Jorge “El Sabueso” Villafañez (notable caracterización de Juan Carrasco) es un meticuloso detective privado de voluminosa barriga y acostumbrado a una soledad que solo rompe cuando se encuentra con sus amigos Finoli (Javier Bacchetta) y Rubén (Cachi Bratoz) a jugar al paddle o a tomar algo en un bar. El Sabueso tiene algo de esa impronta porteño-machista en una película que -a partir del cómic original de Sáenz Valiente- propone en primera instancia cierto look neo-noir. Pero todo cambia para el perfecto antihéroe cuando Ricardo Zelarrayán (Edgardo Castro) lo contrata para vigilar a su ¿futura ex? esposa Elvira Schulz (la mítica Katja Alemann, en un bienvenido regreso), una otrora famosa bailarina (aunque luego la veremos danzar en pantalla a sus 65 años) devenida coreógrafa experimental. Villafañez la seguirá, cada vez más extasiado, hasta que ambos entrarán en contacto en una casona que ella ha comprado en el Delta del Tigre. La sudestada tiene muchos elementos atractivos y bien concebidos de manera independiente, pero que no siempre conviven con la armonía, fluidez y naturalidad deseada dentro de la trama: el apuntado universo del noir luego va mutando hacia lo onírico y lo espiritual con un collage/patchwork en el que también hay lugar para imágenes de noticieros, de cortometrajes y de archivo para amplificar el clima de sudestada y crecida del río al que alude el título. Y, aunque el resultado no sea del todo convincente, hay en la hora y media de La sudestada una inteligente puesta en escena, buenas actuaciones para personajes que no disimulan las panzas ni las arrugas, un péndulo entre el costumbrismo barrial y la estética de cómic, irrupciones de humor y romance, varios momentos de baile y hasta escenas en las que los sueños dan lugar a fantasías, visiones y revelaciones trabajadas con una estética surrealista. Un film de a ratos fascinante y siempre audaz.
En 1979 Bill Evans vino por segunda vez a la Argentina (ya había tocado en el Gran Rex en 1973) para una gira que incluyó un par de shows en el Teatro Ópera, otro en el Teatro El Círculo de Rosario, alguna fallida participación televisiva y un concierto final en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, donde se grabó el excelente disco en vivo Inner Spirit (ver abajo). En medio de esas actuaciones, el genial y ya bastante degradado pianista se presentó en San Nicolás en una sala semivacía y en medio de un concurso de belleza local para elegir a Miss Invierno. Es precisamente ese evento el que inspiró Bill 79, nueva incursión en el terreno de la música (en este caso desde la ficción) de Mariano Galperín, uno de los directores más importantes de videoclips (Soda Stéreo, Andrés Calamaro y Charly García, entre otros) y realizador de una película con Daniel Melingo como foco titulada Su realidad. Estamos en septiembre de 1979, plena dictadura (al Torino que traslada a Evans, a su manager Susan, a su baterista y a su contrabajista rumbo a San Nicolás lo paran en un control militar), y el músico finalmente llega a esa ciudad, se aloja en un hotel no precisamente lujoso (le aseguran que es el mejor que hay) y lo llevan al teatro municipal, donde encontrará un piano decididamente desafinado y una realidad de apenas ocho entradas vendidas. El artista sobrelleva como puede sus adicciones (bebe mucho whisky pero la dependencia es sobre todo a la heroína) y lo cierto es que fallecería muy poco después, en 1980, con tan solo 51 años, a causa de una cirrosis hepática. Bill 79 no es una biopic ni una película musical (aunque tiene grandes momentos al respecto, como cuando Evans escucha y disfruta a bordo del Torino de Moris cantando De nada sirve) sino una historia con tintes tragicómicos sobre una leyenda del jazz en medio de cierto patetismo provinciano, pueblerino. El guion de Galperín se toma varias libertades (Evans tocó en San Nicolás el 24 de septiembre, pero lo vemos enganchado viendo por televisión la pelea entre Víctor Emilio Galíndez y Mike Rossman, que en verdad fue el 15 de ese mes), trasladó el rodaje a Capilla del Señor y apeló al doblaje de varios de los actores y actrices, lo que genera por momentos cierto distanciamiento y artificialidad, más allá de las sobrias y eficaces interpretaciones de Diego Gentile como Evans y de Marina Bellati como su manager. En medio de la crisis interna y las dificultades externas que carcomen al protagonista, la narración apuesta en varios pasajes por unos recuerdos con estructura de flashbacks en los que aaparecen su ex esposa Kiki (Julia Martinez Rubio) y su hermano George (Walter Jacob), quienes en ambos casos se suicidaron. El principal problema de Bill 79 es que por momentos le cuesta encontrar un eje definido, un tono del todo convincente, pero -como buena película sobre jazz- tiene sus irrupciones de genialidad (como si fueran esos solos donde hay lugar para la improvisación a base de talento) que nos regalan escenas inspiradas, sensibles y dignas de una historia más que curiosa que ocurrió en un medio de un período de nuestra Historia más penosa.
Hace pocos días publicamos en este sitio una amplia entrevista en la que Damián Szifron explicó el contexto y las condiciones en que rodó Misántropo, pero -como dice una máxima de la industria audiovisual- “las excusas no se filman”, así que su esperada vuelta, con sus múltiples hallazgos pero también con sus carencias y limitaciones, ya está para ser analizada desde la butaca. Szifron, que estuvo tres años lidiando con las miserias de Hollywood con el proyecto fallido de El hombre nuclear, escribió primero solo y luego con Jonathan Wakeham una historia que, aunque la propia gacetilla de promoción de la productora estadounidense habla de “la El silencio de los inocentes del nuevo siglo”, tiene una impronta cuestionadora y paranoica más propia de los thrillers setentistas de Sidney Lumet (Network: Poder que mata, El veredicto), John Schlesinger (Maratón de la muerte), Francis Ford Coppola (La conversación) o Alan J. Pakula (Asesinos S.A.). Por supuesto, si se la analizara desde una perspectiva más contemporánea, Misántropo podría dialogar a nivel narrativo y visual con, por ejemplo, el David Fincher de Pecados capitales y Zodíaco; o el Michael Mann de Fuego contra fuego y Colateral. La película -ambientada en la siempre convulsionada Baltimore (aunque por cuestiones presupuestarias se rodó en el invierno de Montreal y hasta hubo una semana de rodaje adicional en Buenos Aires)- arranca con una secuencia extraordinaria: estamos en la noche de Año Nuevo y el cielo se inunda de fuegos artificiales. Pero son precisamente esos estallidos los que tapan el sonido de los disparon que llegan desde un edificio y empiezan a impactar en decenas de personas que se encontraban celebrando, bailando en terrazas, brindando en piscinas, consumiendo en lujosos penthouses. Esos primeros minutos, con su crescendo de sangre y de psicosis colectiva, están narrados de manera implacable, sin filtros y con una precisión quirúgica. Entre quienes llegan a la(s) escena(s) del crimen aparecen Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), el veterano responsable regional del FBI, y Eleanor Falco (Woodley), una agente sin demasiado experiencia a la que vemos agobiada por la crudeza de cadáveres, sangre y escombros que ha dejado el tiroteo seguido de la explosión de una bomba. Lo que sigue es una hora y media de relación maestro-alumna (la torturada y solitaria Eleanor irá demostrando una capacidad no menor para desentrañar misterios, descubrir secretos psicológicos y seguir pistas) en una típica estructura de gato y ratón con un asesino en principio misterioso, siempre huidizo y brutalmente impiadoso y letal. El corazón del relato pasa luego por las internas dentro del FBI, la creciente intromisión de la política (funcionarios desesperados por las implicancias de las matanzas) y el papel casi siempre patético de los medios de comunicación. En ese sentido, por momentos Misántropo remite a The Wire (la mítica serie de David Simon también transcurre en Baltimore) en su exploración de la burocracia y las manipulaciones dentro de los servicios de seguridad y de inteligencia. Por la temática (las matanzas en serie en lugares públicos que cada semana ocupan las tapas de los diarios), se trata de una película muy incómoda para los actuales estándares y sensibilidades de los Estados Unidos y, en ese sentido, puede entenderse que las primeras críticas en ese país hayan sido bastante negativas, mientras -en cambio- Misántropo fue saludada con entusiasmo por la mayoría de los medios franceses (ver imagen arriba) y en ese mercado debutó con la nada despreciable cifra de 100.000 espectadores en su primera semana en cartel. Lo que se dice, una auténtica grieta cinéfila. Lo cierto es que, en su segunda mitad, la nueva película del director de El fondo del mar, Los Simuladores y Tiempo de valientes apuesta por un tono que es, vaya paradoja, su principal audacia y su mayor debilidad, ya que se aleja por completo de la idea tranquilizadora de un asesino monstruoso y finalmente desechable a-la-Hannibal Lecter para, en cambio, acercarse a sus traumas, sus motivaciones y exponer sus distintos matices. El problema es que en esa bienintencionada y al mismo tiempo riesgosa búsqueda de empatizar con el antagonista cae por momentos en una solemnidad, en diálogos demasiado recargados y explícitos hasta aquí inéditos en la filmografía de Szifron. Con sólidas y contenidas actuaciones (Mendelsohn es por momentos más protagonista que una Woodley completamente alejada del glamour de una estrella), con un (otro) descomunal trabajo de ese brillante director de fotografía que es el argentino Javier Juliá (El último Elvis, Relatos salvajes, Argentina, 1985) y el a esta altura talento y virtuosismo impar para el encuadre y las “coreografías” de Szifron, Misántropo es un thriller de los que ya se hacen poco y que merece ser visto en salas (imagino que el impacto visual y emocional en una pantalla hogareña deber ser mucho menor). Si la calificación de esta crítica no es más alta no se debe solo a ciertos lugares comunes del guion y a cierta tendencia al subrayado declamatorio que surge en su parte final sino porque a directores de excelencia (y Szifron es, sin dudas, uno de ellos) se le exige un poco más que a los demás.
Vera Gemma nació hace 52 años en Roma, es algo parecido a una celebridad, ocasional actriz e “hija de” uno de los grandes mitos del cine italiano, Giuliano Gemma, galán y héroe de los spaghetti westerns. Con un cuerpo y un rostro “reconstruido” por decenas de operaciones, prótesis y unas imponentes extensiones rubias (“ahora mi modelo de belleza es el de las mujeres trans”, asegura), luce como una suerte de barbie artificial que se niega a aceptar el paso del tiempo. Y ella es la protagonista absoluta del nuevo film de la dupla Frimmel-Covi, siempre atenta a estos personajes entre encantadores y patéticos, entre seductores e irritantes, entre inocentes y exóticos. Rodada en Súper 16 milímetros, Vera es una película sobre cómo es vivir a la sombra de un mito, sobre el complejo de Edipo, sobre las diferencias de clase, sobre los engaños y las pequeñas estafas, y sobre cómo seres que no encajan en los cánones establecidos la tienen difícil en una sociedad que tiende a rechazarlos, a aprovecharse de sus debilidades o limitarlas para un consumo irónico. Vera tiene un agente, pero ni siquiera va a los eventos sociales a los que debería concurrir; participa de bastante mala gana en distintas sesiones de casting, pero no suele ser elegida para ningún papel; tiene una vida bastante ostentosa (chofer, deslumbrante vestuario), pero en verdad ha dilapidado la herencia y ha sido (y sigue siendo víctima) de hombres inescrupulosos que le sacan plata por todos lados (véase sino a Gennaro, su joven y curvilíneo novio actual, un aspirante a director que le pide/exige contactos y sobre todo dinero para financiar su nuevo proyecto). Solitaria, algo angustiada y decidida a combatir una inevitable decadencia, Vera tiene como único y fiel ladero a Walter (Walter Saabel), un veterano chofer que supo trabajar con su padre y la conduce y protege día y noche. También está su hermana Giulianna Gemma, con quien comparte recuerdos (hermosas las imágenes en Súper 8 de ellas siendo niñas con su padre Giuliano en la playa), pero difieren en cuanto al manejo de los fondos familiares. El principal conflicto de Vera se desata ya en los primeros minutos cuando nuestra protagonista se interesa/obsesiona por la suerte de una familia de clase baja. En determinado momento, Walter atropella a una moto que manejaba un hombre con su hijo detrás. Lo cierto es que Manuel, de 8 años, sufre una fractura en la mano y el chofer está convencido de que se trató de uno de esos accidentes prefabricados, con la idea de sacar dinero del asunto. Sin embargo, nuestra heroína visitará cada vez más seguido a ese padre llamado Daniel (Daniel De Palma), quien ha perdido a su esposa, al pequeño Manuel (Sebastian Dascalu) y a la abuela (Annamaria Ciancamerla). La duda quedará instalada de inmediato: ¿hay algo genunino en esa relación o se trata de una familia de una barriada pobre que ni siquiera tiene agua corriente tratando de aprovecharse de una crédula mujer de clase alta originaria del Trastévere romano? Quizás la zona menos interesante de un film casi siempre interesante sea cuando aparece en escena Asia Argento (otra “hija de”, aunque mucho más exitosa y reconocida que Vera) y juntas (porque ambas además son amigas en la vida real) van a un cementerio a visitar la tumba del “hijo de” Goethe. Sí, un recurso un poco obvio, subrayado y trillado. De todas formas, Vera tiene muchos más pasajes genuinos, creíbles, sinceros, honestos y queribles que impostaciones o imposturas. Se trata de una nueva posta -valiosa y por momentos fascinante- dentro del derrotero artístico que siguen alimentando Frimmel y Covi, dos cineastas con vuelo y sello propios.
James Gunn alguna vez fue “cancelado”, despedido y luego reincorporado a la saga de Guardianes de la Galaxia (en el medio se pasó a DC Comics para rodar El Escuadrón Suicida) y, analizando ya en su conjunto esta trilogía iniciada con el Volumen 1 de 2014 y el Volumen 2 de 2017, no es aventurado ni exagerado afirmar que se trata de una de las apuestas más logradas y hasta si se quiere con mayor búsqueda “autoral” dentro del MCU, ya que desde los guiones escritos por el mismo Gunn y su clara predilección por la comedia encontró un auténtico sello propio. En ese sentido, esta despedida a lo grande -con algo de El Arca de Noé- le agrega un dejo existencialista y melancólico a su ya habitual impronta desprejuiciada, irreverente y felizmente lúdica. Y este regreso que es al mismo tiempo “el último baile” (literal) de Guardianes de la Galaxia llega también en momentos en que Marvel viene de varios (relativos) fracasos artísticos y económicos (siempre teniendo en cuenta las inversiones y expectativas, por supuesto) y en medio de la controvertida partida de la compañía de la argentina Victoria Alonso, quien todavía figura como productora ejecutiva de este tercer opus. Todo comienza con una larga secuencia en la que vemos la actualidad de los distintos Guardianes, mientras de fondo suena la versión acústica de Creep, el clásico de Radiohead, tema que dará inicio a un soundtrack casi sin interrupciones con canciones de Beastie Boys, Heart, The Flaming Lips, Bruce Springsteen, The The, Rainbow, Florence + The Machine, Faith No More, The Replacements, Spacehog, Earth, Wind & Fire y varios grupos y solistas más. Y esa actualidad no es precisamente la mejor, ya que, por ejemplo, el Peter Quill a.k.a Star-Lord de Chris Pratt apenas puede sostenerse en pie tras una nueva estancia -al parecer demasiado prolongada- en un bar. Pero a los pocos minutos aparece en escena el poderoso Adam Warlock de Will Poulter y ya comienzan las luchas terrestres y aéreas. Ese personaje, pero también el misterio detrás de la historia del mapache transgénico Rocket (la voz de Bradley Cooper), que encima queda malherido y pasa a ser el alma del relato, y el reencuentro entre Peter Quill y una Gamora (Zoe Saldaña) que sufre de una amnesia total que obliga a resetear por completo la relación, son algunas de las subtramas que Gunn maneja con soltura y fluidez, más allá de que los 150 minutos (con títulos y dos escenas post-créditos incluidos) se sienten demasiado exagerados. Todo concluye al fin, es cierto, y -como ocurrió con The Avengers- cada vez es más complicado reunir a tantas figuras para películas corales. Pero hay algo que va quedando claro: varios personajes, empezando por Star-Lord, tendrán en un futuro próximo su película stand-alone. El show debe seguir y la maquinaria comercial tiene que seguir recaudando.
El legado del diablo, Sexto sentido, Pequeña Miss Sunshine, El casamiento de Muriel, Un gran chico, Entre navajas y secretos, la serie La escalera... La australiana Toni Collette es una de las actrices más versátiles y talentosas de los últimos 30 años y su sola presencia como protagonista exclusiva me motivó a ver La heredera de la mafia. Y, aunque ella da todo (y más) como para que la experiencia resulte al menos llevadera, el material concebido por los guionistas Michael J. Feldman y Debbie Jhoon es... imposible. Una acumulación de situaciones trilladas, chistes gastados y algo de humor físico que ella sobrelleva con una dignidad conmovedora. Igual de frustrante que el guion es el trabajo de una directora como Catherine Hardwicke, quien supo rodar hace ya dos décadas las promisorias A los trece y Lords of Dogtown, consiguió un éxito masivo como Crepúsculo y luego entró en un declive con bastantes más tropiezos que hallazgos y que ahora encuentra en La heredera de la mafia uno de los puntos más bajos de su filmografía. Collette es Kristin Balbano Jordan, una californiana que es menospreciada por sus compañeros de trabajo, engañada por su marido con una mujer más joven y con un hijo adolescente que se va del hogar para iniciar su vida universitaria. En medio de un ataque de nervios, angustia e indignación, recibe un llamado desde Italia diciéndole que ha muerte Balbano, el Don de uno de los más poderosos y violentos grupos mafiosos. Sí, verán al comienzo de este párrafo que Balbano era el primero de sus apellidos y a las pocas horas ella estará en Roma para asistir al funeral y... hacerse cargo de los destinos de esa Famiglia con Bianca (Monica Bellucci) como consigliere. Lo que sigue es una acumulación de gags sexuales (ella hace demasiado tiempo que ha dejado de tener encuentros íntimos), confabulaciones (no tardan en querer envenenarla), pintoresquismo all'italiana y bromas no demasiado inspiradas que remiten a El Padrino, Los Soprano, Buenos muchachos, Caracortada y otras ilustres películas y series sobre gánsteres. Cierta bienvenida veta feminista solo reviste, camufla y envuelve lo que por dentro no deja de ser una propuesta demasiado obvia, subrayada, torpe y previsible.
Carlos (Darío Grandinetti) es un argentino radicado desde hace mucho tiempo en España, donde ha formado una familia con su esposa Elvira (Pastora Vega) y una hija ya adulta. Alguna vez un muy famoso bailarín de tango ahora reciclado en actor de series, el protagonista recibe un llamado y viaja de urgencia a Buenos Aires. Le dicen que Margarita (Marcedes Morán), quien fuera su pareja artística (y por momentos afectiva), ha muerto. Pero, tras el funeral, su viejo amigo Pichuquito (Jorge Marrale) lo lleva hasta un club de barrio donde se encontrará con que ella no solo no ha fallecido sino que le informa que ambos han tenido un hijo ya casi cuarentón que vive en Mendoza y al que ella quiere y le propone (re)encontrar. Más allá de los reparos inicales de Carlos (un típico cascarrabias y dueño de un cinismo que le permite controlar y tapar sus verdaderas emociones), los tres parten a bordo de una vieja y destartalada furgoneta con la que solían salir de giras. Se inicia así lo que es el corazón de la película, una road movie llena de peripecias, desventuras, contratiempos, situaciones íntimas y confesiones que tardaron demasiado tiempo en hacerse. Los trayectos y las historias de los personajes de esta historia sobre reencuentros que reivindica y exalta esos amores que trascienden tiempos y distancias luce por momentos un poco obvios y recargados, pero la ironía y el humor negro compensan ciertas dosis por momentos excesivas de sentimentalismo y costumbrismo a partir de tres notables interpretaciones que logran dotar de fluidez, ternura y empatía a conflictos que en varios pasajes están incluso al borde del ridículo. Si como guionista Seresesky tiene cierta tendencia al subrayado y la sensiblería, como directora se muestra no solo como una sólida narradora sino también como alguien capaz de darle a sus intérpretes el espacio y el contexto necesarios como para que expongan todo su talento y expresividad.
Luego de la ya mítica trilogía original de Sam Raimi con Bruce Campbell, conformada por The Evil Dead: Diabólico (1981), Evil Dead II: Noche alucinante (1987) y Evil Dead III: El ejército de las tinieblas (1992); y de la remake Posesión infernal (Evil Dead) que el uruguayo Fede Alvarez estrenó en 2013, llega esta nueva entrega de la franquicia ahora escrita y dirigida por Lee Cronin (The Hole in the Ground), quien concibió un ejercicio de gore puro y duro, tan limitado en sus horizontes como eficaz en su concreción. La trilogía original de Evil Dead, rodada con más ingenio que presupuesto, se ha convertido en objeto de culto por parte de varias generaciones de adoradores del género de terror. Hace exactamente una década (se estrenó en abril de 2013), se produjo el primer reciclaje de la franquicia con Fede Alvarez al mando y ahora es el turno de esta propuesta que no pasará a la historia por su originalidad, pero tampoco por mancillar la veneración que existe por la saga. En esta quinta entrega se produce en determinado momento un sismo en el centro de Los Angeles y dentro de un crater que se abre en un decadente edificio próximo a ser demolido un adolescente encuentra El Libro de los Muertos junto a unas grabaciones en vinilo de 1923 en el que un clérigo advierte sobre las fuerzas malignas que se pueden desatar si se abre ese Necronomicón. Pero el muchacho no puede con su curiosidad y así comienza un baño de sangre de enormes dimensiones y proporciones. Y eso (el splatter) es lo único que verdaderamente importa en Evil Dead: El despertar, ya que más allá de las referencias, citas, homenajes, guiños e ironías respecto de la historia de la saga, los personajes, conflictos y actuaciones son más bien elementales. Pero vayamos al planteo inicial, como para dar una idea de la excusa argumental: Ellie (Alyssa Sutherland), una mujer abandonada por su marido, cría a sus tres hijos: Bridget (Gabrielle Echols), Danny (Morgan Davies) y Kassie (Nell Fisher). Un día aparece sin aviso en la puerta del departamento Beth (Lily Sullivan), hermana menor de Ellie que es una experta en guitarras, muchos desprecian con el término de groupie y acaba de descubrir que está embarazada. Como podrán inferir tenemos a cuatro mujeres entre los cinco personajes principales porque -va quedando claro- son tiempos de protagonismo y empoderamiento femeninos también dentro del cine de terror. Cronin, en su doble función de guionista y director, no es demasiado sutil en exponer las diversas facetas de los personajes, pero junto al diseñador Nick Bassett y el director de fotografía Dave Garbett logran crear y sostener la tensión durante la hora y media de relato. La profusión de efectos visuales no solo no conspira sino que le da cierta espectacularidad a una propuesta en principio bastante claustrofóbica, ya que buena parte de la narración transcurre dentro del departamento, en los pasillos, el ascensor o el estacionamiento del desatartalado edificio con escenas que incluyen tijeras, cuchillos, vidrios, elementos punzantes varios y -como verán en la foto que ilustra esta reseña- hasta una motosierra. Sí, todo servido entonces para un festival de la vertiente más explítica e impactante del género de terror.
Un jabalí cazado y luego desollado en primer plano, peleas brutales, golpizas, sexo básico sin amor ni cariño, tensión entre argentinos y chilenos, una naturaleza salvaje que “se toma revancha” de la tala indiscriminada de árboles y otros abusos con incendios e inundaciones, masculinidad tóxica, trash metal al palo (por ahí suenan Malón, Horcas y otras composiciones especialmente concebidas para la ocasión)... Y, en medio de ese contexto sórdido y ominoso, los tres hermanos del título, seres primitivos y disfuncionales por donde se los mire, afectos a todo tipo de excesos con las drogas y los puños, que nunca se han recuperado de los traumas familiares y (sobre)viven en un universo que -desde lo climático y la falta de oportunidades- resulta siempre hostil. Hipnótico en su entramado visual y sonoro, un poco subrayado en su exposición de un estado de violencia siempre latente que inevitablemente desemboca en explosiones de sangre y vísceras, el segundo largometraje del director de Zanjas (y segunda entrega de lo que Francisco Joaquín Paparella ha definido como “Trilogía del Río”) tiene una intensidad, una tensión y varios momentos de indudable potencia dramática y formal. Hay allí talento y hay también un universo con sus códigos propios, con el que a la distancia y desde cierta “corrección política” cuesta indentificarse y más aún empatizar. Cine visceral, crudo y desgarrador, con una relación con la naturaleza que remite por momentos al clásico Deliverance: La violencia está en nosotros, de John Boorman; y -más acá- a El aura, de Fabián Bielinsky; o El invierno, de Emiliano Torres, Tres hermanos resulta, más allá de cierta falta de sutilezas, pero sobre todo a partir de sus evidentes hallazgos, un muy buen segundo paso para un realizador que se expone, que arriesga, que va al frente sin medir consecuencias como Paparella.
Tras su estreno internacional en la Competencia Oficial de la reciente Berlinale y luego de batir récords de taquilla en los cines de Japón y China, se verá en las salas argentinas este notable trabajo del director de Your Name y El tiempo contigo. -Este lanzamiento se da en medio del furor local (en sintonía con el internacional) por el animé, que incluyó desde la llegada a los cines de producciones recientes como Demon Slayer to the Swordsmith Village (anticipo del regreso de la serie) hasta reestrenos de clásicos de esa insoslayable fuente de inspiración que es el maestro Hayao Miyazaki como Mi vecino Totoro (1988), Princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001), El castillo ambulante (2004) y Ponyo, el secreto de la sirenita (2008). Una adolescente de pueblo, un muchacho convertido en una pequeña silla de tres patas, un gato capaz de cometer las peores maldades y unas puertas que al abrirse desatan incontrolables fuerzas sobrenaturales que algunos confunden con terremotos. Con esos (y otros) elementos, el aclamado creador de Your Name construye una película íntima y épica, lúdica y grave, lírica y espectacular a la vez. Visualmente deslumbrante (el animé en todo su esplendor) y narrativamente audaz, Suzume cuenta las desventuras de Suzume Iwato, una joven de 17 años de un tranquilo poblado del suroeste de Japón llamado Kyushu que, siguiendo los pasos de Souta Munakata, un misterioso hombre del que se enamora a primera vista, termina embarcándose en un viaje lleno de misterios y peligros. Como buena parte de las heroínas del cómic, esta entusiasta, inocente, inmadura e impulsiva guerrera encontrará fuerzas de donde no creía que las tenía para luchar contra calamitosas energías que surgen de los portales en un relato que une lo iniciático con lo fantástico, la tradición con lo contemporáneo. Hace algo más de dos décadas, el gran Hayao Miyazaki ganó el Oso de Oro de la Berlinale con El viaje de Chihiro. Si bien Suzume no llega a semejantes alturas creativas, su inclusión en la máxima competencia del festival alemán fue una audacia de programación y un caso de estrica justicia artística.