Al rincón Lo más importante es que Kristen Wiig se tomó el buque de Saturday Night Live. En realidad eso ocurrió pero todavía no. Es decir sí, pero no del todo, ya que por suerte aun la podemos ver, gracias al defasaje en los capítulos que se emiten en la Argentina respecto de los Estados Unidos, los que estamos de este lado del planeta. Pero el caso es que nos queda poco y la desazón es grande. Y no es que el resto de la trouppe del programa lo haga del todo mal. Lo que pasa es que Kristen Wiig es la mejor de todos ellos: hay que decir que Kristen es única. Cuando fue su turno de desembocar en la pantalla grande siempre se las arregló para imponer su sello, sin importar cuan pequeño fuera el papel que le tocara en suerte. En algún punto, Kristen Wiig se transformó en una verdadera especialista en esas sesiones de gimnasia rítmica desaforada, bailes alocados desbordantes de extrañas fuerzas centrífugas con la capacidad de zamarrear y trastocar cada escena, siempre mediante una gracia y convicción sorprendentes que parecen llegadas de otro mundo: esa clase de cosa que les suele salir mejor a los cómicos varones que a las mujeres. Puros prejuicios que la genética mayormente no se había molestado hasta ahora en desmentir. Tenía que pasar que llegara ella. Después del vendaval que significó Damas en guerra –nunca hablaremos demasiado de esa película–, ese conmovedor destilado de morisquetas melancólicas, de arrogancia payasesca y de fragilidad, donde pudo brillar a sus anchas como nunca antes y estampar en cada fotograma, de paso, una rúbrica indeleble de actor-autor, parece que ahora vuelve a los papeles menores, a esa artesanía orgullosa y feliz cuya secreta obstinación pudo darle brillo a casi cualquier película. Pero si no le tienen fe, la cosa no funciona. En Paul anduvo muy bien (el demiurgo sentimental Judd Apatow nunca puede del todo con ella), pero en esta oportunidad no. Es increíble tener a una actriz como Wiig desperdiciada en algo como esto: debajo de sus modales de comedia romántica Plan perfecto está embargada de una terrible seriedad indie medio pelo, esa manía de las así llamados comedias independientes de andar a dos aguas, nunca del todo cerca del meollo amoroso o del disparate sino manteniendo la gravedad como un simulacro más bien pálido de sofisticación. La cuestión de la paternidad, en la película, es un asunto importantísimo al que da la sensación de que solo se accede en puntas de pie y con el barbijo puesto, no vaya a ser que se vea bastardeada la “actualidad” del tema por la intromisión de la risa y el sinsentido abruptos. Si el tópico de los amigos treintañeros o cuarentones es el modo preferido de toda una zona del cine americano (aunque no exclusivamente) para el arrebato confesional al paso y la sensiblería encubierta, Plan perfecto se encuentra lejos de revertir la tendencia con su malograda colección de palabrerío cursi y sus planos desalmados. Medio perdida en un elenco que no es malo (Maya Rudolph y John Hamm la acompañaban en Damas en guerra), Kristen Wiig no tiene suficiente espacio y luce empeñada en pequeñas y estólidos actos privados que no logran integrarse con la debida seguridad a la película. No pasa nada con Plan perfecto: las consabidas crisis de la mediana edad las vimos mejor retratadas, con más comicidad y más angustia genuina. Que conste que Kristen no tiene la culpa de que la llamen para después tenerla en un rincón.
Nos perdemos en la vida. Pero la vida nos encuentra Hay una secreta obstinación que recorre de punta a punta el metraje de 3, como un grito de guerra al que hay que leer entre líneas o un balbuceo submarino: la condena del cine es el deseo de contar historias; en cambio su salvación, acaso, es hacer el recuento de los restos abandonados, inspeccionar los retazos que pasan flotando a la deriva cuando ya se sabe que las historias prácticamente no son del todo posibles, por lo menos sin la complicidad de la mala conciencia. Hasta ahí ninguna novedad a la vista: nada que la sensibilidad moderna en el cine no haya dejado ya al descubierto muchos años atrás. Buena parte de la gracia nada desdeñable de la película consiste en el énfasis conmovedor –por supuesto intempestivo, pero lleno a la vez de algo que, no sin pudor, podríamos llamar ternura– con que se ejerce esa lejana iluminación. Después de la gravedad y el formalismo un poco amanerados de Whisky, última escala del director Pablo Stoll junto a su coequiper en la dirección Juan Pablo Rebella (fallecido en el 2006), 3 parece retomar en clave más o menos trágica algo del tono libre, sutilmente cómico y por momentos rapsódico de 25 watts, su ópera prima. En realidad 3 resulta mucho menos ligera y amable, pero también más sofisticada. El centro de la película es Ana, una adolescente rebelde, hija de padres separados. La madre y el padre, juntos o cada uno por su lado, tienen también su importancia en la película, pero los planos vuelven una y otra vez a confluir, con la insistencia de un mantra, sobre el rostro y los movimientos de la chica (extraordinario desempeño de Anaclara Ferreyra Palfi): la cámara la toma siendo amonestada por la directora del colegio, masturbando con expresión apática a su compañero de curso o embarcada en el seguimiento inconducente de un tipo que le gusta en el colectivo. Siempre rockera y enérgica, de la estirpe de las películas que hacen de la perplejidad un modo de vida y una disposición del espíritu –un mood–, 3 no progresa en términos estrictamente narrativos sino que se dedica a exponer mediante breves fragmentos las fluctuaciones de un trío arrojado a la intemperie, ferozmente doblado bajo el peso de su propio desconcierto. No tengo idea de qué pasaba con Hiroshima, la película que Stoll realizó inmediatamente después de la muerte de Rebella. Pero al revés que en Whisky, donde de forma explícita se imponía el tono agridulce de una Montevideo gris y opresiva, la ciudad luce en 3 mucho más aireada y luminosa, en contraste también con el blanco y negro retro de 25 watts. Ana camina bajo el sol o fuma distraída en la puerta de la escuela, el entorno físico no la agrede sino que le pertenece de pleno derecho: la chica no está contenida por los límites de un mundo diseñado para acompañar sus fracasos, sus fugas, sus módicas transgresiones, con el momentáneo auxilio de una sensación de incomodidad cósmica que los releve, los explique y, en última instancia, los comprenda. Por el contrario, el misterio de la película es también su misterio, una forma inconclusa de atravesar la vida que no se resuelve en un pesimismo al paso ni en una serie de coartadas psicológicas del tipo “estoy enojada porque mis padres no viven juntos”. No se sabe si Ana está enojada: Ana se queda mirando una vidriera detrás de la cual un tipo da una exhibición de batería, o asiste a un concierto de rock en un boliche con esa discreta elegancia triste que ostentan los varones en las películas de Ezequiel Acuña o, también, esas niñas desarraigadas que son la proverbial especialidad de toda la vida en una zona particular del cine francés: se arrojan decididas al vacío, por momentos se pierden y la marea las devuelve al centro de la vida. Lo que pasa es que en verdad no hay escapatoria, pero quién, con un orgullo tan grande, se querría escapar.
La voz de los padres ¿Qué es el cine político? Nicolás Prividera establece su lucha precisamente allí, en el terreno donde otros se sienten forzados a entregar las armas. M era una película política en la que se jugaba nada menos que la identidad. La del cuerpo de una mujer sustraído por la Dictadura (quién era realmente, qué decían de ella sus compañeros de ruta, qué decisiones tomó, cómo llegó hasta un punto crucial en su vida), pero también la del cineasta, el hijo de la mujer desaparecida obligado a maniobrar como un detective en una dimensión íntima, casi intocable; ese hueso duro de roer sobre el que la política se precipita para revelarnos, no sin equívocos, su carácter esencialmente omnímodo. Prividera conseguía una película política no porque su asunto fuera el asesinato estatal y el recuento sumario de las víctimas, sino porque exponía también los modos en los que se leen la lucha armada y las distintas formas de resistencia, partes de una andamiaje condenado a las definiciones fáciles y al dictamen tranquilizador: M resulta ser una película que pelea consigo misma, que por momentos canta de rabia y se dobla con desolación bajo su propia falta de certezas, quizá secretamente animada, en el fondo, por el consuelo proporcionado por la orgullosa ambición de gritar en ese vacío diagramado por la corrección y el buen decir, de hacer un desplante capaz de sacudir la comodidad de las verdades aprendidas como un catecismo. Tierra de los padres parece resumir doscientos años de la Argentina como un territorio de guerra, un teatro de operaciones discursivas enfrentadas en la letra y en el campo de batalla. En una veloz sucesión de imágenes que oficia de prólogo se ven, como fogonazos, insurrecciones populares, represión, amagues de revolución y contrainsurgencia en los que se advierte un diseño que atraviesa la historia argentina con un hilo color rojo sangre. Con inteligencia y sentido de la oportunidad, la película ingresa luego en el cementerio de la Recoleta para tomarlo como escenario fértil de una cadena infinita de disputas históricas, mediante una serie de lecturas delante de cámara de textos pertenecientes a las variadas formas que adoptaron a lo largo del tiempo las facciones en pugna. Prividera descree de las categorías a priori y decide inventar sus propias máquinas, hacer convivir voces disímiles pero cercanas, obviar los dispositivos canónicos para establecer afinidades sorpresivas, encuentros luminosos y pujas que cruzan la historia transversalmente y establecen escándalos nuevos o poco sospechados. Sarmiento, Alberdi, Mitre, Rosas. Pero también Eva Perón, Paco Urondo, Moreno, el infaltable Walsh, Hilario Ascasubi con su espeluznante La refalosa; el almirante Massera: las voces convocan la angustia de una guerra sin cuartel; el odio de clase y el impulso de la construcción nacional tienen un combustible capaz de incendiarlo todo, parecido en el fervor y el entusiasmo. Los fragmentos de Alberdi, en tanto, constituyen un remanso resplandeciente en medio del etnocentrismo, de la pasión del extermino y el desprecio racial: ¿Prividera es un hombre de izquierda que se volvió un poco liberal? No necesariamente. Es solo que, en forma quizá inesperada, el autor de Las bases parece tener en la película un lugar de privilegio que no se agota en los límites impuestos por la dicotomía de nacionalistas y liberales, contendientes a menudo igualados en su nivel de prejuicios y sinrazón. Quienes tienen a su cargo la lectura de los textos pueden ser personas desconocidas o figuras relevantes del cine o del pensamiento que van desde José Campusano o Gustavo Fontán, pasando por la actriz Susana Pampín, Martín Kohan, hasta el propio director (con un poema estremecedor de Joaquín Giannuzi). Prividera obtiene siempre imágenes hermosas: soberbias tomas contrapicadas de las lápidas se alternan con el aprovechamiento magnífico del plano, que permite establecer un contrapunto entre los trabajadores y encargados del mantenimiento del cementerio y la presencia prestigiosa de “los padres de la patria”. Los planos son de una extraña felicidad cinematográfica que choca con el contenido casi siempre flamígero del texto, como si el cine reclamara para sí un lugar distintivo en medio de los bandos en lucha, nunca el de la neutralidad sino el del testimoniante apasionado, que renuncia a la toma de partido inmediata para constituirse en testigo de un drama de características oceánicas del modo más preciso y original posible. En un momento, un grupo de viejos canta la Marcha peronista frente a la tumba de Evita: el director los filma con el pudor correspondiente a un suceso amoroso y obtiene una de las escenas más emocionantes de la película al registrar la vigencia de un fragmento en apariencia remoto que se activa de golpe en el presente. El hecho de que Prividera se dedique a filmar en un cementerio puede hacer acordar apresuradamente a Profit Motive and the Whispering Wind, la película de John Gianvito que proponía un recorrido por los lugares donde yacían enterrados personajes que el director entendía como relacionados con las ideas libertarias de los Estados Unidos y que consistía, básicamente, en planos fijos de las tumbas, sin figuras ni palabras. Pero donde Gianvito es celebratorio y acaso un poco místico – ese “viento susurrante” de su título parece coquetear con un panteísmo a lo Whitman un poco tirado de los pelos – Tierra de los padres exhibe una perplejidad y una insobornable vocación por no dar nada por sentado, imbuidas ambas de una colérica actualidad. Prividera no se deja tentar por la veleidad de informarnos acerca de una improbable entelequia denominada “la otra historia” (Gianvito, previsiblemente, propone una especie de historia paralela). Más bien se remite a desplegar un conjunto de ideas heterogéneas mediante un montaje de fragmentos múltiples, retazos que se atraen, se repelen, chocan, se niegan y contradicen o se encuentran en afinidades subterráneas. Con audacia e imaginación, el director demuestra que no es posible hallar palabras completamente a salvo, que no hay fonema que no conlleve una responsabilidad y que no guarde en su vientre una sombra de futuro.
El miedo será mi hogar. La plegaria del vidente es un relato policial en el que habita un fantasma. La vitalidad extraída del film noir de la que hace gala, como si exhibiera un salvoconducto o una carta de recomendación –sus espasmos nocturnos, su sordidez recortada sobre un fondo de sentimentalismo romántico, el esmerado cataclismo del que emerge, a los tumbos y lleno de golpes emocionales, su tenaz investigador protagonista–, parece obrar a modo de tesis poética e instancia irrepetible del cine: el mal es una peripecia sin sentido aparente, un centro de gravedad hacia el que las imágenes se precipitan para perderse, sombrías y escandalosas, como si cayeran dentro de un agujero negro. El mal, en la película de Calzada, es un fantasma que ocupa transversalmente la escena y tarde o temprano los toca a todos. Policías, prostitutas, políticos, periodistas, cafishos, forenses, todos participan de la corriente de electricidad del mal y se deslizan hacia alguna forma terrible de destrucción. Incluso el vidente del título se mueve en el terror constante proporcionado por las imágenes oníricas que lo asaltan, esa obstinación que se mueve desde el fondo de su ceguera para traerle, una y otra vez, la maldición del que ve más que el resto, del que a su pesar traspasa la materia y alcanza un pliegue insospechado unos metros más allá. La película expone el caso de un asesino de prostitutas de Mar del Plata – el “loco de la ruta”, como consigna rápido la crónica de los diarios – para operar como cámara de resonancia de un malestar social sin nombre que por momentos parece salido del cine enloquecido de Sion Sono. La arrogancia y la contundencia en el trazo amenazante que recorre buena parte de La plegaria del vidente amaga con compartir algo de la feroz truculencia del japonés, antes de que sus trucos visuales y su barroquismo de postproducción la acerquen más a Pecados capitales o algún otro exponente parecido de la familia grunge. Pero, en realidad, Calzada da muestras de una gran habilidad para construir un policial terrorífico revestido de un minucioso look moderno, que atrasa algunos años pero que se las arregla para ofrecer una cuota de extrañeza nada desdeñable en el panorama del cine argentino. Aunque muchos de los personajes aparezcan mal delineados y la trama se vuelva confusa y poco manejable, la película es implacable en su tono generador de agobio, así como también luce desprejuiciada y audaz en el saqueo de anacronismos que aporten a su causa de sensación de disolución y hundimiento generales. La cámara se mueve en espasmos, los flashbacks estallan de colores titilantes, el montaje interpela el mundo mediante fragmentos melancólicos de luz saturada en los que las mujeres asesinadas parecen el preámbulo de alguna clase de catástrofe universal. El director tira toda la carne al asador en lo que respecta a la puesta en escena y le sale un objeto que resulta reconocible y desconcertante en partes iguales. La plegaria del vidente evita el dictamen moral y ofrece a cambio lo que aparenta ser un recordatorio poco sutil acerca de la precariedad del orden social.
Una película casi imposible La historia va así: tras el envío de tropas a Afganistán el gobierno inglés decide inventar un golpe de efecto para atenuar el malestar que provoca la intervención. Contactan a un sheik yemenita que tiene tierras en Gran Bretaña y se les ocurre intentar la cría de salmones en Yemen. Se trataría de un encuentro amistoso de Oriente y Occidente ante los ojos del mundo. Casi sin darle tiempo a que se dé cuenta dónde se metió, la coordinación de todo el asunto recae en un atolondrado empleado del algún área estatal que resulta ser, igual que el árabe de marras, un apasionado de la pesca. De paso se encuentra con una chica linda y se puede olvidar de su monstruosa mujer de toda la vida. O más o menos así. En realidad, Un amor imposible podría ser un amable canto al mundo de los negocios en el que resuena, mal aprendido, un fragmento de Adam Smith según el cual en el intercambio mercantil se verifica un reconocimiento recíproco de ese otro que es mi semejante. Esta voluntariosa premisa, sin embargo, se desvanece de inmediato a causa de la intrascendencia del personaje del sheik, reducido fervorosamente a mero figurante a cargo de un orientalismo al paso que la película ni siquiera acierta a tomarse en broma. Es que no se ve claro que Un amor imposible aspire a ser reivindicada desde el disparate absoluto, como uno de esos divertimentos que hacen de la risa irresponsable su tasa de efectividad. Sus rutinas minúsculas de sátira política (siempre inofensiva), sus maniobras de melodrama mustio y su etiqueta de “chico que conoce chica” –desbordante de apatía y de enjundia ridícula por partes iguales: pocas veces un romance resultó menos creíble y, a la vez, fue llevado a cabo con tanto empeño–, todo eso parece más bien parte de cierta tendencia de escritura dramática del cine industrial actual, que entrega varias cosas en un mismo envase. Así como la película utiliza el recurso de la pantalla dividida, el guión dispara líneas argumentales que coexisten en un inesperado protocolo de pastiche no asumido: Un amor imposible desdeña enseguida cualquier atisbo de autoconciencia para ir en pos de una dramaturgia laboriosa que recorre el arco de varias películas posibles, a cual más ñoña y envarada. Ewan McGregor aprieta las palabras con dedicación, acaso para extraer hasta la última gota de acento british que pueda, mientras ensaya algún que otro pasito de comedia tímida y le concede el tono de humor apolillado y simpático que la película exhibe en su primera media hora, siempre a despecho de la bella insipidez de Emily Blunt, que aparenta encontrarse en otra película. La historia de amor entre salmónidos que protagonizan los dos en ningún momento simula crecer ante los ojos del espectador, como sería deseable, sino que se ve reducida a una mera imposición de orden literario. Por otro lado, la tesis acerca de la naturaleza insensible de los funcionarios de la alta política queda pronto circunscripta a los manierismos faciales del personaje de Kristin Scott Thomas, ese derroche de gestualidad andrógina –símil Dama de Hierro– con el que la actriz construye su pequeño unipersonal dentro de la película, quizá para no aburrirse. En contraposición, y acorde con la tradición del cine inglés, el sheik que solo quiere salir de pesca sin que nadie lo moleste tiene toda la pinta de un chabón disfrazado que aprendió a tener siempre listas sentencias profundas para proferirlas en cada escena en la que aparece. De esa manera, un venerable sentimiento de imperialismo rancio recorre la película al exagerar los rasgos de una nobleza esencial que proviene de Oriente, convenientemente a salvo de molestas coyunturas de índole política. Parece una comedia pero no lo es del todo.
Burócratas Comedias como estas (hay que recurrir a la palabra comedia para llamarlas de algún modo), esta clase de cosas, de carcasas vacías prácticamente flotando a la deriva aunque haya un presunto director detrás y un guión que alguien se puso a escribir, y también un puñado de actores y una producción con partidas de dinero, etc, siempre nos deberían llevar a una pregunta. No “¿para qué?” (puesto que una película no está obligada, por suerte, a tener un fin ni una utilidad reconocible) sino más bien “¿por qué?”. Hace unos años nos tocó padecer otra coproducción argentino/española bastante parecida: la misma torpeza congénita e igual desprecio por eso llamado cine, aun en su vertiente más industrial y estandarizada, y hasta con un título similar (Fuera de menú, se llamaba el engendro, que incluso compartía uno de los actores con la película que nos ocupa). Lejos de mejorar las cosas, Fuera de juego presenta a un par de atolondrados, uno argentino y otro español (faltaba más), envueltos en una estafa quizá para hacer referencia a la crisis económica global y esgrimir con mayor comodidad el latiguillo de “sálvese quien pueda” como un mantra de exportación, que viaja rumbo a la madre patria y cuyos efectos prácticos van y vienen en un paisaje trasnacional alternativamente abatido. El humor de la película resulta ser esa manía cercana y chusca de buena parte de la televisión –cuanto más próxima y familiar, menos conmovedora y eficaz: el grito, la morisqueta siempre a destiempo y el tono de moral arcaica como sostenes necesarios del sentimentalismo y la estupidez –, pero también un ejercicio realizado sin conocimiento, sin destreza y sin pasión. Toda una mecánica del efecto cómico que falla por carencia absoluta de sus nociones más rudimentarias. Mientras, las desventuras prehistóricas de los personajes (entre los que se incluyen apariciones insustanciales de Ricardo Darín y Martín Palermo) se acompañan del modo más rutinario imaginable, como si el cine no tuviera la capacidad de ampliar el mundo y fuera apenas un dispensario de imágenes precocidas por el guión. Como sea, Fuera de juego ni siquiera tiene en verdad artimañas para exhibir: la desnudez trivial de la película es la que la deja inerme con sus defectos frente al aparato de la coproducción, revelando que aquí no hay compromiso con un tema, mucho menos con una idea, ni con ninguna otra cosa como no sea el dinero. Si a sus responsables no les va bien en ese terreno, entonces no les queda nada. Que se jodan por burócratas.
Héroes de celuloide Mi semana con Marilyn es menos una muestra de algo llamado cine que un encuentro oportuno de la película con su público potencial. La tesitura que cuenta con más predicamento en los biopics, ese subgénero o transgénero explotado con encarnizamiento por el cine norteamericano, es la de la mímesis, no ya la mera caza del detalle ínfimo –esa pepita de oro escondida y expuesta de súbito, que venga ella sola a iluminar y otorgar relevancia a todo un universo– sino la multitud de rasgos congruentes y complementarios capaces de dar vida a un rostro, un modo de caminar, una personalidad, nada menos que como si se tratara de un clon. El director Simon Curtis encuentra en Michelle Williams un vehículo perfecto para la idea general de su película, que se resume precisamente en el modesto resplandor que pueda extraerse de la personificación robótica de la estrella que el título se encarga de mencionar, con una gracia y contundencia propias de letras de escándalo: Mi semana con Marilyn promete intimidades pero se decanta pronto hacia el lado del relato de iniciación de un oscuro asistente de dirección que participó en la única película inglesa de la actriz, a las órdenes del tótem shakespeareano Lawrence Olivier, y que es testigo privilegiado de la difícil relación laboral entre los divos. Resulta que aquel personaje menor tuvo una existencia real a la que le debemos el libro del mismo nombre en que la película se basa. No dan ganas de leer el libro, ni siquiera por arriba, para ver cuánto de la historia original se refiere a Colin Clark (el escribiente de marras) y cuánto a Marilyn Monroe, pero la cosa es que la película desperdicia un título tentador para entregar a cambio una considerable nimiedad regida por códigos televisivos en los que la esmerada reconstrucción de época (fines de los cincuenta, como en el comienzo de Mad Men pero mal) establece el tono de eficiencia norteamericana y presunta sobriedad inglesa, todo en partes calibradas como para producir un cóctel indigesto. Mientras, la narración se distrae ocasionalmente con la eficacia de los paisajes y Michelle Williams hace una entrega exagerada y poco convincente, no porque no se parezca a Marilyn sino por parecérsele demasiado. Su actuación calza con docilidad en el esquema de abulia que afecta la película; y es así que, en este caso, un desempeño actoral rescatable resulta un consuelo más bien insuficiente para cualquier espectador que no esté interesado en los comentarios de rutina acerca del carácter frágil del estrellato y que no termine de sentirse interpelado por el veredicto sentimental sobre las consabidas ruindades y mascaradas del mundo del cine.
En los intersticios, entre una mirada distraída y el cielorraso Abrir puertas y ventanas puede ser vista como una muestra de lo que el Nuevo Cine Argentino debió seguir siendo pero acaso ha dejado de ser. La directora Milagros Mumenthaler mete tres jóvenes hermanas en una casona a punto de venderse y en cierto modo parece proponer un estudio sordo acerca del desamparo y la ausencia. Por un momento la coreografía mórbida de los cuerpos que se juntan unos con otros, que se atraen, se apoyan y se repelen bruscamente con una mezcla de hastío y amor contenidos puede hacer acordar al cine de Lucrecia Martel. Pero enseguida la salida humorística repentina, los planos de una precisión sin alardes y la discreta sofisticación en el uso de la música –hay que ver la exquisita secuencia con la canción de John Martyn Back to Stay– se encargan más bien de acercar la película a la paleta de tonos que maneja con destreza la gran Celina Murga, solo que tal vez en una versión recargada y con la fuerza de una furia subrepticia que se palpa en cada escena. En medio de las horas muertas y de un tedio que se llena entre charlas no siempre afables, mirando telenovelas o cocinando fideos, hay una continua cualidad vibrante en la película, un hilo de electricidad que oscila entre el estallido y la angustia que buscan siempre refrenarse como si se tratara de un lento resquebrajamiento interior o alguna clase de impureza vergonzante. En Abrir puertas y ventanas hay tres actrices extraordinarias que hacen de sus cuerpos el centro real alrededor del cual parece construirse la película. Las chicas se mueven por los planos con la gracia de animales enjaulados mientras una corriente de energía, enervante y conmovedora por partes iguales, restituye para el cine su calidad documental y reveladora. ¿Cómo filmar un sentimiento de angustia que no se dice con palabras? A lo mejor filmando mujeres heridas, con un amor y un desconcierto que no les cabe en el pecho. En realidad la película de Mumenthaler ofrece respuestas tentativas y no concluyentes, tantea pistas, tira botellas al mar y espera, tal vez con la convicción íntima de que el futuro le pertenece. Abrir puertas y ventanas resulta ser la película más placentera del cine argentino de este año, la más fluida y quizá también la más secretamente emotiva; una refutación refinada y a la vez implacable del costumbrismo, pero también la evidencia cabal de que la imaginación es el alimento sustancial del cine.
El cine que no se acaba nunca. Hay una cosa que uno no puede dejar de preguntarse frente a una película de Perrone. Más que nada cuando se está delante de alguno de los segmentos de esto que él da en llamar tríptico, este grupo de obras en tres capítulos conformado por Luján, Los actos cotidianos y La vida sigue, igual, que parece resumir no tanto una temática común como sí una misma experiencia estética, un sendero singular de construcción cinematográfica y una manera de aproximación poética. La pregunta, pedestre e imperativa, es: ¿cómo hace? Si en algunas películas tempranas de Perrone su figura se dejaba ver delante de cámara como una marca de autor, de algún modo rubricando el espacio de la ficción con su presencia física que se permitía interactuar brevemente con los personajes, ahora la cámara se encuentra más cerca que nunca de los actores pero estos parecen estar completamente a su aire, como si más que nunca la tarea del director consistiera no en organizar el mundo desde adentro sino en develar uno ya existente. Con una predisposición y una sensibilidad esencialmente modernas, el director pasa a desconocer la frontera que por tradición operaba sobre el binomio ficción/documental y exprime sus breves anécdotas para dotarlas de una fuerza descomunal donde la belleza formal –Perrone es un fotógrafo consumado, con un talento inusual para la composición del cuadro– no suaviza ni ablanda la realidad filmable sino que la transforma en materia de autor. Pero autor entendido como aquel que se muestra capaz de ver lo que ya está, el que mira alrededor y se dedica a registrarlo, en este caso con ojos atentos por partida doble, pero que destila también infrecuentes dosis de cariño y discreción. Al final la vida sigue, igual, como digno cierre del tríptico del que es parte de modo fundamental, consiste formalmente en planos en su mayoría estáticos, de una pudorosa perfección que parece acompañar el decoro y el distraído orgullo de los protagonistas. En la apertura, sin embargo, hay una excepcional toma en ralenti de unos niños que corren desde el fondo del plano hasta salir de él por un costado y dejarlo vacío de figuras humanas. Mientras, una serie de sonidos en loop anuncia el particular trabajo sobre el espacio off de la película, cuestión importantísima en la política de Perrone. No hay peripecias en Al final la vida sigue, igual como no sean las que se refieren en las charlas. Perrone filma los cruces verbales de una familia de clase baja en la que las minucias de la existencia de todos los días adquieren un espesor dramático extraordinario que parece haberse inventado a medida del cine. La respuesta al interrogante de cómo se las arregla el director barrial por excelencia del cine argentino para dar cuenta con propiedad de esa clase de materia, esos pedazos tan elocuentes de vida sin que la cámara rompa el hechizo que le hace creer al espectador que forma parte de la escena, es acaso una porción del misterio genial que Perrone se llevará consigo a la tumba. El director dispone los espacios y el fuera de campo con una precisión y una pertinencia abrumadoras: la dimensión no visible de la película es el pasadizo secreto por donde se filtra parte del mundo del que hablan los personajes. Sonidos de televisores, celulares y voces inundan el espacio desde afuera. Fiestas, salidas, amoríos problemáticos, controversias familiares son los retazos de relato que intercambian los protagonistas. También detenciones policiales, internaciones, carencias, sufrimiento y muerte: Perrone debe ser de los últimos cineastas argentinos que dan cuenta de una declinación evidente del país y de una precariedad que la mayoría de sus colegas prefiere hacer como si no existiera. Pero lo hace además sin declamaciones ni impostura algunas, tan íntima y genuinamente consustanciado con la suerte de los protagonistas que no podría alzar la voz ni un ápice para arrogarse una improbable representación en su nombre. Durante un brevísimo plano secuencia en cámara lenta se oye una versión punk rock de la canción En mi cuarto, donde parecen conjurarse un pasado y un presente fuera del tiempo, como si la película postulara un estado de cosas endémico puntuado por breves variaciones ocasionales. La inesperada aparición de la figura afantasmada del desaparecido Galván (inolvidable protagonista de La mecha y personaje capital en buena parte de la filmografía de Perrone) configura el cierre estremecedor de la película y de todo el tríptico. Su gran película Las pibas, vista en el último Bafici, inaugura una etapa diferente en el cine del director. Hace unos años escribí que Perrone era un cineasta definitivamente contemporáneo y también, con seguridad, un auténtico pionero en el arte de eso que, no sin equívocos de por medio, llamamos independencia. Es que el carácter iconoclasta sin igual de Perrone en el panorama del cine argentino desde hace veinticinco años lo convierte en una figura indispensable cuya valía discurre, todavía hoy, de forma casi secreta, alejada del reconocimiento y la aprobación generales. Por consiguiente, también del dinero y de las contraprestaciones lógicas del mundo de la industria y del espectáculo. El director oriundo de Ituzaingó sigue siendo todo eso que siempre fue –un animal salvaje, ferozmente concentrado en sus obsesiones, un alma en estado permanente de inquietud: un lobo solitario– pero, a la vez, ha afinado y pulido su instrumental cinematográfico de tal modo que ver hoy una película de Perrone significa estar viendo algo que desprende un eco familiar pero que no termina nunca de serlo de manera cabal, que se nos vuelve esquivo, que se escabulle con malevolencia de nuestra capacidad de reconocimiento para entregarnos a cambio –con una contundencia que parece una declaración de guerra– la sensación de que el cine del director no se acaba nunca.
El mundo de la materia Resulta que la mejor película en lo que va del año data de cuatro años atrás. Peor para el 2012: en realidad, la notable paradoja de esta maravilla que le debemos a Claire Denis constituye no solo un repetido indicio de los avatares impredecibles de la distribución cinematográfica sino también, en cierto modo, del estado general del cine que nos toca en suerte por estos días. Película tras película, Denis parece empeñada en restituir como si se tratara de un sistema de huellas toda una desvanecida dimensión política que el cine deja normalmente de lado, por acción u omisión, con una insistencia digna de esfuerzos mejor orientados. Esa obcecada vocación política que habita en sus películas es la del cine pero también la del mundo, nada menos que la clase de materia espinosa y difícil de asir a la que el arte mayormente aparenta haber renunciado con una mezcla de tosca altivez y de un escepticismo disfrazado de resignación. Denis se muestra abocada a reconstruir la relación entre los personajes y su entorno con una inspiración que le pertenece solo a sí misma. Si en las películas que más nos gustan a menudo tenemos que preguntarnos qué es lo que está pasando delante de nuestras narices, qué estamos viendo realmente en ese rectángulo de luz y sombra que tiembla y nos interroga a su vez, estableciendo casi sin que nos demos cuenta una intimidad no exenta de malicia, la violenta y al mismo tiempo exquisita materialidad de los planos creados por Denis se nos impone con una convicción que parece forjada directamente en el cuerpo de los personajes. Las escenas de la directora suelen estar atravesadas por la energía básica y primordial que circula alrededor y a partir de los cuerpos en movimiento (el solitario baile desquiciado del actor Denis Lavant en el final de Bella tarea irradia una fuerza misteriosa, sutilmente cómica y conmovedora que parece reacomodar las piezas de la película de un modo sorprendente). El deseo amoroso o erótico guía las acciones, restringe un movimiento o lanza los cuerpos en un frenesí que puede culminar en la insatisfacción o la muerte pero al que la moral no vigila ni controla del todo (Vincent Gallo negándose a tocar a su joven esposa y embarcándose enseguida en un encuentro sexual sangriento con la camarera del hotel en Trouble Every Day). Las escenas de Denis son pródigas en abruptos cambios de clima y de tono, como herencia del cine moderno de la que ella es fértil continuadora por otros medios, pero el ritmo emocional del conjunto se mantiene siempre con una armonía y una fluidez musical arrolladoras. Es difícil saber si los planos se acomodan a la música o al revés, casi siempre de la mano invisible del grupo de rock Tindersticks que acompaña las imágenes como una sombra. Incluso en medio de las tramas más oscuras y en apariencia desencantadas es posible encontrar el resto de un verdadero optimismo en el cine de la directora, una cosa de verdad muy rara de ver, probablemente generado por la belleza visual poco usual de los planos, la entusiasta calidez con la que se dedica a construir cada escena y el espléndido sentido del tempo con el que están ensambladas. El evidente sentimiento de lo trágico en sus películas no escapa a la condición material y palpable del mundo: así como se diseña un encuadre, se lo llena quizá de luz y se lo exprime hasta que despida una emoción reconocible, humana incluso en su carácter terrible, la naturaleza de aquello que rodea a los personajes, los moldea y con frecuencia los oprime, no es una mera fantasmagoría sino que también tiene su origen rastreable y su razón de ser. 35 rhums se declara como un homenaje a Ozu, pero su aliento excede largamente la unción o el entusiasmo celebratorio del caso. Para describir un universo cambiante y dar cuenta del modo en que se ven afectados quienes lo integran, Denis tiene su propio sistema cargado de sensualidad y nerviosismo, un recorrido extrañamente cercano cuya esencial ferocidad se ve primorosamente atenuada por sucesivas dosis de afecto y empatía. Sus personajes son negros de clase obrera en Francia, personas con capacitación laboral que aspiran todavía a una ciudadanía plena que aparenta haberse vuelto la cifra secreta de una ilusión perdida y una derrota anunciada en sordina. 35 rhums no hace realismo social, sin embargo. Denis observa a través de las hendijas de un orden injusto y descubre las corrientes de vitalidad desplegadas por los hombres y mujeres de su película en medio del descalabro social. Como pocas veces en su cine, la hostilidad de la vida es amortiguada por la cadencia incesante de los flujos de emoción mediante los que se relacionan los personajes: hay todo un programa de política microscópica en 35 rhums consistente en afirmar la vida mientras se toma nota dramáticamente de su estado de precariedad. Los lazos afectivos no ofrecen un refugio invulnerable pero alcanzan para iluminar un trance de tiempo presente –el tiempo preferido del cine– que resulta ser el más apto para el orgullo silencioso y la resistencia. Además de los planos de trenes que engalanan varios momentos de la película (el guiño directo a Ozu), la habitual belleza y el virtuosismo formal de Denis tienen particular lucimiento en las escenas de conjunto: la directora es capaz de volver pertinente cualquier detalle –un gesto imperceptible de la mano, el movimiento brevísimo de un labio o un parpadeo que se demora apenas un segundo más de lo corriente– para convertirlo en contraseña de un estado de ánimo y sumarlo con lucidez a una visión integral que permita apreciar, como una placa de rayos x, el mapa mental y anímico de los protagonistas. Pero como en 35 rhums también hay personajes blancos, el breve escándalo de la cruza y la aleación ofrece un alerta permanente que recorre parte de la filmografía de Denis, formulando preguntas sin cesar sobre la inserción de los individuos en las sociedades post-coloniales –cuestión capital en White Material– pero, también (y sobre todo), acerca de esos mismos individuos en relación con el otro. Es que hay un borde extraño, indescifrable, a partir del cual el cine de la directora aparenta desentenderse de su intención de discernimiento y exploración a nivel global para volverse inquietantemente íntimo y personal: en el fondo, la película luce menos como una oda a los grupos cohesionados por el afecto común, levantados a modo de protección contra los embates de un ambiente externo cargado de hostilidad, que como una indagación provisoria y no concluyente acerca de la frontera tras la cual dejo de ser yo y aparece mi semejante.