró lo equivocados que estábamos. Este año llega su secuela Kingsman: El círculo dorado y con muy sutiles pero contundentes cambios retrocede en las conquistas de su predecesora, aunque funciona más que bien como film de acción. Eggsy es el nuevo y joven encargado del local de Kingsman. Saliendo del mismo sufre un intento de secuestro y/o asesinato que desemboca en una investigación sobre una banda de rufianes unidos por un símbolo dorado en forma de anillo. Pero el fracaso del plan de los asesinos es sólo aparente y Poppy (la villana de turno) logra destruir, en un parpadeo, a la organización de agentes encubiertos más poderosa del Reino Unido. Por suerte nada está librado al azar en la organización y los Kingsman tienen un protocolo a seguir ante semejante problema. Ese protocolo los lleva a USA, donde una organización muy parecida a la de ellos, opera en la clandestinidad. Y así comienza la cacería sobre la malvada Poppy y el intento por detener su plan para dominar al mundo. Hace ya varios años, Wes Craven había dejó asentadas en su película Scream 2 (1997) las reglas para una secuela. Todo tiene que ser más grande, más impactante, más elaborado. La segunda entrega de Kingsman es, sin dudas, eso. Lamentablemente “eso” implica también que la sutileza y la… ¿elegancia? de la primera entrega no estén presentes en el nuevo film. Todo es muy estrafalario y complejo, pero se perdió un poco esa estética tan cuidada del guion anterior. Sí siguen estando las grandes actuaciones. Esta nueva entrega tiene nuevamente a Colin Firth y agrega grandes actores como Jeff Bridges y Julianne Moore. Moore está encargada de interpretar a Poppy, la estrafalaria pero conservadora villana que combina el más sangriento malvado de Bond con una ama de casa de la época dorada de los suburbios de los Estados Unidos. Sin dudas las mejores carcajadas se las llevará el cameo sorpresa (mejor no spoilear), pero no serán las únicas. El film más allá de perder en comparación con el anterior logra mantener un buen ritmo y es muy entretenido de ver.
Un minuto de gloria, codirigida por Kristina Grozeva y Petar Valchanov, cuenta las desventuras de Tzanko Petrov, quien por cosas del azar termina perdido en medio de la burocracia de un corrupto sistema de gobierno. El señor Petrov es un humilde trabajador ferroviario que en una de sus recorridas encuentra millones de lev (la moneda de Bulgaria) y que, gracias a su honradez, denuncia lo encontrado a la policía. La encargada de Relaciones Públicas del Ministerio de Transporte, -organismo sumido en un escándalo de corrupción-, ve esto como una oportunidad para limpiar al ministro ante la opinión pública y, entonces, cita a Tzanko Petrov para ser premiado por sus valores. Pero la desidia y el desinterés con que la política (oficial y opositora) trata al héroe del momento, sólo logran enredar más la imagen del ministro, al mismo tiempo que arruina la, hasta ahora, tranquila vida del protagonista. El gran punto de interés de este film búlgaro es que todos los acontecimientos pueden ser tranquilamente traspolados a cualquier país del mundo, principalmente a los de Latinoamérica, donde la corrupción en las altas esferas se ve traducida en más corrupción hacia abajo y un grave detrimento de la calidad de vida de sus ciudadanos. Con mucho humor (negro, obviamente) y mucho sarcasmo, el personaje de la RRPP Staykova, encarnada por Margita Gosheva, muestra cómo el desinterés por el factor humano y la despersonalización (que en su caso también se refleja en su vida marital) son una parte central en la vida cotidiana de los seres humanos hoy día. El guion de Un minuto de gloria logra desde el primer momento un clima de desesperación intenso, pero no por eso intolerable. La burla constante a la sociedad, incomoda al principio, pero se vuelve muy graciosa a medida que avanza la trama y la Staykova se va comportando cada vez peor. Las actuaciones son realmente sobresalientes. No sólo la de los funcionarios, Stefan Denolyubov compone al protagonista con un realismo tal que, en muchos momentos, el espectador se olvida que está viendo una ficción.
Un hecho histórico en el deporte -la final de Wimbledon en 1980- que, sin ser tomado a la ligera, sirve más como contexto para el film Borg – McEnroe, la película en donde se cuenta el universo personal detrás de una estrella. Borg puede ser el primer tenista en ganar el torneo 5 veces consecutivas, McEnroe puede ser el más joven en lograr el título y llegar al número 1 del ranking. El tenis es un deporte con muchos seguidores y el enfrentamiento de estos dos titanes en la final de Wimbledon de 1980 fue lo que muchos consideran uno de los mejores partidos de la historia. Pero por suerte la película no se queda nunca en la mirada simplista sobre el histórico evento deportivo. El gran guion que escribió Ronnie Sandahl hace más hincapié en la dicotomía de la pareja central. El, aparentemente, calmo Bjorn Borg que es una olla a presión, acostumbrado a contener su iracundo carácter en pos del juego, y el exaltado John McEnroe, impetuoso, provocador y discutidor al punto tal de gritarse con los espectadores en los partidos. Ambas caras de la moneda coinciden en el relato en el cual, con mucha categoría, se nos permite ver el abanico de emociones que estas grandes estrellas tienen que atravesar. La dirección también es excelente y la impronta de Janus Metz se nota muy presente a lo largo de Borg – McEnroe, la película, y no sólo en la cuidada estética de la década del setenta que se observa en la dirección de arte y que también se refleja en la fotografía. El director juega con el montaje constantemente y así logra jerarquizar la historia de los personajes por sobre el hecho deportivo alrededor del cual gira todo. La elección del elenco es otro gran acierto. Ya estamos acostumbrados al genial Stellan Skarsgård quien interpreta al entrenador de Borg, pero quienes realmente sobresalen son los verdaderos protagonistas del film. Sverrir Gudnason encarna con maestría a Borg. Es medido, sutil y no habla, pero transmite al espectador la tensión contenida durante toda la película. Shia LaBeouf, la gran sorpresa de la película, encarna un personaje con el que, según las noticias del mundo del espectáculo, comparte un temperamento en común, pero no se queda ahí. Sí se lo ve pedante, agresivo, descontrolado, pero también se comprende al McEnroe calculador, el que quiere ganar, el agresivo que juega sobre la red.
Basándose en una novela coescrita por Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, el director Alejandro Maci lleva a la pantalla grande, el policial de época, Los que aman, odian. La historia gira alrededor del Doctor Enrique Huberman, un homeópata que llega a pasar unos días a un hotel paradisíaco regenteado por su prima. En él, aparentemente por casualidad, Huberman se encuentra con una mujer de la cual estuvo muy enamorado. Ella está ahí con su hermana y su futuro cuñado con el cual no puede parar de flirtear, y rápidamente la tensión del triángulo amoroso pone en jaque la tranquilidad del lugar y de los otros huéspedes. Los que aman, odian es una película que promete cautivar en sus primeros minutos gracias a una excelente realización de época, pero que rápidamente se pierde en fallidas decisiones estéticas. Por un lado, las actuaciones están muy alejadas de la calidad que una producción de época requiere. El nivel actoral para poder recrear un estilo de época en los diálogos es muy elevado y no es el caso en ninguno de los actores. Guillermo Francella, en el protagónico, suena demasiado a sus personajes cómicos televisivos y Luisana Lopilato no está a la altura de un protagónico en cine. El resto del elenco no ayuda a volver más creíble el código y la mayoría de las veces las escenas dramáticas provocan alguna sonrisa en el espectador. El film, a pesar de tener una duración más bien corta, parece estar montado con un cierto apuro. Los pequeños saltos en el tiempo que genera el montaje lo único que logran es arrebatar el clima que puede lograr la magnífica locación de este hotel detenido en el tiempo y, aún así, no sirve para que la trama fluya un poco más dinámicamente. El punto más alto del film es sin duda la reconstrucción de época, pero hay elementos que aparecen en primer plano, como por ejemplo algunos libros sobre los que trabaja el personaje de Lopilato, que están completamente fuera de época.
Con el retrato singular de una docente y sus abusos de poder, Jan Hrebejk expone la situación general de un país en La maestra. La maestra Mária Drazdechová llega para ocupar un puesto en un grado de una escuela primaria en la antigua república de Checoslovaquia. Y con ella llega un nuevo estilo de poder. Padres y alumnos van aprendiendo a ganarse sus favores y odios. La comunidad reunida va a sentarse a deliberar sobre la posibilidad de separar a la docente de su cargo, y ahí cada padre mostrará la verdadera naturaleza de su relación de conveniencia con ella. Las relaciones de poder encuentran en este simpático e interesante film una nueva forma de ser abordadas. Zuzana Mauréry en el papel de la controversial docente es a la vez perversa y carismática, un personaje que se sabe cautivante y que utiliza sus encantos para engatusar a sus posibles ayudantes, hasta lograr tenerlos bajo su red de influencia. La película se estructura alrededor de la reunión de padres, y en ella vemos como los que ven beneficiados a sus hijos con los tratos obtenidos se enfrentan duramente a aquellos padres que, firmes en sus principios, defienden su libertad de acción. El director logra a través de ellos mostrar lo que el régimen soviético provocó en el país: todos los beneficios logrados en la pérdida de algunas libertades y los castigos de quienes se negaron a doblegarse ante el sistema. Una muy interesante propuesta de montaje le da el toque final a esta película que va armando el crescendo emocional sin sofocar al espectador, sin recurrir a golpes bajos y sólo mostrando la desesperación de estos padres sumidos en un sistema injusto que castiga a sus hijos.
Terminaron las vacaciones de invierno y parecía que no nos íbamos a llevar nada bueno de esta tanda de películas infantiles y, de repente, llegan Las aventuras del Capitán Calzoncillos, un respiro de buenas ideas para que todos los espectadores podamos disfrutar. George y Harold son dos amigos con mucha imaginación inmersos en una escuela que intenta por todos los medios minar el espíritu del alumnado. Es así que basándose en la figura del director, los amigos crean el máximo superhéroe: Capitán Calzoncillos. Pero el director está cansado de su actitud y planea separar a los amigos, los que emprenden una misión para lograr salvar su ahora endeble relación, llegando en medio de la casualidad a darle vida al héroe que idearon juntos. Ya desde la secuencia de presentación se puede ver que la película no es la clásica película animada a la cual estamos acostumbrados. Desde el lenguaje hasta lo infantil de la animación marca un quiebre y genera el clima adecuado para que los adultos puedan disfrutar de la película igual que los chicos. Lejos de las moralejas y la perfección formal a la que nos tiene acostumbrados el cine clásico de animación, Las aventuras del Capitán Calzoncillos es una gran película, plagada de buenas y novedosas ideas y muchos chistes ocurrentes. Desde la estética que cambia constantemente al ritmo vertiginoso con el que se desarrolla, el film es una cadena de situaciones impredecibles y desopilantes. El guion logra exitosamente captar la forma de ver el mundo de un chico, una especie de mirada del estilo de Rugrats pero con niños más crecidos. Y lo mejor de todo es que el director no atraviesa a los personajes con ningún tipo de moralina, son niños y les permite desenvolverse como tales, no hay castigos, no hay aleccionamientos, sólo dos chicos y su imaginación desenfrenada.
Luego de un modesto pero exitoso paso por diferentes festivales llega a nuestra cartelera la película rumana Sieranevada, film elegido por su país como representante en los premios Oscar 2017. Lary, un doctor cuarentón, se junta con su familia un tiempo después del fallecimiento de su padre para llevar a cabo un ritual religioso que su triste y desesperada madre no quiere dejar pasar. Pero lo que iba a ser un almuerzo rápido se termina transformando en una reunión caótica en la cual cada miembro de la numerosa familia parece tener una deuda pendiente con el resto y las discusiones y los problemas surgen a cada instante, prolongando lo que parece una eternidad el momento de sentarse a comer. Sieranevada no es una película usual en ninguno de sus aspectos. Las casi tres horas de película (que mantendrán alejado de la sala a cierto público) se pasan entre charlas, discusiones y esperas, como recortada de un fragmento de la vida misma. El mediodía se desarrolla casi en tiempo real, con diálogos que van desde la situación política (actual y pasada) hasta las vicisitudes del matrimonio. La familia se ve en la mayor parte del film confinada a deambular entre dos muy pequeños ambientes, chocándose los unos con los otros y reaccionando igual que los perros. Cada cruce desencadenará una nueva conversación que, en conjunto con las otras charlas, nos da un más que interesante panorama sobre Lary, su familia y la sociedad actual. La presencia (en ausencia) del padre fallecido que flota en el aire sirve para unir a todos estos personajes cuya historia como familia parece no haber sido nunca resuelta. El espectador, como un invitado más en esta ceremonia que parece nunca poder comenzar, va uniendo cabos a medida que los personajes interactúan, partiendo desde cosas tan básicas como “cuál es la relación de parentesco entre este personaje y Lary” a aspectos muy complejos como el pensamiento político de algunos integrantes de tan forzada reunión. Mientras que en otras películas de este estilo la mesa es el centro de reunión, acá, por el contrario, la comida se sirve y se retira de ella sin que la familia pueda sentarse nunca a probarla. Con momentos cómicos más bien incómodos, el director logra llevar al espectador casi al mismo estado de frustración de los personajes, una experiencia más que digna de vivir en una sala de cine.
Exactamente quince años después del estreno de la primera película de Spider-Man filmada por Sam Raimi, llega un nuevo relanzamiento Spider-Man: de regreso a casa. Esta versión propone un punto medio entre lo pasatista de esa primera entrega y la complejidad del personaje en la saga reiniciada en el 2012. La película comienza apenas terminada la primera película de los Avengers y vemos ahí a Adrian Toomes, contratista que empeñó todo su dinero para armar la infraestructura para reconstruir la ciudad destruida por la invasión extraterrestre, sólo para descubrir que el gobierno le rescinde el contrato para dárselo, nada más ni nada menos que, a una subsidiaria de Tony Stark. Rápidamente avanzamos ocho años para encontrar a Toomes convertido en Buitre, el líder de una mafia que trafica con armas fabricadas con los restos que recolectó en el corto lapso que duró su anterior trabajo. También encontramos a Peter Parker, un adolescente fascinado por haber entrado de lleno al equipo de los Avengers y que espera ansioso su próxima misión. Aunque ésta nunca llega y debe conformarse con ser un pequeño vigilante de los suburbios en los que vive. Hasta que un día, muy por casualidad, da con la mafia liderada por Buitre y decide, sin el aval de su patrocinador Stark, salir a combatirla por sí mismo. Spider-Man: de regreso a casa se sabe a sí misma como una película en medio de un universo cinematográfico que la incluye y excede al mismo tiempo. Y aprovecha eso a la perfección. No hace falta presentar al personaje ni a quienes lo rodean. El mundo en el cual esta película existe ya debería ser conocido por todos los que van a verla y esa ventaja permite que la acción se desarrolle desde el principio del film. Tom Holland en el papel de Spider-Man es uno de los mejores aciertos en el casting de la saga de los Avengers. Sin ser el mejor actor que hay en el mercado, está muy por arriba de la media y es, realmente, muy carismático. Le da la frescura que el personaje necesita y eso es uno de los puntos más altos de la película. Michael Keaton como el villano tiene sus momentos poco inspirados en los cuales aparecen los tics que le conocimos en Beetlejuice (Tim Burton, 1988), pero cuando tiene que lucirse, se luce. Es seductor, es perverso, es un poco travieso y es, más que nada, muy humano. El guion está muy bien escrito aunque muchos de los chistes están demasiado apuntados al público adolescente y se pierden para el resto de los espectadores. Tal vez el punto menos logrado de la película son algunas escenas en las cuales los efectos especiales (sobre todo los digitales) no están a la altura de otras producciones que se están viendo en cine hoy día, pero eso termina siendo anecdótico cuando el producto que uno ve es consistente como en este caso.