Lo onírico, las alucinaciones y una personalidad paranoide se unen para atormentar al protagonista de Alptraum, un thriller surrealista y opresivo en el que los límites entre lo real y lo irreal se desvanecen junto con las certezas de sus personajes. Andreas es un actor que no parece tener un rumbo muy claro. La relación con su novia no le genera seguridad, los ensayos con su equipo de teatro abundan en la improvisación pero no tienen un claro punto de llegada y sus noches se ven plagadas de sueños en los cuales Krampus, un ser mitológico, lo persigue. Los problemas de celos que lo atormentan lo llevan a la separación de su pareja y a una mudanza forzada, gracias a la cual Andreas descubre, o por lo menos eso cree, un complot que parece tener por protagonista a una vecina con quien rápidamente se obsesiona. Perdido entre los sueños, su propia deformación de la realidad y el vínculo que parece tener con la bestia mitológica, Andreas encuentra en esa misteriosa vecina las pistas de una confabulación que él mismo creía conocer y de la cual parece, de alguna forma, ser parte. Alptraum está constantemente flirteando con el surrealismo, no sólo en los retratos de los sueños, sino también en la realidad que percibe Andreas (muy bien interpretado por Germán Rodríguez) que por momentos logra un clima intenso, pero cuando retoma el código del realismo el vínculo con lo onírico desaparece y el espectador termina distanciándose del relato. En varios momentos el código de actuación está tan contrapuesto con el estético que, lejos de sentirse como una decisión de la directora, parece más una falta de claridad en el objetivo final de algunas escenas y, entonces, aquello que debería ser climático se convierte en involuntariamente gracioso. El montaje parece un ser vivo en la película y es, por lejos, su mejor hallazgo. Va mutando su estética a medida que el propio personaje se va sumergiendo cada vez más en su percepción sobre el universo que lo rodea, quebrando los límites de los sueños que comienzan a ser parte de la propia realidad de Andreas. La experimentación que se logra en este punto es más que notoria y definida, lo cual ayuda a poder construir ese universo en el cual el personaje se pierde, logrando que el espectador por momentos se pierda con él.
Pocas veces un director japonés tiene tanta participación en el mercado argentino como en el caso de Hirokazu Kore-eda. Este año vuelve a nuestras pantallas con el maravilloso film Después de la tormenta, nuevamente con la familia como tema central. Encuentros, desencuentros y muchos toques de humor, la receta perfecta para un film cautivante y emotivo. El padre de Ryota falleció y él y su hermana sienten la necesidad de congregarse alrededor de la madre. Ella, por su parte, parece casi aliviada de haberse librado de ese hombre que no le permitió ser. Ryota se siente confuso en los sentimientos hacia su padre, por un lado recuerda al compañero que fue durante su niñez, pero por otro reniega del hombre que lo descuidó a causa de su adicción al juego. El gran problema es que, sin darse cuenta, Ryota repite la historia y pierde a su mujer y la custodia de su hijo, en medio de deudas, adicción al juego y una carrera de escritor que se fue a pique por la falta de claridad del personaje. Es así que en plena temporada de tifones, la familia Shinoda tiene que reencontrarse para poder, entre todos, unir las distancias que los separan, para que padre e hijo puedan así establecer su vínculo, tan necesario en la formación emocional del chico. Si bien las situaciones que nos muestra el director en Después de la tormenta están delineadas a la perfección, con un sólido guion plagado de momentos graciosos -particularmente a cargo del personaje de la madre viuda-, son los personajes los que vuelven muy querible a este film. Carismáticos, bien delineados y que no caen en lugares comunes, son humanos ante todo y se muestran así. Incluso la hermana de Ryota tiene participaciones a partir de las cuales, -funcionando casi como un antagonista del personaje-, nos ayuda, cada vez más, a delinear los conflictos de esa familia. El personaje de Ryota existe en un mundo en el que parece no caber. Todo en él está fuera de lugar, hasta es tan alto que no pasa por las puertas. Devenido en detective privado, pasa sus días entre el trabajo, las apuestas y espiar a su ex esposa que está rehaciendo su vida. Hiroshi Abe, actor carismático poco visto en nuestro país, crea a este personaje que está lleno de “lo que pudo haber sido” pero que nunca fue nada. Sus días fluyen con un único objetivo aparente: volver a estar presente en la vida de su hijo a quien sólo ve una vez por mes. Pero en medio de ese objetivo, sus intentos se mezclan con sus debilidades y lo que observamos es una lucha constante del personaje por ser quien no es, al mismo tiempo que encuentra en la mirada de su hijo la decepción que el propio Ryota siente por sí mismo.
Casi treinta años después del estreno de la exitosa serie llega a los cines Baywatch: Guardianes de la bahía, una película que es al mismo tiempo remake y posible secuela. Con poco guion, pocos chistes y pobres actuaciones, este producto apunta a ser la gran decepción del año para los fans de aquel extraño producto televisivo. El teniente Mitch Buchannon está al mando de un grupo de guardavidas en una bahía de los Estados Unidos y, mientras busca incorporar nuevos reclutas, comienza a detectar la aparición de rastros de droga en las playas. Así es que, junto a los miembros del equipo y a sus tres nuevos aprendices, se embarca en la tarea de desenmascarar a la organización criminal detrás de la venta de la sustancia ilegal. Baywatch: Guardianes de la bahía es una película muy poco pretenciosa, se reconoce a sí misma tan o más básica que la serie que la originó y, aún así, no llega a generar ni siquiera lo poco que se propone. En seguida podríamos ir a la parte obvia de citar el pésimo elenco de la película: Zac Efron, que nunca se caracterizó por su expresión, tiene tanto botox en su cara que lleva la inexpresividad a nuevos niveles; Dwayne “The Rock” Johnson nunca fue un actor en el buen sentido de la palabra y acá tampoco cambia eso. El resto del elenco es bastante mediocre también, con la excepción de Alexandra Daddario que, sin ser una buena actriz, por lo menos tiene la belleza y sensualidad que deberían tener los personajes para que la película funcione. De todas maneras el gran problema del film es el guion. Los chistes son todos malos, las situaciones policiales parecen sacadas de una pésima comedia argentina de la década del ochenta y el espectador nunca termina de conectar con lo que está pasando en pantalla. Lo sorprendente es encontrar detrás de cámaras a Seth Gordon, el director que nos sorprendió a todos por el muy buen nivel de su comedia Como matar a mi jefe (Horrible Bosses, 2011), y sin embargo acá su rol es uno de los principales problemas. El timing de las situaciones es muy flojo y sobre todo la cantidad de errores de continuidad dan una clara muestra de la poca atención que se le puso al proyecto.
Hace tres años el mundo del cine conocía a los ignotos (para todo aquel que no leía comics) Guardianes de la Galaxia y sentía los efectos del amor a primera vista. Este año llega el Volumen 2 de la saga, con el mismo humor, las mismas buenas ideas y los mismos carismáticos personajes. Esta nueva entrega nos muestra a Star-Lord, Gamora, Drax y Rocket combatiendo los males de la galaxia al mismo tiempo que tienen que cuidar al recién re-nacido Baby Groot. Pero su primera misión se complica al verse implicados en una persecución que termina con una sorpresa inesperada: la aparición del padre biológico de Star-Lord. Y así el grupo se embarca en una nueva aventura en la cual se enfrentarán a varias potencias dispuestas a aniquilarlos en su intento de destruir la galaxia. El argumento realmente no es la gran cosa y probablemente sea, justamente, el punto más flojo de una película por demás entretenida y eficaz. Los personajes están delineados a la perfección, tal como se demostró sorpresivamente en su primera entrega, y eso es lo que le aporta a esta saga un interés tan particular. El elenco no es de lo más destacado del cine, pero claramente sabe muy bien cómo llevar adelante las acciones y las frases que sus personajes aportan desde el guion. Mucho más equilibrada en la participación del grupo que su predecesora, Guardianes de la Galaxia Vol. 2 tiene muchos aciertos en su haber, sobre todo en las situaciones en las que vemos a Drax, personaje que hasta ahora no había tenido grandes momentos para lucirse. Si bien a veces el guion es un poco forzado tratando de reproducir los mismos efectos que el volumen 1, la precisión de la mayoría de los diálogos, el timing de los chistes y las carismáticas personalidades de Rocket (en la voz de Bradley Cooper) y Star-Lord (el ya no tan desconocido Chris Pratt) hacen que no falten momentos de mucho humor. También es un gran acierto la cantidad de preponderancia que ganan los forajidos al mando de Yondu, que le dan una particular dinámica a esta historia, tal como lo habían hecho hace tres años. Estéticamente la película tiene pocos momentos donde aporta algo novedoso, pero al igual que con los chistes, cuando logra el impacto visual, es de una calidad asombrosa.
Con un gran elenco y un contexto rico como el genocidio armenio se estrena La promesa: una película con potencial pero que no está a la altura de lo que la historia necesita. Previo a la Primera Guerra Mundial Turquía era un país con varias etnias y religiones conviviendo armoniosamente, o eso parecía. Michael es un joven armenio que vive en un alejado pueblo y que, gracias a su arreglo matrimonial, puede ir a Constantinopla a estudiar medicina. Es entonces cuando Turquía origina una persecución contra los ciudadanos armenios que desatará el primer gran genocidio del siglo pasado. En medio de ese conflicto Michael conoce a Ana, la linda institutriz de sus sobrinas, pero que está de novia con Chris, un responsable y bonachón corresponsal estadounidense que se ve, de un momento a otro, documentando las violaciones a los derechos humanos que se cometen. El genocidio armenio es una de las grandes deudas del siglo XX. No fue aún reconocido por ningún gobierno turco y casi no tiene difusión. El potencial de este conflicto para contar en el cine es inmenso y, sin embargo, desde muy temprano en la película el director decide teñir la historia con un triángulo amoroso que nada tiene para aportar al cine, ha sido visto muchas veces y es predecible hasta el hartazgo. Situaciones forzadas, casi rayando lo inmoral (por ejemplo que los personajes se enamoren mientras el novio de la protagonista está cubriendo los crímenes cometidos por el estado turco) hacen que el espectador nunca logre conectarse por completo con la historia de amor. El elenco es de primera: Oscar Isaac en el protagónico está muy bien y Christian Bale como su contrafigura no destaca pero no resta. Sorprende la carismática Charlotte Le Bon que, más allá de su belleza, transmite mucha emotividad. El resto del producto es correcto pero, principalmente por su temática complicada y la distancia que la historia principal genera en el espectador, no termina teniendo la relevancia que el conflicto histórico reclama y el triángulo amoroso realmente no logra en ningún momento tener la impronta necesaria, probablemente porque el delineado de los personajes no está bien pensado y el espectador nunca siente un deseo real porque ellos construyan su relación.
Luego de la Primera Guerra Mundial, en un pequeño pueblo de Alemania, un extranjero deja flores en la tumba de un soldado caído en combate: Frantz. La escena es contemplada con estupor por la prometida del alemán, que vio truncado su futuro matrimonio. Ella vive con los padres de su novio que la tratan como a una hija. La llegada del francés, envuelta en un manto de misterio, inquieta cada vez más, no sólo a los integrantes de la familia, sino también a los habitantes del lugar que lo ven como a un enemigo. ¿Cuál es la relación que unía a Frantz con Adrien, el recién llegado de Francia? François Ozon lleva a cabo una remake de uno de los menos conocidos films de Ernst Lubitsch: Remordimiento (Broken Lullaby, 1932), con un profundo sentimiento antibelicista. Rodada en blanco y negro con algunos pocos momentos en los que vira al color, el realizador de 8 mujeres, juega con las identidades y las apariencias como en uno de sus últimos films, En la casa, para urdir un melodrama de tintes clásicos. Y como en la más reciente en el tiempo, Phoenix de Christian Petzold, o la más lejana, Vértigo, de Alfred Hitchock, la sombra de un muerto campea toda la película. Sobre todo ésta última, explicitada en la escena final de Frantz, en la que un museo, -EL LUGAR del arte por excelencia en Francia-, el Louvre, se hace catarsis y se encuentra, tal vez, consuelo. Frente a un cuadro de los menos conocidos de Manet “El suicida”, una pintura con un clima totalmente opuesto al cuadro más famoso de este pintor impresionista “Almuerzo sobre la hierba”. La pintura sobre el muerto y la fascinación que ejerce sobre algunos de los personajes de Frantz, pinta el clima de Europa luego de la guerra. Y es en esta reflexión en la que algunos ciudadanos se preguntan el sentido bélico, que es a la vez un sinsentido patriótico que sólo provoca muerte y tristeza. En un escenario en el que los gobiernos planean las guerras y envían a ciudadanos comunes, en eso que se llama “enrolarse en las filas”, a personas alejadas de la noción de asesinar a un semejante. No en vano uno de los soldados es violinista profesional, enviado al frente de batalla, como en otro drama antibélico reciente: Mandarinas, de Zaza Urushadze, uno de los soldados es actor de teatro. Paula Beer como Anna, la novia del soldado muerto es un notable descubrimiento, acompañada por Pierre Niney, uno de los mejores actores franceses de su generación. De cómo la guerra deja truncas vidas de personas vitales y de cómo la mentira, la culpa y la cobardía afloran para dejar atrás el horror de la guerra, está hecha Frantz. Con una caligrafía que parece pasada de moda, pero que desgraciadamente, a la luz de los nacionalismos actuales, no pierde vigencia.
Con un diferente punto de vista sobre el conflicto bélico en las Islas Malvinas, que este año cumple 35 años y que aún es una herida sin cerrar para nuestro país, se estrena Soldado Argentino solo conocido por Dios (de Rodrigo Fernández Engler): una revisión melancólica sobre la guerra y la situación de los ex combatientes. Juan (Mariano Bertolini) y Ramón (Sergio Surraco) son amigos de la infancia hasta que Juan se enamora de Ana (Florencia Torrente), la hermana de Ramón. Mientras él se prepara para ingresar al Bellas Artes, Ramón decide hacer la carrera militar. Cuando la conflagración se desata los amigos se reencuentran camino a las islas, sólo para ser nuevamente separados por la muerte de Ramón. Ya terminado el conflicto es Ana quien se encargará, a través de la búsqueda del cuerpo de su hermano, de ayudar a Juan a encontrarse a sí mismo nuevamente. Soldado Argentino sólo conocido por Dios transita dos momentos bien diferenciados: el primero, en el cual se nos muestra la lucha armada en sí, no revierte demasiadas novedades para el espectador. Es la segunda parte, la búsqueda de Ana, la que aporta al conflicto una mirada fresca y más interesante, porque habla sobre lo mucho que nos queda a los argentinos para saldar la deuda que tenemos con nuestros soldados, con los que murieron y los que volvieron, abandonados por los mismos que los mandaron a combatir. Mariano Bertolini se luce en su protagónico. El personaje es querible y se puede fácilmente comprender la disputa interna que tiene, así como lo torturado del personaje. El resto del elenco acompaña pero no logra resaltar. La mirada del ex combatiente de Malvinas, sesgada de casi todos los relatos, esta acá reivindicada en el papel que hace Ezequiel Tronconi, que aunque el guion lo vuelve sobreexplicativo, él logra con sutilezas comunicar mucho más sus emociones, permitiendo al espectador comprender su posición de un modo más complejo que lo que las palabras hacen parecer. Soldado argentino sólo conocido por Dios tiene una una buena intención que no todo el tiempo logra desarrollar pero que puede resultar interesante para quienes quieran ver una nueva mirada sobre este tema.
Un caso real enmarcado en los tiempos previos a la vuelta a la democracia, es la clave sobre la que Fernán Mirás presenta su opera prima como director: El peso de la ley, una acertada apuesta que logra enredarse en los vericuetos del sistema judicial argentino sin dejar de entretener al espectador. Gloria es una abogada que ejerce su vocación de defensora desde las oficinas más recónditas de un juzgado penal, en un sistema judicial totalmente abarrotado por el papeleo, la sobrecarga de trabajo y la impersonalidad de los expedientes que atienden. Por ciertos vericuetos del destino acapara su interés un caso de violación en un pueblo lejano y olvidado cuya investigación le parece, cuanto menos, vaga. Al encontrar que la fiscal pide una pena excesiva sin argumentaciones válidas, decide ponerse a investigar. Ahí conoce a Manfredo y el Gringo -los dos protagonistas reales de la historia-, quienes, desde la marginalidad de su lugar en la sociedad, se ven coartados en sus derechos, opiniones y voluntades, y es ahí cuando Gloria decide llevar hasta las últimas consecuencias la investigación del caso. El peso de la ley toma este caso real y tiene el gran acierto de transformarlo en un hecho mucho más cinematográfico que el clásico drama de corte legal. La película logra, al mismo tiempo que cuenta la historia y hace una dura crítica al sistema judicial de nuestro país, hacer una apuesta cinematográfica contundente, mezclando el género de comedia y el drama judicial y agregando la impronta contemplativa tan característica del cine de nuestro país. En este difícil camino del cambio de géneros y ritmos se mueve un elenco encabezado por Paola Barrientos, quien encarna a Gloria, que transita el espectro de lo tragicómico de su personaje a lo dramático de la realidad que observa, sintiéndose imposibilitada de ayudar. Su contraparte, la fiscal del caso, es interpretada por María Onetto, otro genial personaje que deambula entre el código de actuación casi grotesco en la comedia y con monólogos de alto dramatismo cuando así lo exige la trama. También destacan desde lo actoral Daniel Lambertini como el Gringo y el propio Mirás en el papel de Manfredo. Ambos logran encontrar en sus personajes una química diferente a la que usualmente se ve en la pantalla, con un tono de realismo conmovedor. Atrapante y angustiante, El peso de la ley es un muy buen producto cinematográfico que logra combinar el cine de género con lo autoral, sin que su ritmo decaiga y logrando que el espectador se entretenga a lo largo de toda la trama. Muy recomendable estreno para no dejar pasar.
El género de la comedia no es de aquellos que mejor se de en la Argentina, por no decir que es literalmente el peor. Entrar a una sala de cine para ver una comedia y realmente reírse mucho es una utopía para los cinéfilos en este país. Y de repente aparece Yo sé lo que envenena. Tres amigos, de esos amigos de toda la vida, se juntan una y otra vez en el departamento en que conviven para charlar sobre los acontecimientos que van ocurriendo en su vida. Casi como una versión argenta y divertida de Magnolia estos tres personajes atraviesan una crisis emocional en su vida que no saben todavía muy bien como resolver. Las tres grandes preocupaciones de cualquier joven argentino: el amor, el trabajo y los ideales se plantean divididas en estos tres personajes, en donde cada uno tendrá que recorrer el camino que lo va a ayudar a entender y finalmente resolver, estos puntos necesarios para pasar de la juventud a la vida adultos.
El drama familiar Lo que nunca nos dijimos se estrena luego de pasar por el festival de Cine de Mar del Plata, con una propuesta sentimental algo trillada. Mariana, una Argentina que radica en México, deja a su pareja sola para regresar a su ciudad natal donde su padre agoniza. Allí se reencuentra con su madre, una mujer que transita entre lo anticuado de su corazón y lo moderno de su apariencia, y a la cual le cuesta mucho afrontar la visión de la realidad de su hija. La presencia del moribundo padre, desata todo tipo de conflictos que acercan a Mariana con su pasado, su presente y su futuro. Desde la segunda escena del film, en donde aparece la madre (interpretada por Ana María Picchio) el verosímil de la película comienza a tropezar. Picchio está sobreactuada y el personaje no tiene los atisbos de realismo que percibimos en Mariana y Fer, su pareja. El código de telenovela que tiene tan presente la trama, es muy chocante y aleja todo el tiempo al espectador de la historia, se vuelve muy difícil discernir para donde apunta la película y cuál será su estética. Algunas escenas están compuestas con sutileza, como la excelente conversación con el ex novio de Mariana (Interpretado por Juan Gil Navarro) pero la mayoría de las escenas de madre e hija que llevan la película son bastante exageradas. Lo que nunca nos dijimos es una película que apunta a un público más bien adulto, que disfruta mucho de los personajes exagerados, las actuaciones televisivas y los diálogos supra explicativos, donde las emociones siempre están explicitadas y redundantes. La trama tampoco aporta nada, familia distanciada, secretos ocultos (tan obvios que cualquier espectador los sospecha en cuanto se tratan de ocultar) y una hija que vuelve a una familia que la extraña y rechaza al mismo tiempo y con diálogos constantes en los que todos los personajes sienten la necesidad de explicar todo el tiempo lo que sienten, con tonos característicos de los diálogos que se ven en telenovelas. Lo que nunca nos dijimos es una película que aun con ciertos desatinos puede ser muy atrayente para un público ávido de dramas familiares y un cine plagado de emocionalidad, pero para el público en general, el film puede resultar demasiado cargado.