Lleno de ruido y dolor es un intento, aquí en nuestras pampas, de tomar la tradición clásica del western y codificarla bajo un manto telúrico y a punta de churrasco, dejando en claro que el lenguaje cinematográfico al que alude es tan universal como el mismísimo John Wayne. El film arranca con un plano enorme del paisaje donde se va a desarrollar la acción. Lugar que ejerce como protagonista absoluto de una historia de violencia transcurrida en 1928, en plena Patagonia. Tres bandoleros cruzan a caballo los inhóspitos paisajes de Bariloche con el motivo de asaltar un banco y así poder cambiar su suerte de una vez por todas. Soria, el más joven e inexperto del trio, es quizás quien lleve el relato sobre sus hombros ya que la visión que tiene sobre la vida y el mundo es más romántica y humana que la del resto, dos seres monstruosos que violan, saquean, mutilan y asesinan a quien se les cruce en el camino. El plan comienza a dificultarse cuando un tenaz comisario intenta truncar sus acciones a toda costa, pisándoles los talones como un sabueso perfectamente entrenado. La violencia a la que nos expone Nacho Aguirre (director) y que explota en casi cada una de las secuencias a lo largo y ancho del film es más bien intuida, relegada al fuera de campo y en pocas ocasiones explícita y morbosa. El relato resulta crudo, duro, seco y agresivo, no tanto por las elecciones formales del director; más bien porque seguimos muy de cerca a estos tres delincuentes desalmados que hacen cualquier cosa con tal de sobrevivir y llevar a cabo sus planes. En su construcción el film está más cerca de Leone o Peckinpah que de Walter Hill o Eastwood, por nombrar dos contemporáneos (no es necesario ya nombrar a Ford o a Hawks, teniendo en cuenta los resultados). De Leone podemos tomar la esencia crepuscular de sus criaturas, siempre al borde de sus decisiones -sean buenas o malas- y la constante necesidad de exponer fealdad física, la cual sirve como expresión fisiológica simbólica del agonizante western americano de la época. Quizás el discurso desaparezca, pero la fascinación por los cuerpos llenos de cicatrices, mugre y dientes podridos supone una forma de quitar el glamour durante la época de oro del género, ahora casi una pieza museística. De Peckinpah quizás herede las formas en que la violencia parecía un nuevo lenguaje para este cine, llevándolo a niveles un poco más realistas, crudos e impactantes. Hablar de las conexiones que pueda tener el relato con el cine de estos realizadores no es motivo de elevarlo a los cielos. Bastante lejos está aun cuando se notan los esfuerzos por contar de manera sólida y coherente una historia. Técnicamente no está nada mal, aunque en ciertos momentos la distancia que toma la cámara y algunas limitaciones del montaje nos alejan de sentir empatía por los personajes ( lo cual tal vez se intente en la escena donde juegan al chin chon) o de creer en sus convicciones. En el peor de los casos el guión se vuelve risible con líneas de diálogos imposibles por lo subrayadas, que parecen salidas de aquellas películas ochenteras de denuncia social ya casi extintas. La necesidad de “politizar” el relato con personajes maniqueístas, al borde del peor cliché, evidencian ciertas limitaciones que, de haberse trabajado más la trama, podrían haber tenido mejor resolución con ideas netamente físicas, visuales. Se observa una especie de circularidad entre el arranque, donde uno de los bandidos asesina al caballo de Soria, y el final, que acaso sea de lo mejor dentro de la narración y que invita a la incertidumbre en ese último plano, teniendo en cuenta el contexto fatalista que rodea al personaje principal. Si comparamos los planos y el espacio físico donde transcurren ambas escenas vemos cómo el realizador encierra a sus seres paulatinamente: de las inmensas llanuras patagónicas a las claustrofóbicas puertas cerradas de un infierno anunciado en forma de tiroteo. Se deja ver, aunque le falte un poco más de corazón.
Drift es la ópera prima de la directora alemana Helena Wittmann. El film, mediante una narración poco convencional, nos habla de una joven que parte hacia un viaje en barco donde el destino es más incierto de lo que se pueda mencionar en la propia película. Ella convive, en un principio, con otra mujer, la cual no sabemos si es pareja, amiga o familiar. La incertidumbre invade cada fotograma, no solo desde su función narrativa sino también estética. Cada plano de la película parece moverse de manera independiente del otro ya que el montaje no es continuo: vemos a la protagonista contemplando el mar en una playa, fumando un porro en un balcón, durmiendo, manejando su auto, etc, etc. Pocas tomas están concatenadas para dar una sensación narrativa clásica donde la cámara y el montaje dan la ilusión de continuidad. Salvo una escena nocturna en la playa, resuelta (si mal no recuerdo) en dos tomas, todo es abordado por la elipsis como principal mecanismo constructivo. Es la elipsis la que en cierto modo deja al relato quebrar el esquema clásico y así conservar su naturaleza rupturista. Una vez que la protagonista comienza su viaje en barco, Wittmann queda hipnotizada por la inmensidad del mar y deja en claro que su intención por crear un clima errático tanto en su minimalista (por no decir limitada) puesta en escena como en cuestiones emocionales va más allá de cualquier concepto cinematográfico. Lo que resta de película son planos infinitos, interminables, estáticos y chatos del oleaje yendo y viniendo. Lirismo de “obra sensible”, “artística”, “vanguardista”; vaya uno a saber. Hay, se nota, un esfuerzo por conectar el viaje interior y las supuestas emociones de la chica de turno con el vasto océano. El problema es que Wittmann crea un relato frio, distante y demasiado austero en su proceder estético y que de tan “poético” -lo poético en el cine suele confundirse muchas veces con la chapucería de manual, la chantada demasiado abstracta y barata- se vuelve personalmente masturbatorio (sin ofender a nadie, espero). El film es denso, aburrido hasta el cansancio, un típico relato “artie” que niega al cine porque lo que se quiere contar no es digno de ser contado de manera más clara y específica. Delirios de artista, suponemos. El agua en el cine, particularmente, es dueña de una rica tradición simbólica, cuya iconografía abarca cualquier continente, género, autor y filmografía. La misma expresa una gran cantidad de cuestiones ya sean emocionales, morales o narrativas, por nombrar solo un par. Acentúa los estadios antes mencionados haciendo énfasis en la importancia que estos adquieren a lo largo del relato. En Drift el mar se presta más a la lectura personal que podemos intuir o adivinar (el personaje no dice mucho, no demuestra mucho ni interfiere mucho en las ¿acciones? del film) dejando lo rico del elemento simbólico a un lado. La única escena que respira dentro de tan hermético relato es aquella que tiene a las protagonistas comiendo y charlando mientras una menciona la leyenda que ronda el lago Nahuel Huapi y su supuesto monstruo, suerte de Leviatán criollo cuya fisonomía hace alusión a los plesiosaurios prehistóricos. La escena deja la contemplación sofisticada por un instante y nos hace partícipes por primera vez de sus criaturas sin que estas acudan al vacío de sus imágenes.
Los trabajos y los días es un documental de observación –y si no lo es estamos en un aprieto- cuyo planteo (el detrás de escena de una obra audiovisual) podría -solo podría- resultar interesante de no ser por lo fácil y reiterativo de su puesta en escena, así como por situaciones corrientes que no alcanzan para atrapar la atención del espectador. Juan Villegas cuenta en su haber con un puñado de films, algunos lo suficientemente buenos (Los suicidas, en realidad muy bueno) y otros, sin ir más lejos, decepcionantes (Sábado), además de varios documentales. Su filmografía se completa hacia el final con Los trabajos y los días, obra pequeña con registro naturalista de apenas una hora de duración. El documental abre con imágenes de archivo de Gerardo Gandini, pianista y compositor, al tiempo que una inquietante puesta sonora lo suficientemente disonante genera una rara disociación para nada desdeñable; quizás lo mejor de la película. Gandini fue el impulsor del CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón), por lo que el documental abre y cierra con su presencia y accionar. Lo que este “relato circular” encierra es la preparación por parte de técnicos y otrora trabajadores cuya tarea es llevar a cabo el concierto In nomine lucis, una puesta audiovisual lúgubre y enigmática. El gran problema con Los trabajos… no es tanto la distancia en que se posiciona la cámara sino la chata textura con que expone sus imágenes, siempre quietas en función de los mismos planos (abundan, por ejemplo, los planos generales) concatenados uno tras otro sin decir demasiado en las acciones que retratan, y cuya reiteración nos hace pensar si realmente había ganas en el asunto. El documental de observación no se caracteriza por una organización narrativa sino más bien por una continuidad espaciotemporal donde la cámara hace del director más un espectador que un autor, aunque en este subgénero (llamémoslo así) al menos suele advertirse una intención por tomar los hechos que desnuda y formular una revelación o alguna peculiaridad que genere interés. Acá hay una idea, sí, pero desaprovechada en pos de caer en este tipo de formalidad tan poco personal. Si la cámara nos permitiese meternos entre los personajes, indagar en sus problemas, realzar situaciones que valoren el accionar y el profesionalismo de los técnicos y especialistas, entonces la cosa sería distinta. Tal vez Villegas pifió no en el “qué” sino en el “cómo”. Un documental donde explore de manera más orgánica, más sanguínea, y no tan distante y fría habría sido, acaso, lo ideal. Teniendo en cuenta que lo más complicado involucra un contratiempo con… unos almohadones y unas reposeras, podemos hacernos una idea de que no había demasiado para decir sobre el asunto sin caer en un espiral de tedio. Acá hay personas empujando carritos o conversando por los colores de la gelatina de las luces, mujeres que hablan por teléfono, algún que otro personal de limpieza barriendo… La sensación de que una obra está por venir, de que el tiempo aploma, brilla por su ausencia. Cuando finalmente eso ocurre, dan ganas de tomar uno de los cojines regados por todo el público y darse una siesta en la oscuridad del show.
La fiesta silenciosa maneja una moral dudosa. Primero y principal porque el director parece no decidir hacia dónde disparar la artillería de eventos que desencadena el desafortunado hecho que sufre la protagonista. Segundo, porque varias de las situaciones se resuelven tan fácilmente que suponemos es un film que solo sirve para provocarcomo esas películas que apelan a poner en duda al espectador como si eso fuese un mérito artístico y nada más. De cine poco y nada. Jazmín Stuart interpreta a Laura, mujer de carácter hosco y medio caprichoso que está por casarse con Daniel, un tipo de buen corazón aunque medio zonzo. Ambos deciden celebrar el acontecimiento en la quinta del padre de la futura novia. El papá, interpretado por un Gerardo Romano medio sacado y casi caricaturesco, es un patriarca con todas las letras: cuida celosamente a su hija y anda por ahí practicando tiro al blanco con unas latas de cerveza. Las armas, se ve, le apasionan. Mientras vemos cómo la pareja, a un día de la boda, anda de disputa en disputa: ella no para de tomar alcohol, él parece demasiado pendiente de la organización del evento. No están en sintonía. Cuando ella quiere tener sexo con él, este se niega fatigoso y dubitativo. Esto desencadena un hecho bastante inverosímil (como muchas cosas en el film): Laura, medio ofendida, sale a caminar y llega a una quinta vecina donde se lleva a cabo una fiesta de veinteañeros bajo el loop de música electrónica moderna. Ahí se topa con un tipo que vio rato antes de entrar a la quinta de papá Romano y por el cual siente una enorme atracción sexual. Acá no hay drogas de por medio ni nada por el estilo para llevar a cabo el terrible hecho que se avecina. En medio del confuso acto sexual, Laura es arrebatada por manos celosas en medio de la oscuridad. Allí es violada por otro asistente de la fiesta mientras otros cómplices filman o ven el hecho. Luego Laura vuelve medio aturdida a la quinta de su padre. Tras la horrible confesión, este y Daniel salen de cacería. Lo que vendrá tendrá resultados desastrosos e inesperados. La fiesta silenciosa es tan manipuladora, obvia y ambigua (¡¡¡ese final!!!) que podríamos tener dos teorías: primero, que lo que intenta es “molestar” al típico espectador retrógrado que piensa que la protagonista se merecía lo que le pasó por meterse donde no debía; segundo, que no tuvieron el valor para hacer un rape and revenge a la vieja escuela. Pura provocación vacua sin entender la sacra construcción de este subgénero maldito donde la carne, el sudor, la sangre y la fisicidad creaban una masa uniforme de violencia social y subversiva. El rape and revenge exhibía en su época dorada dos cuestiones importantes: la de llevar a la pantalla una verdad aterradora, siempre oculta tras la moral impuesta por la sociedad, y la de hacer catarsis justamente ante esa realidad. En los tiempos que vivimos, convulsionados por la violencia de género, éste subgénero calza perfecto para retratar los horrores cotidianos de nuestra sociedad. El problema es siempre el resultado, acá poco directo, poco claro. Calculado milimétricamente en sus formalidades narrativas, cada hecho parece querer poner en jaque cuestiones morales pero jamás se la juega como para entender ideológicamente de qué va el asunto. Un ejemplo de esto (entre muchos otros) es el ridículo final y que el violador sea poco agraciado físicamente, a diferencia del pibe que el personaje de Jazmín Stuart seduce. Más jugado hubiese sido que el pibe carilindo sea el victimario, dando como resultado una lectura más interesante sobre los monstruos que llevamos dentro, por tirar una idea. Ni hablar de la construcción cronológica que supone la escena de violación, que disparará supuestas sorpresas o vueltas de tuerca a lo largo del relato. Esto supone algo muy simple: no creer en las bondades del relato clásico y conciso en pos de retorcer la historia innecesariamente para hacerla parecer más interesante. A veces funciona. Este no es el caso ya que las torpezas (los hilos ideológicos, las intencionadas jugarretas morales) son tan notorias que es imposible dejarlas pasar.Una de ellas es la supuesta “justicia” contra los cuatro pibes cómplices: dependiendo del grado de complicidad en el hecho se les da un castigo “apropiado”. Nada más cercano a correcciones políticas bienintencionadas de hoy en día que insisten en lo ideológico pero clausuran por completo el buen lenguaje cinematográfico. O al menos tirarse a la pileta y entregar una obra digna sin titubeos
Norah Price (Kristen Stewart) expresa en voz en off la sensación de estar sumergida en las vastas profundidades del océano. Ella asegura que en medio de esa inmensa oscuridad y ese vacío el tiempo es otro, cambia. Esa misma experiencia, salvo la del goce siempre ligado al voyeur que nos identifica como espectadores, es la misma que afrontamos cuando entramos, cuando nos sumergimos en una oscura sala de cine: oscuridad y vacío que luego desaparecen cuando da comienza el film en cuestión y el tiempo, nuestro tiempo, se pierde, se evapora o cambia. Esta lectura a fuerza de metafísica pura (inherente al cine) permite atribuirle a Amenaza en lo profundo dos funciones importantes dentro de su construcción a modo de reflexión: la de ser autoconsciente y la repetirse sobre el final, la de darle al relato una circularidad que ejerce su ritualidad clásica así como la certeza de que en el cine todo está controlado. Presentación y despedida de un espectáculo. Como aquellas películas que pululaban los cines en la década de los ochenta y que fusionaban dos géneros que parecían estar destinados a la crucifixión del supuesto espectador intelectual: el terror y la ciencia-ficción. Un relato Hawksiano donde la camaradería de un grupo de profesionales debe resistir así como sobrevivir ante una amenaza que los rodea y los mantiene encerrados. En Amenaza en lo profundo no hay tiempo (algo que parece una constante dentro del film) para explicar demasiado. No pasan más de cinco minutos cuando vemos a la Stewart volar por los aires cuando una enorme explosión destroza parte de la plataforma submarina en la que se encuentra desde hace tiempo. El espectador entrenado entenderá entonces hacia quién se dirige la advertencia “Keep Safe” (Mantente Alerta) que se puede leer en una pared antes de producirse el siniestro. La plataforma, un milagro de la ingeniería, se encuentra en la Fosa de las Marianas, el lugar más profundo del océano, llegando a una distancia abismal de más de 11.000 km. La excusa de por qué este grupo de personas se encuentra a tan demencial distancia de la superficie es la labor que ejercen para la empresa Tian industries. Norah, que de mochila lleva la culpa de un hecho pasado, deberá encontrar una salida al laberinto en ruinas junto a un grupo de sobrevivientes que incluye al comic relief, al negro, al capitán y otros más dentro del conjunto humano que sumergirán su existencia en las desconocidas y claustrofóbicas profundidades sin reparar en la amenaza que los rodea. Catastrofismo occidental en cuyas raíces católicas se refleja y ampara la carga de una culpa que regresa del pasado como función primaria de la existencia humana, siempre ligada a la redención del héroe/heroína de turno. Solo que Amenaza en lo profundo parece más un descenso a los infiernos o, mejor dicho, a los abismos, sin la mínima posibilidad de regresar. Ese mismo catastrofismo es, sin ir más lejos, el castigo divino por corromper la naturaleza. Esta vez en forma de una empresa que perfora ese abismo virgen. Encantador producto clase b, o mejor dicho, de lo que queda de ella, el film mantiene viva una tradición que no retiene el espíritu de aquellas películas ochentosas pero sí funciona como la llama que impide su extinción. Lo curioso de Amenaza en lo profundo es que utiliza cualquier mecanismo considerado cliché y lo transforma en subversión pura, en autoconsciencia furiosa. Con lo antes mencionado, adivinen quien es el primero en morir dentro del grupo. ¡Y de qué forma! Esta necesidad de tomar lo que para algunos puede ser remanido y fundar lecturas sobre lo que se puede o no mostrar o el cómo, constituye un ludismo que se carga a cuestas la funcionalidad de una visión del mundo y del cine mismo. Olviden correcciones políticas varias o guarangos subrayados sobre el feminismo capitalista demagogo de hoy en día (no me malinterpreten; me refiero al uso y abuso de una ideología para generar capital sin profundizar sobre el asunto como se debe. Ejemplo: Avengers Endgame). Terminator (1984), Aliens (1986) o la más reciente Crawl (2019) no lo necesitaban ya que los personajes femeninos de sendos films eran fuerza corporal y emocional en estado puro. Norah Price, por suerte, responde a este grupo. Su pelo corto, su cuerpo estrecho, sus ojos relajados, su aire andrógino; todo ello irá construyendo una ambigua figura de heroína/víctima de pasado jamás cicatrizado en el transcurso de los horrores que le toca vivir. Y que son varios. Todo mientras una música puntiaguda, poderosa, energética y sofocante se adhiere como parásito a imágenes asfixiantes que, rindiéndose a una secuencia final de horrores épicos del más digno Lovecraft, jamás defraudan en pos de su ajustada ejecución: la de un film como los de antes, de hora y media, narrado con pulso y sin pretensiones que cavilen la mirada del espectador, aun cuando sus funciones formales den pie a lecturas interesantes (el plano final que resignifica tiempo y espacio y conmemora la eternidad, forjando la acción metafísica por sobre las razones físicas del relato). Todo se reduce de ir del punto A al punto B. ¿Para qué más?
Midsommar: El enemigo está acá Cuando era pibe vi por primera vez una de Tarkovsky, ya de más grande y entrando a los 20 una de Bergman. Pasando los 25 varias de Von Trier, y algunas de Aronofsky. A la par mi naturaleza curiosa por directores más clásicos como Cameron, McTiernan, Carpenter o De Palma me permitían yuxtaponer las formas que marcaban (marcan) las distancias entre lo moderno y lo clásico. Era en esos años de formación, noches interminables de película tras película y mucho café, que me veía en medio de una encrucijada sobre la apreciación y la valoración que podía tener del primer grupo al que hice mención. Pasaron los años y ya llegando a los treinta entendí que, sin ir más lejos, las películas de todos estos directores modernosos eran lo “anti cine” y ellos, inevitablemente, eran algo peor, mucho peor. Eran el Enemigo. Al enemigo (como me gusta denominar a esta sarta de chantas “sofisticados”) se lo puede reconocer por lo siguiente: buscan la trascendencia desde la temática, es decir, creen que su cine debe explorar temas “importantes” que solo los intelectuales puedan entender o apreciar aun cuando desde la puesta en escena carecen de forma e ideas. Esos temas son recurrentemente alegóricos, por lo que la visión del mundo de estos directores es absoluta, y no habilitan una libre interpretación del espectador. Es LA visión del director por sobre el cine. Lo anti cine menosprecia las herramientas cinematográficas y niega a este arte como entretenimiento. Lo vuelven tediosamente discursivo, solemne, malvado en sus intenciones contra el espectador común. Mucho de eso y tal vez más tiene Midsommar del insufrible Ari Aster, uno nuevo que se suma a la lista. Con todos los síntomas de lo anti cine, Midsommar deja en claro que, desde el vamos, este tipo de películas aun encuentra un público. Pero eso es otra historia. Hace años, Aster nos chantó Hereditary, una porquería ingesta sobre cultos a lo desconocido que ya advertía al espectador sobre el germen cinematográfico de su director. Un film sin forma, bizarro en el peor sentido, solemne y simbolista, apenas disfrutable por el hermoso cabezazo que le da la pibita protagonista a un poste de luz que la deja decapitada en el asiento trasero de un auto. Nada más. Bah, Toni Collette salvaba un poco las papas. Volviendo a lo que nos compete, Midsommar dobla la apuesta: película doblemente zonza, solemne, sin forma, larga hasta el hartazgo, sintomática con los tiempos que corren e inevitablemente inútil. La cosa va más o menos así: una pareja se interna en una pacífica comunidad en el medio del bosque, alejados de la ciudad y de los traumas que intenta sobrellevar la protagonista. Una vez allí parece que todo va bien, aun cuando los residentes se muestran un tanto extraños. Ella intenta olvidar las viejas cicatrices y él, despreocupado, comienza a seducir a una joven. Paulatinamente los habitantes de la comunidad mostrarán sus hábitos y con ello, la idea de que lo “monstruoso” subyace en lo más profundo de nosotros. Aunque no lo crean, esta es la trama de Aullidos (1981) de Joe Dante, y también la de Midsommar. Tan peligrosamente similares son que Aster parece haber afanado olímpicamente el argumento de aquel clásico ochentoso sobre licantropía. Las distancias están marcadas en el tono arty, con travellings híper simétricos a lo Wes Anderson y sobrecarga de símbolos esotéricos y otrora representaciones del mal que huelen a chamuyo de tartamudo. Eso de cine tiene poco. Tanto Midsommar como Hereditary intentan ser relatos oscuros, perturbadores y sórdidos, como si quisieran emanar una hediondez fatal, tener el tufillo de aquellos relatos de la década del setenta con el auge del cine de terror moderno y las nuevas formas que había adquirido para narrar historias. El olor a colonia Paco deviene fragancia de Chanel n5. Todo muy correctito, muy delicado. Midsommar además se regodea en un sadismo que nada tiene que envidiar a otros vende humos como Gaspar Noé. Ese sadismo, que incluye cabezas destrozadas con mazos (¿Qué cazzo le pasa a Aster con las cabezas cercenadas o que estallan contra algún objeto contundente?), gente prendida fuego y lo que es peor, gestos en primer plano que reivindican el goce por salvajadas innecesarias que están más para el shock del espectador impresionable que para la lectura o la reflexión. Azarosa en todo sentido, abyecta hasta los huesos y peligrosamente confusa; hay momentos tan viles que provocan en el espectador la vergüenza instantánea. Frente a la escena donde un grupo de mujeres hace una ridícula catarsis antes de quemar viva a la pareja de la protagonista (el tipo, por cierto, disfrazado de oso), nos preguntamos si Aster tuvo una infancia difícil o se golpeó la cabeza de chiquito. Ese subrayado alegórico dice: el hombre-bestia debe arder, debe morir. Todo filmado de manera grave, muy seria. En ese momento rogué para que el flaco zafara de la situación y, metido en ese disfraz de oso, agarrase un hacha, y al carajo con la loca protagonista y sus amigos enfermitos. Por desgracia la irresponsabilidad no es el fuerte de esta película. Qué lástima.
IT: Capítulo 2 es, literalmente, una payasada. De lo peor que haya entregado el mainstream norteamericano en los últimos años. Como Pennywise, el film se disfraza de horrores varios y no es más que una pavada sobrecargada de fantasía infantil y salpicada con “el síndrome Guillermo Del Toro” en cada fotograma. ¿Qué es esto? Películas medio oscuras, cuidadas visualmente, bellas en cierto modo, violentas y que involucran a jóvenes y niños que sufren tormentos varios. No sin estar sazonadas con ráfagas de magia pueril y poca construcción cinematográfica; algo que al cine viene aquejando desde hace tiempo y que parece querer llevarlo a su fin. Una enfermedad viral y terminal. Sintomática y sistemática por donde se la mire, la película de Andrés Muschietti (tipo que me cae muy bien, aclaro) es un Frankenstein (en el peor sentido de la palabra) que intenta eludir cualquier atisbo de construcción cinematográfica en pos de las nuevas fórmulas: síntoma de serie, de Netflix, de Game of Thrones, de Stranger Things, de cualquier gran éxito de la tv, de las sagas de superhéroes que son moneda corriente hoy en día. Esto se da porque el síntoma es el siguiente: los films duran entre dos horas veinte y dos horas cuarenta, lo que se vuelve una eternidad ante los ojos del espectador. Generalmente y salvando algunas excepciones porque en estos tiempos lo único que quiere ver el espectador medio es una gran variedad de personajes pululando por ahí, que se profundice en sus traumas, su vida personal, etcétera etcétera. Suena a que las películas en un futuro no muy lejano se van a transformar en culebrones como los que veía mi vieja por canal 9 en los años 90. IT: Capítulo 2 tiene todo eso: variedad de personajes, toneladas de corrección política (El judío, el negro, el gay, la mujer golpeada y el guionista tartamudo: parece el principio de un chiste diría un simpático gallego) y una parafernalia hedionda de efectos digitales que son la excusa perfecta para hacer estatuas gigantes que cobran vida, cabezas a las que le crecen patas referenciando a la mejor película de todos los tiempos y cualquier cosa que caprichosamente se pueda hacer por ordenador. Pero… ¿y el cine? ¿dónde está la puesta en escena? Eje medular en el cine de terror, la puesta en escena y su composición expresan más de lo que se debe determinar con palabras, o al menos acentúan de manera simbólica aspectos diegéticos. Olvídense de eso. La construcción se la llevó a marzo. Ahí lo de sistemática: Muschietti hace un loop ad infinitum donde ejerce una fórmula que nos obliga a dedicarle bostezos lapidarios. Cada escena, aburrida hasta el hartazgo, se produce y finaliza de modo similar a la siguiente. Una vez que el espectador avispado advierte esto no podrá resistirse dormir una linda siesta, dependiendo de la culpa que en él recaiga por haber pagado el salado precio de la entrada. En fin. Todo termina con el golpe de efecto (¡Perdón! jump scare, como le dicen ahora los geeks) de algún bicho saltando a la cara del espectador, acentuado por estruendosos sonidos y una música mecánica que repite el mismo cliché una y otra vez. De miedo nada, de tensión menos. Pensé que era la continuación de IT pero creo que me encontré con la remake de Patch Adams. Sin una mínima sorpresa o pulsión narrativa, sin la intención de ejercer una mirada de amor por el género, IT 2 naufraga terriblemente en un mar de contradicciones. La escena homenaje a La cosa (1982), por ejemplo, es terriblemente hipócrita ya que resuelve el efecto mediante técnicas digitales cuando sabemos que en el film de Carpenter el uso de efectos prácticos (maquillaje, marionetas, animatronics) tiene una enorme importancia cinematográfica. Y es lo corpóreo, lo tangible, lo físico, aquello que hacía del film de Carpenter una obra maestra. Ya que hablamos de cuerpos, algo que el cine necesita para existir en IT 2, aquí son apenas unas animaciones que bien podrían ser parte del imaginario de El señor de los anillos o de Harry Potter. El homenaje es anecdótico o superficial, no más que eso. A diferencia de su predecesora, una más que digna película de terror donde había momentos muy disfrutables, buen ritmo, ideas interesantes sobre el cine (puesta en abismo, autoconciencia) y algún acierto visual, esta extensa continuación que se asemeja más a una serie superproducida no logra en casi tres interminables, insufribles y eternas horas meter algo de taquito. Con decir que lo único bueno son un par de cameos y la presencia de Bill Hader –ni McAvoy ni la Chastain pueden salvar el bochorno- ya podemos advertir lo mal que se la pasa uno en este despropósito. Esperemos que algún osado cambie el panorama en las salas, o seguiremos viendo puras payasadas.
Mid90s arranca con dureza. Su operación narrativa es la que podemos encontrar en varias películas cuyo registro independiente formula una idea ritual, es decir, la adquisición de ciertas normas o reglas que muchas veces nos hacen detectar este tipo de películas. Las distancias se marcan en las ejecuciones narrativas cuya biología (sudor, sangre, lágrimas) responden a la reconstrucción de sus criaturas, expuestas a flor de piel y cuyos dramas corroen los huesos. Mid90s no escapa a los mecanismos de este tipo de cine pero sí se abre paso gracias a que el relato, más que abordar de manera superficial y crítica, o nostálgica si se quiere en cada corazón, lo hace con una ternura inusitada, sin caer en el mero mensaje ampuloso y alegórico. Un coming up age preadolescente que no se viste de hormonas disparadas a diestra y siniestra, más bien se beneficia gracias a los lazos entre sus personajes. Ver Mid90s me retrotrajo a otra película sobre el pasaje de la preadolescencia y toda su fisiología entomológica: Tomboy (2011) de Céline Sciamma. Si bien el film francés centraba su atención en la inestabilidad identitaria en un sentido amplio, erótico y amoroso gracias a la enorme presencia de la raquítica niña protagonista, Mid90s explora casi las mismas dificultades en una etapa donde salir a la vida es tan doloroso como los golpes que reciben sus intérpretes. Tanto en Mid90s como en Tomboy los jóvenes organizan su búsqueda por lo novicio, amén de sus vírgenes intenciones, entre un grupo de preadolescentes o adolescentes huyendo de los conflictos cotidianos. El comportamiento de los seres que pululan en ambos films es errante, hasta libertino por momentos, comandados por adultos que los protegen como pueden del mundo que les tocó vivir. Ningún personaje se comporta de manera maliciosa ya que sus realizadores exponen las heridas abiertas sin propósitos de victimización carnal pero sí de manera reivindicadora. Tanto Mid90s como Tomboy exhiben lazos particulares entre hermanos: en una, el mayor muele a palos al menor, y la rabia contenida del joven protagonista lo lleva a explorar el mundo de los jóvenes skaters de la década del 90 y así ahogar su intensa frustración; en la segunda la protagonista andrógina es asistida por su hermana pequeña, sostén biológico y emocional para alguien que formula su identidad a base de mentiras. En ambos films los lazos son tratados con una enorme delicadeza, con paciencia y ternura. Mid90s se sitúa en los no tan lejanos 90, época de oro para el skateboarding en oposición a la realidad actual que vive este deporte: en Estados Unidos apenas quedan un par de pistas fantasmas que bajo la militancia de jóvenes que hacen el aguante se oponen a su pronta extinción. Es por eso que esa decisión temporal esgrime un momento determinado en una cultura anterior a la actual, que ve a los videos juegos como espacio sacro. Jonah Hill toma la fisicidad de este deporte y esgrime una unión inquebrantable con el cambio hormonal, con las heridas emocionales transformadas en raspones, esguinces y caídas de techos a tres metros de altura, condimentadas con drogas o alcohol. Un descontrol a punto de hacer ebullición que dilata el libertinaje adolescente pero que jamás transgrede los límites. Filmada en 16 mm, el propósito estético de este formato es más intertextual que cinematográfico: el registro alcanzado por la cámara Arriflex 416 Plus se acerca a las imágenes tomadas por las VHS familiares, tan populares en esos años, y si bien no sorprende en su concepción visual al menos no resulta un bagaje meramente caprichoso. Esa formalidad no llama a la nostalgia tan de moda en estos días, más bien otorga una cosmovisión formal donde cada operación (estética, narrativa) hace gala del cuidado en su construcción total.
Todo mal. Desde el inicio, Cementerio de animales explora la impaciencia, la ansiedad de un cine que parece estar destinado al peor de los diagnósticos posibles: la destrucción de la construcción. Tal vez haya estudios sobre ello, no lo sé. Si no los hay, probablemente descubrí algo y debería adelantarme y escribir un libro o algo así. Si por el contrario existen, debería limitarme solo a redactar esta crítica y punto. En fin, la idea de la destrucción de la construcción se le puede atribuir a todo film que parece no percatarse de su naturaleza cinematográfica, con sus costumbres rituales, sus formalidades estéticas y narrativas y finalmente su construcción. Negar la construcción en una película es como cantar desaforado que se odia la música. La construcción es pieza fundamental y vertebral en la concepción del cine, ya que sin ella una película no sería más que una sucesión de ideas entrelazadas de manera incongruente. Gracias a dicha construcción, una película goza de inquietantes momentos de suspenso, progresión dramática o, en la tradición del terror, generación de miedo en el espectador. La misma es ejercida por la temporalidad de los planos, su composición y acción, e ideas que bajo un crescendo fundamental y funcional terminan por dar una idea de construcción (perdón por la reiteración de la palabra), la cual toma forma aferrándose a dichos fundamentos. De mucho de todo esto carece Cementerio de animales, film de terror sobre una familia asediada por una maldición que proviene del jardín trasero de su nueva casa, donde yace un cementerio de animales que trae a la vida todo aquello que está muerto y fue enterrado allí. Si será atrofiada esta nueva versión que ver al gatito errante y sigiloso por todos lados sin la intervención de efectos digitales tiene su encanto (lo siento Jason Clark, pero Church te pasa el trapo). A diferencia de la versión de 1989, donde se hacía hincapié en una enorme tragedia familiar entre traumas de la infancia, pérdidas de seres queridos y la negación de la muerte, gozando de una enorme construcción gracias al buen uso de elementos básicos del cine clásico, en esta nueva lectura de la obra de Stephen King todo se sucede rápido, de manera abrupta, sin la intención de que el espectador note que los hechos se encadenan con naturalidad. Tal es el caso de la aparición del primer camión en el relato, cuyo ruido estruendoso nos alerta demasiado pronto que será de suma importancia. Salvo un par de cuestiones el guion es casi el mismo, por lo que hablar de su estructura narrativa es casi innecesario. Lo único rescatable en Cementerio de animales es una suerte de paradoja autoconsciente. Hay al menos dos momentos en esta que se atreven a diferenciarse de la versión del 89. Uno es la tan famosa e impresionante escena donde Jud es atacado y el otro, aún más importante, el icónico accidente en la ruta con uno de los hijos de Louis. Esta versión parece querer jugar con el espectador, que de seguro espera una reiteración de los hechos y en vez de eso ocurre que los hechos son codificados bajo una suerte de evasión que hace parecer como si los personajes supieran la suerte que corren y, como viajeros del tiempo, intentaran cambiarlos aun cuando dichos sucesos terminan en fatídicos resultados. El resto es un soporífero y solemne rejunte de ideas que se acercan tanto al cine de terror actual, con sus tan repetitivos golpes de efecto, que al fin y al cabo maldicen el género bajo formulas superficiales a las que nadie parece interesar. Espero de corazón que esto cambie, por amor al cine de terror y a los viejos maestros que daban lección con cada obra. Dios Mío, cómo se los extraña.
Bob el constructor A Robert Zemeckis sus conocidos y amigos le dicen Bob. Bob Zemeckis o Bob a secas. Ya que es un amigo de la casa y viene dando cuartel desde hace décadas con las películas más inventivas que Hollywood haya podido engendrar, vamos a decirle simplemente Bob. Es más, gran parte de su filmografía no solo me acompañó a lo largo de mi vida yuxtaponiéndose a mi crecimiento, tanto biológico como cinéfilo, sino que además guarda un lugar en mi corazón. Como negarle a este tipo haber hecho la película más cool de la historia del cine (Volver al futuro) o de haberse convertido en uno de los pocos herederos de la factoría Spielbergiana. Obras como la citada Volver al futuro (1985), ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), La muerte le sienta bien (1992), Forrest Gump (1994), Contacto(1997), Naufrago (2000), Revelaciones (2000) y The walk (2015) no solo guardan en su nervio un ingenio cinematográfico fabuloso y narrativamente impecable; son films que claramente definen a Bob como un autor. Parte de su universo cinematográfico es circundado por tres constantes: las hazañas, el tiempo y el amor, entre tantas otras. Esa triada, podría decirse, funda parte de la cultura histórica y el pensamiento humano: las hazañas, relacionadas con el conocimiento, la evolución y el progreso; el tiempo, con lo inevitable (el nacimiento de todo y la muerte de todo, o la negación al olvido: Volver al futuro, La muerte le sienta bien, Contacto, Naufrago y Revelaciones son claros ejemplos) y finalmente el amor, relacionado con lo emocional y que es la conexión obligatoria entre los anteriores elementos: menos intelectual, empírico o estoico pero sí más abstracto a la vez que humano. Bienvenidos a Marwen, película media zonza que nos compete hoy; es el último opus de este gran autor y lamentablemente parece una resaca de las nuevas corrientes discursivas que vienen afectando al cine últimamente. Bob pareciera que un día se dio una sobredosis de corrección política, esnifando bajadas de línea hediondas y decidió, no se sabe porque corno (o tal vez sí…vayamos de a poco) contar esta historia. Bob tuvo deslices en su carrera (El vuelo… qué desastre), por eso se lo perdonamos. Lo perdonamos porque, a pesar de esas decisiones, su habilidad para narrar es impecable, intachable y como en su obsesión por el tiempo, funciona como un relojito (esto último es una expresión robada a un amigo). ¿Eso que quiere decir? Que no aburre. Jamás. Su cine niega el bostezo lapidario. Mas eso no alcanza para salvarla. A Bob esta vez le falló la mezcla: demasiada cal y arena y poco cemento y firmeza. Bienvenidos a Marwen cuenta la historia de Mark Hogancamp, un hombre solitario, cincuentón, que vive en una casa humilde en un barrio humilde. Hace unos meses fue brutalmente atacado por una pandilla, quedando en coma. Mark no recuerda nada antes del ataque. No sabe nada de su vida. Todo lo deduce por algunas cosas que se hallan en su casa (por ejemplo unos bocetos de comics, sugiriendo que era caricaturista). Ahora oficia de fotógrafo de su proyecto: construyó una maqueta en el jardín de su hogar que imagina un universo personal y alternativo a su gris y desdichada vida. En ese micromundo llamado Marwen alberga una historia situada en la década del cuarenta, donde el héroe Americano debía siempre enfrentar a los nazis. Ese héroe es Hogie (representado por un muñequito digital de Steve Carrell), un piloto que entrena mujeres para convertirlas en soldados. Bah, en realidad estas muñecas/mujeres la tienen bien clara en eso de disparar armas de fuego y enfrentarse a los fascistas de Marwen, por lo que Marwen es un mundo de mujeres, o al menos comandado por ellas. Como es de esperarse en estos relatos, hay un paralelo con la realidad del protagonista y la fantasía que lo lleva a imaginar ese mundo. Particularmente porque las mujeres de Marwen son modelos de mujeres en la vida de Mark, mujeres que él atesora en lo emocional: una compañera de trabajo, una vendedora, la nueva y atractiva vecina, etc. Los nazis en Marwen son los neonazis que lo atacaron bestialmente aquella noche y a los cuales deberá enfrentar en un juicio al que parece temerle más que a cualquier otra cosa. La película de Bob presenta tantas contradicciones en su discurso que se diluye a la hora porque parece que es la única dirección hacia dónde quiere ir: la corrección política. Hablar de feminismo en cine hoy en día es más una banalidad de mercado que una necesidad social, política y cultural. Es decir, ¿Qué queda de la película si lo único que se pretende es transmitir un panfleto cursi de ideas impostadas que ni llegan a la militancia tan necesaria hoy en día? Películas de directores como James Cameron llevaron a mejor puerto treinta años atrás el discurso sobre la mujer fuerte, independiente y que representa el futuro de la raza humana, sin dejar de ser obras maestras. En Bienvenidos a Marwen hay frases tan subrayadas en sus intenciones que rozan el ridículo. Líneas como:” ¡Las mujeres son el futuro!” nos obligan a tomarnos esta obra para la chacota. Principalmente si necesitan gritarla y subrayarla, como si nosotros espectadores no entendiéramos de qué quiere hablarnos Bob. El símbolo, que más que símbolo se vuelve una alegoría, en relación al fetiche del protagonista por usar zapatos de mujer no tiene justificación. Otra cosa: la mujer en todo caso es vista como objeto. El personaje de Mark las vuelve ese objeto, unas muñecas a las que él domina en su mundo, en sus fantasías, y lo que es peor, no respeta el physique du role de sus musas (la gordita deja de serlo para convertirse en una femme fatale tallada en… plástico, por ejemplo). Bienvenidos a Marwen sorprende porque el cine de Bob en cierto sentido parece clausurado, aun cuando haya intenciones de que sus constantes salten a la vista. Son tan forzadas la puesta, las ideas, las intenciones discursivas, que necesita ponernos un juguete del DeLorean en la casa de Mark para que sepamos a quién pertenece esta tontería. Como si nadie en este mundo tuviera uno en su casa…