Esta película israelí dirigida a cuatro manos gasta una retórica puesta enteramente al servicio de una idea peregrina. La vida es un valle de lágrimas, dice en un libro famoso. Y la vida en una ciudad moderna mejor no te cuento, se olvidó de decir. No queda otra entonces que dedicarse a mirar a esa criaturitas de Dios, oír sus quejas, ver cómo se arrastran en absurdos derroteros, transidos de pena y convenientemente envueltos en sus pequeñas miserias domésticas. Y qué mejor que una película con estructura “coral” para diagramar con mayor eficiencia ese malestar, otorgándole a cada uno su parte equivalente de insatisfacción y estupor ante lo que los rodea. Medusas no termina de ser cine pero trafica con su repertorio de imágenes tomado de la publicidad como si lo fuera. Es decir, hace como que mira, hace como que piensa, hace como que descubre. Entre tanto, ofrece una visión del mundo en la que un cinismo predigerido se hace pasar desvergonzadamente por desencanto y sofisticación. En Medusas, todos los personajes parecen tener algo de animal que repta, que se sofoca y padece en el calor despiadado de Tel Aviv. Cuando esos animales humanos que son los protagonistas de la película duermen, el sueño les devuelve casi fatalmente una escena revestida de emanaciones freudianas en donde las desdichas presentes en la vigilia encuentran un trasfondo que al espectador debería hacerle gritar ¡eureka! en la oscuridad de la sala. En cambio cuando sueño y realidad se encuentran y sus capas parecen superponerse en una zona intermedia digna de alguna terapéutica New Age (como cuando la chica que había tenido una pesadilla en la que su madre despachaba al heladero sin comprarle al final el cucurucho prometido se topa en la vida real con un heladero que viene hacia ella) la película termina por volverse el puro simulacro de cartón pintado que anunciaba muy a su pesar. Sus planos feos, de una torpeza manifiesta, están al servicio de un psicologismo de entrecasa mediante el cual el dolor esencial del mundo encuentra su explicación pertinente y su inesperada atenuación.
Todavía se puede usar una palabra acuñada hace más de cincuenta años para designar a películas como La joven Victoria. Mientras no se invente otra, esa sigue funcionado. La palabra es qualité y su genial torsión consiste en señalar, mediante una oportuna inversión del signo, el mal en el corazón mismo de lo que se presenta como virtud. Cabalgando en su propia irrelevancia, en su completa falta de misterio, la película de Jean-Marc Vallée encuentra su forma, un credo con el que salir a flote y simular, en medio de las olas, una cierta dignidad, una fachada de sobriedad con la que el capital acostumbra a revestir a algunos productos: corrección. A partir de allí, la película responde, obedece, ejecuta. Es un cuerpo inerme, un breve objeto sin brillo al que el nombre de Martín Scorsese, estampado en el afiche, presta un poco de su prestigio envejecido como si se tratara de un don, un antiguo fulgor que solo por acostumbramiento es capaz de comunicar algo de un calor que la película no acierta en verdad a encontrar por sus propios medios. La joven Victoria plantea ramalazos de tramas, amagues, fintas con su sombra que enseguida deja de lado. Lo que persevera a lo largo de la película, como su verdadero flujo inconsciente, es la construcción de la figura de la última representante de la Casa de los Hannover como un ser esencialmente inocente, atravesado por la bondad y la preocupación por el otro. Al principio una Victoria niña protesta quedamente contra su destino, al que una obligada regencia confirma en su estructura protocolar férrea, prácticamente carcelaria. La futura monarca es allí una chica lánguida que gusta de pasar sus horas pintando animales y gente que insiste en moverse y en desbaratar así sus afanes artísticos. En definitiva, una infancia signada por el confinamiento y acechada por los intereses turbios de sus tutores. Al rato, la película abandona esa línea de chica encerrada en una jaula de oro y vemos que Victoria pasa a pintar a un apuesto joven, que también es su primo, el príncipe Alberto, que a la brevedad será su marido. Cumplida la mayoría de edad y desairados los severos regentes, Victoria se transforma en reina. Poco más tarde, se une en oportuno matrimonio con el susodicho pintón. La actriz Emily Blunt es muy bonita y hace lo que puede, abre bien los ojos, mira con cara de enamorada: parte del fugaz encanto de la película hay que atribuírselo a ella y sus mohínes, siempre cuidados y pertinentes. El resto es hojarasca, escaramuzas palaciegas para el desempeño de los actores. En el modesto campo de batalla que representa La joven Victoria, donde pugnan el guión y las imágenes que al final se le someten, parece haber en todo momento alguna lucecita que destella en el firmamento de sus planos, un fuego artificial o algo, que viene a iluminar una porción de la historia que enseguida encuentra su prolija ilustración y que la película reproduce sin el mínimo atisbo de rebeldía. Meros golpes de efecto para que la rutina de la narración no se detenga, pequeños acontecimientos históricos que el guión va sacándose de encima y amontonando a los costados. Cuando súbitamente ingresa una parte violenta del mundo exterior en esta fábula regia, de la mano de un hombre que dispara un arma para matar a la reina y hiere en cambio al marido que cruza su cuerpo para protegerla, la película no duda en recurrir a un ralenti torpemente ejecutado que acaso nos informa acerca de la loca improcedencia de esa acción: no fue nada eso, parece decir, apenas una rareza, una insensatez originada en quién sabe qué mente perturbada. La película puede continuar entonces su marcha de puro envaramiento y seriedad, su convencimiento permanente de estar ofreciendo un espectáculo digno, con sus fastos módicos, desplegados siempre con el máximo decoro, sin exageración alguna (no es Visconti, digamos; ni tampoco Scorsese remedando a Visconti), apenas prestando el marco adecuado para el paso por el mundo de esta reina que, por obra y gracia del cine, deja de representar al expansionismo británico en su esplendor para adquirir el rostro de una Victoria que es capturada por la cámara todavía joven, ajena a los sacudones telúricos de la política. De política poco y nada, en verdad: la película se detiene a tiempo, informando con un cartel al espectador que la feliz pareja (la reina y su príncipe consorte) tuvo descendencia multiplicada por el número nueve. Con esa inesperada oda a la reproducción que espantaría a Borges a modo de corolario termina La joven Victoria, acaso con la secreta convicción de que, a partir de allí, no todo puede ser tan despreocupado ni tan insignificante como para formar parte de esta película.
Algunos de los pocos que vimos Como un avión estrellado, la anterior película de Ezequiel Acuña, no podemos olvidarla. Se trató, a partir del golpe de esa visión gloriosa, de recomendarla con el mayor fervor del que fuimos capaces, de prestarla, de copiarla, de conseguir adeptos incluso a la fuerza; de hacer de ella, en definitiva, algo así como una causa. Acuña quizás no estaba tan solo pero parecía que sí: su película, mal estrenada, peor lanzada, incomprendida casi desde el principio (eso seguro), se asemejaba inopinadamente a un objeto abandonado al que nadie parecía interesado en echar siquiera una mirada. Daba toda la impresión, después de todo, de que se cumplía a rajatabla aquello de la maldición de la segunda película, ese momento de terrible algidez en el que el entusiasmo crítico cosechado con un primer largometraje se convierte ante la visión del segundo en desencanto y enseguida en desdén (desprecio, inclusive) en cuanto se presenta el primer escollo. El mar rugiente de palabras y emoción desatada que azotaba Como un avión estrellado era la primera sorpresa, aunque no sería la única. Los adolescentes protagonistas de Nadar solo, debut del director, prácticamente no hablan y cuando lo hacen es con una especie de desgano, de pesadez mortal, como si el mutismo casi absoluto en el que se la pasan inmersos fuera su casa, un refugio del que son arrancados por la fuerza. El habla parece ser allí de exclusivo uso de los padres, de las autoridades, en todo caso de los mayores; el habla es el vehículo en el que se expresa el orden del mundo con una violencia que apenas se esconde, que adopta como mucho la forma de los buenos modales y de una cortesía mal simulada. Al centrar la mirada en los chicos protagonistas, y hacer coincidir esa mirada con la propia, el director construye su película sobre una tensión subterránea acerca de la cual ya ha tomado partido. La música de Jaime Sin Tierra, una remera de Morrissey que debe ser rescatada del tacho de basura, Mar del Plata en invierno, parecen operar como cifras secretas, verdaderas contraseñas de un mapa mental. El inesperado triunfo de la película consiste en desplegar con desusada precisión esos signos, en volverlos reconocibles y universalmente elocuentes. Abrazando una dramaturgia nueva, expansiva, Como un avión estrellado parecía decidida a mostrase como antítesis de Nadar solo. Pero, ¿era un truco de prestidigitación lo que intentaba hacer Acuña? ¿Un mero llenar lo que antes estaba vacío, hablar donde se callaba, hacer manifiesto lo latente? En definitiva, ¿hacer surgir el conflicto que antes apenas se insinuaba, como un leve temblor? En parte, pero no solamente eso. Si en Nadar solo los adultos tenían voz pero eran al fin poco más que figurantes (Manuel Callau como el padre y Marcelo Zanelli como el profesor, sobre todo ellos), en Como un avión estrellado han desaparecido directamente de la escena y solo funcionan como presencia fantasmal: los padres de Nico, muertos en un accidente de aviación, seguro. Pero también, inesperadamente, los músicos de rock norteamericanos Tim y Jeff Buckley, respectivamente padre e hijo, suicidados ambos y cuyas figuras parecen oficiar como oscuros númenes para Santi, el amigo de Nico que resulta ser también su doble, su verdadero lado oscuro, adepto a las pastillas y a los pequeños robos. El único personaje que debería vivir en la adultez, aunque sea porque su biología se lo demanda, es el hermano mayor de Nico, que en cambio prefiere instalarse en una especie de limbo, refugiado en un pliegue de su historia personal, apegado a las amistades de sus progenitores como un animalito doméstico (trabaja de veterinario, por lo demás) y negándose a vender la casa que la familia posee en Chile. Al revés que en Nadar solo, centrada exclusivamente en su joven protagonista, y demostrando que a veces más es más, en esta película Acuña dispone una constelación de tragedias íntimas en la que cada una de ellas podría constituir una historia por sí misma. Henchida de palabras y de estallidos, bellamente desequilibrada y angustiante, la película terminaba con un suicidio fuera de campo y una desconcertante elipsis tras la que se situaba al espectador en un final en el que el protagonista parecía alcanzar un instante de sosiego merced al efecto engañosamente redentor de una canción de Mi pequeña muerte. Bañada de una oscuridad verdaderamente notable, Como un avión estrellado planteaba un desafío al director pero que se podía muy bien dirigir también a la secta que constituimos (a esta altura) sus seguidores. Es como la pregunta que se hizo alguna vez Lenin: ¿qué hacer? ¿Quizá perseverar allí, en ese viaje de ultratumba, hablándoles a los muertos, o (peor todavía, mucho más atemorizante) dejar que hablen ellos, oírlos susurrar, filtrar sus palabras en las canciones de rock que engalanan sus películas, esas melodías que Acuña se empeña en encontrar una y otra vez, siempre distintas pero parecidas? ¿Dar en cambio un paso atrás y volver a pulsar la (a fin de cuentas) amable melancolía de Nadar solo, ese confortable refugio para solitarios en el que uno se podía acurrucar cuando la muerte todavía no nos había tocado de cerca? Ni una cosa ni la otra. Demasiado noble como para ser astuto, y convertido en cartógrafo de su propia sensibilidad (acaso a su pesar), Acuña empieza de nuevo y reinventa para el cine argentino la comedia triste. Asumida al fin la edad de su director, su cine no es que se vuelva nostálgico pero cede un poco a la tentación de atesorar ciertas imágenes, cierta emoción que parecía parte de un tiempo ido pero cuyos restos aun pueden juntarse y disponerse amorosamente en una repisa, aunque sea en forma de fósiles un tanto grotescos: uno de los momentos más hermosos de Excursiones muestra a los dos protagonistas (Alberto Rojas Apel y Matías Castelli, excelentes), muchachos treintañeros ya, vestidos con el uniforme del colegio posando para la cámara. Construida enteramente alrededor de la idea de la pérdida, la película parece condensar en ese plano (fuera de la diégesis, fuera del tiempo), parte de su verdadera vocación a la vez que establece la dolorosa conciencia de su imposibilidad: rastrear una felicidad pasada para traerla de vuelta y actualizarla, hacer entrar figuras en ropas que no les quedan. Con secuencias que constituyen prácticamente cada una un sketch, Excursiones despliega una comicidad liberadora dispuesta a asumir plenamente sus efectos: la risa es en la película la orgullosa respuesta a la constatación del desamparo y de la desdicha. En tanto, las bellas secuencias en cámara lenta, que parecen diseñadas como complemento de la comedia llena de palabras que constituye el grueso del metraje, se encargan de proporcionar esos breves y espléndidos momentos de cine puro que aparecían en Como un avión estrellado pero que aquí alcanzan picos de radiante felicidad, casi siempre con la sorprendente Martina Juncadella como protagonista principal (en el cine de Acuña las mujeres parecen existir solo como idealización, como figuras vaporosas a las que se contempla con extática veneración). Pero lo notable es que nada parece del todo preparado en la primera comedia del director, muy a pesar del perfecto timing de las escenas nada en verdad luce pergeñado en un laboratorio como en esos intentos tan toscos de comedia a la americana del cine argentino reciente que se dan a sala llena. La imprevista gracia y la elegancia de Excursiones, película orlada de pequeños hallazgos a cada paso, parecen finalmente sugerir que hay un mundo esperando ser descubierto.
Es cierto que el título de la película parecía presagiar lo peor. Y lo peor ocurre, finalmente. Matar a Videla se merecería un uno sin posibilidad de apelación alguna. O un cero, si el cero fuera un número y se pudiera calificar a engendros como este con él (asumido ese déficit, debería inventarse algo equivalente que pudiera contabilizarse por debajo del uno para casos semejantes). Es que Matar a Videla viene a completar la inenarrable impostación de su tono con una cantidad de vicios y defectos que alcanzan a conformar una serie prácticamente infinita, irredimible. Matar a Videla es un campo minado en el que parece haberse trabajado con tanto esmero y enjundia que no se puede dar un paso sin que algo nos pegue de la cintura para abajo. Sí, de pronto se puede optar por la risa como paliativo, a expensas en verdad de las intenciones de la película y tratando de obtener alguna clase de beneficio inesperado en vista del magro rédito que su obligada visión tiene para ofrecernos. Pero es como si nos divirtiéramos mirando hacer piruetas al diablo: tarde o temprano nos damos cuenta y se nos congela la cara, de puro estupor, nomás. Es que realmente uno no puede creer que lo que está viendo se llame a sí mismo cine. Como en una escena en la que el atribulado joven protagonista de la película toca el timbre en una casa medio cheta, y cuando un adolescente le abre la puerta le dice en voz bien alta: “sí, vengo a buscar un revólver que compré por internet”. Pero hay que decir que tampoco se obtiene gran cosa adoptando esa actitud de jocoso abandono con el resto de la película, cuya coraza de solemnidad prueba al fin ser refractaria a la alegría en todas sus formas, inclusive aquella que recibimos por default. Matar a Videla presenta además, como reaseguro contra su congénita banalidad, un rejunte de conceptos célebres esparcidos sin ton ni son para simular un espesor extra del que a todas luces carece. De allí su carácter esencialmente fraudulento y acomodaticio. La película es muy mal cine pero con eso no se conforma. Quiere ser más, quiere ser una cosa distinta, de un orden superior. Como si con el uso indiscriminado de frases (“el deseo se inclina hacia el futuro”, “el mundo es representación”; “el mundo es voluntad”) que se abaratan de inmediato en cuanto entran en fricción con su contexto, todo el conjunto se dispusiera a adquirir una relevancia evidente e impostergable. Porque a las reflexiones del protagonista (que una voz en off no deja de proferir fastidiosamente), que intentan otorgarle el dejo amargo de una conciencia moderna, el spleen de un hombre perdido en medio de un océano de pequeñas claudicaciones y aspiraciones que no se realizan, la película les agrega la apelación de autoridad que pretende derivarse fatalmente de la vigencia de un tema que saca de la galera y que justifica por sorpresa su título: los desaparecidos. Sumando un malestar a otro, Matar a Videla pasa de lo general a lo particular y alcanza un grado único de torpeza y estupidez en el que las heridas se amontonan y malversan y el dolor concreto puede ser una excusa para la disertación perezosa que se disfraza de filosofía y el manotazo irresponsable de actualidad.
Hasta hace algunos años los espectadores argentinos podíamos esperar con anticipada fruición la llegada de cualquier película que viniera de Irán. Se hablaba entonces de Kiarostami, Majid Majidi, Jafar Panahi o algún otro que se agregaba quizá a la lista. Es verdad que los directores de ese origen que conocíamos se reducían a un puñado de pocos nombres, un breve círculo dorado cuyas cifras se podían repetir fácilmente y que refulgía de modo particular entre los cinéfilos más o menos avisados. A la busca de cinematografías desconocidas y originales, capaces de proveer imágenes nuevas, contrahegemónicas, se la recompensaba con la incomparable sensación de asombro y frescura que surge de haber encontrado poco menos que un tesoro escondido. En Irán no se cocinaban solo regímenes teocráticos (en ese momento bastante moderados en comparación con el actual) sino también un cine sofisticado cuya extraña radicalidad solía correr pareja con su aparente sencillez y su enigmático, casi insultante despojamiento. Esos nombres olímpicos empezaron en algún momento a menguar de manera más bien indecorosa, sin embargo, y los estrenos de las películas rubricadas con sus firmas ralearon hasta prácticamente desaparecer. El cine de los maestros iraníes puede verse ahora en festivales del mundo al lado del de algunos otros como el director de origen kurdo Bahman Ghobadi, por ejemplo, que exhibe en Buenos Aires la película que nos ocupa. Es decir, no tenemos más Kiarostami en las salas pero nos toca Ghobadi. Para los que dicen que la vida es injusta, ahí tienen una prueba más que contundente. Como en Las tortugas también vuelan, su anterior película (vista oportunamente en estos lares), Ghobadi se muestra engolosinado con la música y el folklore de la región. La música de Media luna es ciertamente hermosa y sirve para vertebrar la anécdota de la película: Mamo, un famoso músico kurdo ya anciano que reside en Irán marcha con sus hijos (que son tantos que constituyen una orquesta entera) para dar un concierto en una ciudad de Irak. En el camino hacia allí, al pobre hombre y a su trouppe les pasa de todo: los detienen en la frontera, a la cantante se la llevan presa por su condición de mujer, les rompen los instrumentos cuando les requisan el ómnibus, soldados norteamericanos les disparan ni bien ponen un pie en territorio iraquí. La mar en coche. Encima, cuando llaman por celular a un antiguo colega de Mamo que vive cerca para que les proporcione ayuda (ya que es su equivalente artístico en la zona y su reputación podría salvarlos del desastre), al tipo le da un patatús de la emoción y se muere. El modelo de Ghobadi parece ser el de las comedias alla italiana. Su aturdido humor campea aquí y allá, así como los resabios desfallecientes de un neorrealismo de ocasión en el que la tragedia de la vida se confunde con la risa canallesca y la humillación desembozada del cine menos afortunado de Dino Rissi, por ejemplo, como cuando al hijo que fue culpable involuntario del accidente lo cuelgan cabeza para abajo por orden del padre y lo abandonan gritando a la intemperie en medio de una tormenta de nieve. El folklore termina de ingresar en la película para dar cuenta de antiquísimas leyendas y sentencias locales que parecen persistir como síntoma (feliz e indomable) en un mundo cuyas convulsiones de carácter político no son nada ante un orden anterior preciso, inapelable, que sigue rigiendo como un candado de acero el destino de los hombres. La inocua fábula de Ghobadi se solaza así en su dictamen sin tensión ni angustia alguna acerca de ciertos aspectos absurdos de la vida moderna mientras parece querer purgar su irrelevancia postulando, a modo de insuficiente compensación, la naturaleza sagrada y curativa del arte.
Hubo un tiempo en el que la llegada de una película de Francis Ford Coppola a la cartelera porteña era saludada como un verdadero acontecimiento. No se sabe a ciencia cierta si esto fue hace mucho o solo lo parece. La verdad es que el nombre del robusto director norteamericano se fue apagando misteriosamente hasta prácticamente desaparecer de la consideración de los espectadores y de la crítica. Su penúltima película hasta la fecha (recordemos que el hombre tuvo recientemente un inopinado cuarto de hora en boca de los porteños con motivo de su accidentada incursión local para la filmación de Tetro) quizás no contribuya del todo a hacer volver a subir sus acciones: Juventud sin juventud, basada en un libro de Mircea Eliade y filmada en Rumania (el país de origen del autor), resulta una película extraña por donde se la mire y que viene a poner en el tapete la pregunta acerca del lugar que el director ocupa en el panorama del cine actual. Quizás resarcido económicamente para toda la vida con el fruto de la explotación de sus viñedos, Coppola se haya decidido a mostrarse ahora saludablemente inactual y esquivo. Con la intención de hacer de nuevo literalmente lo que se le canta (un viejo sueño suyo que culminó en la quiebra y el descrédito allá por principios de los años ochenta con el desastre de su película One From the Heart), entrega esta vez una curiosa pieza de difícil clasificación con la que parece querer despegarse del cine norteamericano en forma definitiva. En Juventud sin juventud se alude a una paradoja que el título expone sin ambages. Un sabio es golpeado por un rayo y va a parar al hospital: está hecho pelota pero ha logrado conservar su vida milagrosamente. El verdadero milagro viene al poco tiempo, sin embargo: en el cuerpo del tipo no solo se verifica una rápida cicatrización y curación de las heridas recibidas sino que, para asombro de todo el mundo (incluido por supuesto el espectador, que ha visto su aspecto antes del accidente) sus células empiezan a experimentar un retroceso mediante el cual consigue volverse progresivamente más joven. Así, del hospital termina saliendo un desconcertado hombre de unos treinta años que poco tiene que ver con el anciano que entró todo chamuscado por la acción de un rayo inoportuno. Como para agregarle complicaciones al asunto, y quizás para reforzar también, acaso en demasía, el carácter absurdo de la lógica que nos rige, el protagonista termina enamorado de una muchacha que sufre un acelerado proceso de envejecimiento. La película de Coppola fluye con una especie de pesadez hipnótica, con sus planos fijos y desapasionados que parecen proponerle al espectador una distancia implacable y definitiva y a la que nada viene en verdad a compensar. Como si quisiera estar a la altura de Eliade, que es pesado y fastidioso como él solo, el director se vuelve inesperadamente solemne con el propósito de ensayar lo impensado: una película-ilustración, un objeto (también) paradojal en donde los ribetes trágicos de la existencia se vuelven chatos e incomunicables en términos cinematográficos, sencillamente porque el cine parece haber renunciado por esta vez a otro papel que no sea el de mero enunciador de la tragedia. En Juventud sin juventud el mundo resulta ser un andurrial risible (cuando no patético) al que al espectador le toca observar con mirada celeste, obligadamente consustanciada con el nietzscheanismo sin gracia ni destreza de Eliade, mientras las criaturas que lo habitan protagonizan sus desgraciadas peripecias. En tanto, la frialdad terrible con la que la película se pliega a ese juego, esa exhibición del dolor esencial de la vida como mero efecto pictórico, se hace pasar por sofisticación.
Una buena y una mala. En algún momento habrá que hacerle algo de justicia y reconocer, al final, algunos de los frutos de aquella despareja experiencia colectiva de hace unos años que fue el film A propósito de Buenos Aires y la capacidad de Rafael Filipelli como principal factotum de todo el asunto. A los nombres de Matías Piñeiro y de Manuel Ferrari que surgieron de allí, y de quienes se vieron en el 2009 Todos mienten y Como estar muerto/cómo estar muerto respectivamente, se suma ahora el del sorprendente Sergio Mazza, que oficiaba en aquella película de asistente de dirección y que ahora se estrena como director. Resulta que Mazza presenta en esta oportunidad no una sino dos películas en la misma semana: El amarillo (2006) y Gallero (2008). Es cierto que los designios de las distribuidoras han probado a esta altura con creces ser inescrutables, pero también que la desfachatada y caprichosa geometría de la distribución se muestra cada vez más regida por una lógica absurda, contraria al interés de casi todo el mundo. Lo notable es que el espectador curioso y ávido de novedades (a la nada reprochable falta de antecedentes del director se suma el hecho de que las películas fueron lanzadas prácticamente sin promoción de ningún tipo) puede, si tiene tiempo y ganas, pasarse una tarde sumergido en dos versiones del mundo de un mismo cineasta. El amarillo resulta una verdadera curiosidad, una pequeña obra maestra secreta cuya modestia e invisible ambición corren parejas con su carácter auténticamente libre e iconoclasta. La acción transcurre en un piringundín de un pueblito de la provincia de Entre Ríos, al que en la primera escena vemos arribar a un hombre en un bello y largo plano nocturno que se encarga de establecer parte de la arrebatada poética de la película. Mientras la cámara lo sigue caminando por la oscuridad hacia una fuente de luz que refulge en medio de la noche, se oye de pronto una canción a guitarra y voz. La música funciona como acompañamiento de fondo de la marcha del hombre, hasta que en un violento primer plano vemos a la mujer que la está interpretando dentro del lugar al que el hombre se dirige: una cara enmarcada en luz roja, puro misterio, a la que el director no rehúsa acercar la lente hasta exhibir incluso los poros de su piel. En breves contraplanos, caras de hombres en la oscuridad del local que asisten impertérritos, mientras ella desgrana una canción tras otra como una letanía. Es que, sorprendentemente, El amarillo es eso, al final: una película con canciones en la que todo posible argumento se disuelve para dar paso a la inesperada vitalidad y frescura de la música. Por un momento, casi como si le pasara por la mente la idea de un western pero solo para dedicarse enseguida a pulverizar convenientemente su dramaturgia, Mazza sigue los intentos del recién llegado para hacerse valer en ese sitio olvidado, que no es tanto que lo rechace sino que olímpicamente lo ignora. Mientras, la película hace surgir una comicidad lunar derivada de la incongruencia entre la torpeza del hombre y el hosco recibimiento que se empeñan en dispensarle las mujeres del lugar. Sin embargo, igual que el espectador, el tipo se ha quedado extasiado con la cantante del prostíbulo desde la primera vez que la vio. Ella se le hace la difícil, hasta que de pronto deja escapar una sonrisa en medio de algo parecido a una charla. El hombre es un verdadero pelmazo y la mujer parece un hueso más que duro de roer. Con discreta amabilidad, el director dispone el remoto humor de la película en las escenas diurnas y reserva para la noche lo que en verdad importa en El amarillo: esa mujer y sus extraordinarias canciones, pero no solo ella. La cantante, compositora y actriz (a quien no conocía hasta ahora) se llama Gabriela Moyano y descuella por partida triple y se convierte en el motivo central de la película. Además, como generoso bonus, la película exhibe la genuina destreza para el canto de varios lugareños en un largo pasaje bañado por una desusada autenticidad y una emoción realmente inesperada y original. Como en un poderoso acto de fe, la película de Mazza convierte la inasibilidad terminal de sus escenas en estilo, a fuerza de insistir en el conmovedor y misterioso balbuceo de sus planos y en el modo en el que se las arreglan para fluir grácilmente alrededor de la música. Y ahora vamos a la oración con la que comienza esta nota. Es muy curioso el caso de este director. Si en El amarillo destacan la belleza y la gracia, su siguiente película, por el contrario, resulta inesperadamente insípida y afectada. Ambientada en un pueblito perdido (una especialidad del autor), pero esta vez ubicado en Catamarca, Gallero empieza también con la llegada de un hombre, un experto en gallos de riña al que alude el título. Al poco tiempo conoce a una mujer mayor a la que hace algunos arreglitos en la casa. La relación que se establece a partir de allí entre los dos se basa en un mutismo casi absoluto que de a poco va cediendo el paso a breves, casi imperceptibles muestras de afecto. De manera inopinada, cada tanto el director hace irrumpir en la acción unos planos de un onirismo de entrecasa (muy feos, por cierto), con los que el trato entre el hombre y la mujer parece adquirir una consistencia vagamente simbólica, como si se hubiera decidido a suplantar las frágiles, inextricables imágenes de El amarillo por otras en las que el cine se confunde con la automática ilustración de una idea literaria. Cuando el espectador ve la torpe escena de sexo que protagonizan el hombre y la anciana se le prende la lamparita y se acuerda de Japón, la película del mexicano Reygadas, que comparte con Gallero su impostada solemnidad, su paisajística indie qualité y sus efusiones pseudorreligiosas dispuestas a la disparada y con el mayor grado de gravedad imaginable. Un par de escenas con gallos dándose picotazos aportan por su parte la cuota de crueldad pintoresca que no desentonaría tampoco en una película de Reygadas. No sé qué esperar de una nueva película de Mazza. Está claro que el hombre no es un cineasta que admita pronósticos fáciles, aunque en verdad no resulta muy alentador el hecho de que de sus dos películas la mala sea la segunda. Si El amarillo fue un feliz accidente no lo sabemos todavía, habrá que ver. Gallero, en cambio, parece seguro el fruto del cálculo y de la astucia, cualidades que no son muy recomendables para el cine, me parece.
Una buena y una mala. En algún momento habrá que hacerle algo de justicia y reconocer, al final, algunos de los frutos de aquella despareja experiencia colectiva de hace unos años que fue el film A propósito de Buenos Aires y la capacidad de Rafael Filipelli como principal factotum de todo el asunto. A los nombres de Matías Piñeiro y de Manuel Ferrari que surgieron de allí, y de quienes se vieron en el 2009 Todos mienten y Como estar muerto/cómo estar muerto respectivamente, se suma ahora el del sorprendente Sergio Mazza, que oficiaba en aquella película de asistente de dirección y que ahora se estrena como director. Resulta que Mazza presenta en esta oportunidad no una sino dos películas en la misma semana: El amarillo (2006) y Gallero (2008). Es cierto que los designios de las distribuidoras han probado a esta altura con creces ser inescrutables, pero también que la desfachatada y caprichosa geometría de la distribución se muestra cada vez más regida por una lógica absurda, contraria al interés de casi todo el mundo. Lo notable es que el espectador curioso y ávido de novedades (a la nada reprochable falta de antecedentes del director se suma el hecho de que las películas fueron lanzadas prácticamente sin promoción de ningún tipo) puede, si tiene tiempo y ganas, pasarse una tarde sumergido en dos versiones del mundo de un mismo cineasta. El amarillo resulta una verdadera curiosidad, una pequeña obra maestra secreta cuya modestia e invisible ambición corren parejas con su carácter auténticamente libre e iconoclasta. La acción transcurre en un piringundín de un pueblito de la provincia de Entre Ríos, al que en la primera escena vemos arribar a un hombre en un bello y largo plano nocturno que se encarga de establecer parte de la arrebatada poética de la película. Mientras la cámara lo sigue caminando por la oscuridad hacia una fuente de luz que refulge en medio de la noche, se oye de pronto una canción a guitarra y voz. La música funciona como acompañamiento de fondo de la marcha del hombre, hasta que en un violento primer plano vemos a la mujer que la está interpretando dentro del lugar al que el hombre se dirige: una cara enmarcada en luz roja, puro misterio, a la que el director no rehúsa acercar la lente hasta exhibir incluso los poros de su piel. En breves contraplanos, caras de hombres en la oscuridad del local que asisten impertérritos, mientras ella desgrana una canción tras otra como una letanía. Es que, sorprendentemente, El amarillo es eso, al final: una película con canciones en la que todo posible argumento se disuelve para dar paso a la inesperada vitalidad y frescura de la música. Por un momento, casi como si le pasara por la mente la idea de un western pero solo para dedicarse enseguida a pulverizar convenientemente su dramaturgia, Mazza sigue los intentos del recién llegado para hacerse valer en ese sitio olvidado, que no es tanto que lo rechace sino que olímpicamente lo ignora. Mientras, la película hace surgir una comicidad lunar derivada de la incongruencia entre la torpeza del hombre y el hosco recibimiento que se empeñan en dispensarle las mujeres del lugar. Sin embargo, igual que el espectador, el tipo se ha quedado extasiado con la cantante del prostíbulo desde la primera vez que la vio. Ella se le hace la difícil, hasta que de pronto deja escapar una sonrisa en medio de algo parecido a una charla. El hombre es un verdadero pelmazo y la mujer parece un hueso más que duro de roer. Con discreta amabilidad, el director dispone el remoto humor de la película en las escenas diurnas y reserva para la noche lo que en verdad importa en El amarillo: esa mujer y sus extraordinarias canciones, pero no solo ella. La cantante, compositora y actriz (a quien no conocía hasta ahora) se llama Gabriela Moyano y descuella por partida triple y se convierte en el motivo central de la película. Además, como generoso bonus, la película exhibe la genuina destreza para el canto de varios lugareños en un largo pasaje bañado por una desusada autenticidad y una emoción realmente inesperada y original. Como en un poderoso acto de fe, la película de Mazza convierte la inasibilidad terminal de sus escenas en estilo, a fuerza de insistir en el conmovedor y misterioso balbuceo de sus planos y en el modo en el que se las arreglan para fluir grácilmente alrededor de la música. Y ahora vamos a la oración con la que comienza esta nota. Es muy curioso el caso de este director. Si en El amarillo destacan la belleza y la gracia, su siguiente película, por el contrario, resulta inesperadamente insípida y afectada. Ambientada en un pueblito perdido (una especialidad del autor), pero esta vez ubicado en Catamarca, Gallero empieza también con la llegada de un hombre, un experto en gallos de riña al que alude el título. Al poco tiempo conoce a una mujer mayor a la que hace algunos arreglitos en la casa. La relación que se establece a partir de allí entre los dos se basa en un mutismo casi absoluto que de a poco va cediendo el paso a breves, casi imperceptibles muestras de afecto. De manera inopinada, cada tanto el director hace irrumpir en la acción unos planos de un onirismo de entrecasa (muy feos, por cierto), con los que el trato entre el hombre y la mujer parece adquirir una consistencia vagamente simbólica, como si se hubiera decidido a suplantar las frágiles, inextricables imágenes de El amarillo por otras en las que el cine se confunde con la automática ilustración de una idea literaria. Cuando el espectador ve la torpe escena de sexo que protagonizan el hombre y la anciana se le prende la lamparita y se acuerda de Japón, la película del mexicano Reygadas, que comparte con Gallero su impostada solemnidad, su paisajística indie qualité y sus efusiones pseudorreligiosas dispuestas a la disparada y con el mayor grado de gravedad imaginable. Un par de escenas con gallos dándose picotazos aportan por su parte la cuota de crueldad pintoresca que no desentonaría tampoco en una película de Reygadas. No sé qué esperar de una nueva película de Mazza. Está claro que el hombre no es un cineasta que admita pronósticos fáciles, aunque en verdad no resulta muy alentador el hecho de que de sus dos películas la mala sea la segunda. Si El amarillo fue un feliz accidente no lo sabemos todavía, habrá que ver. Gallero, en cambio, parece seguro el fruto del cálculo y de la astucia, cualidades que no son muy recomendables para el cine, me parece.
De modo casi fatal, en Goodbye Solo se puede apreciar una serie de taras del llamado cine independiente norteamericano, la más notoria de las cuales es una especie de obligada baja intensidad, como si el mérito mayor de la película fuera el de intentar sortear a toda costa la idea de una dramaturgia más convencional y construir a partir de esa ausencia una relación con el mundo circundante supuestamente más genuina. La película no lo consigue del todo pero sus máximos esfuerzos parecen concentrarse en simular que sí lo hace, mediante el escamoteo en verdad un poco ramplón de todo rasgo de energía que pueda ser sospechada de irrealidad o de estar por lo menos fuera de la más estricta cotidianeidad. Supongo, en fin, que Goodbye Solo podría entrar en eso que a algunos cráneos les gusta llamar “películas de gente real” (en serio, leí la expresión por ahí), categoría en la que la sociología de salón seguro que debe jugar algún papel no menor. El entusiasmo a todo trapo que practica el personaje principal de la película, un inmigrante senegalés llamado Solo que trabaja en los Estados Unidos de taxista, lo convierte más bien en un estereotipo del expatriado voluntarioso y de una nobleza y espíritu de lucha sin dobleces, cuya fe inquebrantable en el esfuerzo personal para salir adelante termina argumentando inopinadamente a favor del sistema en el que se inserta su vida. “Sé que voy a pasar el examen porque quiero hacerlo”, dice mientras se prepara para ingresar a un curso de capacitación para empleados aeronáuticos. Su mujer mexicana, en tanto, que está embarazada y tiene aspiraciones mucho más terrestres, solo le exige que pase más tiempo a su lado, que se ocupe de la familia como es debido y que por dedicarle tiempo a estudiar no se lo saque al trabajo. Paralelamente, Solo entabla una relación inexplicable con un misterioso pasajero, un wasp envejecido y agriado con pasado rockero que toma su taxi para acudir a cada rato al cine y del que el taxista sospecha que puede intentar suicidarse en cualquier momento. A las continuas atenciones de Solo (un personaje de índole sospechosamente servicial) el tipo no para de responder con rezongos y a veces incluso con franco desprecio. La mayor parte de la película, de un tono apagado al que contribuye la profusión de escenas nocturnas (el taxista hace el turno noche) se sostiene en la extraña ligazón establecida entre esos dos hombres disímiles, como si el director considerara al cine como oportuno reemplazo del mal teatro, una inmejorable oportunidad para el palabrerío serio y el desempeño más o menos simpático de los actores (en ese rubro se destaca por lejos la niña Diana Franco Galindo, que hace de la hija de la esposa de Solo). En los tramos finales de la película, sin embargo, hay una escena muy bella en la que el taxi se dirige al atardecer por un camino de montaña rumbo a un mirador llamado Blowing Rock, en donde el paseante puede asomarse a un precipicio azotado por unos vientos huracanados y en el que se dice que si se arroja un objeto éste vuelve enseguida hacia arriba como por arte de magia. El automóvil sube entre la niebla que se abate sobre la ruta y de pronto desaparece: un blancor de hueso toma por asalto la pantalla, un lienzo trémulo levantado entre los personajes y el espectador. Poco más tarde, Solo y su hijastra pierden de vista al enigmático hombre y deciden atravesar un paseo boscoso, atraídos por el mencionado prodigio que promete el lugar. Como si el nombre de Blowing Rock que el viejo pronuncia al principio fuera la cifra clave hacia la que con parsimonia se encamina todo el trámite de la película, Goodbye Solo, abstraída repentinamente de sus protagonistas un poco sosos y exánimes, seres a través de los cuales no deja de exteriorizarse un humanismo de manual que los guionistas se han encargado de imponer, parece descubrir de pronto la fuerza inefable de la naturaleza mientras el cine se manifiesta como el medio más competente para su extasiada contemplación.
La película más impredecible del año resulta ser también una de las más hermosas. Aunque el director James Gray parezca decirlo en voz apenas audible, muchos de los planos de Los amantes, imbuidos de una inusual elegancia nocturna, aparentan sucederse prácticamente a su aire, encantados y perplejos, casi como si reprodujeran la lógica secreta que rige el universo de los sueños. Sabíamos algo hasta ahora, no demasiado en verdad, del modo particular del director para trabajar. Solamente cuatro películas en catorce años: demasiado poco para llamar a la extraña trayectoria de Gray una carrera. Con el desapego y la indiferencia de un dandy (digámoslo: nadie triunfa en Hollywood de ese modo), con su cuidado extremo por las formas y su particular atención al acabado de sus películas, que se recuerdan como bellos fragmentos desperdigados en el tiempo, el director parece no cejar, mediante el cultivo de una insultante renuencia, en constituir un caso notable de baja productividad, quizá a la altura del de Terence Malick. A su modo un descubridor de mundos, desde aquel habitado por los gélidos gángsters de Cuestión de sangre, pasando por el de los policías de Dueños de la noche, hasta el de la clase media de judíos inmigrantes de Nueva York en Los amantes, siempre es posible encontrar en sus películas grupos cerrados anudados a un lenguaje, a una serie de códigos, al centelleo particular de los gestos que los distinguen. Las familias de Gray se miran a sí mismas, se atraen entre sí sus integrantes, se repelen y se imantan, se cuecen en el caldo de sus propios humores y aspiraciones. Pero en Los amantes, el director introduce como nunca antes el elemento externo, la figura espectral de lo otro, una especie de locura, deliciosa y desestabilizadora en partes iguales y complementarias. Leonard (un Joaquin Phoenix inspiradísimo, dicen por todos lados que en el que podría ser su último trabajo para el cine) tiene impulsos suicidas y sus padres se dedican a no sacarle el ojo de encima, ahora que ha vuelto al hogar después de una misteriosa internación, naturalmente temerosos de que tenga una recaída. De hecho, en el comienzo nomás lo vemos dejarse caer a las oscuras aguas heladas del Hudson con la gracia de una bailarina. La película de Gray podría ser un estudio acerca de cierta autoridad terrorífica del amor, al que se describe en Los amantes como un sentimiento arbóreo, capaz de no dar tregua, de ramificarse hasta el infinito, y que viene a encontrar en la tradición y en la institución familiar los vehículos más idóneos para ejercer su soberanía. El personaje de Phoenix vive entre las paredes de su hogar rodeado del cariño y la comprensión de sus progenitores, y la inesperada maestría del director consiste en mostrarle al espectador simultáneamente las dos caras de ese amor familiar, protector y agobiante a la vez, casi castrador diríamos, sin que en ningún momento se alcance a ver del todo la diferencia entre una y otra. En una oportunidad, Leonard se topa con una vecina y se queda prendado de ella pese a que sus padres preferirían para él otra candidata, la hija de un matrimonio amigo con el que su padre planea hacer un negocio salvador. Los amantes se dedica menos a describir la indecisión de Leonard entre las dos mujeres que a cartografiar el modo en que se las apaña sin que se le mueva un pelo para querer en la práctica a ambas por igual. Descripta así, la película tiene toda la pinta de ser una comedia pero no lo es. Michelle, la chica que vive al lado de su departamento y a la que Leonard conoce cuando debe sacarla de un apuro refugiándola durante unos minutos en su casa, parece representar la fuerza del amor erótico, con toda su carga de extrañeza y de inquietud. En tanto la bella Sandra, la chica que le está destinada, noble y buena como ella sola, constituye la compañera ideal que podría sin embargo llevar sus vidas a una ruina de conformismo y hastío. La amargura que la película sostiene de manera admirable en un estado de latencia apenas visible proviene de la sutil conciencia de ese final que se sugiere inexorable. A los tonos cálidos, entrañables, y también curiosamemente asfixiantes de la casa de los Kraditor (la familia de marras), el director les opone una serie de hermosas escenas de la ciudad de Nueva York de noche, en las que, como si se tratara de una verdadera aventura, Leonard es capaz de mostrarse completamente desinhibido haciendo reír a las amigas de su vecina mientras viajan en auto hacia una disco. Enseguida, ya dentro del boliche y reafirmando la idea del carácter de espacio liberador que tienen los lugares públicos de la película, Phoenix tiene un lucimiento actoral y físico notable en una extraordinaria secuencia de baile, en la que se pone a hacer piruetas como un loco ante la algarabía general. Se trata de pasajes de una enorme gracia y felicidad, con lo que la película de Gray adquiere un tono agridulce demoledor que le permite elevarse en toda su contundente e inconsolable ambivalencia. Es que con Los amantes, Gray demuestra ser un cineasta bastante más sofisticado de lo que aparentaba hasta ahora (que no era poco). Los mundos clausurados y compactos de sus películas anteriores se cargaban casi inmediatamente del espíritu de desesperanza un poco automático y sumario derivado del realismo de cierto cine norteamericano de los setentas del cual el director parecía un beneficiario más o menos dilecto. Los amantes muestra la sospechosa legitimidad de ese pesimismo heredado, pero al mismo tiempo, en un movimiento lleno de audacia que acaso se convierte en la marca magistral definitiva de la película, es capaz de entregar un happy ending perfectamente plausible desde el punto de vista narrativo, pero que no deja de exhibir su carácter oscuro e incluso falso. Como un prestidigitador que desacelera los movimientos de sus manos para que podamos apreciar mejor el truco, el director esgrime al final la banalidad reparadora de la trama pero se aviene a permitirnos que podamos conjeturar también su revés, por lo que el estatuto de máquina esencialmente fraudulenta del cine industrial se revela de pronto en toda su brutalidad mientras el film se precipita hacia una perturbadora zona de ambigüedad prácticamente única. Gray hace una película que no deja de comentar el mundo y sus misteriosos dobleces, a la vez que podría estar haciendo del cine el verdadero objeto secreto de su mirada.