Los extraños No tuve oportunidad de ver las películas anteriores de Hernán Belón, pero todo parece indicar que el director se decidió a dar un golpe de timón para inclinarse esta vez por una variante que no es difícil asociar con ciertas formas de un cine que a falta de un nombre mejor podría denominarse, con la aplicación de las comillas que se quieran, contemporáneo. Un matrimonio joven aterriza con su pequeña hija en algún paraje en medio del campo de la provincia de Buenos Aires. La falta de detalles reconocibles a simple vista para cualquiera que no pertenezca a la zona no parece una casualidad: Belón postula de manera contundente el carácter esencialmente ajeno de ese lugar perdido. Cuando durante el primer minuto de película la familia llega en mitad de la noche, la casa rechina, parece quejarse, produce sonidos como los de un animal herido. La mujer se muestra desde el vamos reticente y amarga mientras el hombre despliega un entusiasmo en el que se adelanta ya el fervor de una contienda futura, el campo de batalla en el que dos personas se vuelven progresivamente desconocidas una de la otra. La película esgrime casi siempre una discreta elegancia en su vocación por no saturar el relato con un sistema de señalización sumario, en el que el malestar salte como una fiera sobre la atención del espectador. De a poco, como conducida lentamente a través de una corriente secreta, empieza a tomar forma la sensación de que la casa, pero especialmente el lugar en general –el campo, justamente, esa entidad tan imprecisa como dada por hecha– es un estado mental, diferente para cada uno de los integrantes de la pareja según una percepción intransferible donde se pone en juego todo un mundo de aspiraciones, voluntad, recuerdo y pesadilla. El campo es en la visión del director un espejo interior mediante el cual el matrimonio mide fuerzas hasta ese momento insospechadas, afila sus armas y vela inclinado sobre la propia perplejidad frente esa criatura extraña que resulta ser nada menos que el que yace a nuestro lado. La película traza el mapa nocturno de una pareja en crisis de un modo que no tiene casi antecedentes en el cine argentino reciente. Dos o tres escenas eróticas puntúan el relato y parecen establecer de manera definitiva la confrontación sorda de los protagonistas, arrojados desnudos a una tierra yerma en la que los proyectos íntimos buscan imponerse uno sobre el otro pero que terminan constituyendo, acaso, una condena vuelta de golpe sobre el propio contendiente que cree haber ganado (la mujer se siente arrastrada por su marido a ese destino alejado, pero el hombre triunfante entiende pronto que operó con fuerzas que ahora no sabe del todo cómo manejar). El director describe el sexo como un escenario donde reina una suspensión melancólica, una cesión provisoria de la voluntad desde la cual se emerge sin embargo con una insatisfacción y un encono mayores aun: de ahí que los agonistas regresen al frente de batalla con un impulso nuevo y una ansiedad fortalecida por saber quiénes son para sí mismos y para los demás. Belón filma primeros planos inquietos y se preocupa poco por capturar la amplitud del paisaje que rodea a los protagonistas, como si se tratara en verdad de una emanación nerviosa y en carne viva salida del cerebro de los personajes. Por eso sorprenden y molestan algunos de sus parlamentos, sus bruscos desajustes y defecciones en los que el sentido parece querer imponerse como una condición necesaria del guión para optimizar la legibilidad plena de la película. Por momentos El campo acusa caídas de tensión tremendas: la presencia de una mujer mayor que irrumpe en la casa, perturba al personaje de Dolores Fonzi y ofrece luego instrucciones acerca del carácter inevitable de la vida, refuerza innecesariamente el costado metafórico menos eficaz de la película y diluye en parte la atención con el esbozo poco convincente de una subtrama reparadora. Algo parecido ocurre con el detalle de truculencia inocua de la liebre preñada. Por el contrario en sus mejores escenas, en sus destellos más logrados y genuinos –la secuencia del baile en la fiesta del pueblo que concluye con una caída anunciada desde arriba de un toro mecánico por parte de Fonzi es admirable–, El campo prescinde de subrayados y se dedica en cambio a establecer una especie de terreno minado de inquietud y aspereza. Belón se mete en el juego de la pareja a punto de quebrarse y que amenaza con arrastrar en su temblor y tambaleo todos los signos del mundo circundante. Su deuda con el cine de la disolución progresiva –esa tara moderna, o mejor ese fetiche que acompaña la conciencia y la sensibilidad modernas– es notable, como el de una lección aprendida y asimilada con aplicación. Pero la película se las arregla para disponer de un arsenal propio y particular, un dispensario de energía capaz de maniobrar entre la autonomía y la concesión debida al texto madre. Belón hace una película distintiva en el panorama del cine argentino actual y consigue un triunfo nada desdeñable, a espaldas de la originalidad absoluta pero con la convicción suficiente para imponerse sobre sus deslices con una rara autoridad.
Vergüenza (debería darte) En el fondo de Shame late una historia: la de un hombre hastiado, disconforme, inhabilitado para funcionar dentro de los parámetros estrechos de la vida diaria que el mundo le impone. Probablemente un caso patológico, pero en el que la enfermedad se despliega como una vía de escape posible. Solo que a fin de cuentas no hay escape. En verdad, Shame hereda un pesimismo realista que parece aceptar a regañadientes, con el único fin de ejercer mejor la reconvención moral mediante las piruetas automáticas del guión. En la superficie lustrosa de la película, lo que hay es una disposición incincera de escenas sin mayor hilación ni contundencia, donde el efecto artístico reemplaza al cine por el camino de la presunta belleza fotográfica (el director Steve McQueen se solaza especialmente en las vistas nocturnas de Nueva York), sumada al énfasis dramático del primer plano y al auxilio incesante de la música con cuerdas digitales. En los primeros minutos de Shame, el protagonista se pasea en pelotas delante de cámara, a modo de engañoso adelanto del raid sexual de cotillón que el personaje realiza en la película y preparando quizá al espectador para una sensación de caída y derrota que se acentúa con los comentarios musicales de inspiración clásica y con las morisquetas estólidas del actor que lo encarna. La seguidilla de planos en loop del hombre encerrándose en el baño de su casa parece destinada a remarcar el carácter sin salida de su pasión. Cuando, en una escena lo más ridícula imaginable, capta con la mirada la atención de una chica en el subte, la sigue y termina perdiéndola entre el gentío, un plano lo muestra metiéndose apresuradamente en el baño de la oficina. Shame es una película menos sexual que pajera en el sentido estricto de la expresión. McQueen no se conforma con eso, sin embargo, ese deambular entre placeres furtivos y pasos de seducción truncos con fuerte carga moral encima. A su solitario protagonista le agrega una hermana díscola que está sola en la gran ciudad y que le cae como de regalo en el departamento. No se sabe del todo qué clase de infancia tuvieron juntos en su pueblo natal, pero las invocaciones sentimentales de la chica a alguna clase de sufrimiento pasado le agregan a la historia un toque de psicología al paso. Cuando el tipo la mira cantar en un boliche le cae una lágrima rodando por la mejilla; después sufre como un loco cuando oye sus maniobras sexuales con un amante ocasional, que resulta ser el jefe de él. Shame amaga por un instante con indagar en la relación entre erotismo y poder pero se decanta enseguida por la solemnidad de su proposición inicial, en la que el sexo resulta insuficiente para paliar la soledad y la alineación y se transforma en condena de manera sumaria. McQueen es alguna clase de artista visual antes que director de cine. La increíble falta de timing narrativo, la carencia absoluta de imaginación, la torpeza y la moralina parecen residuos de un cine al que se accede sin curiosidad ni mayor interés que el de destilar de allí un mensaje previamente establecido y legitimado.
En el limbo Aunque pueda parecerlo, una película fuera de moda no es lo mismo que una buena película. Nosotras sin mamá, en principio, resulta una criatura solitaria y sin hogar, que mira de reojo a quienes la rodean, no se sabe si con recelo o franco desprecio. Seguro que con curiosidad no, porque de ser así habría en la película una vibración vital de algún tipo, un gesto que sirviera para evidenciar un mínimo interés por el mundo circundante. Nosotras sin mamá exhibe la promesa de una posible épica íntima que enseguida se desbarranca por falta de contundencia, de auténtica fe en el material que se tiene entre manos. Tres hermanas ya adultas habitan circunstancialmente una casona venida a menos tras el fallecimiento de la madre. La cuestión es vender o no vender. Por un lado la casa es el territorio de la infancia (que acecha fuera de campo, como un fantasma que emite risas y señales de jarana, en forma de unos chicos que tiran bombitas de agua). Pero también parece ser el receptáculo de los sueños rotos, de las aspiraciones incumplidas de una clase media que en el cine argentino suele invitar al grotesco, a la sordidez y a la chabacanería. De esas tres taras, la película se ahorra con cierta gracia las dos últimas pero las suplanta por un tono de nostalgia solapada que acompaña bien a la primera, presentada aquí en su versión moderna, es decir, como si buscara diferenciarse de su original de cuño teatral poniendo el acento exclusivamente en el aspecto físico del asunto: el empleado de la inmobiliaria tiene los pantalones demasiado cortos, y cuando se sienta en una silla inadecuada queda prácticamente a ras del suelo. Su incomodidad manifiesta no tiene ninguna justificación más que la de enrarecer el ambiente, preparándolo para los forcejeos payasescos a los que se entregan luego las mujeres. La menor de las hermanas vomita a cada rato; la mayor saca continuamente una petaca de la cartera y empina el codo a escondidas. Además, como viene de vivir en algún país angloparlante, suelta cada tanto una palabra en inglés fuera de lugar. A la hermana del medio la tienen de blanco preferido los chicos de al lado y se ve obligada a salir al jardín con un paraguas para evitar que la empapen. Para colmo, el cerrajero que interviene fuera de campo hacia el final cecea con pasión. Solo le falta contar un chiste. De esta manera, la película se convierte en un dechado de repeticiones sin sentido, que se salvan de ser portadores de un mensaje pero no pueden evitar la altanería de su propia inconsistencia que se hace pasar por novedad. Nosotras sin mamá no es moderna de ningún modo, pero se cuida todo lo que puede de no parecer televisión con la ayuda del blanco y negro y la ausencia casi absoluta de música. En realidad a lo que más se asemeja es a un ejercicio de cine donde se pone en juego una idea dramática precocida –cómo se enfrentan los personajes con sus propias miedos y miserias al encontrarse en un momento trascendente de sus vidas– para ver de qué manera se tamiza el cliché, se expurga su contenido moral y más o menos se simula una pertenencia a cierta clase de cine que se recibe con beneplácito en festivales. Ni popular ni aristocrática, Nosotras sin mamá habita un limbo sin verdadera nobleza al que una moderada astucia no alcanza en ningún momento a redimir (ni a redefinir) con sus fuegos de artificio de baja intensidad.
Los detectives salvajes En las películas de David Cronenberg siempre parece haber algo así como un albur detectivesco. Las pistas del horror están ahí, se asoman en cuanto uno se adentra en ese territorio insular, aparentemente fuera de contexto que representa su cine; ese plano inclinado donde todo se desliza hasta el fondo con una precipitación feroz, animado por la convicción acaso melancólica de que el tiempo nos corre y de que corremos hacia el miedo como detrás de una revelación o un resto a descubrir de nuestra propia, desanimada humanidad que tiembla, no pocas veces de risa. Las películas de Cronenberg son, dentro del cine contemporáneo –en rigor vienen jugando ese papel desde hace décadas–, una excepción a cuanto las rodea en tanto se presentan como tragedias del cuerpo: hay una dicha particular que baila en el cine del canadiense, un cierto gozo profundo esbozado de refilón, con una exquisita malicia, que consiste en bordear el régimen de los géneros para volver con denuedo siempre al dictamen trágico, al reino del acontecimiento inevitable y de una incertidumbre que amaga ceder conforme avanza el camino del protagonista pero que, en cambio, termina fortaleciéndose prácticamente en cada plano. Qué mejor idea entonces para Cronenberg que una película protagonizada por dos personajes que son especialistas en las variantes desconcertantes del síntoma y precursores célebres en el arte de recolectar detalles, detectar equivalencias y establecer analogías, todo bajo el dominio dudoso de una rigurosidad científica que se ve constantemente asediada, precisamente por culpa de ese carácter pionero: Jung y Freud, de estos dos monstruos se trata (en esta oportunidad Cronenberg dobla la apuesta y en vez de una criatura monstruosa entrega dos), construyen sus carreras celándose, vigilándose mutuamente, mirándose de reojo, sin querer reconocer en el inoportuno espejo las marcas del envilecimiento propio que denuncian para sus adentros en el otro. Lo deforme y peligroso está una vez más no al principio sino más adelante, en algún recodo que solo se intuye como un avatar misterioso de lo que los dos figurones llaman doctoralmente “curación”. Hasta que en un momento, Jung se mira la cara y observa inscripta en el pómulo la cicatriz que en un acto de rebelión le produjo Sabina, su antigua paciente y actual amante, esa presencia de mujer que parece primero un animal y después, digámoslo así, se humaniza. La tragedia, o mejor el melodrama (su variante pedestre olvidada por los dioses), se hace presente en Un método peligroso no con la forma de un golpe certero, una intrusión llegada con acompañamiento de trompetas y de efectos dramáticos, sino como una estría mínima en la escritura, un desvío o anomalía apenas visibles desgranados con desapego y elegancia (esa palabra maldita). Cronenberg evita en todo momento el amaneramiento formal de la pieza de teatro que le da origen a la película, para dotar las secuencias con una especie de rara cadencia hipnótica, a mitad de camino entre la reconstrucción de diseño mimética del pasado, muy en el tono del cine mainstream de tema histórico, y la vocación a veces ostensiblemente falsa de sus planos, como ese fondo donde se dibuja parte de la ciudad de Nueva York, vista desde el barco que lleva por primera vez a los dos contendientes a los Estados Unidos: “Les traíamos la peste”, dice entonces Jung. La frase se asemeja a un disparo hacia el futuro, como un descargo concedido al gusto del espectador que busca reconocer los signos de una historia que le está dirigida de forma preferencial, sentado cómodo en su butaca, como un monarca en este tiempo presente. Pero en verdad esa frase, más que venir a enmendar en off la osadía solitaria de Cronenberg con el alivio engañoso de una defección banal, se encarga de describir en el tono de un desafectado pasado imperfecto lo que ocurre de modo casi inevitable en su cine. “Les traía malas noticias, les traía el horror”, podría decir el director desde el futuro. Pero eso los espectadores hace rato que lo sabemos: ya se trate de cine fantástico, cine de gángsters, biopic o lo que se nos ocurra, detrás del efecto tranquilizador que sus películas consiguen brevemente al coquetear con los géneros hay dinamita lista para explotar.
Maldito policía El guardia al que alude el título patrulla la ruta de un pueblo costero irlandés. Es el pueblo más feo y más triste del mundo. De pronto unos tipos en moto lo pasan a toda velocidad gritando: el plano se queda con el rostro del policía mientras se oyen frenadas y un estropicio de hierros y vidrios rotos. En la siguiente escena el guardia camina impertérrito entre los cuerpos de los accidentados, los revisa, descarta algunas cosas de las que encuentra y se guarda otras. Una de las que prefiere no tirar es un cartón de LSD. El tipo se lo pone enseguida en la boca y hay un insert que dura menos de un segundo de un plano detalle de la pepa, mientras la música sube a todo volumen y vemos la expresión satisfecha del policía: así empieza El guardia. La operación inmediata del director John Michael McDonagh consiste en contrastar las imágenes húmedas y desoladas del paisaje con el accionar de su protagonista. Pero acá hay que descartar rápidamente, por más tentador que resulte, la inclinación de ver en el personaje encarnado por Brendan Gleeson a un Torrente con sangre irlandesa en las venas. El sargento Jerry Boyle, el guardia de marras, no es un perdedor agobiado por el mundo y sus instituciones sino un agonista modestamente atildado, que se relaja a la noche escuchando un disco de vinilo de Chet Baker con un whisky en la mano y que es capaz de ponderar la supremacía de Gogol sobre Dostoievsky. También es un hijo amoroso que se preocupa por su madre anciana y la visita devotamente en el geriátrico. Cuando se tiene que ocupar de un caso de asesinato relacionado con un cargamento de drogas y le asignan un policía negro venido de los Estados Unidos para trabajar en conjunto (en realidad un agente del FBI), los comentarios racistas que el sargento dispara no contienen un gramo de odio ni de sarcasmo, y parecen funcionar en el mismo terreno de ingenuidad e impunidad cósmica que cuando llega a la escena del crimen y le pregunta a un subordinado si revisó la casa para ver si había plata. La película hace gala de una energía arrolladora que resulta menos de las prácticas fascinantes y poco recomendables de su protagonista que del modo en el que se describe con gracia e ironía un mundo desquiciado que se asemeja al nuestro de cada día pero que todo el tiempo parece creado, a la vez, en un barro estrictamente cinematográfico. El conciente artificio de El guardia se expresa en parte en la textura de la música compuesta por el grupo Calexico, que choca constantemente con la composición de la imagen y parece provenir de un improbable western spaghetti filmado en locaciones de Irlanda. Igual que la partitura musical, que recuerda por momentos a la de Joe Strummer para Straight To Hell, de Alex Cox, los cartelones rojos sobre fondo negro de los créditos se parecen también a las de las películas de Cox de los años ochentas, con su violenta morfología que es como una invitación a sumergirse con los dientes apretados en un mundo extraño y de una ferocidad pop. Humildemente, El guardia se muestra dispuesto a lanzar una desafío y un llamado: cómo hacernos partícipes de su humor hierático sin desalentarnos, sin que pasemos por alto el esmero evidente puesto en el andamiaje de la película –eso que en el cine de Alex Cox se percibe como una exhalación, un grito primario cuya esencial nobleza e inteligencia conceptual nos habilitan a la empatía inmediata–; es decir, cómo abrazar su causa y no detenernos en las breves astucias de la película, sus trucos de distanciamiento y sus estocadas manieristas (a lo Kaurismäki pero sin el convite conmovedor del humanismo de izquierda que atraviesa el cine del finlandés). En su debut como director y guionista, McDonagh se muestra como un equilibrista preciso y un ironista capaz de entregar dosis homeopáticas de una comicidad casi sin estridencias, un telón que desciende de a poco pero en forma inexorable, contaminando las escenas y metiéndonos en ellas. El sargento Boyle no es estrictamente desagradable sino más bien un corpachón que va en piloto automático pero un poco a la deriva, incapaz del vislumbrar un horizonte más allá de sus narices. En algún punto sus rutinas son su hogar, el modo en que se preserva de los embates de una vida cuya crueldad la película describe con una especie de cómica resignación. En El guardia, la aventura violenta en la que se ve envuelto el protagonista resulta al final un ejercicio de fuga y también una forma posible de redención.
Historia del pelo Uno va a ver una película de Nicolas Cage a la espera de que se produzca un breve acontecimiento. Con un énfasis que se disfraza de distancia un poco risible siempre nos preguntamos, en secreto, cómo será un nuevo encuentro en la pantalla grande con esos intrigantes apliques capilares suyos, esos afeites que son una de sus marcas de fábrica más conmovedoramente perdurables y que constituyen, al mismo tiempo, una cosmética y una poética: el pelo de Nicolas Cage –título para un tango chusco– es un modo de estar en el mundo, de mirar el horizonte, a la altura de esos ojos que se escapan de las órbitas, de sus tics faciales y de sus cachetes de perro viejo que todavía quiere ladrar y a veces ladra. Después, enseguida se ve que no hay mayor misterio allí, que el pelo es más o menos siempre igual a sí mismo: de un modo banal, la expectativa se diluye en la rutina y la repetición, y aquello que esperábamos, esa promesa de un modesto jolgorio, puede variar brevemente en el largo o cada tanto en el color, pero sigue siendo Nicolas Cage en un ciento por ciento: el hombre del pelo raro al viento. Casi se podría decir que Ghost Rider: Espíritu de venganza es una película sin actores (un sueño seductor pero que aquí se malogra). No importa la cara llena de letras del reaparecido Christopher Lambert que está presente en un par de escenas, ni la de esa chica tan bonita de ojos azules, o la de su hijo adolescente, obligado de por vida a soportar el peso del mundo. Menos relevante todavía es ese pobre diablo que resulta que es el Diablo, que tiene pinta de oficinista después de que le tocó un burn out y lleva para todos lados un par de esbirros de opereta que tampoco importan nada. Es decir que los actores están pero pasan sin pena ni gloria por los planos, básicamente porque sus personajes no tienen distinción alguna, como si fueran una comparsa apenas necesaria para rodear brevemente al protagonista. Además uno, a fin de cuentas, si se interna en una tontería mayúscula como Ghost Rider es con el propósito de ver qué hace Nicolas Cage con el bodrio de turno. Algunos meses atrás celebrábamos con prudencia sus bailoteos desesperados en Fuera de la ley, un thriller bastante rutinario al que el actor le sacaba filo con una pasión que es solo suya mediante su repertorio impenitente de caras, de risas mitad malévolas, mitad tristes, de sonrisas torcidas y de ese agobio titánico que el tipo parece llevar encima desde la cuna como si fuera un traje. Acá hay algo de todo eso pero el departamento de efectos especiales truchos le quita espacio a Cage, porque cada vez que se transforma en el jinete fantasma del título, montado en su moto toda chamuscada, lo que vemos en realidad no es más que un esqueleto digital con voz de ultratumba y campera de cuero con gotitas de aceite que hierven (detalle simpático). Es decir, Ghost Rider es una de Cage con muy poco de Cage. Los arranques de esoterismo vagamente cristiano que pretenden modular la película con una tensión de otro mundo se pierden en la insipidez de los diálogos y en la bobería automática de los momentos “serios”. Las torpes escenas de acción, en su mayoría filmadas al modo de las películas malas actuales, o sea como un amasijo de cuerpos parcelados, sin una ubicación precisa en el plano que permita apreciar la violencia como una fuerza sensible capaz de conmovernos, refuerzan el costado más convencional y rutinario de todo el asunto, en el que lo único que parece importar es poner una estrella delante de la cámara para estirar la franquicia sin que importe lo más mínimo cómo salga. Me dicen que el rótulo de Marvel Knights que se ve al principio de la película se refiere a una especie de subsidiaria dentro de la firma mayor Marvel que produce cosas con un supuesto espíritu trash, como si se tratara del lado salvaje de la casa matriz. La verdad es que cuesta asociar una película tan poco audaz y tan descaradamente reconciliada con el estado más industrial del cine contemporáneo con el concepto de lo trash. Pero quizá el persistente equívoco de relacionar el término no con algo libre y subversivo sino con algo de baja calidad y hecho a las apuradas tenga mucho que ver.
Estado de Santa Catarina Solo por dinero resulta ser un objeto prácticamente insignificante que a los pocos minutos de estar mirándolo es capaz de despertarnos algo parecido a un amor secreto. La protagonista excluyente de la película y del sortilegio se llama Katherine Heigl, la chica de Ligeramente embarazada y de alguna que otra comedieta posterior que mejor olvidar. En esta oportunidad le toca hacer de chica en problemas serios, más que nada porque no tiene trabajo en estos Estados Unidos de crisis y vive en uno de esos sucuchos adorables que en el cine norteamericano vienen a significar que el personaje se desliza en picada hacia abajo en la escala social. El tópico se trata levemente, porque esto no es una comedia con mensaje social, pero le sirve a la película para describir un ambiente donde casi todo el mundo trabaja de algo que en realidad es una pantalla para alguna actividad ilegal (más que nada el tráfico de drogas duras). Katherine Heigl es una mujerona de simpática cara redonda con un cuerpo definitivamente festivo, una celebración de curvas que parece evolucionar como tal en cada película en la que interviene. Acá su personaje se encuentra con que no tiene plata y la fortuna hace que caiga de casualidad en una oficina para reemplazar a un cazador de recompensas. Pronto se da cuenta junto con el espectador de que la cosa no tiene el menor glamour, sino que apenas es un oficio más, solo que tal vez con un grado de peligrosidad mayor que el resto. En Asesinos con estilo (o mejor Killers) demostró que podía empuñar un arma como nadie, hacer balancear su feminidad y jugar críticamente con la imagen de la chica que ingresa en un mundo presuntamente sofisticado, tan lejos de la rutina burguesa a la que parecía destinada, con casa enorme, maridito legal y niño en brazos incluido. Todo por dinero es como el despertar resacoso del personaje de Killers, el pasaje a los tumbos y con el vestido rasgado del barrio privado al barrio de inmigrantes y a los trabajos de mala muerte, al encuentro cara a cara con tipos feos, sucios y malos. La rápida afición por las armas de fuego y la destreza para usarlas como es debido parece que le vinieran también de allí, como un gusto adquirido que pasa de una película a otra y se resignifica en este nuevo mundo de malandras y de una decadencia que se percibe con filosofía resignada y tal vez un poco tristona. Solo por dinero tiene enseguida la pinta de ser una anomalía, un bibelot que toma vida y se escapa de la repisa destinada a los recuerdos que se vuelven ligeramente venerables, no en virtud de su excelencia sino, por el contrario, de su carácter inferior y berreta. Por momentos podría ser también un telefilme, o una película que gracias al efecto de la repetición en los canales de aire se vuelve familiar, es decir televisiva. Vista en una pantalla grande, sin embargo, Solo por dinero alcanza una extraña densidad porque se las arregla para lucir extravagante y amable al mismo tiempo, como si acabara de llegar de los años ochentas por ejemplo, y está siempre animada por una convicción que parece surgida de otro mundo. Sus chisporroteos de humor son los de una comedia desaliñada, a veces ingenua e incluso un poco tonta; sus escenas de acción física pueden parecer algo torpes y poco espontáneas. Y sin embargo, sus rasgos de nobleza terminan siendo notables, un sentimiento que se impone acompañando la carta de triunfo representada en su actriz: la carencia absoluta de cinismo y del menor condimento de sofisticación, sumados a la aparente falta de autoconciencia respecto de sus materiales producen cosas como Solo por dinero, aves raras que llegaron acaso demasiado tarde para decirnos que también se vive de inocencia.
En el nombre del padre A veces, no muy seguido, pasan cosas como estas: aparece una película prácticamente única y nos devuelve, en un solo golpe de mirada, la conciencia de una modernidad posible para el cine argentino, la potencia probable de un horizonte perdido y olvidado. Acaso, también, rechazado, vuelto objeto de escarnio o de burla estéril. La carrera del animal, con un orgullo que no se angosta en sus estallidos de luz blanca, en sus grises desleídos, en sus contrastes violentos entre el trance de diálogos esmeradamente literarios y los rostros llenos de espontaneidad feroz de los actores, viene en parte a restituir, con una fuerza que solo puede surgir de una convicción artística radical, el segmento de libertad y audacia que el Nuevo Cine Argentino se prometió a si mismo y después pareció dejar de lado con una mezcla de resignación y cansancio. Valentín, el personaje principal de la película, duda entre hacerse cargo o no de la fábrica de su padre. La secretaria viene con el edificio y pasa de la intimidad con el padre a la intimidad con el hijo. El graffiti escrito sobre una pared descuidada se encarga de agradecer con una frase lacónica al padre -¿con sinceridad? ¿irónicamente?-, que tiene el mismo nombre que el hijo: como una condena, el universo de La carrera del animal insiste en volcarse una y otra vez sobre sí mismo y arrastrar a sus criaturas en un derrumbe que no termina nunca de concretarse, precisamente porque aquello que lo distingue es la imposibilidad de una conclusión definitiva. La película de Grosso destila una desesperanza terminal que tiene ecos en el Levrero de la época de La máquina de pensar en Gladys o en los futuros animalizados de las primeras novelas de Oliverio Coelho. El director parece esculpir cada secuencia de la película como si fuera un ente autónomo asaltado por la reminiscencia de la secuencia precedente. En una escena absurda, Valentín acepta que le vendan un lote de remeras. No se sabe el precio ni cómo –ni cuándo– tendrá lugar la transacción. Ni siquiera están las remeras a la vista: “Dónde te encuentro”, dice Valentín. “Yo te encuentro a vos”, responde el vendedor. Un rato después en la película, que puede ser una eternidad o un segundo dentro de su particular ritmo interno hecho de desvíos y dilaciones, el tipo le grita a Valentín desde una ventana. Se lleva a cabo la venta y el chico se va de vuelta a casa con una pila de prendas en las que nunca estuvo interesado. La carrera del animal está atravesada a veces por una comicidad lánguida y desesperante que se integra con precisión al universo de la película. Pero hay que hacer la aclaración de que acá el humor no produce alivio alguno. Más bien, se dedica a reforzar con fiereza el tono de tristeza lunar que embarga sus imágenes, como si fuera un sentimiento llegado desde otra galaxia para contribuir de modo socavado a la sensación de fin del mundo que late en cada intersticio de la película. Todo parece estar a la espera en La carrera del animal, la comicidad o la violencia repentinas se deslizan en un tiempo interminable e indeterminado cuya redención parcial depende, quizá, de la decisión de un solo personaje: continuar al padre o ejercer un acto de soberanía capaz de afirmar la propia individualidad. La película propone pistas, arroja signos de un posible cambio de rumbo, pero la sombra del otro Valentín, el padre, extiende su férula sobre todo lo que rodea a los personajes, y cada camino parece reconducir los destinos de todos hacia él. El director entrega algo así como un thriller metafísico, donde que lo que se juega es una idea del cine como el arte de conjurar aquello para lo que no se inventaron las palabras.
Tu corazón se abrirá. Tal vez En Poder sin límites hay algunas escenas que son hermosas de verdad: los tres jóvenes amigos que acaban de adquirir poderes sobrenaturales de casualidad –la cosa es que están paveando en una fiesta y se encuentran, en un terreno cerca de la casa, con un pozo en el que se meten sin ningún motivo y del cual salen como transfigurados, al principio sin darse cuenta– están jugando. En realidad no saben qué hacer con eso que les tocó de repente, esa capacidad nueva que parece venida de otro mundo, así que juegan: se tiran pelotitas los unos a los otros y las hacen detener en el aire antes de que les golpeen la cara, mueven cosas por el aire en el supermercado y las cargan en carritos ajenos; el chico negro del grupo cambia un auto de un lugar al otro del estacionamiento del shopping sin tocarlo, con el único fin de poder observar desde la distancia el desconcierto de la dueña cuando llega con los paquetes (“Sí, señora, esta vez sí que fue el negro”, dice uno de los amigos. Gran chiste). Más tarde se empiezan a elevar varios metros por sobre sus cabezas: como tantas veces, la fantasía realizada del acto de volar en el cine es un momento de intensidad y de regocijo particulares. Pero de pronto, sin ninguna escena de preparación en el medio que muestre de manera rutinaria el progreso, esos chicos aparecen enfundados en atuendos como para soportar una helada y se deslizan con gritos de júbilo a través de un paisaje embriagador de nubes que parecen dibujadas sobre un azul violento. El director debutante Josh Trank parece decidido a desplegar con especial cariño y dedicación la veloz emoción de secuencias como esas, grabándolas también en la cabeza del espectador para que este pueda a su vez atesorarlas, como una cifra oculta personal, un abracadabra de calor y felicidad velados cuya radiante evidencia se expande con discreción por los planos de la primera parte de película. Quizá a modo de contrapunto con la desdicha del personaje central, el más retraído y triste de los amigos. Es que como un reverso de ese ballet del aire y la luz, Poder sin límites presenta con pantallazos oscuros la vida doméstica de Andrew, el nerd que usa su cámara de video como talismán y registra todo lo que se le cruza por delante. La madre se muere de cáncer, desahuciada en su propia cama, y el padre resulta ser una piltrafa humana, desempleado crónico, abusivo y alcohólico que se desquita de su frustración moliendo cada tanto a palos a su hijo. Poder sin límites es un cuento moderno que abreva en imágenes y situaciones ritualizadas para barajar de nuevo las cartas todo lo que se pueda y extraer de allí combinaciones modestamente originales. El director hace gala de un sentido poético genuino en la precisa fluidez de las situaciones de corte fantástico de la película, que se alternan y se integran con el realismo descarnado de las golpizas y de las escenas con la madre moribunda, así como en la descripción de las andanzas de los tres chicos cuya amistad parece doblarse sobre una progresión de malos entendidos, desconfianza mutua y violencia absurda. Andrew está marcado a fuego por sus vivencias cotidianas, y la oscuridad creciente de la película no proviene de un dilema moral convenientemente irresuelto –el clásico “cómo administrar un poder para el que no se está preparado”– sino de un puñado de situaciones primordiales originadas en esa organización dudosa llamada familia. Pero lo notable es que la película rehuye cualquier ostentación de psicología al paso. En cambio, prefiere fluir con serena austeridad y el empuje de una constante vibración secreta que hace temblar los planos con el eco de una adorable banalidad: Andrew no se integra al mundo porque se devora a sí mismo por dentro. El encuentro entre el chico y una dimensión externa que esté más allá de sus dos amigos (las chicas, por ejemplo, a las que mira con recelo y devoción) se da como un estallido, la escenificación en términos de gran espectáculo –con modales de cine catástrofe incluidos en los tramos finales– de un sustrato recóndito e intransferible de dolor. En Poder sin límites el poder no tiene la consistencia de una imposición trágica sino el de una fatalidad sin trascendencia ni destino. La belleza casi incandescente que el director sabe imprimirles a los momentos felices de la película constituye, acaso, el frágil consuelo de un mundo que no guarda esperanzas de ser redimido.
No direction home Debajo del clasicismo desequilibrado de Spielberg –siempre menos una contingencia que un aliento remoto, una invocación subterránea hacia la que sus películas parecen inclinarse, como sobre una cadena de recuerdos en la que los primeros eslabones aparecen desdibujados en relación con la feroz vitalidad contemporánea del capítulo adulto de su cine– lo que parece haber en juego esta vez es una melancolía a escala superior: todo elemento “clásico” luce ostensiblemente falso en Caballo de guerra. Pero ese carácter irreal es cincelado como si se tratara de obtener de allí un brillo de oropel, un evidente fasto destinado a cubrir con un dejo de fábula entrañable lo que hay en el medio. Entre el prólogo que desborda bucolismo, con imágenes de una vida dura que se lleva con sencillez y cósmica resignación –las diferencias de clase y la discreta crueldad de los patrones son tan corrientes y esperables como el cambio de las estaciones–, y el epílogo, que reúne a la familia contra el fondo pintado de un atardecer rojo fuego, como una estampita en technicolor, el director americano parece enmarcar lo que es el núcleo de la película. ¿Y qué hay en el medio de Caballo de guerra? ¿En qué consiste ese centro alrededor del cual se teje un breve melodrama de pérdida, búsqueda y reparación? Lo que se encuentra allí es el absurdo, un caos intransferible de oscuridad y sinrazón. No porque la guerra deba serlo per se, sino porque lo impone en términos estrictamente narrativos la visión aterrorizada de un inocente llamado Joey, nada menos que el caballo del título, que parece operar a modo de proyección sensible de su dueño (un campesino adolescente), un extraño en medio del campo de batalla que observa estupefacto y temeroso lo que ocurre a su alrededor, de la misma manera que el afable mostrenco de E.T. se encargaba en parte de relevar con una mirada externa y virginal las costumbres de la clase media norteamericana de los suburbios. Inglaterra entra en la Primera Guerra Mundial y Joey es destinado a la caballería británica. La separación es dolorosa pero Spielberg, a pesar de las inevitables emanaciones pedagógicas de la música de John Williams, ajusta en esta oportunidad las emociones a un mínimo indispensable. En su primera intervención, el animal es capturado por los alemanes. Los “boches”, en la línea del relato bélico clásico de Hollywood, exhiben un plus de crueldad respecto de sus contrincantes ingleses. Sin embargo el director, con gran habilidad, lo carga a la cuenta del ingreso progresivo de Joey en una espiral ascendente de terror, violencia y extrañamiento. La mayor parte de Caballo de guerra está destinada a un maremágnum de escenas bélicas que corta el aliento: hipnóticos paisajes nocturnos en llamas, de una belleza abstracta, son la coronación luctuosa del hundimiento de la subjetividad en un infierno de imágenes sin sentido, ensimismadas y autosuficientes. Más tarde, cuando su edad lo habilita, el chico consigue ser reclutado y marcha también al frente de guerra. En el momento en el que confluyen el animal y su antiguo dueño en la misma línea de trincheras, el joven se queda ciego al ser alcanzado por el gas enemigo y la película describe, con gracia y fluidez melodramáticas, la naturaleza intercambiable de los dos. Es el caballo el que sigue mirando, sus ojos son también los del chico. Lo que muestra Spielberg es un defasaje atroz, la mirada extraviada sobre un horizonte enloquecido, que arde de miedo y de una desdicha que apenas alcanza a nombrarse: en Caballo de guerra no queda lugar para una improbable épica porque no hay héroes sino, apenas, seres arrancados con brutalidad de su estado de inocencia. Para Spielberg el clasicismo es el hogar. Pero resulta que ya no hay hogar, como no sea de cartón pintado.