La cruzada de los niños La dama de negro es una nueva entrega de la recauchutada marca Hammer. Nadie sabe qué quiere decir ser parte en estos días de la casa Hammer, pero el nombre es capaz ofrecer un simulacro de algo parecido al producto de una calidad quizá no del todo desdeñable. Haciendo honor a lo que parece ser una distinguida perversión inglesa, cuyo linaje esté tal vez originado en Sabotaje, de Alfred Hitchcock, la película presenta una cantidad impensada de niños que mueren en circunstancias terribles. En la primera escena, un puñado de niñas angelicales interrumpe de pronto sus juegos y, de un modo aterradoramente coordinado, se arroja por la ventana, acaso guiado por la presencia espectral de la dama que tiñe el título de negro. Ese suicido absurdo no tiene ni por asomo la fuerza enigmática de la secuencia del principio de The Suicide Club, por ejemplo; esta vez las chicas parecen deslizarse levemente hacia la muerte, como si fueran bailarinas sonámbulas. Si embargo el director aparenta saber cómo establecer un clima de discreta angustia de entrada: enseguida se puede ver que La dama de negro es un modesto, casi silencioso productor de miedo; un artefacto aceitado con esmero que avanza con sigilo y discreción, a puros golpes de susto pertenecientes a la vieja escuela. Sin mucho esfuerzo, la película acepta ser leída como una proyección atormentada del miedo de los adultos a la muerte de sus hijos. Una madre pierde a su niño y el dolor se apodera de tal manera de ella que la pobre mujer decide terminar con su vida colgándose de una viga. Su fantasma es ahora una señora de luto perpetuo que ronda a los chicos del pueblo, vigilándolos y acechándolos con malevolencia en cada rincón. Cuando de pronto alguien advierte su presencia, se anuncia la muerte violenta de alguno de esos chicos. Como se ha dicho, La dama de negro hace gala de un terror a la antigua. Y lo hace bien. Si después del impacto inicial se establece la relación del protagonista con su entorno de modo bastante rutinario y con una buena dosis de palabrerío –el recién llegado recibe enseguida la hostilidad de los habitantes del lugar, al que llega para ocuparse de un asunto inmobiliario–, la película se dedica, de a poco, animada por una convicción que no por mecánica resulta menos conmovedora, al despliegue de una sucesión intermitente de gestos artesanales destinados a aterrorizar al espectador: caras que se aparecen de manera abrupta mirando a través de una ventana; figuras que se agitan misteriosamente en el fondo del plano; manos que se estampan sobre un vidrio. Como en una progresión maniática, la trama suma al espectro doliente de la mujer los de los niños muertos que regresan, también ellos errantes y sin paz, para cobrarse víctimas que pasan, a su vez, a integrar un ejército grotesco de almas perdidas sedientas de venganza. Con modestia y dedicación, La dama de negro reconstruye el espíritu paranoico de una pequeña sociedad en la Inglaterra de principios del siglo veinte en la que los vivos y los muertos se encuentran unidos por un hilo invisible de angustia. El pesimismo del final postula el carácter imperturbable de ese círculo maldito de desdicha a la vez que parece terminar de establecer la tensa vecindad entre realidad y superstición.
Ante el dolor de los demás Hay algo que me resulta completamente irresistible en la última película de Alexander Payne y que aparece casi desde el vamos, acompañando ya el segundo plano de Los descendientes. El primero de los planos que vemos es una secuencia en sí misma, la imagen de una mujer con la cara al viento y expuesta a la velocidad y a las gotas del agua de mar. A los pocos segundos queda claro que la fuerza retrospectiva de la toma precedente reside en que la mujer está ahora en coma, postrada en una cama de hospital: “Hawai es como cualquier otro lado, hay tránsito, hay sufrimiento, hay inconvenientes de toda clase. Yo, por ejemplo, estos días estoy todo el tiempo lidiando con sondas, tubos y enfermeras” anuncia más o menos la voz en off de George Clooney, que encarna al protagonista de la película cuya esposa acaba de sufrir un accidente terrible. Esa voz es igual, pero igual, a la de Lou Reed cuando charla sobre el fondo eléctrico de alguna de sus canciones. El ritmo es el mismo; su intención y sus vaivenes, en los que se advierte la carga sólida de distanciamiento, aprehensión, dolor soterrado e ironía cósmica, podrían ser también los mismos que Reed hereda en parte de algunas páginas selectas de la novela negra y vuelca en su música. Como en el disco Magic & Loss, por caso, un estudio cantado con estatura de semiclásico sobre la pérdida y sobre el estupor que nos embarga a los vivos frente a la desaparición de nuestros semejantes cercanos –pero sin sus repentinos bajones de autoindulgencia rockera, en los que el espíritu de tánatos es a menudo una prolongación básica y automática del sonido de la guitarra eléctrica–, Los descendientes empieza como un golpe magnífico, actuando relajadamente pero sin concesiones sobre el espectador para sumergirlo sin que se dé cuenta en ese clima de angustia desapegada que constituye un elemento importante en el cine de Payne. La película resulta un drama pausado y elusivo, sutilmente engalanado con delicados brotes de humor que revelan una vocación por la comedia ejercida también en sordina. George Clooney juega su mejor veta humorística como padre de una chica de diez años y de otra adolescente, dos criaturas rebeldes y extrovertidas en plena guerra con las circunstancias difíciles que les tocan en suerte. Hay algo amargo y a la vez desesperadamente cómico en el modo que Clooney –que ya recibió la noticia de que su mujer se encuentra en una situación irreversible y solo es cuestión de que se decida cuándo desconectarla del respirador que la mantiene en estado vegetativo– marcha con su hija menor a la rastra para buscar a la mayor y se la encuentra de juerga en la playa. “Fuck mum!”, le contesta la chica cuando el padre le dice que vino por ella porque su madre la necesita. Los descendientes también es una comedia iluminada por dentro con el dejo de un dolor indecible, una fuerza dramática que se expande sigilosamente por su interior y le otorga ese aire tan característico en algunas películas de Payne, en especial La elección y Las confesiones del Sr. Schmidt, en las que una corriente secreta de sufrimiento no asumido se dedica a horadar la estabilidad emocional de los personajes y a conducirlos hacia un inesperado agujero negro con ribetes de tragedia absurda. El director parece sin embargo no estar preocupado por los aspectos más decididamente dramáticos de la historia que tiene entre manos. Los descendientes se despliega de manera relajada y sorpresiva en dos o tres tramas que aparentan fluir una sobre otra –la infidelidad de la mujer en coma por un lado y el asunto inmobiliario por otro, a las que se podría sumar, como una línea única, las relaciones familiares complicadas planteadas desde el comienzo: del personaje de Clooney con sus hijas, pero también con su suegro– y que en el ritmo interno de la película constituyen una serie de movimientos de deriva y concentración alternadas que se ejecutan como de casualidad y animados por una tensión invisible: a pesar de su evidente núcleo de desdicha, Los descendientes parece por momentos un objeto colorido, que se disgrega y flota ligeramente y termina envolviendo en un mismo impulso común de afecto y serenidad a todos sus personajes. Parte de la pudorosa artesanía de Payne es la de dotar al conjunto de una emoción genuina y reconocible sin perder nunca de vista del todo el trazo de contenida tristeza que recorre de punta a punta la película. Cuando Clooney se mide por primera vez con el noviecito de su hija adolescente que se está quedando en la casa familiar para contener a la chica, la película alcanza uno de sus picos máximos de comedia agridulce. El chico le describe sus destrezas en el arte de la cocina y menciona como al pasar la muerte prematura de su padre. El encuadre democrático de Payne releva a Clooney de la responsabilidad de sostener el peso de la escena y consigue de paso una cosa fundamental, que es mostrar cómo el chico se transforma y se inviste de una insospechada riqueza y complejidad ante la mirada del hombre al mismo tiempo que lo hace delante del espectador. Pero además, como un elemento extra de su ostensible devoción por situar adecuadamente a los personajes en un contexto coherente y verosímil, Payne le quita todo el lastre de tarjeta postal al Hawai de su película y se conduce con una sensibilidad creíble y gentil que hace que la belleza no impostada de las locaciones se integre con gracia y pertinencia a la acción y al desempeño de los actores. En algún punto, Los descendientes podría ser considerada también como un recorrido de las figuras por el paisaje. Hay una contundente sensación de comedia física en el trote inesperado de Clooney cuando se acaba de enterar de que es cornudo, en los recurrentes vagabundeos en auto de la familia o en las grotescas escaramuzas y pequeños actos de espionaje delante de la casa del marido infiel que tuvo una aventura con la mujer que yace ahora en su lecho de muerte. También, el notable puñado de canciones folklóricas hawaianas auténticas que puntúan el relato (no hay prácticamente otra música en la película que la de esas canciones), entre las que se destacan algunas del extraordinario Gabbi Pahinui, parece otro de los gestos de delicadeza y distinción con los que el director se empeña en apartarse de los repetidos usos turísticos de Hawai, que en Los descendientes tiene toda la pinta de ser un paraíso tan paradójico como poco probable.
Hoover a contraluz Clint Eastwood se hace más viejo y más pesado. Pero la pesadez, acá, no es una cualidad necesariamente indigna. Lo pesado en Eastwood es un color y un tono anímico, una disposición del espíritu que parece moldear el modo en que los personajes transitan el mundo. En El sustituto es el andar consumido por la tristeza de Angelina Jolie; esa mujer convertida en espectro que se niega a abandonar del todo la vida. O el del propio Eastwood como figura principal de Gran Torino: atónita, tambaleante, enfrentada al misterio de un universo que se vuelve excesivo a su alrededor y también a la cercanía de la propia desaparición física. Incluso el personaje de Mat Damon en Más allá de la vida –pese a lo que podría suponerse, y a sus picos de agobio y desesperanza, una película bastante más aireada y luminosa que las otras– exhibe en los hombros un aire de tragedia terrible, que lo empuja contra el mundo menos como un destino esperable que como una condena. De un modo análogo pero distinto, Hoover, el protagonista de la última película de Eastwood, es una presencia que le impone al plano una carga particular y extraña de solidez y contundencia, con su cuerpo aferrado a las cosas pero a la vez misterioso y esquivo. El director americano cuenta esta vez la historia del creador del FBI tal cual se lo conoce hasta hoy y aprovecha para establecer la ambigüedad del estatuto de verdad de todo hecho histórico, un poco como lo hiciera en la menosprecida La conquista del honor. Un Hoover viejo contrata a un periodista para narrar su vida en primera persona y dejar asentado el papel preponderante que le tocó desempeñar en la vida de los Estados Unidos durante una buena parte del siglo veinte. La película fluctúa entre el presente y el pasado a una velocidad impresionante: la imágenes ostensiblemente oscuras parecen atropellarse, volcarse unas sobre otras como si el tiempo no alcanzara, fundirse una sobre la siguiente en un ejercicio notable de lo que parece una carrera palmo a palmo contra el olvido y la muerte. Al mismo tiempo, las marcas grotescas del maquillaje con el que se caracteriza a los personajes en su vejez sitúan casi todo el tiempo la película en un “más allá de la vida”, un desfile teatral de la historia que parece rendirle un culto secreto a la ficción y al artificio con el que las narraciones se tuercen y se doblan en pos de una verdad que no es histórica sino en última instancia plástica y personal. A menudo incluso se lo ve a Hoover irrumpir en el plano, tomar por asalto la escena y apropiarse de su sentido definitivo, aquel que la anécdota registra y la historia fija, como cuando en la detención del asesino del niño de la familia Lindbergh aparta al agente de policía de un empujón e impone la voz de mando sobre el detenido. Para Eastwood, J. Edgar Hoover es una criatura en esencia maniática, un emprendedor desaforado cuya megalomanía lo coloca a la altura de otros pioneros contemporáneos: Charles Lindbergh sin ir más lejos, el rico y célebre campeón de la aviación norteamericana que en la película es un ser esquivo y reticente, que participa en poquísimas escenas y es definido apenas mediante un par de pinceladas, parece constituirse en la contrafigura fantasmal de Hoover, el que le niega el saludo y el reconocimiento y recibe con desdén la participación del funcionario en el esclarecimiento de la muerte de su hijo. El accionar de Hoover responde en la visión de Eastwood al deseo voraz de ser reconocido, principalmente por su madre pero no solo por ella. Y es que como pocas veces el director hace hincapié en ciertos aspectos psicologistas de sus personajes. En esa dirección, la relación secreta que Hoover mantiene con su subordinado Clyde Tolson durante décadas contribuye de manera un poco tosca a realzar el contraste entre su vida pública, su declarada probidad moral y su rectitud conservadora, y los flancos inconfesables de su vida personal. Si bien esta sorprendente inclinación de Eastwood constituye un aspecto lateral en la película, el director no se priva de algunos subrayados innecesarios que de pronto estrangulan el relato quitándole parte de la concisión y fluidez que son características de su cine. Lo que se nota también por momentos en este Eastwood penumbroso y veloz es una invisibilidad mayor del estilo a favor de la preponderancia del tema. El breve y notable paneo del comienzo de Más allá de la vida (su película inmediatamente anterior), que capta un paisaje feliz y colorido de vacaciones e introduce en el mismo movimiento a uno de los protagonistas, prepara sigilosamente al espectador para el drama de un modo que se echa de menos en J. Edgar. Aquí, en cambio, todo está imbuido de una velocidad frenética más acorde con el protocolo de un cine industrial contemporáneo que carece de rasgos autorales discernibles –el ritmo y la duración de los planos podrían ser los mismos de Red social o de las dos últimas Misión imposible, por ejemplo. Muchas de las escenas parecen jugarse en un terreno que bordea la parodia o exprimen sus contornos para obtener brillantes retazos de una intensidad –notoriamente en la secuencia de la discusión entre Hoover y Tolson, que empieza con recriminaciones a los gritos y termina en una lucha cuerpo a cuerpo– que puede oscilar entre la risa distanciada y la emoción genuina del melodrama. La caracterización decididamente oscura del personaje y la declinación de una marca de estilo reconocible parecen obedecer a la idea de que no se trata tanto de retratar a un ser humano sino de hacer la radiografía de un sentimiento colectivo que atraviesa la historia norteamericana desde el principio del siglo veinte hasta nuestros días. Pero para ello Eastwood no diseña un fantasma sino una criatura maciza y prepotente (incluso Leonardo DiCaprio parece mucho más alto de lo que en realidad es) recargada de maquillaje que no alcanza a guiarnos en la sucesión de imágenes que constituyen la película sino que se hunde en ellas y nos arrastra consigo.
Muerte y resurrección Domingo de Ramos empieza con un tono seco y conciso que más o menos parece hacer honor a su tema con alguna contundencia. Casi enseguida, sin embargo, una alarma en forma de interrogante se enciende en la cabeza del espectador: un policial hecho en nuestro país, ¿tiene obligatoriamente que tener elementos grotescos? El director Glusman muestra pronto su estrategia encontrando retazos autóctonos en un terreno suficientemente calibrado y codificado por la literatura y el cine norteamericanos. Si la velocidad en los primeros tramos de la película está controlada (acaso demasiado controlada), conforme se pasa relevo a los distintos personajes y se describe la realidad del pueblo en el que acaba de encontrarse un cadáver, de a poco la sucesión de flashbacks, el despliegue de información incongruente destinada a enmarañar la trama y la subida progresiva de tensión en el registro de los actores (más que nada se ponen a sobreactuar como locos), todo ello parece encaminarse hacia lo que termina siendo la marca distintiva de Domingo de Ramos y que se podría denominar “el factor criollo”de la película. Una cruza de cosas disímiles, un engendro acaso tan secretamente seductor en el concepto como descorazonador en los hechos: Glusman hace una historia de detectives chata, que se presenta al principio con ciertos aires marcianos, cuyo improbable suspenso se disuelve de inmediato en el manierismo dramático y en la nula cohesión interna de los elementos formales de la película. Los saltos hacia atrás y adelante de la narración en el tiempo establecen un galimatías poco menos que irreductible que no encuentra compensación alguna en la escasa composición de los personajes ni en el tranco enervante del guión. De pronto, Domingo de Ramos podría ser una oportunidad de film noir desaprovechada tanto como un derivado del teatro pasado por la televisión, con su amalgama insincera de humor chusco, sabor local y emoción predigerida, como en cierto viejo y malo cine argentino. El director es muy audaz y falla en el intento de crear un policial salido de cauce o calcula por demás, juega con demasiadas variables y se ve sobrepasado por una íntima falta de convicción al hacer la mezcla. Tal vez ninguna de las dos cosas: por ahora, se dedica a resucitar una porción del cine argentino que parecía venturosamente olvidada. Ese resto que se creía desterrado sobrevuela espectralmente la película y al final se apodera de ella, como un recordatorio de que el mal siempre está al acecho.
Elije tu propia aventura Tintín ofrece un trazo ligero y feliz, la gracia aérea de los personajes anega la pantalla y lleva la filosofía de la comedía física casi a un grado de abstracción, una danza implacable de movimiento y destreza continuos, siempre a unos cuantos metros del suelo, que parece originarse en una dimensión paralela a la nuestra. Nunca vi ni de cerca un ejemplar de la historieta del belga Hergé protagonizada por Tintín y su perrito Milou pero la película es cosa seria: Tintín es un joven que se apasiona por la réplica de un barco que se exhibe en un puesto de la calle y se lo lleva a su casa sin sospechar que la miniatura guarda un secreto, un trozo de papel enrollado en un cilindro metido dentro del palo mayor. En realidad la promesa de aventuras estaba ya prefigurada en el barco mismo, con su breve unicornio tallado en la proa y su carácter evocador de mares embravecidos y capitanes proverbialmente dados a la bebida. La película despliega con sobriedad y precisión dos capas mediante las que se espía el pasado, que a su vez espía un pasado más lejano aún. En este presente de Tintín hay un simpático carterista sin glamour alguno, que interviene de modo lateral en la trama, pero el verdadero pasaporte al drama y al misterio es el viejo barco de juguete, que anticipa uno de verdad, lleno de peligros y que conduce también al relato legendario de un barco anterior. La película propone la supervivencia de antiguas maravillas en el recodo menos esperable del tiempo presente y postula la infancia del siglo veinte como el terreno donde esa energía conservaba todavía una buena parte de su esplendor y andaba por ahí suelta, a la espera de que alguien se montara en ella con el solo objeto, en el fondo, de dejarse llevar. Para el director Steven Spielberg, Tintín es el antecedente del profesor retirado Indiana Jones. La época que le toca a este Tintín del cine está marcada en la superficie por la previsibilidad y la corrección moral. El humilde pickpocket que hace su aparición en el primer minuto de película no tiene maldad ni misterio algunos, en verdad es un señor más o menos respetable que sufre de cleptomanía y que se explica entre sollozos ante los despistados agentes del orden que no acaban nunca de entender qué pasa. Estos voluminosos funcionarios son parte del paisaje corriente y parecen operar, también, en el nivel de las cosas ordinarias y pedestres. Solo su graciosa torpeza y su infinita desconexión con cualquier forma de la eficiencia en el cumplimiento de sus tareas los redime del quehacer melancólico que les impone su profesión. Para adentrarse en lo desconocido y así encontrar una forma rara de la felicidad hay que estar un poco al margen de la ley y sus preceptos, aunque sea ignorándolos por omisión. Es que la asumida intangibilidad de la película, su naturaleza grácil de contradanza delirante y festiva que gira de continente en continente, parece rechazar todo impulso de lección de civismo en pos de la aventura como una de las formas más radicales de la libertad. Tintín es una criatura cartesiana que cada tanto se olvida de pensar y se abandona a la suerte. Pese a su natural talante detectivesco y deductivo, muchas veces es la casualidad la que lo saca del brete, así como se permite no desdeñar la aplicación de una trompada en el momento justo ni le tiembla el pulso a la hora de empuñar una pistola automática o de manejar un avión en medio de una tormenta espantosa. El mundo que habita Tintín y sus coprotagonistas es un mundo en el que todo postulado especulativo puede encontrar su refutación en el rodar de la fortuna, la velocidad de las cosas que ofrece aristas donde gobierna el vértigo y que hay que saber acompañar para no ser devorados por el agujero negro que constituye la existencia: Tintín es una modesta fábula sobre la alegría violenta de vivir.
Norberto, como si nada hubiera sucedido Siempre resulta poco grato ver escenas de una obra de teatro adentro de una película. Da la sensación de que en esos momentos el cine se achatara, bajara la cabeza y se volviera culposo a favor de una actividad con mayor prestigio social, como si un arte no pudiera contener al otro sin rendirle una pleitesía automática. Pero mucho peor todavía es encontrarse con una película donde se muestran ensayos de una obra de teatro. Norberto apenas tarde tiene un poco de las dos cosas. O parece que las tuviera, porque el centro de la película con la que Daniel Hendler debuta en la dirección es un tipo que sale del pozo cuando decide inscribirse en un curso de teatro. La película describe el itinerario emocional de su protagonista desde su condición de apocado y oscuro empleado en una inmobiliaria de la ciudad de Montevideo hasta su inopinada conversión en actor de teatro vocacional igual de oscuro que antes. Hendler deja claro que la clave para Norberto es el reto que representa para él ese mundo nuevo del teatro en el que está incursionando, esta terra incognita a la que accede husmeando como un animal perdido y que termina proporcionándole el kit de anticuerpos para más o menos desenvolverse en la vida pertrechado con una razonable dignidad. Un cierto espíritu redentor sobrevuela todo el tiempo las imágenes neutras de Hendler, sus tonos ligeramente apagados, casi inertes (melancolía es una palabra demasiado grande para describirlas). Es decir, la película se cuida bien del menor énfasis a la hora de establecer el halo de grisura cósmica que rodea al protagonista –esto incluye a modo de concesión pequeños gags que se repiten o dilatan interminablemente, como la alarma del auto que suena a su antojo o el examen de esperma-, pero el caso es que no puede evitar los ribetes beatíficos que se desprenden de la nueva actividad del personaje. Por el teatro, Norberto aguanta imperturbable el abandono de su esposa, le deja de repente el departamento, renuncia al trabajo y, básicamente, comparte horas de su vida con una pandilla con la que por fin parece tener algo en común, esas chicas y muchachos sin excepción menores que él a los que se dirige llamándoles “chiquilines” (en lo que aparenta ser un simpático modismo uruguayo); pero, principalmente, deja de mentir y de inventar excusas para no tomar decisiones. La idea evidente es que el arte de la actuación le permite mostrarse ante el mundo tal cual es. De hecho, después de una exitosa función para invitados, el grupo de actores se va de festejo a un bar y Norberto termina borracho bailando un striptease arriba de una mesa para algarabía de todo el mundo. Sin embargo, esa escena no termina de constituir un momento auténticamente alegre. Hendler parece creer en el estatuto superior del teatro pero su personaje acaso resulte demasiado poco para hacerse transformar del todo por sus declaradas cualidades de excelencia. La última imagen lo encuentra en la soledad de un departamento vacío: Norberto está en una especie de tiempo indefinido, ya que el plano es poco explícito acerca de su situación y podría tanto augurar un futuro promisorio como señalar un presente desolador: Norberto apenas tarde no consigue en el final redimir cabalmente a su protagonista y esa ambigüedad esencial tal vez sea el principal atractivo de esta modesta y extraña película.
El rock es mi forma de ser El signo distintivo del director Cameron Crowe es el rock. Esa palabra figura de manera destacada en su escudo de armas, la lleva pegada en el pecho para que el mundo sepa, de un solo golpe, con qué bueyes ara el hombre. A veces, en su cine el rock es una contraseña y una marca genética, como el plano de Vanilla Sky que se congela y termina calcando la tapa del disco The Freewheelin´ Bob Dylan; o la frase “does anybody remember laughter?” que alguien grita al pasar en Casi famosos, sacada del disco en vivo de Led Zeppelin The Song Remains The Same. En muchas ocasiones resulta ser el modo en el que sus protagonistas se paran frente a lo que los rodea y se protegen y preservan del miedo y el dolor: “Guau, así que te pusieron Dylan por Bob Dylan”, le dice una chica deslumbrada al chico más introvertido y más visiblemente desprotegido de la familia que acaba de mudarse al pueblo, nada menos que para comprar un zoológico a punto de ser rematado. Después resulta ser mentira, pero que en el siglo veintiuno un adolescente quiera impresionar a una chica de doce o trece años diciéndole que su nombre viene de Bob Dylan lamentablemente solo suena creíble en el entrañable contexto cultural de las películas de Crowe. Cameron Crowe es un realizador bastante vulgar que encuentra siempre un instante de gracia particular uniendo con inusual precisión el encuadre con el comentario musical. Sus guiones pueden exhibir una escritura deshilachada y poco convincente; sus actores no siempre dan la talla y a menudo sus historias se ven amenazadas por una sombra de sensiblería y flojera. Sin embargo, la fuerza genuina del elemento más o menos autobiográfico consigue imponerse en sus mejores películas con una autoridad y una categoría de raro esplendor. El plano que en Casi famosos se acerca en ralenti al rostro de Patrick Fugit, mientras un delicioso puñado de ociosas groupies adolescentes bailotea a su alrededor con la intención declarada de arrojarse sobre él para desvirgarlo, podría ser un buen ejemplo de cierta cualidad empática que el director sabe encontrar para describir un universo de manera sintética y emocionalmente coherente. El chico ingresa en el mundo adulto y se enfrenta a su complejidad; el chico encuentra una familia propia, las chicas están casi siempre solas, dobladas bajo un aburrimiento y una insatisfacción que constituyen la cara menos glamorosa del rock como montaje del mundo del espectáculo. Crowe suele hacer movimientos parecidos para indicar que algún personaje siente que atraviesa un momento definitivo en su vida, y su cine tiene muchos de esos momentos, como si sus películas fueran a veces una sucesión de escenas en apariencia sin mayor importancia pero que preparan silenciosamente al espectador para hacerlo compartir con los protagonistas esas especies de tomas de conciencia cruciales. En Un zoológico en casa se trata, como tantas veces en sus películas, de dejar una vida atrás para empezar otra, entrar en una dimensión diferente en la que las heridas apenas restañadas siguen repiqueteando como imágenes que tiemblan, ecos secretos que se esparcen por el ánimo de los personajes moldeando de algún modo sus conductas. Un joven periodista acaba de perder a su mujer y decide partir con sus dos hijos del pueblo donde han pasado toda su vida en común y en el que cada rincón le trae un recuerdo de la esposa desaparecida. El hombre compra una propiedad enorme a un precio misteriosamente conveniente que al final resulta ser un zoológico venido abajo, con animales y todo. El padre y la niña pequeña rebalsan de entusiasmo pero el chico adolescente no las tiene todas consigo. El estupor y la tristeza implacable del personaje parecen retomar parte del aire autobiográfico de Casi famosos, incluyendo un atisbo de romance en el que la mujer es más sabia y con mayor iniciativa que el varón. La presencia en un papel lateral del actor Patrick Fugit, del que prácticamente no se sabía nada desde aquella película, viene a reforzar ese leve rasgo de familia. Algunas aperturas de las películas del director anuncian una fluidez y una fuerza que después no se cumplen del todo, y cierta porción importante de su cine resulta por momentos una descorazonadora seguidilla de promesas truncas, como en Todo sucede en Elizabethtown, donde solo la perfecta selección de canciones consigue darle (y no siempre) una estructura emocional potente y cohesionada. En Un zoológico en casa el rockófilo consumado que es Crowe –hay que recordar su pasado como cronista musical en la revista Rolling Stone– disminuye bastante su propensión a meter canciones por todos lados. En cambio, quizá como nunca antes, se dedica a observar bien de cerca el drama de los protagonistas, se vuelve íntimo en un espacio abierto. Pero no hace un drama sino una comedia tristona, una cosa ligera y aireada que oscila entre la película de familia y la fábula del pionero que debe vencer un obstáculo tras otro para afirmarse como ser humano y conquistar una cierta tranquilidad de espíritu. La conclusión de Crowe es que el dolor nunca queda del todo en el pasado y debe ser integrado y reconducido en el presente. La película trae el costado más ñoño y a la vez más gentil de Crowe, está hecha con los sentimientos a flor de piel y el director debe recurrir a toda su capacidad de maniobra para que las cosas no se descalabren en un arranque de lágrimas y conmiseración. El triunfo sorprendente de Un zoológico en casa consiste en saber disminuir la tensión, administrando la emotividad mediante el acto de intercalar breves toques humorísticos, cortando cada secuencia en el momento justo con la aplicación de un golpe de rock para el comienzo de la siguiente (nótese que Crowe nunca usa una canción para los momentos lacrimógenos y reserva su uso para trasmitir alguna clase de vitalidad, aunque se una vitalidad teñida de un sentimiento melancólico) o deslizándose con infrecuente placidez por planos desbordantes de aire y de luz. En una escena notable, Matt Damon queda cara a cara con un oso peligrosísimo que acaba de escaparse y anda suelto por ahí. Crowe no humaniza al oso pero consigue que las dos figuras se encuentren en un punto común de extraña comprensión y empatía: son dos bestias sorprendidas que se miran en el paisaje agreste, cada una con su química interna desbordada en un rapto de parálisis mutua. Afortunadamente casi nadie se toma muy en serio a Crowe y así él puede montar escenas disparatadas como esa y seguir haciendo con toda tranquilidad estas pequeñas obras llenas de fervor por la cultura popular, que destilan amor y respeto por la vida en general y una sincera preocupación por la suerte de nuestros semejantes.
Tontas canciones de amor Canciones de amor luce ante todo como un gesto de astucia, un esmerado truco de esgrimista bajo cuya violenta elegancia no alcanza a disimularse del todo, como esos formidables haces de luz que en verano insisten en anunciarse detrás de la persiana americana, su carácter eminentemente estratégico. El estatuto de anacronismo viviente de la película de Honoré le provee una coartada irresistible de lectura al tiempo que contribuye a delimitar con alguna precisión los contornos de su ambición: hacer como que se empieza de nuevo, inventarse una frescura y un corazón flamantes, recién salidos de una cinefilia desbocada, pero con la conciencia a flor de piel de que esa empresa ya no es posible. El resultado se ve con un dejo de desconfianza al principio y después con una embriaguez resignada. Los actores Louis Garrel y Clotilde Esme (importados directamente de Les amants reguliers, de Phillipe Garrel, padre del primero) forman una pareja cinematográfica que es heredera directa de la Nouvelle Vague. El director hace cantar a los personajes un pop estandarizado que ya no puede remitir a los musicales venerables de la MGM sino que reenvía a los protagonistas a un universo cuya aparente irrealidad exhibe siempre un sedimento contemporáneo, como un recordatorio a la vez melancólico y ligero de la propia confección de la película, que traza un linaje que ya no puede ser del todo propio y al que se observa como a un pariente misterioso y poco sociable. Los ecos más o menos recientes de Conozco la canción se hacen presentes también, como huellas de un procedimiento que coloca la película en un limbo de imágenes, una zona esencialmente ambigua donde la originalidad cede el paso al intento de restitución laboriosa de un mundo perdido: detrás del tono liviano y de la amabilidad constante de sus planos, Canciones de amor parece guardarse, como si fuera una pasión vergonzante, el regusto agridulce de un réquiem por un cine que no existe más.
Una película de mierda En la mejor comedia del año, me refiero a Damas en guerra, hay una escena llena de salvajismo propia de esos humanistas de la escatología que son los Hermanos Farrelly. En realidad los Hermanos ya no hacen cosas así, y la visión sugerida de varias damas ataviadas de fiesta vomitando y desgraciándose en plena calle de Damas en guerra luce como un exabrupto venido desde otro mundo, más teniendo en cuenta el andamiaje de comicidad melancólica sobre el que está construida la película de Feig/Wiig. En La vida en tiempos difíciles –extraña versión local del más que traducible título original en inglés– no hay ni por asomo una escena parecida. Lo que en Damas en guerra se exterioriza, se vuelve un puño de comedia soez, ajeno por completo a toda elegancia y buenas costumbres y que termina estallando de modo casi literal ante los ojos de los espectadores, en la comedia “independiente” de Todd Solondz, esta película anémica, literaria e ingenuamente provocadora, se guarda para sí, con un pudor programado e inocuo en términos dramáticos. Si la primera representa una de las formas felices de la comedia americana industrial, honesta hasta lo conmovedor en sus intenciones y yerros y transparente en su ejecución laboriosa y esmerada, La vida en tiempos difíciles viene a hablar en nombre de la “comedia de autor” o comedia gourmet. Donde la estrella Kristen Wiig –la espléndida alma mater de Damas en guerra–, en fin, desborda la película en cada plano, la retuerce como un trapo, la doblega con una vitalidad que es más brillante y evidente cuanto más se intuye a sí misma como el reverso de una tristeza que se insinúa detrás de su cara de payasa, en Solondz se trata todo el tiempo de hacer ver la mano del titiritero que dirige este espectáculo vacío: el hacedor, el demiurgo satisfecho de las penurias habladas de sus personajes que organiza el material con método y autoindulgencia, confiado en que la reputación de su película Felicidad lo precede y le otorga, por inercia, un crédito de importancia a esta astuta continuación que es La vida en tiempos difíciles. Se trata prácticamente de dos modelos en pugna, dos modos de lo cómico y de la representación del mundo. Lo notable es que a veces las películas industriales americanas pueden resultar mucho más flexibles y libres que aquellas que vienen con un autor detrás. El cine americano llamado independiente suele no esquivar el dolor, pero en esta oportunidad el apagado desfile de figuras fantasmales, de rostros que rompen en llanto, de perversos redimidos y de suicidas en potencia de Solondz se limita a invocarlo profusamente como si fuera una falla ontológica de lo humano, el modo ineludible en el que sus pobres criaturas teledirigidas se ven obligadas a estar en el mundo. El director juega todas sus cartas al desgarro interno, a una tragedia remota cuyos ecos se encargan de moldear con saña a los protagonistas, pero es incapaz de insuflares algo de vida y no puede evitar hacerlos caer en la reiteración y hasta en la caricatura involuntaria. El humor de Solondz consiste en que sus personajes se confiesen cosas atroces o interpreten al pie de la letra los signos de la convivencia y de la sociabilidad. Esto da lugar a más desesperación y más martirio que el espectador debe interpretar como las formas sublimes y contundentes de una “comedia de la vida”. Sucede que, en realidad, los gestos de entomólogo al paso del director se revelan pronto como pura impostura y acaban perdiéndose en el postulado banal de que toda vida contiene un infierno sin salida. Mientras, las referencias a la voladura de las Torres Gemelas o al terrorismo internacional aluden de modo espurio al mundo circundante y tratan de conectar a los personajes con un malestar de carácter específico. Pero en La vida en tiempos difíciles no hay exterior y por eso el mal se escribe con mayúsculas y no puede describirse visualmente como en las descalabradas desventuras físicas de Damas en guerra. Acá la mierda se queda guardada y se come a los personajes por dentro.
New Orleans se va al diablo. Nosotros nos vamos a bailar Fuera de la ley es uno de esos artefactos poco sofisticados que la industria nos entrega en forma semanal con la misma dedicación que se emplea en la fabricación de un producto cualquiera destinado al consumo rápido y al olvido consiguiente (igual de rápido). El director Roger Donaldson es lo que antes se llamaba un artesano; es decir, un hombre aplicado a su trabajo, que realiza la tarea encomendada con enjundia y concentración, esgrimiendo para ello toda la destreza y habilidad que le hayan sido concedidas. Pero Fuera de la ley también resulta ser una película de Nicolas Cage. Y ya se sabe que ese tipo no descansa nunca. Es un animal enjaulado, siempre con los ojos abiertos y doblado bajo el peso de una condena a cadena perpetua. Una película de Nicolas Cage quiere decir un repertorio impenitente de morisquetas, una pantomima de lucha por la vida, por existir en un cuerpo que no parece jamás estar a gusto del todo con el mundo ni con la mayoría de quienes lo habitan. Si la película es tosca es porque lo sigue a Cage, se mueve a su lado como una sombra, lo acompaña en su carrera solitaria hacia ninguna parte. Así es que no importa demasiado ese hermoso principio donde la cámara reencuadra permanentemente y orbita sobre las caras y los gestos de los personajes, como si buscara un destello, un toque de distinción: Cage y su partenaire January Jones (la de Mad Men, que duele de tan linda) se van a un boliche a tomar cerveza, a jugar al pool, a bailotear como payasos y a reírse mientras se miran llenos el uno del otro y la película amaga con un despliegue de alegría insensata. Pero, en realidad, el trailer anticipaba ya todo el nudo del relato, así que nadie que lo hubiera visto podía ser llamado a engaño: una violación brutal, después la oportunidad de la venganza, más tarde la encerrona –no tanto de la conciencia como de la Ley– y así. Lo cierto es que la película se olvida pronto de ese comienzo tan placentero, pero en su lugar no pone una historia de odio y revancha como se insinuaba en el avance sino algo más amable: el relato del sujeto perdido en un juego que lo excede. Un hombre mata al violador de su esposa. Cage no paga suma alguna, pero queda comprometido de palabra en futuras acciones de una organización que comete asesinatos en nombre de la seguridad de una New Orleans sumida en una ola de violencia y criminalidad. Un buen día se le encarga entonces que despache a alguien. Cage se niega a hacerlo pero lo mata sin querer, de modo que queda dentro del engranaje aun a su pesar. Las cosas se enredan bastante más que eso, y cada secuencia parece diseñada para producir la sensación de un ajuste de tuerca respecto de la anterior, pero no hace falta abundar. Si uno se pierde igual puede seguir adelante tan tranquilo, montado en la emoción desplegada por la pareja de protagonistas. La mujer deja enseguida atrás el trauma del ataque y se dedica a acompañar a su marido, primero con recelo, después con un arma en la mano y disparándoles sin mayor problema a sus perseguidores. Fuera de la ley luce, a fin de cuentas, como un disparate mayúsculo que se sigue con un deleite discreto, sugerido por el hechizo de un guión que suma giros sin cesar pero motorizado en realidad por las corridas de sus dos actores principales: los personajes que encarnan Cage y Jones parece que bailaran, casi sin conciencia y con los cuerpos ateridos de dos sobrevivientes que solo quieren estar uno junto a otro mientras la moral del mundo se desintegra