Las palabras y las cosas El Fontana del título es un Mayor no del todo recordado en la historia argentina de los tiempos de la Conquista. Ya durante los primeros minutos, la película lo muestra como un militar atravesado por una evidente pasión humanista: la visión del cuerpo desnudo de una india estaqueada parece hacer flaquear al hombre de armas que hay en él, que debe rehacerse enseguida para no dar un mal ejemplo delante de sus subordinados. Hace soltar a la mujer, a la que le proporciona ropa y alimentos, pero no titubea cuando más tarde se trata de arrasar una aldea que obstaculiza el paso de la tropa. Los planos cercanos del rostro del actor Guillermo Pfening durante el combate señalan el conflicto ideológico del personaje y los diálogos se encargan de subrayarlo: “Usted no parece un militar sino un naturalista, Mayor”, le dice uno por ahí. La voz en off del protagonista recita por su parte fragmentos extraídos de los diarios de Fontana, que dan cuenta de un berretín literario muy acorde con la época y, de paso, le aportan al personaje el necesario espíritu ilustrado que justifique adecuadamente su condición de hombre que siempre duda. Hasta el mismísimo Lucio Mansilla, lee en una escena el comienzo de un informe redactado por Fontana y elogia calurosamente su prosa. En su segunda mitad, la película encuentra a su protagonista lidiando con la comunidad galesa establecida en el sur argentino. Fontana aprende palabras en galés para ganarse la confianza de la gente y el espectador ve con claridad el esquema donde una situación replica la anterior: Fontana es en realidad un hombre de ciencia vestido con uniforme, se nos remacha, un erudito que hace valer la palabra por sobre la fuerza para conseguir sus objetivos, que no dejan de ser aquellos excelsos de marcar fronteras para afianzar la Nación. Desde el título, la película de Juan Bautista Stagnaro postula la intención que las imágenes se encargan de ilustrar del modo más sumario posible. Al director no parece interesarle la particularidad del personaje sino más bien la excusa que este le brinda para una idea moderna sobre la construcción de la Argentina, esa improbable entelequia que los aborígenes desconocen y los colonos galeses rechazan con recelo. Así y todo, las peripecias de Fontana se siguen como un suspiro por paisajes bellamente escogidos y fotografiados, con sus actores ajustados y el fluir preciso de sus planos, en lo que parece una marca más del carácter rutinario de la película. Las esforzadas piruetas de Pfening, los cielos deslumbrantes y la convincente reconstrucción escenográfica de soldados, indios y galeses están para otra cosa: Fontana, la frontera interior constituye un ejercicio literario de cine en el que la acción física no es nada en sí misma sino que funciona a manera de decorado subrepticiamente melancólico, material sobrante respecto de una idea establecida de antemano a la que el diálogo y la voz en off parecen prestar su verdadera entidad.
Detrás de las paredes Imposibilitados a causa de sus taras y manías de relacionarse con los demás y de circular con libertad por la ciudad en la que viven, el chico y la chica que protagonizan Medianeras se doblan y repliegan sobre la enunciación resignada de la propia soledad. El esquema de dos almas gemelas que no pueden encontrarse luce aquí casi como una novedad por el amor que el director y guionista Gustavo Taretto parece profesar por su material. Mediante el recurso de disponer las voces de los dos protagonistas en off, animadas ambas por la fuerza de una comicidad disparada en sordina, la película despliega bien pronto el orgulloso muestrario de heridas que ese par tiene para ofrecer: en los dos parece haber algo de un solipsismo militante, el canto tribal de una estirpe de desesperados en cuyo fondo se esconde, como una maldición, la vergüenza de la bestia aislada bajo el calor de su propia piel. Promediando la película se les regala, sin embargo, un encuentro que podría ser el síntoma de un destino de fábula. En las penumbras de una ciudad con corte de luz, se tocan las manos sin querer y les da un chispazo de electricidad estática. Más tarde, sin saber nada el uno del otro, se ponen a cantar al mismo tiempo una canción de Daniel Johnston en un rapto de súbita gloria, como si se tratara de un santo y seña de los desamparados. Medianeras se acerca al género de la comedia romántica para trastocarlo, cambiando sus tonos y su ritmo con una convicción que no parece afectada por el menor énfasis, una serena autoridad que fluye con naturalidad perfecta por sus planos, musicalizados además de un modo tan extraordinario que termina convirtiendo prácticamente cada escena en un acontecimiento. La sofisticación nunca del todo asumida de la película se encarga a su vez de dotarla de ese aire de felicidad modesta, casi pudorosa, que resulta tan inesperada y original. Los planos frontales pueden insinuar algún parentesco emocional con las viñetas veleidosas de Wes Anderson pero Taretto se desentiende pronto de todo alarde y floritura para concentrarse en el recorrido interno de sus criaturas –a las que acompaña con un cariño inusual que parece forjado en un juego de distancias y aproximaciones simétricas–, que intentan sortear sus desdichas con fallidos desvíos existenciales y encuentros de ocasión. Medianeras es pródiga en ráfagas constantes de amabilidad (no hay en la película un solo personaje que sea del todo desagradable), pero también en la exhibición de la textura del desamor como una de las formas más elocuentes y menos publicitadas de la locura. El desdén casi aristocrático con el que se rehúsa a asumir como suyos ciertos argentinismos de exportación no le impiden a la película esbozar una vocación de universalidad construida a partir de un contundente conjunto de rasgos locales particulares. El director muestra calles con su numeración, vidrieras y kioskos reconocibles para extirparlos del realismo y erigir una ciudad que se pertenece solo a sí misma. Medianeras se ahorra el descalabro social, el oportunismo político y la superstición nacionalista, pero también el miserabilismo de la clase media, la picaresca, el chantaje emocional, la oda familiar, la sordidez, la nostalgia, y hasta el sexismo, el desprecio y la estupidez. A cambio de todo eso y de parecidas lacras igualmente extendidas, Taretto hace algo insólito: entrega un universo entero en estado de levitación. Ese universo es nada menos que el del cine, y allí habitan ánimas perdidas pero también la sensación genuinamente liberadora de que en algún lugar la felicidad no es del todo imposible. En el cine argentino muy pocas veces –o ninguna, en rigor de verdad– el azar del catastro y la urbanización encuentra con semejante precisión sus réplicas y ecos secretos en la arquitectura anímica de los personajes. Con pertinentes alusiones cinematográficas a Tati, breves como parpadeos, evidente en esos momentos en los que los personajes atraviesan solitariamente el plano de una punta a la otra, Medianeras se presenta menos como una máquina de resistencia frente a una vida deshumanizada –a la manera del tótem francés–, que como una constatación ligeramente agridulce, el postulado melancólico de que el cine no modifica el mundo que nos toca pero puede, acaso, concebir uno paralelo capaz de transformar al espectador.
Confesiones de infierno. La película de Juan Minujín explota con tenacidad su potencial morboso desde el vamos: Julián Lamar (interpretado por el propio director) es un actor mortalmente disconforme con su suerte. En los primeros planos de Vaquero se lo ve en una obra de teatro under y más tarde en su participación en algo que parece ser una suerte de policial negro vernáculo. Mientras tanto, espera conseguir un papel en una película americana a punto de filmarse en Buenos Aires. Mediante una voz en off que irrumpe enfática sobre un acompañamiento de rock, el tipo nos hace saber su malestar y su odio por todo lo que lo rodea, desde las chicas que se cambian delante de él a un costado del set hasta el actor simplón, competente e hiperprofesional que está a punto de arrebatarle el puesto en la película, pasando por representantes, asistentes y compañeros de trabajo que se llevan los mayores aplausos sobre el escenario. La película dispone cada escena como un escalón más en la degradación del personaje, que fracasa en los castings, en la vida familiar y social y hasta en su desempeño sexual. Pero lo curioso es que nunca se verifica del todo el naufragio del personaje, como si en su rol de víctima se viera obligado a seguir dando brazadas desesperadas para solaz de un espectador que pide más y más martirio. Lamar no termina jamás de caer ni hace el menor movimiento para salir de su situación; en cambio permanece replegado sobre la enunciación dolorosa e impúdica de una serie de penurias que, en realidad, parecen crearse en el momento en que son nombradas. Vemos gente que se le acerca e interactúa con él, presenciamos sus encuentros y derivas, pero solo se alcanza a advertir la naturaleza terrible de las escenas cuando son descriptas por la poética enumerativa del protagonista, que se pierde en farragosas maratones de asco y autoconmiseración. Vaquero desciende a un infierno que está hecho de conjeturas y parece forjado con exclusividad en el laberinto de la mente perturbada de su protagonista, incapaz de asomar la nariz por encima de su propia trampa y, por lo tanto, poco confiable como testigo de primera mano de las “miserias del mundo de los artistas”. El personaje exhibe las grietas de una construcción cuyo aliento salvaje no le alcanza para hacerse redimir y convertirse en algo más que un pelele víctima de su propia impotencia. Pero lo que sucede en el fondo es que el carácter esencialmente narcisista de la película parece trastocar los papeles y ensayar una suerte de torsión en la cual la paranoia y el desprecio, lejos de quedar acotados como meras ideas que emanan de su protagonista, parecen dedicarse en forma automática a confirmar una serie de lugares comunes generales sobre el ambiente que se describe. Y es que en ningún momento Lamar se despega lo suficiente del universo que dice rechazar como para que se pueda ver con alguna precisión ese carácter supuestamente abominable. Más bien, su convencional rosario de cortejos insinceros, artimañas, hipocresías e imposturas adquieren en la película el aspecto de una materia que no termina del todo de ser indeseable, como si el director jugara a esgrimir su rabia solo para incluirla como condimento necesario de un mundillo artístico que aspire a ser verdaderamente glamoroso.
Insensatez y sentimientos. Hay una fuerza intempestiva que atraviesa Damas en guerra de punta a punta: el fracaso. En los primeros minutos de la película, una sesión gimnástica de sexo cede melancólicamente el paso al abandono cuando la protagonista vuelve en bombacha y corpiño de acicalarse en el baño para que su compañero la encuentre espléndida al despertarse. El tipo, en cambio, le hace saber en cuanto abre los ojos que se quiere deshacer por el momento de ella y la siguiente escena la muestra de espaldas recorriendo descangayada el caminito que conduce al portón de la casa. La tristeza cómica de ese momento se convierte en un gag de una sencillez y precisión descomunales: la chica pega un manotón para abrir rápido y escaparse pero la puerta no cede. Corte a un plano del lado de afuera de la casa en el que se ven las manos de ella que se asoman mientras se trepa al portón; cuando termina de subirse, y queda montada arriba, la hoja de la puerta se empieza a mover y ella va girando resignada justo para ver cómo una mujer la observa con un rictus de desaprobación desde adentro de un auto a punto de franquear la entrada de la mansión. Como esa risible tragedia en miniatura dispuesta en tres actos se encarga de anunciar, en Damas en guerra hay todo el tiempo una risa llena de piedad, el mar de fondo que acompaña las desventuras de la protagonista como una doble sombra. Kristen Wiig, actriz, coguionista y coproductora de la película, es uno de esos prodigios engañosamente prosaicos surgidos de la escuela –si es que existe tal cosa– de Saturday Night Live. Como vedette dilecta y centro de gravedad insoslayable de Damas en guerra, su figura irradia una vitalidad brutal sobre todos los rincones de cada plano de la película, que parece dedicarse sin descanso a develar un doble fondo sutilmente aureolado de angustia, un parpadeo de modales más bien púdicos con el que la comedia anuncia su tema sin condescender al sentimentalismo ni renunciar a sus variantes bestiales de humor físico. La película de Wiig/Feig termina siendo una fiesta con epicentro en su protagonista cuyas variables oscilan entre el colapso anímico y la insensatez desatada de los cuerpos, que parecen obedecer a una lógica marciana de la que a veces incluso se convierten en víctimas. Es que la actriz resulta un torbellino feliz que no se guarda nada, que no repara en gastos: ni las caídas, ni las corridas, ni las morisquetas talladas en su hermosa cara brevemente festoneada de arrugas le son ajenas; pero también, su inteligencia como intérprete le permite por momentos exhibir una fragilidad apabullante sin que por ello la película vea lesionada su energía ni disminuya su talante incorrecto y muchas veces animal. Cuando su personaje está borracho y empastillado dentro de un avión en vuelo y lo van corriendo una y otra vez de primera clase a turista, la frase disparada entre mohines “Help me, I’m poor!”, alcanza una comicidad auténticamente desesperada. Es que Damas en guerra es una comedia triste llena de desastres: en la vida amorosa, en la amistad, en la economía. Parte de la gracia formidable de la película es hacer de esos y otros descalabros de parecida índole una especie de fuerza radioactiva que luce como un todo amalgamado donde la bancarrota, el abandono, la soledad, los celos y la insatisfacción son un mismo murmullo terrible, un banquete de desgracias cocidas con un barro común. El falso final con número musical es un desliz de autoconciencia kitch que pasa a toda velocidad para dar lugar a un breve respiro para la chica, esta vez a bordo de un patrullero. ¿Happy ending? Probablemente, pero no arriba de una montaña de prosperidad y buenos augurios sino debajo de todo, casi en el fondo de un pozo del que hay que ver cómo se sale: Damas en guerra tiene demasiado orgullo en su corazón como para descender del todo a la cursilería.
Chico conoce chica. Invasión a la privacidad señala el nuevo desembarco de la mítica productora Hammer. Se trata de un nombre que no dice mucho estos días, pero alcanza para engalanar la película con una especie de halo de prestigio que pueda ser asociado de modo remoto con una cierta calidad y distinción. Tal vez porque la actriz Hilary Swank es la productora, su figura aparece en pantalla todo el tiempo. De hecho, hay un puñado de planos en los que se la puede ver delante de un monitor observándose a sí misma atravesar una y otra vez la puerta del palier de su departamento de soltera. Ocurre que en la trama la chica sospecha que hay alguien metiéndose subrepticiamente en su casa y tiene la idea de hacerse instalar una cámara para grabar los movimientos del elusivo visitante. La escena podría dedicarse con exclusividad a dejar al descubierto al intruso, sin embargo no se nos ahorran planos de ella mirando la pantalla para verse entrar y salir de la casa varias veces. Como en aquella película de hace unos cuantos años llamada Sliver (Sharon Stone era el espléndido objeto del deseo de un mirón impenitente que controlaba todo el edificio como un señor feudal), en Invasión a la privacidad se trata de mirar: no tanto de ser observado sino de observar también al otro, como si nuestro modo de estar en el mundo se definiera por el modo en el que colocamos visualmente a nuestro semejante en un espacio definido y asumiéramos, a la vez, el espacio que el otro nos otorga como propio. Pequeña guerra privada en la que el territorio que se disputa es parte de una configuración mental, Invasión a la privacidad presenta a los contendientes como dos figuras solitarias, perdidas en la vida y en el mundo de los afectos: en uno de los primeros planos se ve a la protagonista sentada sola en la cama de un hotelucho, rodeada de esa fosforescencia nocturna cuya apática belleza suele indicar en el cine el carácter esencialmente cruel e inhóspito de la ciudad. La película resulta en su factura un modesto combo que acumula planos en scorzo y comentarios musicales para remarcar cada momento de tensión dramática como cualquier ejemplar de la industria; la presencia de Christopher Lee en el elenco, por otro lado, funciona como escuálida reverencia a la casa Hammer. Pero como productora Hilary Swank quizá haya hecho algo más que dejarse filmar a sí misma en cada bendito plano, siempre luciendo ese cuerpo flaco, acaso trabajado desde Million Dolar Baby, y dispuesta exhibir con soltura su nada desdeñable repertorio de muecas y sonrisas esculpidas con un picahielo, al que suma esa voz tensa como la de un muchacho en problemas. La película se encarga de sugerir que el perseguidor está loco pero que ella tampoco está muy cuerda, hundida en la soledad más absoluta y trabajando en un hospital hasta el agotamiento o trotando con un rictus de furia contenida en la cara. Cuando reaparece en su vida el ex novio, el director parece dar un volantazo para concentrarse en la frustración del vecino deseante rechazado, que se desahoga golpeándose contra las paredes o ingresando sigiloso en el departamento de la chica para masturbarse metido en la bañera vacía; cuando la mujer parece encaminar su vida, el hombre se animaliza, se transforma en un monstruo: debe matar a su padre anciano para liberarse de su timidez y de su aprensión pero no es suficiente. Invasión a la privacidad toma el tópico que dice que no hay que confiar del todo en los extraños para pulverizarlo y erigir en su lugar una fábula de bestias solas, que padecen el drama secreto de no poder establecer comunicación con el otro.
La piedra lunar. En Jinetes del espacio, de Clint Eastwood, hay un plano muy bello cuya sorprendente pertinencia puede quedarse dando vueltas durante muchos años en la cabeza del espectador. En medio del paisaje lunar el cuerpo de un astronauta yace despatarrado en el suelo, con restos de equipo a su alrededor, y en el visor de su casco se puede ver el reflejo de un planeta Tierra lejano, levemente tembloroso. Se trata de un momento marcado por el dejo de una discreta desolación, al que la ironía generada a partir del contrapunto con la voz de Sinatra entonando Fly Me to The Moon alcanza apenas a disimular. Lo que hay adentro del traje de astronauta es el cuerpo de un hombre muerto, por supuesto, y la poderosa figura retórica alcanza un pico de misteriosa melancolía en la cual el triunfo logrado por la pandilla de veteranos amigotes con Eastwood a la cabeza se vuelve, también, el síntoma definitivo de una angustia que no acierta jamás a nombrarse pero que recorre la película desde la primera escena. En Apollo 18, los dos astronautas protagonistas marchan por la superficie de la Luna a bordo de un precario vehículo sobre ruedas. La acción se ubica a principios de los años setenta y el título de la película se corresponde con el nombre de la nave enviada en una misión que se mantiene en secreto por motivos que no quedan del todo claros ni siquiera para los propios tripulantes. En la escena, los personajes tienen sus caras a la vista dentro de sus cascos hasta que, en un movimiento azarosamente sincronizado, ambos bajan el doble visor que viene provisto en los trajes y esas caras desaparecen. En esta oportunidad no es el fantasma azul de la Tierra lo que se ve en su lugar sino un vacío negro, un abismo funesto que parece señalar el carácter provisional de la voluntad de los dos hombres: de a poco se hace evidente que son poco menos que marionetas prescindibles a merced de inexplicables intereses científicos y que el viaje que emprendieron está plagado de peligros acerca de los cuales las autoridades decidieron no informarles. Apollo 18 comercia con los materiales del falso documental, pero a diferencia de muchos de sus congéneres recientes lo hace tensando la premisa de una manera implacable. Los encuadres dentro de la nave son siempre los mismos y corresponden a las tomas de las cámaras fijadas en el interior de la nave y a los monitoreos con los que los personajes se vigilan y recelan mutuamente, todo mientras unas extrañas piedras recogidas a modo de muestras parecen adquirir un carácter animal y desparramarse por todos los rincones sembrando la enfermedad y la locura. La naturaleza esencialmente rugosa de la película, con sus imágenes granuladas y sus agobiantes primeros planos no se priva, cada tanto, de breves destellos de una poesía inesperada, casi imperceptible en su opacidad y falta de énfasis, como si el director quisiera airear su sistema sin renegar nunca completamente de él. La película parece exhibir una fe tremenda en sus propias premisas y eso termina convirtiéndola en un objeto raro, orgulloso y por momentos risible, acaso inmerso en la trampa de su asumida insularidad. Apollo 18 no cede al menor arrebato de lirismo ni de psicología y entrega, en cambio, un pesimismo terminal que resulta una verdadera extravagancia en el panorama del cine mainstream, territorio al que la película pertenece montada en su modesta vocación de ejemplar de clase B.
Con faldas y a lo loco. Hay un rumor subterráneo en las películas de Álex de la Iglesia, una musiquita ominosa que parece operar como señal de la evidencia del dolor insondable del mundo. Si en Balada triste de trompeta el Payaso Triste es capaz de ver, en un rapto de éxtasis melancólico, a la mujer de su vida encarnada en esa chica que revolotea en las alturas, intocable como un sueño, conocida en el circo como La chica de las telas, enseguida recibe una seca advertencia acerca de la imposibilidad de la unión: los personajes están condenados a un sordo peregrinaje a través de ese violento absurdo que martillea a cada paso la existencia y se vuelven criaturas solas, girando torpemente en el desatino de su propio deterioro. Como sucedía en Muertos de risa, el franquismo balbucea bruscamente un lenguaje que termina moldeando a los protagonistas y estableciendo el follaje auroleado de tragedia que los envuelve casi sin que alcancen a darse cuenta. Cuando el Payaso, perdido su nombre y su amor, pasa a convertirse en una bestia que solo acierta a errar por los recovecos de su desconcierto y de pronto, acaso súbitamente iluminado, muerde la mano del Generalísimo, de la Iglesia consigue un momento cuya violenta comicidad no desdeña la sutileza con la que en la película se funden el fondo y las figuras. Allí, el amour fou que atormenta a la bestia parece ser también el producto de un cincelado insaciable mediante el que la historia con mayúsculas se apodera de los individuos y que el cineasta encierra entre paréntesis, señalándolo con piadosa ironía. Viendo la película se impone por momentos la sensación de que el director español estaría dispuesto a matar a cambio de que sus guiones los escribiera Rafael Azcona. Como eso ya no es posible, se dedica él mismo al asunto, armado con la falta de pudor de los conversos y la convicción feroz de los desamparados: el hombre hace rato que intenta perfilar estas tramas de seres arrebatados, obsesionados, hundidos en el maelstrom de sus humores y de sus carencias, criaturas que solo se oyen a sí mismas o a los demonios personales que los habitan. El estilo fiero y brutal del que hace gala de la Iglesia, compensado ocasionalmente con desmañadas bocanadas de compasión, es el de alguien que se acerca a los géneros cinematográficos para dinamitarlos y rearmar los pedazos, esos fragmentos sueltos que pasan a constituir más o menos eficazmente la simulación de un universo perdido que ordene un poco todo ese ruido y encauce, aunque sea con desapego y distancia, los vaivenes caprichosos de lo que nos rodea.
Pago chico. Si una de las más documentadas obstinaciones del Nuevo Cine Argentino fue la de una aparente sensación de indolencia dramática que se sostenía como fuerza vital y programa ético, un lapsus orgulloso destinado a animar las trincheras desde las cuales se desautorizaba al antiguo régimen, no le fue a la saga la inconformidad violenta con la formas del relato previamente establecidas. La ciénaga podía empezar en cualquier lado, por ejemplo, o dar la sensación de que no empezaba nunca; o de que sus sintagmas se podían intercambiar, quitar o agregar sin que por ello se viera lesionada la cohesión temática subterránea de la película ni perdiera ferocidad alguna su asordinado espectáculo decadentista. Se puede poner en cuestión a Martel como cineasta pero resulta poco pertinente negar su adscripción a los modos de lo que conocemos como cine moderno: ese territorio que en la Argentina de hace dos décadas se reservaba al recuerdo de algunas expresiones aisladas de los años sesenta y que hoy, de nuevo, es percibido por sus simpatizantes como un regusto agrio de batalla perdida. Cerro Bayo parece pretender exhumar algunos de los gestos derrochados de esa modernidad, el trazo reconocible de una antiépica que se observa como desde otro planeta, siempre puntuada por cierta distancia ofrecida simultáneamente como reparo y retractación: aunque puedan de a ratos adquirir los contornos de ideas fijas –la chica que quiere ganar un concurso de belleza, el chico que quiere irse del país, la mujer obsesionada con el dinero y con el juego–, en el cine moderno argentino del que la película que nos ocupa es descendiente las desdichas se resisten a ser enunciadas, y más bien oscilan en el aire como una presunción luctuosa, una corriente de electricidad a la que se ven sometidos los personajes sin que atinen del todo a detectarla ni a resguardarse de ella lo suficiente. La directora pulsa una cuerda paradójica, indecisa entre un costumbrismo tamizado por la impronta impuesta por varios de aquellos ejemplares soberbios del NCA y la comedia indie americana más o menos reciente. El momento más evidente de la segunda variante es el que muestra una serie de planos en cámara lenta musicalizados con una canción del grupo de rock Beirut. Hasta esa instancia la película había desplegado sus escenas con bastante gracia y precisión, y la historia de sus personajes atrapados en un pueblo parecía armarse delante de los ojos del espectador mediante retazos, fragmentos de un universo al que solo se puede acceder de manera fatalmente incompleta. Pero la secuencia mencionada, que se ubica pasadas tres cuartas partes de la película, aparenta querer agregarle un cierto lustre, una especie de alarde que no encuentra ninguna justificación dramática (es un momento que no define nada acerca de los personajes, ni sobre ellos mismos ni respecto de su relación con los demás) y que parece un intento por conectar con algunas formas precisas y legitimadas de contemporaneidad. El matiz capciosamente exhibicionista de la escena señala de algún modo con dedo acusatorio el talante demasiado controlado del conjunto, así como pone en evidencia el precio astral que Galardi paga por permanecer en los límites de un realismo un poco pusilánime. La directora se muestra firme cuando se trata de sostener el tono de las escenas, casi siempre ajustado y lacónico, y es capaz de sortear con alguna elegancia, mediante un sensible manejo de los actores, la tontería indecible de ciertos diálogos –como el de la chica contándole a su hermano porqué necesita tener un orgasmo. Pero la película no consigue una estampa vívida de sus criaturas, obligadas a vagar en el vacío de su pago chico, impúdicamente replegadas sobre el rumor solipsista de sus taras y miserias sin conseguir tocar al espectador para que de verdad se interese por ellos.
Lejos del paraíso. Un tipo practica la medicina en una región del África olvidada de la mano de cualquier dios; los enfermos llegan en camillas improvisadas por sus familiares o arrastrándose por sus propios, escasos medios para que el hombre blanco los atienda, les suministre un remedio y les susurre alguna cosa. De regreso a su hogar, en una Dinamarca bucólica, el buen hombre debe lidiar con su hijo que la está pasando mal en la escuela, víctima del bullyin promovido por un rubiote con pinta de nazi. El hombre ha intentado desde siempre inculcarle al chico valores pacifistas. Pero un compañerito nuevo, que acaba de llegar de Londres después de haber perdido a su madre y lo ha tomado bajo su protección, aparenta tener ideas muy diferentes al respecto. La escalada de resentimiento no se hace esperar y la violencia asoma de pronto la cara en cada recodo, no solo de la escuela sino del pueblo, y se complementa de modo sumario con réplicas en las escenas en las que el médico se desenvuelve en su trabajo en medio del paisaje africano. En un mundo mejor resulta por momentos la ilustración cabal de una conciencia culposa, que asume el mal como una sustancia cósmica, una mancha que nos toca a todos sin distinción y parece estar originada misteriosamente en nuestra propia condición falible. La enojosa vocación pedagógica de la directora Susanne Bier prácticamente se puede palpar en cada plano de la película: En un mundo mejor está constituida por una serie de espasmos fotografiados con una destreza inocua a través de los que se machaca acerca del carácter desoladoramente imperfecto del universo y se postula, de paso, una filosofía esencialista que hace del dolor humano una causa universal, por lo demás perdida de antemano. La película luce animada por una vitalidad mínima. Una concordancia escuálida se encarga de enlazar escena con escena y termina prestándole al conjunto la apariencia dudosa de eso que llamamos cine, con planos lujosos de niños desamparados corriendo en cámara lenta y cielos de una belleza estéril. Bier produce todo el tiempo un balbuceo desfalleciente que viene a ofrecerse como simulacro de denuncia: la película entrega bocanadas de una indignación vaporosa, suspiros retóricos a través de los cuales amaga decir algo medianamente contundente sobre el mundo, para perderse luego en el martirologio insustancial de sus personajes. La directora se muestra intempestiva en la descripción del horror circundante, como una predicadora anunciando el fin de los tiempos, pero sus intenciones caen pronto fulminadas por la fatal correspondencia entre el amaneramiento formal y la emoción clínica –pero finalmente vulgar– que afecta su película de punta a punta.
El rey del sistema. Uno ve una película en la que hay alguien mirando en una película casera a un ser querido que ha muerto –esa imagen sobre la pantalla que parece sacudirse y temblar ligeramente, como si se verificara una hipálage gráfica– y es difícil que no se emocione, casi como respondiendo a un acto reflejo. La emoción, ahí, no es una particularidad de esa película que estamos viendo sino una emoción general, universal en el sentido no necesariamente más elogioso del término. Descontextualizada, aislada del resto, arrancada de la serie de sus congéneres que constituyen una película, esa imagen de una persona viendo a su madre que ya no está pero parece estar a su lado –ahí nomás, parece que bastara con estirar la mano para probarlo– nos produciría seguramente la misma clase de impacto. En Súper 8 no habría que desestimar nunca esa predilección por el efecto emotivo inmediato, libre de todo particularismo. El factor Spielberg, digamos, con su inveterada vocación esencialista y su inclinación hacia el sentimiento que brota de un espectador global, bajo cuyo consentimiento sin condiciones se disimulan, acaso, la uniformidad y un cierto conformismo propios de una maquinaria del entretenimiento que ofrece su productos a un espectador indiferenciado. Pero incluso en su manipulación sentimental la película dirigida por J.J. Abrams luce como un logro genuino de la industria, más cuando se practican los ajustes adecuados. Lo primero que se hace evidente para quien mira Súper 8, y sobre todo el que mira y escucha la película (una disposición de los sentidos en par quizá no lo suficientemente publicitada) es que la música nunca es intrusiva. Por ejemplo, está ausente en las escenas de acción, o apenas se la oye como una feliz continuación de los elementos que pueblan el plano (o se insinúan en el fuera de campo, pero nunca aparece como una presencia de refuerzo para lo que las imágenes no alcanzan a dar), y sus obligados efluvios melosos a lo John Williams solo acompañan con bastante discreción los momentos emotivos: el final, con su cantada epifanía de chatarra deshilachada, por supuesto; pero también los planos de Joe mirándola a Alice recién maquillada, lista para entrar en acción en una disparatada película de zombies, o aquellos en los que ambos personajes están frente a la pantalla en la que aparece la madre de Joe. Si la historia de crecimiento, encuentro con el dolor y superación posterior que es Súper 8 no ofrece mayores sorpresas, estas hay que buscarlas en la presencia de un director lúcido y bienintencionado al que se le permite un considerable margen de maniobra. Es que como en el cine clásico americano, la película podría ser el resultado de una venturosa conjunción. Una producción pródiga y un tipo decidido y con ideas propias detrás de la cámara. Si Súper 8 se conduce de un modo perfectamente milimetrado, si a cada escena donde campea la emoción le sigue otra en la que se impone la acción física, eso no quiere decir que no se haya llegado aquí a un acuerdo de partes, en el que un director competente escribe el guión y se toma sus libertades. Abrams transpira la camiseta y entrega con creces lo que se le pide –este es un cine que afirma que no hay que dejar que el espectador se caiga, que derive, como si fuera un niño al que le toca ser animado en una fiesta de cumpleaños, que para eso alguien invirtió dinero– pero también da muestras de rasgos autorales. En un sentido general, Súper 8 es el triunfo de la habilidad y de la destreza máximas, el resultado de un puñado de personas talentosas, cada una en el departamento que le corresponde. La gracia y la fluidez de la película son notables y da la sensación de que se está frente a un trabajo realizado con un ánimo ligero y generoso a la hora de conectar con el espectador (un sentimiento que parece perdido en el Hollywood actual), al que se invita a compartir la aventura de los protagonistas sin considerarlo un idiota. Si el cine se concibe como una ilusión –pero que nos muestra una verdad acerca de las condiciones de su propia construcción–, en esta oportunidad se tiene, precisamente, la ilusión de que cada cosa en la película, cada pequeño detalle, está allí porque no podría ser de otra manera: Súper 8 es una muestra de cine premoderno, que crea un mundo autónomo cuyas piezas exhiben un comportamiento que tiene la apariencia de ser el único posible (y deseable). Cuando se dice que una película tiene convicción, se está refiriendo a esto, a que la obra primero cree en el conjunto de reglas que se da a sí misma, para proceder luego convencernos del carácter natural de esas reglas. Todos esos elementos ajustados, hijos dilectos del cálculo no de una persona sino de un todo preexistente que se mueve siguiendo un camino trazado mil veces nos hacen acordar a algo ¿Se trata del famoso genio del sistema, esa entidad fantasmal –pero conceptualmente precisa– con la que André Bazin buscó poner paños fríos sobre lo que consideraba una promoción exagerada por parte de sus colegas más jóvenes hacia algunos directores? Puede ser, solo que se trata ahora de un sistema que ya no alberga genio alguno, o del que apenas se ven asomar vestigios cada tanto, señas melancólicas de una gloria que subsiste únicamente en forma nominal. Hay que decir que el director de Súper 8 triunfa escandalosamente al remitirse a un modelo de treinta años atrás –aquel en el que supieron reinar los Donner, los Dante, los Spielberg del mundo– pero al cual no pretende homenajear (ni se permite la apelación a los toscos hechizos vudú que perpetra Robert Rodríguez con el cine que le gusta a él), ni mucho menos parodiar, sino que se dedica, en cambio, a producir un objeto raro que es un poco aquel cine sin serlo, luciendo casi como si fuera nuevo. Una criatura recién alumbrada, plena de una inocencia de antaño que le calza como un traje a medida y revestida, a la vez, de un orgullo discreto que aparenta ser el último bastión que el mainstream tiene aún para ofrecer: tratar de mostrarse fresco en medio de la decrepitud, extraer destellos dorados de un presente opaco en el que a cada rato se advierten la herrumbre y el olor a moho. Últimamente nunca sale, pero esta vez sí: por el momento el rey se llama J.J. Abrams.