El tiempo recobrado. La segunda película de Rodrigo Moreno se las arregla para encontrar un tono que se extrañaba y que parecía definitivamente perdido en el panorama del cine argentino reciente. Boris, su personaje principal, parece tocado por la gracia de la fábula y el dejo de un humor desencantado que podría provenir de un planeta lejano, más que nada si no fuera porque su figura, empeñada a la fuerza en la pasión de la supervivencia, se desliza entre las señas de un paisaje urbano reconocible. Al tipo acaba de dejarlo su novia y no le queda otra que el abismo de un tiempo vacío: una soledad desconcertante que intenta llenarse con vagabundeos y con acciones súbitas como comprarse un auto, embarcarse en coléricos ejercicios de gimnasia con un cigarrillo en la boca, adquirir gustos de lectura disparatados en librerías de viejo o toparse a cada rato con desconocidos que adquieren enseguida un aire de familia, acaso empujados también por la urgencia de una incertidumbre que no alcanza a nombrarse. Al revés que en El custodio, Moreno prescinde en esta oportunidad del menor atisbo de sordidez y violencia contenida. En vez de ello, se dedica a filmar largas escenas de las que se desprende un placer cinematográfico inusual. Su personaje no está condenado, ni sufre heridas que no puede exhibir, ni aparenta padecer tara alguna como no sea una amable torpeza corporal: Boris está cincelado de modo evidente por los signos de la deriva propios del cine moderno, pero la película tiene la nobleza suficiente como para no negarle el don de una felicidad que se vive sin estridencias en una especie de presente continuo. Un mundo misterioso tiene raptos de comedia absurda –imperdible la escena de las recomendaciones literarias en la librería y la del juego de los nombres en la fiesta, por ejemplo –que se suman a los breves guiños rockeros, explícitos mediante la presencia de Rosario Bléfari en el elenco y el simpático cameo de Juan Ravioli. También, hay momentos en los que el director se permite cambiar el tono de manera imperceptible, como en la larga secuencia del taller mecánico, un verdadero prodigio de calidez y misterio (gran intervención allí de Hernán de Silva, el que hacía del padre en Ocio) que parece construido a contramano de la carga de tensión latente que recorría de punta a punta la película anterior de Moreno. Con un sorpresivo movimiento de cámara mediante el que se encuadra un tocadiscos -del que sale la voz nada menos que de Gardel cantando en francés -, el director encuentra el perfecto corolario para una película cuya sofisticación está siempre a la altura de sus distraídos aires de elegancia y de su secreta y rotunda ambición.
En el transcurso del tiempo. Hay un efecto esencialmente enigmático y movilizador en algunas películas de Abbas Kiarostami. Algo que no se alcanza a describir cabalmente pero cuya circulación se percibe de manera secreta entre sus personajes. A veces, a primera vista no pasa nada: la apariencia cristalina que se desprende del modo en el que están concebidas muchas de sus escenas –los travellings elegantes y casi imperceptibles, diseñados para acompañar a los personajes más que para hacer que perdamos conciencia de ellos, distraídos con la destreza del director; la belleza etérea que imponen suavemente el aire y la luz, con una autoridad y sencillez que Kiarostami acostumbra desgranar como si trabajara directamente sobre los elementos de la naturaleza– contribuye a menudo a crear una sensación de suspensión satisfecha, una especie de “estar ahí” de las cosas frente a la que al cineasta solo le queda plantar la cámara para cosechar alguna clase de verdad última del mundo. Si sus personajes charlan, uno puede tender, en una mirada temprana e insuficiente, a verlos como figuras plenas de sol, embargadas de una placidez un poco estática y arrebatadoramente primitiva. Pero ocurre que en ese intercambio enseguida se puede advertir que hay algo que avanza y se materializa entre esos mismos personajes, arrastrado súbitamente con el ímpetu de una pasión soterrada, tallado con perseverante y sutil energía en los cruces de miradas, en los gestos –a veces casi invisibles de tan leves– que oscilan y estallan brevemente. Copia certificada parece empeñarse, precisamente, en ese costado particular del cine de Kiarostami, esa tensión nerviosa que en otras de sus películas suele permanecer como un esbozo o una insinuación. Cuando un hombre y una mujer (Binoche y Shimell, admirables) suben a un auto, de inmediato hay ahí un par de planos muy concretos que remiten en forma conciente a Viaje en Italia, la película de Rossellini. Específicamente la toma de la ruta que atraviesa un paisaje agreste, vista desde arriba del auto en movimiento, y la de la mujer que maneja, que se ve obligada a frenar la marcha y que reniega porque alguien o algo le obstruye el paso. Esta pareja, al revés que la de Rossellini (que empieza su película in media res, decidido a describir un momento oscilante y peligroso de un matrimonio constituido desde hace lustros), se acaba de conocer hace unas pocas horas. Pero resulta que, con un ligero desvío de prestidigitador operado en mitad de la narración, Kiarostami se las arregla para contar una relación sentimental de quince años en el transcurso de poco más de una tarde. Es como si el director retomara una misteriosa frase aislada de la película del maestro italiano (“Si no nos conocemos, podemos empezar de nuevo”) para inventar ese sorprendente momento de tránsito. Si Viaje en Italia funciona casi a modo de original emotivo, Copia certificada establece un horizonte autónomo, justamente interrogándose sobre su propio estatuto respecto de aquella. Todo parte de una cuestión que anida en la lengua. Estamos en la región de la Toscana, en Italia, y la encargada de una fonda observa a la pareja hablar en inglés, sin entender una palabra de lo que dice. Cuando el hombre sale para atender una llamada en el celular, se pone a charlar con la mujer, ahora en italiano, y esta se da cuenta de que los toma a ella y a su acompañante por un matrimonio. Sin embargo, no se molesta en sacar de su error a la encargada. Minutos después, en una escena fabulosa en la que se verifica una vez más la maestría suprema del director iraní para disponer con gracia y precisión los elementos que juegan dentro del plano, los protagonistas se encuentran con un matrimonio de turistas que se les acerca hablando en francés. Después de charlar un rato con ellos, el extraño (interpretado por el mítico guionista Jean-Claude Carriere) se lleva al personaje de Shimell aparte y le dice en el mismo idioma que no sabe cuál es la raíz de su problema pero que, por lo que pudo observar, lo que su mujer necesita si quiere reconquistarla es que camine junto a ella con la mano en su hombro. Kiarostami dispone un cruce constante de lenguajes que parece ocurrir en un planeta helado, inalcanzable: de golpe, toda esa maraña flotante de palabras, esas capas tejidas de disquisiciones y de réplicas –que pasan del modo en el que se conforma la validez de la obra artística a la pertinencia del carácter fluctuante del amor– que chocan y se imbrican unas con otras, muestran un carácter de melancólica prescindencia. Una de las conclusiones más evidentes es que si viéramos a Binoche y a Shimel deslizándose sobre una pantalla muda, y siguiéramos su recorrido desde el inicio de la película hasta el final sin oír una palabra, tendríamos una historia de amor completa en tres actos, en una línea de tiempo que va desde la seducción al hastío y de allí a la aridez desamparada del último minuto. Copia certificada permanece en un estado de implacable alerta respecto de las pequeñas vacilaciones, miradas y estocadas gestuales de sus dos protagonistas y consigue trasmitir, así, la emoción genuina de una guerra sin cuartel en la que el sentimiento amoroso se constituye en el huidizo motor de la ficción.
Los vivos y los muertos. A esta altura las partes que componen la saga de los muertos vivos de George Romero parecen operar prácticamente por inercia, como si cada entrega se derivara en forma automática de la anterior. Es que, en algún punto, el director parece haber puesto en funcionamiento un mecanismo de comportamiento autosuficiente, una especie de cine sin autor, paradójicamente atravesado por un fuerte aire de familiaridad que no hace sino acrecentar su contundencia de película en película y volver el conjunto un todo reconocible. Pero, ¿qué clase de cineasta es Romero, al final? No hay una respuesta clara a ese interrogante, pero podemos saber lo que Romero no es. Su entronización por parte de la crítica, desde por lo menos treinta años a esta parte, a menudo tiende a invisibilizar el hecho de que, puesto blanco sobre negro, el tipo es un pésimo narrador y un ideólogo mucho menos atendible de lo que la constante prédica de sus apólogos permite suponer. En La reencarnación de los muertos la sucesión de escenas deshilachadas, la pobre dirección de actores, los diálogos toscos y redundantes y los chistes carentes de gracia alguna, conforman un muestrario bastante completo de sus falencias como director. Sin embargo, lo curioso es que la energía de la película es bastante notable. En el fondo, Romero juega al cine, al que aparentemente concibe como un desfile grotesco de figuras que se miran con recelo, se miden, se persiguen y se temen unas a otras. Ocasionalmente (las más de las veces) se terminan matando sin mayor contemplación. A pesar de sus traspiés narrativos y de sus abruptas caídas de tensión dramática, lo que persiste a lo largo de toda la película, su hilo conductor, se podría decir, es una fuerte sensación de desasosiego. Detrás de su aspecto de slapstick sanguinolento, en verdad nunca asumido con suficiente convicción, La reencarnación de los muertos quizá sea menos torpe de lo que parece: si Romero no es un director político, ni mucho menos un contador de historias consumado, a lo mejor no se lo puede desestimar del todo como un especialista del pesimismo. De pronto, se puede apreciar la bruma de dolor brutalmente anestesiado que envuelve la película: en una escena se ve a dos niños zombies atados a sus camas, los cuerpos carcomidos por la enfermedad –ese mal que en las películas de Romero no se nombra, quizá porque el asombro deja bien pronto su lugar a la acción física, a la voluntad que se encarna en el binomio conformado por la supervivencia (propia) y el exterminio (del otro). El director y guionista prescinde de toda tentación metafísica para ir, en cambio, a buscar el centro del drama en los cuerpos, en la carne que se pudre y se señala a sí misma como origen definitivo del horror. Luego, esos niños infectados serán acribillados sin el menor remordimiento, porque en la película el mal existe únicamente como marca visible en el cuerpo y está exento de ser categorizado moralmente. Acá no hay buenos ni malos sino el derecho insobornable de cada cosa de perseverar en su ser. De la implacable autoridad de una premisa semejante se desprende un dejo de incomodidad que se cuela en el modo tenaz con el que el director se entrega a las maniobras de una comedia cruel, un protocolo despiadado donde el movimiento se constituye en el único objetivo legítimo del cine. El último plano de La reencarnación de los muertos, una bella toma general en la que dos eternos contendientes que pertenecen a familias rivales se apuntan con sus armas como en un duelo del siglo dieciocho –mientras sus figuras aparecen recortadas sobre la imagen de una luna imponente que es un puro alarde de decoración– parece ofrecerse como irónico recordatorio de lo que el director tiene para dar. Lo que hay ahí son dos tipos que no pueden ocupar el mismo espacio en forma simultánea, por lo que están dispuestos a matarse el uno al otro. Sin preocuparse por los alcances de su planteo, a Romero le basta con las posibilidades cinematográficas que este le presenta . Para qué más, parece decir.
La comedia de la vida. Un fantasma recorre a modo de postulado el mundo de las comedias independientes americanas: todos nos volvemos locos. Tarde o temprano lo que consideramos la realidad muestra las costuras y lo que está debajo hace su aparición, no siempre en los mejores términos imaginables. En verdad no se trata tanto de un fantasma como de una convicción bien tangible y contundente. Si la comedia de corte tradicional se construye sobre una falta, un vacío en cuyos vértices se afanan los personajes -para intentar saldarlo y volver las cosas a su sitio-, las humorísticas sagas familiares del cine indie parecen operar con la conciencia de un mundo ya estallado sin remedio y esparcido en pedazos por el jardín. El señor Bragg (Timothy Hutton) tiene una enfermedad llamada “de Lyme”, no se sabe bien a cuento de qué, pero el caso es que cada tanto le dan arteros ataques que lo dejan knock out, con dolores de cabeza, falta de fuerza y visiones que parecen producto de la fiebre. Como se ha convertido en una especie de estropajo simpático, metido siempre en el microclima de sus padecimientos, sin ocupación redituable ni iniciativa alguna, esa aparenta ser la explicación más sencilla de por qué su hogar se desmorona y, también, la superficie espejada sobre la que reposa la película. Igual que el buen señor Bragg -como si su mal irradiara un círculo que parece abarcar una porción más de territorio en cada escena- el personaje principial, un adolescente llamado Scott (Rory Culkin, cuya figura parece salida de una película de Gus Van Sant) accede a un nivel diferente de conciencia mientras ingresa trabajosamente al universo de la adultez, que resulta ser también el del dolor y el desconcierto. Un travelling realizado con la cámara metida en una auto que va recorriendo las fachadas anónimas de las casas de un barrio suburbano –procedimiento y locación típica del cine independiente– marca, a los pocos segundos del comienzo, el trazo fugaz de un punto de vista mediante el cual lo cotidiano se convierte en una mascarada melancólica. Pero lo que más que nada importa acá es una zona intermedia, una tierra incógnita con la que la película consigue cargarse de una extrañeza aterradoramente cómica. El director recurre al clisé con el que el chico transita sus días para volverlo una marca autoral en la que la conciencia se revela como la verdadera arma secreta de la película. Scott está enamorado de la hija de Bragg (Emma Roberts, un rostro de muñeca desbordante de sabiduría), que es un año mayor que él; por otro lado su padre (Alec Baldwin) tiene amoríos con la señora Bragg (Cynthia Nixon) , es decir la madre de la chica, con quien comparte un disparatado trabajo relacionado con los bienes raíces. Los afectos cruzados de Aprender a vivir tienden una graciosa red de endogamia que encuentra ramificaciones incluso en la disposición espacial de las acciones: todo parece formar parte del mismo terreno en la película. Los dos adolescentes están en una fiesta escolar y el siguiente plano los encuentra en la habitación de la chica tomando de una botella robada con los trajes de etiqueta puestos. Del mismo modo, los amantes clandestinos se retiran sigilosamente de la reunión para ir a revolcarse un ratito. Pocas veces la sensación de pueblo chico consiguió ser expresada de manera tan precisa y discreta a la vez. Como si se moviera siguiendo los compases de una música subterránea (que hay que descubrir gozosamente, apoyando el oído en la tierra para que no se escape ni una nota), la película presenta a sus personajes como seres desvalidos, conmovedoramente empeñados en la supervivencia en medio de un cataclismo. A fin de cuentas, la película parece un tratado sobre las distintas formas de la infelicidad, como si la desdicha fuera la norma que hay que romper para obtener abruptos, breves puntos de fuga. Con sus modales un poco torpes, articulados sobre una gris retahíla de eventos parroquiales –cenas familiares, barbacoas, fiestas de pueblo, primer porro, primer polvo– la película exhibe una rara vitalidad, ligeramente teñida de desencanto, mientras el cinismo se mantiene a la distancia, como un espectador al que en esta oportunidad dejaron fuera del convite.
Hot for teacher. Ahora que el ingenio está aceptado como una de la formas de la inteligencia, Malas enseñanzas puede ser considerada una buena película. El Teacher, teacher de los injustamente olvidados Rockpile (el grupo que Nick Lowe y Dave Edmunds comandaban a fines de los setentas) marca el ritmo jocoso de la primera escena: una entrada espectacular de Elisabeth (Cameron Diaz), que se desplaza con una autoridad felina en medio de una reunión de despedida mientras todo el mundo en la escuela la mira embobado. La canción es buenísima, pero su efecto se diluye de inmediato en el aire, en tanto constituye un anuncio temprano de la imaginación literal de la película, que en este caso aplica la letra –“Señorita, señorita enséñeme amor”– sobre la imagen convulsa de la maestra sexy que hace su aparición. Cuando a la mujer se le pone entre ceja y ceja reunir como sea una buena cantidad de dinero para hacerse las gomas, el espectador se prepara para disfrutar por adelantado las delicias de un simulacro de demolición de las instituciones educativas. Pero resulta que un experto en universos disfuncionales como Terry Swigoff en realidad ya había hecho una tarea parecida, solo que mucho mejor y más sincera, en aquella desapercibida película llamada Un Santa no tan santo. Igual que allí, el comportamiento gozosamente antisocial del personaje principal de Malas enseñanzas se encarga de dar señales acerca del inconsolable absurdo que lo rodea. Pero esta chica mala parece demasiado segura de sí misma, demasiado concentrada en su objetivo y confiada en sus fuerzas para conseguirlo. En cambio ese estropajo de ser humano con disfraz de Papá Noel meado que encarnaba Billy Bob Thorton se entregaba a una degradación mucho mayor y aparecía revestido de un patetismo bastante más corrosivo, de una pátina de derrota permanente que lo convertía en la víctima propiciatoria de un sistema inhumano, diseñado para hacer del otro un monstruo. Si el personaje no conseguía lo que quería (básicamente una vida menos miserable), era porque se veía desde el vamos marcado por el signo del fracaso, un círculo maldito desde el que no le quedaba más que destilar su odio y su cinismo, contra todos y en especial contra sí mismo. La Elisabeth de Malas enseñanzas no parece tener casi encarnadura humana y se conduce más bien como una marioneta del guión o como si acabara de salir de un videoclip de Van Halen. Cuando empieza la película, sus compañeros la despiden con muestras de cariño a pesar de que unos flashbacks nos muestran que no hizo nada en todo el año. Pero si durante tanto tiempo logró engañar a todos los que la rodean no se entiende por qué, cuando le toca a su pesar volver a la escuela como maestra, parece que tuviera que empezar de nuevo como si fuera una recién llegada. La mujer fuma faso, toma como un marinero y utiliza el sexo para lograr lo que se propone. Todo eso está bien, la película tiene algún gag muy bueno y en general el pulso controlado e hiperprofesional con que la industria del cine se encarga de darle la fluidez necesaria a sus productos la hacen muy llevadera. Pero ojo que en el cine americano a los espectadores les toca muchas veces el papel de alumnos, y casi siempre hay una lección esperando ser impartida: en el fondo, los supuestos gestos disolventes de la película parecen perfilados para dar enseguida el paso, como un suspiro de alivio, a una moralina apenas disimulada y a la exaltación de las conductas normalmente aceptadas que de ella se derivan. Elisabeth aprende un par cosas en la vida, comprende que su cuerpo está bien así, o que por lo menos hay que quererse como uno es, y de paso encuentra a su media naranja en la figura del simpático y modesto profesor de gimnasia, ella que pretendía usar a los hombres para poder vivir de mantenida. En el medio, no se priva de unos instantes de ternura con un niño enamorado de una compañerita, al que da instrucciones y consuelo de modo heterodoxo, a la altura de su reputación. Malas enseñanzas, al final, es cine concebido como deporte, como un muestrario de destrezas en el que de lo que se trata es de llenar cada escena con la mayor cantidad de elementos atractivos posibles. Un fragmento de canción por aquí, un chiste por allá, alguna referencia sexual con cierto grado de explicitud (nada que cualquier argentino no pueda ver en un canal de aire a cualquier hora), o incluso un destello de sentimentalismo: detrás de todo eso, sin que apenas nos demos cuenta –el sigilo también es parte de esa habilidad, cuando está bien empleada–, siempre la lección de civismo, la prescripción de un comportamiento, el filo de alguna pequeña enseñanza que vienen a ofrecerse como contrapartida necesaria de la autoproclamada audacia del planteo inicial, no sea cosa que el espectador se quede inerme viendo como los acontecimientos no terminan de encausarse como corresponde.
Un mundo misterioso. Para los que odiamos apasionadamente durante dos años La risa (película que marcaba el debut cinematográfico de Iván Fund), el nombre del director se nos vuelve ahora con la diligencia de un boomerang bajo cuyo efecto en la conciencia apenas alcanza a disimularse el tono acusatorio: mirando Hoy no tuve miedo espiamos retrospectivamente aquella primera película buscando rastros en la arena, pistas dispersas que hay que tratar de unir para que nos hablen, a ver si nos habíamos perdido de algo. ¿Qué cosas no supimos ver en ese verdadero tour de force técnico que constituía La risa, esa agotadora proeza en la que el cine parecía presentarse como un juego con obstáculos –la película transcurría prácticamente durante una hora y media adentro de un auto lleno de chicos borrachos que volvían del boliche a la madrugada–, donde lo que cuenta es desplegar toda la habilidad y la destreza de las que seamos capaces en los momentos adecuados? ¿No alcanzamos a advertir que el misterio y la ternura soterrada que cruzan Hoy no tuve miedo de punta a punta tenían allí sus antecedentes, acaso, en esos sorpresivos (y demasiado breves) planos abiertos en el paisaje frío, donde los personajes lucían extrañamente desvalidos incluso bajo el pertrecho de sus chanzas interminables y sus vulgares divertimentos cuerpo a cuerpo? ¿En la breve tristeza que asomaba al final, como si todo esfuerzo se revelara de golpe indigno, con una canción de Jimi Hendrix de fondo y la aprendida desmesura del día que sin miramientos se apresta a echárseles encima a los protagonistas? En todo caso, y sin haber visto Los labios –la película que el director filmó inmediatamente después de La risa en coautoría con Santiago Loza– se trata de reconocer ahora, como una auténtica revelación, la capacidad de Fund para establecer, mientras se mantiene al margen de todo alarde, poderosas corrientes de emoción subterráneas y la presencia irrenunciable de los detalles como ejes oscilantes de su cine. En esta sorprendente nueva película que es Hoy no tuve miedo el director decide prescindir de una historia contada en sentido convencional, pero solo para sugerirnos, mediante el uso de retazos, una historia posible a la que el cine solo parece poder aspirar de modo fatalmente incompleto. Las dos extraordinarias hermanas de la primera parte de la película son sus caras más reconocibles pero, enseguida, el espectador se queda prendado también de otros personajes que aciertan a cruzarse con las chicas, a veces de manera lateral. La amiga que vuelve a la madrugada en moto a su casa, pone música y se desploma en la cama mientras, con un timing emocional perfecto, la canción de rock que se escucha de fondo sube de volumen e inunda la pantalla, por ejemplo. Fund parece disponer las escenas como si se tratara de fragmentos autónomos, cada uno con su propia cuota de emotividad, inteligencia y capacidad dramática, hilvanados por una fuerza invisible: la adolescente en cuyo vestido trabaja una de las hermanas protagonistas reaparece después en la fiesta –en la que el director trabaja con la luz y los movimientos de los personajes con una precisión sencillamente apabullante– , su rostro sucesivamente iluminado refleja capas de decepción, frustración y vergüenza, hasta que al final de la secuencia se la ve encuadrada de espaldas en la puerta del local, ya en el comienzo de un día gris, sola entre un montón de gente, abandonada como una muñeca rota. En la segunda parte, mediante una superposición de realidad y ficción que se ha transformado en un procedimiento habitual del cine moderno, en el que cada uno de los términos se vuelve la contracara solidaria del otro, Fund recrea el rodaje de una película fantasma. Varios de los actores de la primera parte vuelven ahora, en distintos roles pero contribuyendo a crear un evidente lazo de identidad común: la fuerza luminosa de los intérpretes se repite en una desopilante sesión de tarot (en el que todo un equipo de filmación se somete al arbitrio del adivino del pueblo), en el encuentro con lugareños pasados de copas en un bar, o en una secuencia de baile que amaga replicar la anterior como en un perturbador juego de espejos. De pronto descubrimos que Fund es un equilibrista de su arte, conmovedoramente persuadido del poder encantatorio de las imágenes, que están llamadas a crear su propia realidad y albergar sus particulares centros de energía al margen de las prácticas recurrentes que prescribe un guión estandarizado. Si en el primer segmento había que intentar reconstruir a partir de cabos sueltos la historia de las chicas y su padre, misteriosamente alejado de la casa familiar, perdido y encontrado (y cuyo estado de abandono se deduce a partir de una campera que una de las hermanas compra en una feria americana), ahora de lo que se trata es de asistir a los tiempos muertos de una filmación que parece operar como reverso de la otra parte. En primer lugar una película, después la filmación de una película, como si lo que el director hubiera querido hacer fuera mostrarnos un falso making of. Parte del evidente triunfo de Fund consiste en que eso no le impide desplegar por la superficie completa de Hoy no tuve miedo la misma clase de sentimiento de estupor frente a un núcleo de realidad que se muestra venturosamente esquivo y, en última instancia, inalcanzable.
El matadero. Si La sonámbula fue empecinadamente valorada por debajo de sus variados méritos, Aballay, el hombre sin miedo hace el camino contrario y recibe una aclamación casi unánime. Igual que en aquel caso, el objetivo del director Fernando Spiner parece ser, al menos en primera instancia, nada menos que el género, ese esquivo Santo Grial recurrente del cine argentino en cuya melancólica busca se afanan cada tanto realizadores y críticos, siempre con una temblorosa expectativa que se ve repetidamente defraudada. El director toma elementos del western pero los cruza con una fuerza desaforada que se cuece en cierta tradición sincrética latinoamericanista del cine moderno. ¿Alguien dijo por allí Glauber Rocha? Puede ser: de pronto, en la película de Spiner, el protocolo del cine clásico empieza a sacudirse, los planos tiemblan en un estertor, las tomas subjetivas afiebradas que invaden las escenas en la última media hora de Aballay parecen establecer la vocación secreta de todo el proyecto: tomar el género para incomodarlo, para hacerlo estallar mediante la violencia ejercida sobre su gramática y su ética. El cura extasiado de Gabriel Goity –un personaje engañosamente lateral– es demasiado extemporáneo hasta para el western spaghetti. La figura de Aballay (el personaje que responde a ese nombre), que empieza como despiadado cuatrero y salteador de caminos y termina misteriosamente convertido en santo de los pobres, remite a la misma imagen de transformación agustiniana del asesino de cangaceiros de Glauber. La religiosidad descentrada de la película suma a su danza de rítmicas escenas de humillación y venganza cíclicas, el esbozo irónico, cargado de una apenas perceptible ferocidad, que señala una línea de la historia argentina que une a bárbaros y civilizados entonando, por su lado pero con idéntica unción, la misma canción patria en la que el campo de batalla es el vehículo para un extravío de orden místico. Por momentos, la película es tan rara que los porteños que viajan sin saberlo hacia el matadero por el paisaje tucumano cantan la misma estrofa dos veces seguidas. Al poco tiempo, los arrebatos telúricos confrontan con la indecisa iconografía de western del comienzo y alcanzan ribetes alucinatorios que le confieren a la película un carácter de anomalía, de criatura mutante: en su provocativa incongruencia, Aballay luce al final como una especie rara de desilusión en dos frentes. Como película de género pero también como exponente de un cine moderno al que parece aspirar genuinamente desde el principio –la elección de un escritor como Di Benedetto, autor del cuento en el que se basa la película, es una señal bastante clara en ese sentido– pero al que termina perteneciendo de modo insuficiente, casi por defecto.
Con su urgencia y desparpajo, la película de los hermanos Josh y Benny Safdie (directores de The Pleasure of Being Robbed) parece inmediatamente querer remitir a una parte del cine americano ubicado al filo de los sesenta. En la primera escena vemos a Lenny, su personaje principal, que pide en un puestito en la calle un pancho “de medio metro”. Le dan algo que no se parece del todo a eso y se va tan contento. Pero resulta que cuando va cruzando una plaza sufre un tropiezo espectacular y el pancho se desparrama por todas partes. Mientras no para de reírse, el tipo se recompone, junta los pedazos y se los va comiendo como si nada. De algún modo, toda la película está condensada ahí. ¿Lenny es idiota o se hace? Los directores esbozan un drama en el que los participantes no parecen advertir que lo es. Los ribetes de comedia permanente que la película exhibe le agregan una ambigüedad definitiva que es en parte lo que la hace tan incómoda. El hombre tiene dos hijos que están acostumbrados a todo, curtidos en el clima de desquicio en el que se desenvuelve su padre. Papá tiene raptos de entusiasmo y se ven arrancados de la cama y llevados a la rastra en pos de unas improvisadas vacaciones; papá y su novia pelean por su atención como si fueran dos chicos ellos mismos; viene un conocido de la familia y después de revolcarse por el piso bromeando con ellos (el chiste termina cuando pisa a uno de los hermanos sin querer) se les queda la noche a dormir en la cama de papá porque no hay lugar. Las cosas no mejoran demasiado fuera de las cuatro paredes del hogar, en donde Lenny debe lidiar con las autoridades del colegio por el mal comportamiento de los chicos y con su ex esposa, que ante semejante panorama quiere cancelar el tiempo establecido de visita que le toca al padre. Más tarde, Lenny les da somníferos a sus hijos para que no noten su ausencia mientras hace un turno en su trabajo que no estaba previsto. Las escenas familiares de Daddy Longlegs recuerdan con insistencia a Una mujer bajo influencia, y en general los directores parecen sentirse a gusto pulsando esa clase de vitalidad descangayada del cine de Cassavetes de la época. La película no deja de lucir un poco preformateada en esa dirección, pero su poética siempre distante de vidas martirizadas y dolorosamente ridículas ofrece genuinos destellos de emoción y veracidad inesperadas. La tristeza sin nombre que embarga los últimos planos de Daddy Longlegs (mientras suena una vaga música de fanfarria), en el que Lenny va con una heladera atada a la espalda mientras los niños cargan con el resto de sus pocas pertenencias, parece acentuar el carácter de comicidad absurda de la vida al tiempo que revela en forma definitiva el desamparo de los protagonistas.
El hombre que pasa películas. Una película no necesariamente se contagia del carácter pasional que se describe en su trama (y al que esta vez, para mayor énfasis, se alude en el título). El coleccionista de cine Alfredo Li Gotti, objeto excluyente de la película de Roberto Ángel Gómez, carga en sus espaldas una vida riquísima, llena de derivas, intereses repentinos y en ocasiones inexplicables. Por momentos, su mentada pasión cinéfila parece tener menos que ver con el cine propiamente dicho que con un fetichismo asociado al aspecto material de las proyecciones, la oscuridad de la sala, el olor de la cinta, el ruido del viejo proyector que recuerda la sensación de bienestar de un arrullo. El director reúne de modo bastante esquemático testimonios del propio retratado junto al de familiares, amigos y conocidos en busca de algo que todo el tiempo parece escapársele a la película, como si los límites de la pantalla no pudieran apresarlo y debiera conformarse con la cáscara. Al mismo tiempo, la amabilidad extrema del retrato lo inhibe de reconocer cabalmente esas aristas sin resolver (la más importante de las cuales podría ser de qué modo alguien abraza una pasión específica y por qué) y produce una acumulación de escenas plácidas en las que el recuerdo se extiende blandamente, sin pliegue ni misterio aparente alguno. La admiración profunda del protagonista por Juan de Dios Filiberto (el célebre vecino músico al que escuchaba embelesado ensayar parado en la vereda de su casa), su paso fugaz por el mundo de la lírica y por los teatros de la calle Corrientes en la década del sesenta; el rostro de la niña que veía al asomarse durante su adolescencia por el contrafrente del edificio y a la que dedicaba sentidas canzonettas a voz en cuello, todo ello es parte del feliz anecdotario que la película desgrana sin jerarquizar y bajo cuyo tono de levedad acaso se esconde una gracia secreta: Alfredo Li Gotti. Una pasión cinéfila, en realidad, con su ostensible falta de sistema y de vocación totalizadora, parece establecer la pasión como el arma con la que se exorcizan los horrores de una vida que de otro modo se quedaría encallada en la rutina y la insatisfacción. Una frase dicha al pasar por el bueno de Li Gotti, que trabajó durante treinta años hasta el día de su jubilación en la empresa Segba –la antigua proveedora de electricidad del Estado- ejemplifica en parte su conciencia del peligro y la convicción para no dejarse atrapar por él: “Yo, una vez que salía de mi trabajo, era otra cosa”, asegura. Con su evidente sencillez y sus modales ligeros, exentos de toda solemnidad respecto del cine como expresión artística, la película de Gómez podría resumir sus intenciones en el fraternal encuentro con los espectadores que van a ver las películas que Li Gotti pasa en forma gratuita en el cineclub instalado con gran sacrificio en su propia casa: se trata de encontrar la oportunidad en la que la grisura de la vida diaria se vea interrumpida brevemente para dar paso a un modesto acontecimiento de un orden que también puede ser social.
El amor es más frío que la muerte. Es cierto que el cine independiente americano tiene a esta altura sus taras, sus automatismos, a menudo una cáscara bajo cuya gramática se intentan disimular el vacío y la inconsistencia. Pero también es verdad que algunos de sus exponentes consiguen imponerse, sin mayor esfuerzo ni destreza, por sobre la mayoría de los estrenos del cine industrial del mismo origen. Blue Valentine es la ópera prima de su director y está producida por sus dos actores protagonistas. Viendo la película se advierte enseguida que esto último tiene su lógica: se trata de una película al servicio de los actores. Ryan Gosling y Michelle Williams se entregan aquí a un ejercicio notable, componiendo a un matrimonio que se encuentra prácticamente al borde de la disolución. En la primera escena el plano toma a la pequeña hija de ambos que grita repetidamente un nombre propio. No se trata de una persona sino de una perra. El padre promete encontrarla mientras despacha a la niña y a su madre rumbo a la escuela y le recomienda a la mujer que tenga cuidado al manejar. Más tarde, cuando va a un acto escolar en el que participa su hija, la mujer ve al animal muerto a un costado de la ruta. Cuando termina de enterrarlo en el jardín descuidado y en declive, el hombre se quiebra y solloza junto a la ventana. En pocos minutos, la película describe un paisaje netamente suburbano y establece el presagio de la modesta tragedia en ciernes que constituye el corazón de la película. El hombre aparece con las manos siempre manchadas de pintura y la mujer con unos vestidos floreados en los que parece demorarse una adolescencia congelada como una mueca de tristeza. Las marcas sobre los cuerpos de los personajes definen un modo de estar en el mundo y establecen el clima de aflicción y de sueños dilapidados que los envuelve. El director encuadra a los personajes de manera realista pero se permite constantes cambios de foco sobre las figuras humanas y el fondo que exponen el modo en el que el mundo se carga de la subjetividad herida de los protagonistas: si una de las características más evidentes del cine americano mainstream es la negación sistemática del dolor, la del cine llamado independiente debería ser, acaso, la de restituir aunque sea una parte de esa dimensión perdida, expulsada desvergonzadamente de las pantallas en nombre del entretenimiento. La película parece proponerse un proyecto que se acerque a ese ideal, pero se queda a mitad de camino. Los flashbacks, mediante los que se hacen funcionar en espejo algunas escenas del pasado y del presente, señalan de forma sumaria el contraste entre la vitalidad de los días de romance de la pareja y la sensación de desmembramiento que la embarga ahora y le quitan buena parte de su fluidez y espontaneidad. En algunos momentos, el director juega un poco a emular esa energía sombría y feroz, acribillada de sufrimiento y de absurdo que es marca de fábrica en las películas de Cassavetes –esto se hace presente sobre todo en la lograda secuencia del motel y en la de la pelea en el hospital–, pero que en esta ocasión resulta saboteada por los inoportunos comentarios musicales del grupo de rock etéreo Grizzly Bear, que tienden a resaltar el costado sentimental de la historia en detrimento de una sobriedad que termina convirtiéndose en excepción. Con dos competentes estrellas como protagonistas, Blue Valentine se muestra incapaz de estar a la altura del tema que tiene entre manos, ocupada en subrayados y en distribuir golpes de efecto visuales (el hombre que en el último plano camina pesadamente hacia un fondo fuera de foco de fuegos artificiales tiene una belleza impostada) que opacan la nobleza que se insinúa en la precisa descripción de una clase social o en la postulación del carácter inaprensible del sentimiento amoroso y el doloroso abismo entre hombres y mujeres.