Sabíamos de películas dirigidas por maestros, por críticos de cine, por artistas plásticos, por escritores, por filósofos. Incluso por ex policías. Una vertiente más usual y aparentemente más razonable es la de los actores que se convierten en cineastas; una de las que a priori resultaban más temibles, la de los psicoanalistas que filman, dio por resultado en la Argentina a un director de considerable talento e inteligencia como Mario Levin. El inglés Tom Ford es diseñador de ropa, y a lo mejor el dato, difundido profusamente por la prensa como si se tratara de una clave imprescindible para leer su película, se agrega a la incompleta lista cuya dudosa utilidad le tocará juzgar al lector. A no ser por los detalles prestados a la indumentaria y a los peinados de los personajes (la acción se ubica en Los Angeles a principios de los años sesenta, el look de la película es importante) y el preciosismo con el que vemos disponer sobre una cama las prendas y accesorios que componen un traje, nada hace pensar que la profesión de Ford tenga aquí alguna relevancia. Una voz en off en primera persona aletea sobre imágenes suntuosas, en las que no faltan los ralentis ni el grano bien a la vista, y contra ese fondo se dispone el sentimiento de esencial estupor al que Ford parece querer jugar todas sus cartas. La fábula del hombre que sufre una pérdida amorosa irreparable y se encuentra escindido del mundo, prácticamente incapaz de reconocerse a sí mismo ni a sus semejantes, le sirve al director para instalar la idea de un orden simétrico monstruoso, paralizante, en el que cada imagen, cada cosa que pasa delante de sus ojos, remite al protagonista a un momento previo relacionado con su amado muerto. Si suena el teléfono, eso dispara el momento terrible en el que al tipo le comunican la infausta noticia del accidente. Si mira a través de la ventana caer la lluvia, inmediatamente se le ofrece al espectador la escena en la que el hombre corre en cámara lenta bajo el agua, yendo desesperado a buscar consuelo a su dolor a lo de una amiga vecina. Semejante procedimiento maníaco se repite a lo largo de la película unas cuantas veces, más de las que importa consignar aquí. Y ya está, eso es todo lo que la película da de sí, a no ser que se tenga consideración por la anémica escena en la que el protagonista amaga encontrar un breve aliento que lo devuelva a la vida, de la mano de otro amor, casi como en una canción mala. No es demasiado ingenioso el artilugio narrativo del que Ford hace uso, y su alcance es limitado, pero ofrece un simulacro de cine en el que las imágenes provienen menos del mundo que de la cabeza del protagonista, no importa si él las ha vivido antes o no. La minuciosidad en la ropa y el aspecto de los actores, los pocos automóviles, los muebles de las casas, parecen el tributo que Ford paga a la porción de realismo mimético con la que Solo un hombre pretende compensar la escasa generosidad de su planteo. Se nota que el director quiere hacerse el refinado, pero la caligrafía ampulosa y sin matices de su película termina transparentando una falta absoluta de contenido y de riesgo. Al final solo le queda la ropa como complemento de lujo, el dramatismo absorto de la máscara de Colin Firth que se hace pasar por intensidad contenida, la busca del detalle sórdido que se expresa en los ojos vidriosos del novio muerto, caído junto al auto en medio de la nieve. Es una compensación módica. Ford juega al cine, revolea planos y musiquitas aquí y allá, y los aspectos dramáticos del tema de Solo un hombre terminan enseguida replegados en la frialdad sin alma del conjunto. Quizá la película trace líneas de puntos sobre ese vacío que agobia al personaje, que apenas atina a deslizarse por la superficie de las cosas, pero la fruición con la que el director exhibe esa superficie inhibe sistemáticamente el dolor. Ni los discos que se escuchan, ni los colores pastel, ni la alumna del protagonista que gasta un cultivado parecido con Brigitte Bardot le prestan a la película algo más que una vitalidad decorativa que hay que estar muy despistado para confundir con sofisticación.
Hace unos cuantos años, teníamos las primeras noticias de Burman. No muchas ni muy bien diseminadas. En verdad, su película Un crisantemo estalla en cinco esquinas pasó desapercibida para casi todo el mundo pero pareció establecer para lo iniciados la cifra a partir de la cual se debían leer sus películas posteriores. Había algo en germen allí que era a la vez incómodo y fascinante. La impensable partitura de Burman, una combinación de acordes extraterrestres extrañamente engarzados bajo soles folclóricos y míticos de la Pampa Húmeda, no se adaptaba fácilmente a cualquier paladar. Ni falta que hacía. Una cosa era segura por aquel entonces: nadie necesitaba una película así, tan arrogante, tan espléndidamente alejada de cualquier modismo al uso, tan ambiciosa en el escándalo de su desmesura como bellamente fallida en su terminación. Nadie entendía qué pretendía hacer Burman, y acaso el propio director se descubrió de pronto a sí mismo trastabillando en el barro de la senda que empezaba a trazarse. Se imponían vientos de cambio, solo faltaba saber hacía adónde soplaban. Trabajador incansable, el hombre puso enseguida manos a la obra dispuesto a probar una cuerda por completo diferente, un “run for cover” quizás; una zona provisionalmente a resguardo en la que la cuestión judía, por ser parte fundamental de su propia biografía, podía servir de aliciente y eficaz estímulo. Esperando al Mesías funcionó como preparación y lanzamiento de su díptico más celebrado, con Daniel Hendler haciendo de nexo entre el cine todavía deshilachado del director (la profusión de historias de esa película no terminaba de cerrar del todo) y aquel otro irreductiblemente urbano y anclado en la clase media en el que se inscriben El abrazo partido y Derecho de familia, acaso sus dos películas más redondas, amables y, en cierto modo, insubstanciales. Películas, también, sobre jóvenes que asumen con dolor los signos de su adultez, las dos mostraban a un director en la cima de su capacidad para construir diálogos a veces perfectos y en la eficiente dirección de actores para sostenerlos. Pero hay algo demasiado habilidoso en ellas, como si Burman hubiera encontrado una veta largamente buscada y se dedicara entonces a revolear con alegre displicencia pepitas brillantes al aire en la convicción de que todas ellas son de oro puro. En cambio en su siguiente película, El nido vacío, los gruesos costurones del relato bien a la vista, sus desarreglos y convenciones mal esparcidas y distribuidas, no impedían sin embargo que se apreciara del todo el riesgo que el director, en un nuevo golpe de timón, pretendía imprimirle a su cine. Ya no quería más jóvenes en sus películas sino la impudicia de una madurez insatisfecha y ligeramente desamparada, una planicie humana desolada a la que se agregaba, como un bien semoviente, el dilema de la creación artística minando el ánimo del personaje protagonista. El arte como salvación o desasosiego, entonces. Dos hermanos trae de vuelta al arte pero desembarca prácticamente a las puertas de la vejez de sus personajes. Como un eco de su película de consorcio El abrazo partido, la primera escena se abre sobre un creciente parloteo de vecinos (copropietarios) que discuten y que precede a la imagen, debajo del fondo negro de la pantalla. Es un cálido comienzo, con gran timing para la comedia, en el que se aprecia el estilo que el director ha desarrollado en los últimos años, es la marca y el certificado de calidad que rubrica cada trabajo de Burman. Pero como en cualquiera de sus películas, la risa nunca está sola sino que suele ser la contrapartida de la pena y el desamparo. Dos hermanos tiene a dos estrellas como protagonistas (Graciela Borges y Antonio Gasalla, los hermanos de marras), que son el vehículo para varias escenas cómicas pero también representan, en su carácter de estrellas, precisamente, la conciencia no exenta de potencial irónico de la película. Gasalla vuelve al cine después de varios años de proverbial ausencia. Su personaje es un solterón que pierde a su madre a los pocos minutos de empezar la película. Sólo tiene en el mundo a su hermana, una estafadora de poca monta que oculta detrás de su actitud altiva y avasallante una añoranza por tiempos de esplendor y holgadez familiar. Confinado casi a la fuerza por su hermana que se lo quiere sacar de encima en una casa vieja de Villa Laura, Uruguay, el personaje de Gasalla se dedica a la orfebrería y, súbitamente atraído por un dramaturgo del pueblo, le agarra enseguida el gustito al teatro vocacional. Pero resulta que al poco tiempo el personaje de Borges descubre que está tan solo como su hermano y las inofensivas trapisondas con las que se procura una fachada a la altura de sus ínfulas resultan cada vez más patéticas e inconducentes. Claramente desbalanceada, Dos hermanos refulge en el notable uso de las elipsis (una especialidad de la casa) y por momentos se pierde en la cuerda demasiado gruesa que pulsan sus intérpretes en más de una escena que parece descendiente directa de un sketch de televisión (la del cocktail, por ejemplo, en donde encima la mención a Mirtha se vuelve maníaca y sabotea su propio fuerza). En lugar de una comedia alegre y ligera sobre cómo ese par un poco grotesco se las apaña para sobrevivir en un mundo hostil, Burman parece ensayar un discurso sobre el carácter rehabilitador del arte en el que la presencia tutelar de Mirtha Legrand, la madre muerta y la Yocasta de Sófocles pasan a conformar una insólita constelación en la que el pasado y el presente, la vida y el arte, se ven inopinadamente enhebrados. Burman demuestra a esta altura que se esfuerza a cada paso para que su cine no pierda su apariencia de objeto industrial irreprochable. Ese esmero termina despojándolo de todo misterio pero no lo priva de ofrecer breves, volátiles resplandores a modo de compensación.
El artista argentino Antonio Pujia planea una muestra de sus esculturas denominada Homenaje a la eterna mujer, luego de ocho años durante los cuales su trabajo ha permanecido sin exhibirse ante el público. La película llamada La muestra, dirigida por su hijo Lino, reconstruye parte de los engorrosos preparativos de la exposición, con muchos de los involucrados (incluidos su mujer, sus dos hijos, sus dos nietos y la empleada doméstica) prácticamente actuando de sí mismos, representando sus propios papeles y recreando frente a la cámara varios de los momentos vividos en ese trance. El resultado es una película extraña por donde se la mire. Formalmente libérrima (es decir, autónoma de un modo más bien insensato, casi insultante), La muestra avanza a golpes de un genuino realismo junto a situaciones y diálogos imbuidos de un costumbrismo televisivo, todo ello atizado por intimidantes allegros de Shôenberg desde la banda de sonido. Por supuesto se trata de una síntesis apresurada, pero que vale quizás para definir el particular espíritu de la película. Como si para referir a la singular obra del artista de marras, que utiliza para sus esculturas materia prima de lo más variada, no hubiera nada mejor que hacer chocar los materiales con los que se trabaja y aislarlos en la singularidad y espesor que le son propios, la película no se arredra al exponerse ante el espectador a ser un objeto mal ensamblado, risible. Parte de la inesperada nobleza de La muestra, sin embargo, podría radicar en el modo, no de lo más elegante, en el que la naturaleza del material empleado se hace visible (alguna insólita vuelta del guión, más de una ostensible sobreactuación, la a menudo descabellada disposición de los planos) para dar por resultado una verdadera anomalía cinematográfica en la que termina sugiriéndose que el arte puede conducir al aislamiento y a la soledad. “Estoy en mi mundo”, dice en una escena el escultor para sacarse de encima los cuestionamientos de su mujer acerca de su comportamiento progresivamente errático. La frase de Pujia puede sonar autoindulgente pero no deja de señalar la conciencia del lugar que, para bien o mal, le es asignado al artista. Al fin y al cabo, las dificultades que encuentra para llevar adelante su ansiada muestra dejan en evidencia el desamparo en el que se encuentra respecto de su supuesto entorno. Alejado de los manejos y las transas del medio al que debería pertenecer, la película describe menos las andanzas de un campeón de la ética que las de un hombre que un día se da cuenta de que su vida transcurre casi en el destierro, de que opera en un mundo propio, sin relación ya con un exterior que se le vuelve ajeno e inesperadamente hostil. En un plano desolador se ve a Pujia que se deja caer abatido sobre una silla con las manos en la cara y prorrumpe en solitarios sollozos. Solo queda el arte, entonces, que es la mayoría de las veces incomprensible e inútil. La desmelenada confección de La muestra parece establecer su insobornable evanescencia así como la improcedencia esencial de toda tentación hermenéutica. Orgullosamente plantada en su absurdo, conmovedor primitivismo, la película no ceja entonces en el empeño de invocar el carácter fantasmal e insuficiente de cualquier objeto artístico. Para el escultor Pujia el arte parece obrar como una especie de exorcismo a través del cual se conmina a los signos del pasado para que encuentren una urgente y desesperada actualización. La breve charla que mantiene con su mujer sobre la concepción de su obra Adagio (que la tiene como retratada y máxima inspiración) parece arrancar un fragmento del pasado que se agita primero como un espectro, para enseguida remitirse diligentemente a lo que de él queda en el presente: una contundente aunque melancólica materialidad expresada en la obra, el consuelo pálido de la escultura que viene a ofrecerse como exigua sustitución de lo perdido. En ese hermoso instante se advierte que La muestra (en su doble acepción que alude a la película y a la exhibición que se prepara de las obras del protagonista) podría no ser sino el esfuerzo estremecedor del artista de hurgar en un pasado que insiste en mostrarse estático, inconsolablemente lejano, para intentar recoger sus pedazos y ver si acaso se puede recuperar algo del calor de una experiencia ya casi olvidada.
La cosa remite a un cuento de los hermanos Grimm y también a la palabra japonesa koi. Aunque con una vez habría sido suficiente, en más de una ocasión a lo largo de la película de Dôrrie se nos informa que la palabra koi sirve para designar “amor” pero también “pez”. Además, aparentemente hay un tipo de pez que se llama así y es con el cual comercia uno de los protagonistas. El concepto y el animalito mencionados, esquivos los dos, campean largamente en El pescador y su mujer, esta película alemana que podría ser una comedia si los vocablos alemán y comedia, al margen de compartir brevemente un disparatado sintagma de ocasión, pudieran convivir tan tranquilos en el mismo universo, no digamos ya en la misma película. La directora, que además de haber nacido en el país de Goethe sabe ser (oh, sorpresa) casi siempre ligera y cosmopolita, ha probado ya parecidos ensamblajes en los que el aliento de una comicidad remota y un híperconciente tono de fábula conforman el vehículo para que sus repetidas heroínas (sobre todo ellas) se pregunten, entre otras cosas, acerca del lugar que ocupan en el mundo. Es decir, la directora lo intenta después de todo, eso no se puede negar, y si uno no se ríe prácticamente en ningún momento, más que nada porque sus gags suelen ser de una torpeza infinita (entre otras cosas, Dôrrie nunca se destacó por la precisión al momento de encuadrar; y la marcación de actores parece tenerla sin cuidado, o por lo menos no es su fuerte), eso no es del todo obstáculo para dejarse llevar de la mano por la alegoría acerca del dinero y el poder que describe la trayectoria de la simpática pareja protagonista a la que el título no termina en verdad de hacer justicia como corresponde: ella debería ir primero, ella es la que importa (interpretada por la extraordinaria actriz rumana Alexandra Maria Lara, que encima no puede más de tan linda), ella es una verdadera reina y el hombre resulta un pánfilo redomado cuya falta de carácter va minando la creatividad y el empuje de la mujer. Tenemos entonces a un hombre y una mujer que se conocen trabajando en Japón (cada uno en lo suyo) y enseguida reciben un flechazo tal que al poco tiempo están casados. Grosero error, dice el espectador. La película no dice nada. O dice otra cosa. Si en Sabiduría garantizada, la comedia prometida del principio se decantaba progresivamente, en realidad bastante a despecho de la ironía implícita en su título, hacia un tono de melancolía asordinada conforme se acrecentaba el desconcierto de los dos protagonistas, en El pescador y su mujer lo que empieza con berretines de comicidad se dirige en la misma línea casi sin tropiezos hacia el amable final. Otra vez Japón, en lo que aparenta ser una verdadera obsesión para Dôrrie, parece ser la cifra clave a través de la cual sus personajes descubren un hálito ignorado acerca de sus propias vidas que se les vuelve como una revelación. Como ya quedó establecido, el asunto involucra a los peces en extraña convivencia con una relación amorosa: como si fueran una especie de coro griego, dos pescaditos (con mucha menos gracia que las iguanas cantarinas de la última película de Herzog, hay que decirlo) comentan las andanzas de los protagonistas de vuelta en Alemania, su azaroso romance y su trabajoso empeño en progresar económicamente: el hombre se especializa en los dichosos peces, buscándolos, curándolos y vendiéndolos, y es un poco dejado. Su hogar es una casa rodante desvencijada en la que está pintada la leyenda “Doctor de peces”. Ella teje bufandas y sueña con diseñar ropa de alta costura. Al poco tiempo queda embarazada y los dos se van a vivir a una pocilga en la que no admiten niños recién nacidos. Por lo que se ve, la vida no está para risas. Él tipo consigue sin embargo colocar un pescado único en su clase que trajo de Japón y por el que le van a pagar una suma sideral. La chica, por su parte, la pega con unos diseños fabulosos con motivos japoneses. Se mudan a una casa enorme pero empiezan los problemas de pareja. Como es su inveterada costumbre, la directora se conduce de manera más bien torpe, sin un ápice de elegancia, pero esa misma tosquedad, esa falta absoluta de tacto que incluso la lleva a menudo al borde de la cursilería, constituye una parte importante e insoslayable del corazón dulce y tierno que late en su cine. Felizmente aireada, simpática como ella sola y desvergonzada en la alegre transparencia de su parábola, la película opera como luminosa antesala de la tristeza terminal que embargaría a Las flores del cerezo, la siguiente película de Dorrie.
Un día cualquiera en su ciudad natal de Bahía Blanca, el pequeño César Milstein accede a un libro y cree entender que el mundo es un lugar de características colosales pero con sus múltiples zonas asombrosamente interconectadas. Los seres mínimos cuyos desplazamientos se limitan aplicadamente al ras del piso no son ajenos al movimiento de las mareas, ni las misteriosas fuerzas celestes que se agitan más allá del alcance de la vista, ni las gotas de lluvia que azotan las copas de los árboles dejan de influir en el humor de los hombres y de los animales. Los entes más pequeños y lo más grandes confluyen en un escenario que les es común de un modo ineludible. Con desacostumbrada fluidez y encanto, Un fueguito: la historia de César Milstein ensaya un retrato del premio Nobel argentino a la vez que parece reclamar para el cine la capacidad para cartografiar lo complejo sin renunciar por ello a la máxima claridad expositiva. En ese trazado termina de moldearse una zona particularmente luminosa y fértil de la película. Un fueguito: la historia de César Milstein asume como un todo la sutil descripción del hambre radical de aventura del protagonista, de ese niño deslumbrado hasta la fiebre por la inquietante posibilidad de extraer veneno del colmillo de una serpiente, junto a la del joven adulto que concluye –maravillado y fatalmente seducido al mismo tiempo –que el horizonte del conocimiento y de la ciencia está siempre corriéndose un poco más allá, que en verdad se trata de algo infinito y por lo tanto inabarcable. En sus propias palabras Milstein nos informa que cuando era un adolescente quiso armar un bolso y trabajar cerca de los barcos, a ver si en una de ésas podía hacerse a la mar. Tiempo más tarde, siendo ya estudiante de Ciencias Exactas, conoce a la chica que sería su esposa. En una charla casual ella le informa que no sabe cocinar pero que no tiene problema en ocuparse de los platos sucios. Milstein le contesta que él sí cocina, así que pueden casarse y repartirse las tareas. Ese microrrelato delicioso sirve para echar luz sobre la determinación del futuro premio Nobel, en constante estado de ánimo lúdico y lúcido, característica que la película no deja de hacer propia en el pulso ligero e inteligente de su procedimiento narrativo. Pero también parece expresar la predisposición de explorador que habita la cabeza de Milstein, de aquel que de forma perentoria quiere arrojarse al descubrimiento, a lo nuevo, de entregarse al dulce hechizo del cambio. Con su compañera viajan y ven lo que pueden del mundo, todo lo que el escaso dinero les permite. La pareja quiere mirar, saber, moverse todo lo que se pueda: Milstein es un caminador incansable y aun de viejo, con el corazón desfalleciente, no abandona sus paseos acompañado de amigos o parientes en los que cada pausa sirve de excusa para paladear mejor el gusto de la charla. Como en la secta griega de los peripatéticos, el pensamiento y el movimiento constituyen espontáneamente para el científico argentino un sistema ecológico. Así, una parte no menor de la generosa postulación de la película consiste en homologar el plano de la aventura y el plano del conocimiento de un modo plástico, esencialmente cinematográfico, estableciendo un impensado vaivén entre ambos mediante el uso de escenas extraídas de viejas filmaciones en súper ocho en las que se puede ver a Milstein con ropa de montaña bajo una tormenta de nieve, o con patas de rana y snorkel zambulléndose al agua para escudriñar feliz vaya uno a saber qué mundo excepcional bajo la superficie (un chico grande con poco pelo y figura eternamente magra), y otras en donde se ve al mismo Milstein, en lo que parece una entrevista para la televisión, discurriendo con sencilla gracia ante su interlocutor acerca de los más intrincados vericuetos de su especialidad dentro de la biología molecular. El protagonista, al igual que esta película cuya singularidad corre pareja con su aire de genuina, serena modestia, no se detiene en ningún momento en reproches ni en reconvenciones que vengan a agregar un espesor cómodamente dramático al cuento de su vida. No hay en verdad martirologio visible ni gesto lastimero alguno en la historia del científico prácticamente expulsado del país como consecuencia del desmantelamiento del Instituto Nacional de Microbiología tras el derrocamiento de Frondizi. La película de Ana Fraile, acorde a la templada intransigencia de su personaje, mantiene siempre el tono exacto de sobriedad y elegancia en el uso de las imágenes que ilustran momentos aciagos en la vida política de la Argentina. Es sabido que la historia reciente del país habilita a menudo a ceder a la tentación de diagramar su repetidos meandros con los ribetes de la tragedia. La directora se ha decidido en cambio por el aliento levemente melancólico que surge de la confrontación entre el entusiasmo del hombre retratado, trabajando incansablemente en Cambridge, Inglaterra (su país de adopción), caminando, charlando, y el recuerdo en el espectador de las palabras brutales del funcionario que antes de la forzada partida le aconseja a Milstein que mejor se marche, que el país no necesita ciencia. Una ideología atroz y un pronóstico tenebroso que el futuro inmediato no haría más que confirmar.
Adopción está atravesada por una inusual calidez que parece venir a refutar en parte la obligada gravedad de su tema. Un niño recién nacido pierde a su madre a manos de un grupo de tareas en plena dictadura militar. Literalmente la pierde. Es decir, no se sabe qué pasa con ella, desaparece en medio de la noche. El hecho es un agujero negro en la memoria del joven que hoy recuerda (o más bien intenta hacerlo) ante la requisitoria del director David Lipszyc. Así, una zona de la película se construye orbitando alrededor del misterio de esa ausencia y de su peso. El chico separado de manera cruenta de su madre va a parar a un orfanato y termina siendo adoptado por un hombre homosexual. El hombre reconstruye también su historia desde el presente junto a su hijo adoptivo, y la película se balancea entre una historia y la otra sin hacer pie completamente en ninguna de las dos. Lipszyc hace una película muy rara de verdad. Esto podría ser bueno, pero en este caso no alcanza. Despareja y arrítimica por donde se la mire, Adopción parece proponer un culto a la memoria, en la que los recuerdos adoptan a veces la forma sinuosa de lo fantástico (la eficaz utilización de los muñecos playmobil recuerda superficialmente a Los rubios), pero prácticamente sin asumir conclusiones acerca de sus efectos en el presente. Padre e hijo recuerdan como en un pacto de amor, a partir del cual todo conflicto ha sido neutralizado, expulsado de ese pequeño paraíso privado en el que el cariño persevera ciego: el hombre trayendo de vuelta pasajes más o menos angustiantes de su vida juntos en el pasado que se ven al fin morigerados por el afecto y el apoyo mutuo; el hijo, feliz de haber vivido en un mundo en el que los juegos infantiles operan como guarida y eficaz protección contra las perturbaciones del mundo circundante, que por supuesto incluyen el enigma del amigo de su padre que compartía el hogar con los dos. La película dice poco sobre la homosexualidad bajo un régimen represivo, poco sobre los hijos de desaparecidos, poco sobre la adopción por parte de padres del mismo sexo. La memoria no duele en la película de Lipszyc. Tampoco formula pregunta alguna. Más bien se limita a hacer las veces de artilugio, de motor que dispara historias para alimentar diligentemente al cine (como en las zonas apenas recordadas de la infancia más temprana del joven, en las que la falta de información se repone con imágenes y formas cercanas al videoarte, algunas muy bellas, por cierto, que aparecen proyectadas en una pantalla). No estaría mal si no fuera demasiado poco. Discreta por vocación y fatalmente anémica, Adopción podría representar (tal vez no del todo a su pesar) el ejemplo tardío de una cierta clase de cine cuyas imágenes no osan hablar sino que apenas se remiten a ilustrar.
Qué es esta extraña película. No sabemos. Tendemos a perdernos en ella, dentro de sus imágenes, de su ambiente, en sus inquietantes murmullos y en la circularidad casi maníaca con la que las acciones de los personajes horadan discretamente sus planos. Misterio y más misterio. Mejor para nosotros: La madre, en algún punto, es todo ganancia, porque ¿cuántas veces en el cine que nos deparan nuestros días uno tiene la oportunidad de sentir que nada en una película le es dado sino que, por el contrario, todo hay que ir a buscarlo –y sin embargo está ahí, tan lejos, tan cerca, en parte es cuestión de voluntad – como se va detrás de un pensamiento, un recuerdo o un sueño que despiadadamente se escabullen dentro nuestro? Hay que jugar, dejarse ir en esta película, abandonarse a la lógica aparentemente amorfa con la que sus planos se suceden, siempre dotados sin embargo de un raro esplendor diurno, una condición irrenunciable de materialidad. Es que Fontán no cede un ápice a la tentación de refugiarse en un onirismo fácil para poder así justificar de un modo espurio la ausencia de una narración lineal y de una progresión dramática en su película. Y por qué habría de hacerlo. Por el contrario, las escenas de La madre son implacablemente concretas sin perder por ello su cualidad misteriosa (milagros del cine): la madre que se tambalea con la copa de vino en la mano o permanece en el jardín bajo la lluvia, o deja el cigarrillo apoyado en el colchón. En algún momento, la voz de su hijo adolescente que la llama –“mamá,” dice, “¡qué hiciste, mamá!” – y la voz en off de la mujer empieza a contar el fragmento de un sueño que es maravilloso, y también aterrador, y que retoma luego con parsimonia, una y otra vez. Y de nuevo a empezar. El chico, por su parte, tiene sexo con una mujer que tal vez sea su novia y que aparece de a ratos por la casa, o se dedica a darle sepultura en el jardín al cadáver ya rígido del perro, mientras el ojo abierto del animal parece que permaneciera expectante hasta el último adiós, antes de que las paladas de tierra terminen de quitarlo de la vista del mundo. La película parece postular una conexión obligatoria entre la madre degradada por la soledad y (acaso) el abandono, y la serena perplejidad del hijo que deambula por la casa y por los alrededores ante el universo que se abre delante suyo. La madre es una película en la que abundan escenas cuyo significado es perfectamente legible pero que a pesar de ello no sabemos cabalmente cómo hay que interpretar. Como en El árbol o en La orilla que se abisma, Fontán se revela como un cineasta preocupado en extremo por el peso de los detalles, que se evidencia por ejemplo en el extraordinario trabajo con el sonido y con la luz. Solo los fragmentos le importan al cine, parece decir. La tarea de Fontán como director entonces, podría ser la captura incesante de esos segmentos sueltos del mundo, esos destellos con los que todo parece iluminarse brevemente, para volver luego a su inconsolable opacidad.
La canción de las novias es una película seria. Adusta, sería en verdad una palabra para describirla con mayor precisión, sino fuera porque la expresión no termina de hacerle justicia a algunas zonas particularmente luminosas de su metraje. La seriedad, en cambio, parece inapelable: la directora, celosa en el cuidado de las formas, no filma un dramón, no les concede a sus criaturas un respiro, ni tan siquiera bajo el aliento desmañado, oscuramente feliz de la hipérbole. Se decide a filmar apenas un drama cuyo principal figurante resulta ser el Diablo. En Túnez, durante la Segunda Guerra Mundial, desembarcan los nazis y de inmediato se abren bandos, obviamente. Hay espías, delatores, colaboracionistas. De fondo, cada vez que se enciende un aparato de radio, rechina (tan lejos, tan cerca) el oprobio de Vichy, con propaganda hablada en francés de la colonia a favor del Tercer Reich. La irrupción de la Alemania de Hitler y sus huestes es un fragmento histórico que se presenta como corresponde, con modales lo más graves y rutinarios que sea posible, mediante fotos fijas extraídas de los archivos de la protocolar memorabilia perteneciente a la época retratada. La Historia está congelada, ya hay veredicto sobre ella. Es en blanco y negro y establece el obligado telón de fondo para la tragedia. En ese contexto, hay dos niñas. Son las novias a las que hace mención el hermoso título, desconozco si la canción igualmente hermosa que alude también a una chica pronta a casarse, y que se oye cada tanto en la película, se llama así. Se trata de una musulmana y una judía, que son vecinas y amigas inseparables, aunque de clases sociales diferentes. A la primera le está destinado en matrimonio su primo, por el que se siente atraída, por suerte para ella, y con el que regularmente tiene relaciones sexuales a escondidas en los techos de la casa. A la chica judía, en cambio, su madre la ofrece contra su voluntad a un médico acomodado con el fin de saldar una deuda acuciante contraída por el marido muerto. Al revés que en la otra pareja, a este novio le toca una compañera que no quiere ni por las tapas que le pongan siquiera un dedo encima. Al lado de esas dos situaciones, esos dos sistemas en donde el deseo fluye en ambas direcciones o solo en una, la película presenta un tercero, uno alternativo: las dos chicas se encuentran con asiduidad en un baño turco, convenientemente semidesnudas y junto a otras mujeres en igual condición. Más tarde, la chica judía le regala a su amiga un corpiño y le ayuda amorosamente a ponérselo. Luego, en otra escena, la chica judía es preparada para la boda, según el “modo oriental” que pidió expresamente el futuro marido. La cámara hace un plano detalle de los dedos de una mujer embadurnados con la cera mediante la cual va a proceder a depilar a la adolescente. Mientras su amiga la acompaña y asiste sosteniéndola por los hombros, la chica abre temerosa las piernas como si estuviera a punto de dar a luz y se exhibe la zona del pubis cuyo vello está pronto a desaparecer. La directora se ha revelado de pronto como una experta en filmar cuerpos. En esa insospechada capacidad parece residir la vitalidad secreta de su película, el núcleo de esencial gracia y nobleza al que La canción de las novias ignora solo en parte. Ese tercer plano, esa “zona”, no termina de ser homosexual, permanece ambigua, irresuelta como portadora de deseo pero decidida como lugar de resistencia. Es carne siempre sufriente la que la habita y constituye, eso seguro. Pero es al fin también (sobre todo) carne de mujeres, a su modo sediciosa e insubordinada: en su primer momento de intimidad luego de la boda, la chica judía no quiere que el flamante marido le toque un pelo, se resiste, se le escabulle de la cama, y el tipo baja la cabeza y se resigna, acepta a su pesar. Cuando los soldados alemanes entran de sopetón requisando judías en el sauna, se llevan a la rastra a las que no tienen el velo islámico, es decir a las que están menos cubiertas que las otras. Son escenas breves, fugaces, que vienen a contrastar de modo palmario con el tono bastante convencional que afecta de manera general a la película. Contra su alemanes de manual (el esquivo Fuhrer, fijo en sus fotos pero igualmente vociferante, los soldados impertérritos y eficaces) y la potencia arbórea de la dominación naturalizada (en Túnez, colonia francesa, los “nativos” no pueden compartir ciertos espacios públicos con los descendientes de europeos, por lo que la chica musulmana debe mirar desde lejos a su amiga probarse el vestido frente al espejo del negocio), La canción de las novias devela la fuerza apenas disimulada del encuentro de esos cuerpos a los que el orden se empeña en someter. Prácticamente sin escandalizarse, sujeta casi hasta las últimas consecuencias a la idea peregrina de un “cine de calidad”, en donde lo más importante es mantener las cosas en su sitio todo el tiempo que se pueda, la película alcanza a enorgullecerse de un hallazgo tardío: el fascismo tiene más de un domicilio.
Cada tanto, muy de vez en cuando, nos llega alguna noticia del cine colombiano. Nada que temer esta vez: Los viajes del viento, la película de Ciro Guerra, se parece tan poco a la prolija sordidez de Rosario Tijeras, por ejemplo, que enrostraba su obligado muestrario de iniquidades arrancadas de la sección policiales del noticiero de la tarde al que se añadía (con toda comodidad, faltaba más) una estética lustrosa de segundo grado, como al tipo de ficción televisiva colombiana que se suele ver por aquí, esa clase de cosa por la que se deslizan, como en una pasarela, centenares de narco groupies que no importa si con las tetas recién hechas se ganan o no el paraíso. Sin embargo, hay presencia argentina tanto en Rosario Tijeras como en la película de Guerra: el escritor Marcelo Figueras (habitual colaborador de Marcelo Piñeyro) está como guionista en la primera, mientras el Incaa, por su parte, participa en la financiación de la segunda. A cada uno los méritos, o la falta de méritos, que le correspondan. Los viajes del viento resulta ser una película por lo menos curiosa, que despierta a priori el interés por la cinematografía del país de Andrés Caicedo (para qué hablar de García Márquez, o en su defecto de Uribe, si podemos hablar del inolvidable caleño). Sus imágenes errantes, extrañamente libres, parecen ceñirse al paisaje que retratan solo para arrancar de allí enseguida y configurar una topografía nueva, más un espacio mental que otra cosa. La película parece deberle tanto a la tradición colombiana como a la europea, a partir de la cual la narración funciona según la estructura del “viaje del héroe” (la referencia la dio el director en una entrevista). En Los viajes del viento, que abre con un funeral y cierra con otro, un chico sigue a un viejo músico, en verdad se le pega como un perrito faldero, a través de vastas zonas agrestes del norte de Colombia. No hay mucho más que eso, en principio. O si lo hay, en verdad no importa tanto. Guerra se detiene en el murmullo del viento, en las matas de pasto que se agitan, en el espléndido esmerilado del cielo. No se trata sin embargo de una “película de paisajes”, de una sucesión de vistas para el gozo exclusivo de ojos perezosos, aunque de a ratos uno se sienta tentado a creer lo contrario: la discreta intención del director acaso sea la de fundir a sus dos protagonistas con el fondo para dotarlo, en un gesto abrupto (pero lleno de ambición), de la rara y paradójica contundencia de la que se alimentan los sueños. El chico y el músico (el chico también es músico pero todavía no lo sabe) atraviesan campos que parecen mares de espigas doradas o se ven envueltos en extraños lances propios del folklore del vallenato (la hermosa música cuyas ráfagas engalanan aquí y allá la película) como las “piquerías”, esos duelos en los que los contendientes improvisan letras desafiantes, al modo de los payadores, mientras se acompañan prodigiosamente con el acordeón. De allí surgen algunos de los momentos más felices y también genuinamente melancólicos de la película. Es que todo está teñido de un leve aire onírico en Los viajes del viento, como si Guerra postulara con un dejo de amargura la pertenencia de ciertas formas de arte popular, ciertos usos y costumbres (la palabra que abarca todas esas prácticas podría ser “cultura”) a los límites de un reino perdido y olvidado, una zona que el mundo moderno parece haberse decidido a ignorar y dejar de lado, y que solo puede ser sostenida a fuerza de voluntad. Los viajes del viento (que ya se sabe que sopla donde se le da la gana) parece diseñada con la dedicación y el empeño con el que trabajan las fuerzas de la naturaleza.
La última película de Kathryn Bigelow es un milagro de guerra. La acción tiene lugar durante la ocupación norteamericana en Irak y podría tratarse, hasta el momento, del único efecto benéfico del que se tenga conocimiento producto de dicha intervención. Como en otras películas de la directora, la acción física está por encima de todo: una vez que se ha asumido el hecho de que ese humor oceánico secretado en algún rincón del cuerpo en situaciones de peligro llamado adrenalina es el mejor amigo del hombre (como de manera incansable se nos invita a hacer en sus películas), resulta evidente entonces que hay algo (una cosa más) del orden de lo humano que no se deja atrapar del todo por la razón, una porción de sensibilidad inhollada cuya sospechada existencia plantea la posibilidad de un prodigio por lo menos a la misma altura que el del instinto de supervivencia. Bigelow transforma esa aparición en un enigma, un jeroglífico. A la vez, como quien no quiere la cosa (las películas de la directora , hechas de golpes, de caídas, de balazos, de corridas, de saltos al vacío, aparecen imbuidas de una rara elegancia aun por investigar), hace de ese enigma el centro de su película. El sargento James, experto en desarmar bombas, conjuga la doble condición de ser un misterio y un peligro para todo el mundo. Resistido de entrada por su comportamiento desaprensivo y en apariencia irresponsable en el desempeño de su trabajo, consigue brevemente el aprecio de sus compañeros cuando vuelven de una misión que ha resultado particularmente riesgosa. Bigelow filma en esa ocasión a tres hombres borrachos y hastiados, que se golpean y se aman al mismo tiempo en una especie de danza demente cuya melancólica vitalidad parece alzarse como un conjuro contra el terror del mundo circundante. No por casualidad, los tres protagonistas hablan en algún momento de la noche de sus relaciones familiares, lejanos fantasmas que esa repentina calidez humana les trae provisoriamente de vuelta. Pero James es un paria: hay que ver el desconcierto de ese hombre cuando se mete en una casa buscando a los que cree son los asesinos de un niño, único ser en Irak con el que ha entablado algo parecido a una relación de cariño. El dueño de casa lo invita a tomar asiento y le ofrece algo para tomar. James duda ante el tremendo televisor encendido, la música de fondo, la mesa dispuesta. El olvidado calor que emana de un hogar burgués lo golpea. Enseguida, aparece una mujer y entre gritos empieza a pegarle con una cacerola: el sargento se vuelve débil, se asusta, no sabe qué hacer, como si toda la escena se le antojara de una incongruencia mayúscula, indescifrable. Más tarde, de regreso en los Estados Unidos, un plano desolador lo muestra en un supermercado, parado casi en estado catatónico delante de una variedad inconmensurable de marcas de cereal. Como si una porción del universo se le hubiera revelado irremediablemente ajena, un diagrama extraterrestre cuya extrañeza corriera pareja con su capacidad para anularlo, para dejarlo estupefacto, el sargento descubre que solo tiene para sí mismo el miedo, la adrenalina, aquello que le devuelve su capacidad para reconocerse un hombre entre los hombres. En definitiva, James es un enfermo irrecuperable, un adicto a las drogas duras con síndrome de abstinencia. La cámara de la directora se pega a los cuerpos, los sigue sin descanso, es como una mosca, un picor que nos recuerda a los espectadores, una y otra vez, su carácter material (y también el nuestro), su condición irreductible de bichos arrojados a la mugre y al desamparo. En ese escenario hostil de polvo y de calor, sin embargo, como si algo se activara dentro suyo, el sargento James aúlla en cada oportunidad en la que debe calzarse el traje que lo protege de las esquirlas, su sonrisa resplandece ante la perspectiva de encontrar una bomba sobre la que abalanzarse para estudiar y desmenuzar los meandros de su sistema, su amasijo innoble de cables. Es que el terror lo acicatea, es como si prácticamente le hablara al oído como solían hacer los daimons, esos demonios tan comunes entre los griegos antiguos. En medio de dos poderosas fuerzas en pugna, el instinto de vida y el tánatos, Bigelow ha decidido exponer el resplandor insondable de una tercera fuerza (con menos prensa que las otras) que sus películas anteriores no dejaban de insinuar pero que acaso no terminaban de delinear del todo. Pero resulta que ese impulso feroz es un misterio, no cabe en ningún discurso bienpensante, no se deja denominar como no sea con el mote de locura. Que el más eficaz de los soldados norteamericanos destacados en Irak esté poseído en su película por ese espíritu insensato podría ser una muestra nada desdeñable de la secreta sofisticación de Bigelow como cineasta.