Un elenco de lujo aporta su carisma para esta nueva y espectacular versión basada en el clásico relato de Alexandre Dumas. Se trata de la primera de dos entregas, ya que para fin de año está previsto el estreno de Los tres mosqueteros: Milady. Ambas películas se rodaron juntas con un generoso presupuesto total que superó los 70 millones de dólares. Con casi 50 transposiciones al terreno audiovisual, la novela publicada en 1846 por Alexandre Dumas (dos años antes fue un folletín por entregas en el diario Le Siècle) se ha mantenido como un clásico inoxidable del género de capa y espada para muchas generaciones. Tras varios proyectos originados en Hollywood (varios de ellos olvidables), la historia regresa a Francia con un díptico (D'Artagnan ahora y Milady en diciembre) que combina todos los elementos indispensables para construir un espectáculo épico y espectacular: una suerte de seleccionado actoral, una realización inteligente a cargo de Martin Bourboulon (responsable de la saga Papa ou maman y de Eiffel), vertiginosas escenas de acción y un enorme despliegue de efectos visuales para la reconstrucción de época. No estamos frente a un film que derroche audacia ni asuma demasiados riesgos artísticos, pero todo aquello que se pensó desde el concepto y el marketing se concretó con indudable profesionalismo. Charles D’Artagnan (el galán François Civil) es un joven gascón que en 1627 llega a París para sumarse a la guardia de élite del rey Luis XIII (Louis Garrel) y su esposa Ana de Austria (una desaprovechada Vicky Krieps). Allí se encontrará con los ya míticos mosqueteros Athos (Vincent Cassel), Porthos (Pio Marmaï) y Aramis (Romain Duris). Tras un largo período de paz y prosperidad, Francia entra en una época de fuertes tensiones internas y externas con crecientes enfrentamientos entre católicos y protestantes, y las amenazas de ingleses y españoles. Hay, por lo tanto, en estas dos primeras horas de esta saga unas cuantas intrigas palaciegas, confabulaciones propias de una guerra religiosa y personajes manipuladores como el cardenal de Richelieu (Eric Ruf) y la oscura villana Milady de Winter (Eva Green), que probablemente tenga mayor desarrollo e incidencia en la segunda entrega, que lleva su nombre. De hecho, tras estas dos intensas horas el final resulta un poco anticlimático (tranquilos: no hay spoiler), ya que se apela a un cliffhanger y aparece el típico cartel: “Continuará” (hay luego una muy breve escena post-créditos). En definitiva, quien espere un film que subvierta los cánones del cine de acción y aventuras no encontrará aquí ningún elemento demasiado revolucionario, pero para los cultores del género con una bienvenida relectura del clásico y un look más moderno se trata de una opción para nada desdeñable.
El Juicio a las Juntas se grabó por completo desde el inicio de las audiencias el 22 de abril de 1985 y hasta la sentencia final del 9 de diciembre, aunque en verdad del mismo solo se conocieron algunas partes, resúmenes diarios que los medios difundían con posterioridad. Esas 530 horas de materiales en U-matic se guardaron en distintos lugares (sobre todo en el exterior, como bien explica el director Ulises de la Orden en la entrevista que acompaña esta reseña), y recién ahora -gracias a la reivindicación de esa épica que hizo desde la ficción Argentina, 1985- vuelven a adquirir la relevancia que un hito de semejantes dimensiones nunca debió perder. Si alguien leyera que El juicio prácticamente no tiene agregados, que está armado exclusivamente con imágenes de los testimonios, podría pensar que se trata de una síntesis, de una mera reducción de las 530 horas originales a las casi tres que dura (así como el propio juicio se basó en solo 709 casos cuando en verdad fueron decenas de miles), pero en verdad es bastante más que eso. De la Orden encontró en medio de ese torrente de imágenes, de declaraciones, de preguntas y respuestas, de provocaciones y gestos, el material ideal para una construcción que coquetea con elementos de la ficción: personajes fascinantes y detestables, protagonistas y antagonistas, momentos emotivos, picos de tensión y hasta ciertos pasajes donde aflora el humor en medio del horror. No hay aquí un héroe definido sino más bien una decisión colectiva encabezada por los jueces, los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo y las decenas de testimoniantes para llevar el juicio hasta las instancias finales, a pesar de las presiones del afuera (y también del adentro con abogados defensores dispuesto a todo para entorpecer el proceso). De la Orden detectó varios temas centrales (el debate sobre la existencia o no de una guerra con la pretendida “teoría de los dos demonios”, la represión indiscriminada, los métodos de tortura y las colaboraciones con otras dictaduras latinoamericanas, la apropiación de bebés y el robo de los patrimonios de las víctimas, los abusos sexuales, la delación y la dinámica esclavista, el exterminio y los vuelos de la muerte) y trabajó sobre cada uno de ellos a partir de múltiples testimonios que duran minutos o segundos, pero que sumados dan un panorama tan amplio como contundente. Una vez más, el director optó por la coralidad antes que por lo individual. Así, si bien hay varios “famosos” entre quienes cuentan sus historias o dan sus opiniones (Antonio Cafiero, Italo Argentino Luder, Magdalena Ruiz Guiñazú, Alejandro Agustín Lanuse, Ragnar Hagelin, Jacobo Timerman, Emilio Fermín Mignone, Pablo Díaz, Estela de Carlotto, Miriam Lewin, Graciela Daleo, Robert Cox, Arturo Frondizi, Graciela Fernández Meijide, Hipólito Solari Yrigoyen, Roberto Frigerio, Alfredo Bravo, Lila Pastoriza y Adriana Calvo de Laborde), es la forma en que El juicio despliega su abanico, la forma en que está estructurado y “armado”, la que lo convierte en una experiencia tan fascinante como, claro, desagarradora. La división en partes según las temáticas principales (De la Orden divide el relato con títulos como “Feroz, clandestina y cobarde”, “Ni siquiera en la guerra”, “Un ejército de ocupación”, “Nos iremos al Infierno”, “Estrictamente patrimonial”, “Detener la información”, “Ni siquiera ciudadanos”, “Naciones Unidas”, “A merced”, “La promesa”, “Los cuerpos”, “Nunca más”) permite establecer un modus operandi, una planificación, una estrategia muchas veces perversa y en casi todos los órdenes. Es cierto que la propuesta de El juicio resulta mucho más exigente y ardua que la de Argentina, 1985, pero para quienes se conmovieron con esa obra de ficción el trabajo de De la Orden surge como una muy bienvenida ampliación y profundización respecto de la abyección y el horror de aquellos años de sangre.
El director de Re loca (2018) y de varios episodios de producciones televisivas como El hombre de tu vida y Los enviados filmó un ingenioso thriller escrito por Emanuel Diez (coguionista de las series Entre caníbales y El encargado, también con Guillermo Francella) en el que el protagonista se luce junto a un sólido elenco. Luego de su paso por los cines, la película estará disponible en el servicio de streaming HBO Max. La sociedad entre Particular Crowd (TNT), Warner Bros. y HBO Max viene generando múltiples proyectos que tienen un primer paso por las salas y luego desembarcan en esa plataforma de streaming. Luego de títulos como Ecos de un crimen, En la mira y Un crimen argentino, es el turno de La extorsión, un proyecto algo más ambicioso y que demandó la asociación entre múltiples y reconocidos productores como Axel Kuschevatzky, Tomás Yankelevich, Juan José Campanella y Hernán Musaluppi, entre otros. Como los mencionado films, La extorsión se basa en un guion “de hierro” dentro del cine de género, pero -más allá de ciertas resoluciones no del todo convincentes en algunas escenas cerca del final- esta vez el resultado es bastante más entretenido a partir de una conjunción de una narración bastante fluida, planteos ingeniosos, sorpresas bien trabajadas y un reparto de primer nivel. Alejandro Petrossián (Guillermo Francella) trabaja como piloto en vuelos internacionales y, a los 58 años, es una referencia para todos los trabajadores de Aerolíneas Sudeste. Tiene un muy buen pasar económico y está casado desde hace mucho tiempo con Carolina Guerrero (Andrea Frigerio), quien trabaja como tripulante de cabina de pasajeros en la misma compañía. El protagonista no parece tener demasiados sobresaltos (aunque el fantasma de la jubilación empieza a acecharlo) hasta que un día dos personas que dicen ser de la Policía Aeroportuaria lo “invitan” a acompañarlos hasta el aeropuerto de Ezeiza (habrá varias escenas filmadas en esa locación). Quien lo recibe, en verdad, es Saavedra (Pablo Rago), un siniestro personaje ligadoa los servicios de seguridad que lo extorsiona (de ahí el título) con algunos secretos y mentiras (afectivos y de salud) que Alejandro siempre se encargó de tapar. Y lo que tiene que hacer es pasar una valija (que nunca será revisada) en cada viaje a Madrid y entregársela allí a un tal Porchietto (Alberto Ajaka). En principio, nuestro antihéroe se adapta bastante bien a la nueva situación (no la cuenta, no hace preguntas, no se cuestiona), pero en la interacción con su amigo y colega Fernando Marconi (el gran Guillermo Arengo) y a partir de la aparición de Mario Aldana (un impecable Carlos Portaluppi), quien sí es funcionario de la Policía Aeroportuaria, se desata un tenso juego de gato y ratón con constantes giros, múltiples derivaciones e imprevisibles consecuencias. Quedó dicho que en el último acto hay un puñado de situaciones que desafían el verosímil, pero en líneas generales se trata de un cuidado, profesional y atractivo thriller que remite a cierto espíritu hitchcockiano y que en el ámbito local encuentra ciertas ligazones con Los Simuladores, la ya mítica serie de Damián Szifron. Por el lado de Zaidelis, hay una profusión de primeros planos que terminan quitando más de lo que agregan. Es que el impacto que al inicio pueden generar el rostro atribulado de Francella o la cara siniestra de Rago van perdiendo efectividad cuando ese recurso se torna recurrente. De todas formas, la mayoría de las decisiones narrativas y estéticas del director se ajustan a las necesidades del relato y, en ese sentido, La extorsión termina siendo un film bastante convincente.
Ben Affleck interpreta a Phil Knight, fundador de Nike, pero sobre todo fue el responsable de dirigir a un notable elenco encabezado por Matt Damon en esta película que en principio parece un infomercial sobre la exitosa compañía de artículos deportivos, pero que en verdad reivindica la idea visionaria de un hombre común llamado Sonny Vaccaro, que cambió para siempre el marketing y la estructura de los negocios. Heredero del mejor clasicismo hollywoodense, Affleck construye un impecable film que se convertirá además en el mayor lanzamiento de la historia en los cines de todo el mundo para una producción original de Amazon Studios. Ben Affleck es un actor tan correcto como limitado que suele tener el buen tino de no buscar papeles demasiado alejados de su zona de confort. Ese rasgo de inteligencia se traslada a su faceta como director, en la que se mueve también dentro de un terreno si se quiere acotado, pero con resultados mucho más estimulantes. Es que pocos cineastas de su generación (está por cumplir 50 años) transitan el camino que todavía siguen marcando los Clint Eastwood o los Steven Spielberg: el de un clasicismo narrativo y una nobleza de espíritu a prueba de ironías y cinismos. Tras las en varios casos notables Desapareció una noche / Gone Baby Gone (2007), Atracción peligrosa / The Town (2010), Argo (2012) y Vivir de noche / Live by Night (2016), Ben Affleck dirigió esta historia inspirada en un hecho real: la historia de John Paul Vincent "Sonny" Vaccaro (Matt Damon), un experto en básquet (sobre todo universitario) que ingresó a Nike y tuvo la idea -muy resistida en un principio- de contratar a un por entonces jovencísimo Michael Jordan, quien todavía no había ingresado a la NBA, y basar buena parte de la campaña de la compañía en el segmento de las zapatillas en la línea que luego se llamaría precisamente Air Jordan. Pero hay que entender primero el contexto: Nike era en 1984 una compañía más bien pequeña y con una participación mínima respecto de gigantes como Adidas o Converse, sobre todo en el universo del básquet (le iba bastante mejor en el mercado del running con un público mayoritariamente WASP). Con un presupuesto limitadísimo y con los jugadores profesionales volcados de lleno a sus poderosas competidoras, no había mucho para hacer hasta que Vaccaro se la jugó de lleno a una única idea: apostar todo el (escaso) dinero disponible a contratar a Jordan, quien venía de destacarse en el básquet universitario, pero que a los 21 años todavía estaba muy lejos de ser el mejor deportista de la historia (o segundo, si ubicamos en la cima a un tal Leo Messi). Lo que en primera instancia parece (y un poco es) un ejercicio de brand management, un informercial a medida de un gigante como Nike, en esencia resulta una exploración y reivindicación del emprendedurismo, de la concreción del tan mentado sueño americano. Vaccaro es un tipo obsesivo y solitario que carga con sus propios fantasmas (como una compulsión por el juego, adicción por las apuestas que luego se abandona por completo en la trama), pero cuya tosudez, obstinación y talento lo llevaron a cambiar para siempre el ámbito en el que se movía con más intuición que recursos: el marketing deportivo. Suerte de Jerry Maguire: seducción y desafío del nuevo siglo, Air: la historia detrás del logo (el subtítulo local es bastante ridículo e inapropiado) tiene el rigor, la solidez, el encanto y la tensión propias de toda narración concebida con inteligencia y sensibilidad. Hay, claro, una construcción dramática con cierto suspenso, pero el principal logro pasa por la exploración de la psicología de los distintos personajes, en un abanico que se centra en la amistad entre Knight y Vaccaro, pero que también tiene muy valiosos aportes de -entre otros- Rob Strasser (Jason Bateman), una suerte de jefe directo del personaje de Damon; David Falk (un notable Chris Messina), el despiadado agente de Jordan; y Deloris Jordan (Viola Davis), la madre de Michael y encargada de supervisar su carrera en un papel que remite por momentos al de Will Smith en Rey Richard: Una familia ganadora. Más allá de qué es lo que quería exponer y exaltar, Affleck siempre tuvo en claro que esta típica historia de un underdog que lucha contra todo tipo de prejuicios, carencias y contratiempos en el ámbito de las corporaciones debía contarse con mucho sentido del humor y del entretenimiento. En ese sentido, Air: La historia detrás del logo -que por momentos recuerda a los mejores momentos de Red social, de David Fincher- lo ratifica como uno de los más sólidos narradores de nuestro tiempo.
Las proyecciones para la prensa son un buen indicio del interés que determinadas películas (o sagas, o universos) despiertan a priori en los medios. Uno ya sabe que si se trata de una producción de Marvel la función estará abarrotada; y si se trata de un film de DC la asistencia será igualmente masiva, aunque un poco menor. Me sorprendió al ingresar a las 10.57 de la mañana encontrarme con que la enorme sala 4 del Cinemark Palermo estaba prácticamente vacía (apenas una veintena de acreditados). Es probable que el tradicional juego de rol creado hace casi medio siglo no tenga muchos cultores entre las nuevas generaciones de periodistas (los veteranos somos cada vez menos en las “privadas”), pero así y todo la penosa convocatoria resultó una rareza. Y también una injusticia. Es que Calabozos & Dragones: Honor entre ladrones es una buena (por momentos muy buena) película. El film de la ascendente dupla integrada por Jonathan Goldstein y John Francis Daley quizás no tenga aspectos que la conviertan en una propuesta particularmente renovadora, pero en su acumulación, su mixtura, su apuesta por el collage y el mashup combina con muchos más aciertos que carencias elementos propios del cine de acción, de aventuras y de fantasía. El guion firmado por los propios realizadores junto a Michael Gillio propone una mezcla entre la comedia de enredos (hay buenos gags físicos y diálogos filosos) y una épica a- la-El señor de los anilos con un imponente despliegue de efectos visuales (el presupuesto superó los 150 millones de dólares) para crear castillos, prisiones, coliseos, concebir gigantescas y exóticas criaturas, y exponer en toda su dimensión los efectos de distintos poderes mágicos. Y, claro, regalar múltiples referencias y guiños para los fans de D&D. Chris Pine interpreta a Edgin Darvis, integrante de una suerte de logia secreta, que es parte espía, parte estafador, parte ladrón, parte héroe, parte antihéroe. Desde la escena inicial lo encontramos en una cárcel de máxima seguridad junto a Holga (Michelle Rodriguez), una ruda guerrera de pocas pulgas pero en el fondo de buen corazón. A Darvis le han asesinado a su esposa, mientras que su hija Kira (Chloe Coleman) termina siendo cooptada por Forge Fitzwilliam (un Hugh Grant que evidentemente ha disfrutado en cada plano de ser el villano de turno) y la poderosa y despiadada maga roja Sofina (Daisy Head). Lo que Calabozos & Dragones: Honor entre ladrones narra, en definitiva, es el camino de los héroes (aunque ellos sean imperfectos y carguen con múltiples carencias): a Darvis y Holga se les sumarán Simon (Justice Smith), un inseguro y bastante patético hechicero; la druida Doric (Sophia Lillis) y ocasionalmente Xenk (Regé-Jean Page), un caballero más tradicional y formal. Calabozos & Dragones: Honor entre ladrones es una película felizmente anómala porque logra combinar un espíritu nostálgico con una parafernalia tecnológica de última generación puesta al servicio del relato y un desenfado que contrasta con la solemnidad predominante en este tipo de tanques. Sí, por momentos las más de dos horas de relato resultan un poco derivativas y extensas, pero hay en Goldstein y Daley un espíritu lúdico y un amor genuino por los géneros que contagian y son las claves del disfrute.
Tras su consagratoria ópera prima, Ava (2017), la ascendente Léa Mysius prometía la Titane de este año, aunque en verdad las mayores semejanzas son con Zombi Child, de Bertrand Bonello, con una historia sobre la bisexualidad y lo problemática racial. Adèle Exarchopoulos es Joanne, una instructora de natación en un pueblo cercano a los Alpes que tiene una encantadora hija negra, Vicky (Sally Dramé). El matrimonio con Jimmy (Moustapha Mbengue), un bombero de origen africano, está en plena crisis y marcado por las tragedias del pasado. El protagonismo es cada mayor en el caso de la pequeña Vicky, quien es víctima de bullying pero poco a poco empieza a manifestar poderes más que inquietantes. Así, el film gira hacia una “zona Shyamalan” con algunos momentos visuales (la fotografía de Paul Guilhaume en 35mm es prodigiosa) y dramáticos logrados y otros en los que las excesivas pretensiones de la directora terminan conspirando contra el interés y la tensión. Una pena porque a Mysius (guionista de moda gracias a sus trabajos para Jacques Audiard, Arnaud Desplechin y Claire Denis) le sobran ideas y recursos, aunque aquí el resultado termina estando por debajo de las posibilidades y expectativas.
Lo primero que se ve en Camuflaje son los pies de alguien corriendo descalzo sobre el asfalto. Luego descubriremos que se trata de Félix Bruzzone, reconocido escritor, entusiasta runner y protagonista absoluto de este documental con algunos elementos cercanos a la ficción. Bruzzone vive desde hace mucho tiempo en una casa muy cerca de la base militar de Campo de Mayo, en principio sin saber que allí, en el centro clandestino conocido como El Campito, estuvo Marcela, su madre desaparecida. A partir de esa ¿coincidencia?, Bruzzone empieza a indagar -en cámara y desde la voz en off- en su propia historia, en la del lugar y en la de la gente que lo frecuenta. Los encuentro de Bruzzone van desde un desarrollador inmobiliario que trata de valorizar la zona hasta una sobreviviente de El Campito que a partir del trabajo con una asociación intenta sin suerte plantar un memorial, pasando por tres artistas que interactúan con o “intervienen” las barracas abandonadas, un amigo de infancia o una chica que junta tierra del lugar para luego enfrascarla y venderla como souvenir a turistas, imitando a los pedazos del Muro de Berlín que se recogieron durante su caída y aún hoy se siguen comercializando. Rodeado por un paraíso natural (una reserva no precisamente cuidada en la que hay hasta gigantescas tortugas), Campo de Mayo es un lugar tenebroso y misterioso por múltiples motivos que Camuflaje se encarga en analizar desde lo geográfico hasta, claro, lo humano o incluso lo gremial, ya que allí desaparecieron buena parte de las comisiones obreras de los '70. En una de las tantas incursiones (ilegales, ya que se tratan de terrenos militares), Perel y Bruzzone se topan con unos soldados. Cuando todo apunta a un momento de extrema tirantez, interviene el productor Pablo Chernov y todo termina en un intercambio bastante amable y civilizado. Sin embargo, ese momento simboliza también las tensiones y contradicciones que un proyecto de estas características, dimensiones y alcances emocionales genera. Running, simulación 3D y un impactante cierre cinematogáfico y simbólico con la Killer Race, una intrincada carrera de resistencia con elementos de crossfit e impronta militar que se desarrolla en el lugar, forman parte de la experiencia por momentos lúdica, catártica, ensayística y política de Camuflaje, un film mucho menos denso y programático que los trabajos previos de Perel, pero no por eso menos inteligente o estimulante.
Un tipo muy sacado lanza bolsos llenos de cocaína desde un avión. Cuando va a lanzarse en paracaídas se golpea y cae al vacío. La policía encuentra su cuerpo y descubre solo 30 kilos, una parte mínima de la carga total. El resto de la droga permanece perdida entre la frondosa vegetación de un parque nacional. Y será en esa zona que coincidirán una torpe guardaparques (la gran Margo Martindale), jóvenes ladrones de poca monta, niños perdidos, una madre que va en busca de su hija de 13 años, un veterano investigador que sigue las pistas del caso y narcos que intentan recuperar los paquetes que traficaban. A esta descripción, sin embargo, le falta una pieza clave: sí, el oso intoxicado del título local, un gigantesco especímen que ingiere el mencionado polvo blanco, se convierte en un adicto insaciable y en un depredador de todo ser humano que esté en las proximidades. El concepto, tan absurdo como ingenioso (aunque está “inspirado” en un hecho real ocurrido en 1985 en el Chattahoochee National Forest de Georgia), es ideal en principio para un festival de humor negro, comedia física con mucho desparpajo y desbordes propios del gore y el slasher (desmembramientos varios, sangre a borbotones), pero una vez que vimos al oso esnifar y convertirse en asesino serial de personajes que en todos los casos son decididamente patéticos el disfrute en plan “cuanto peor, mejor” se va extinguiendo, evaporando. Por supuesto, si uno se acerca a Oso intoxicado sin grandes exigencias y desde una perspectiva lúdica (como los cinéfilos disfrutábamos del gore en las primeras películas de Peter Jackson como Muertos de miedo o Mal gusto y de Sam Raimi como Diabólico y Noche alucinante), la experiencia puede ser simpática al menos durante un rato y, por lo tanto, la propuesta de Elizabeth Banks no tiene nada de despreciable. La directora de la más que aceptable Más notas perfectas (2015) y la decepcionante Angeles de Charlie (2019) demuestra bastante timing para la comedia y el despliegue de efectos visuales ayuda a convertir al en principio encantador oso en una bestia sanguinaria, pero -quedó dicho- la fórmula se agota demasiado pronto. PD: En el papel menor y sin demasiado vuelo de un mafioso llamado Syd aparece Ray Liotta, en el que sería su último trabajo antes de su muerte ocurrida el 22 de mayo pasado.
Nacho (Leonardo Sbaraglia) maneja una productora que está por realizar una ambiciosa serie con Natalia Oreiro (la estrella tiene un par de participaciones vía Zoom). Además, desde hace 24 años está casado con Lucía (Julieta Díaz), una fotógrafa que es dueña de un coqueto restaurante. Ambos parecen tenerlo todo: una mansión con piscina, un lujoso auto descapotable, un yate y, más importante aún, una inteligente hija adolescente. Pero, a poco que se escarba en esa reluciente superficie, empiezan a aflorar secretos y mentiras, rutinas y desprecios, frustraciones y resentimientos, Desde el principio sabemos que Lucía y su hija Camila (Sofía Zaga Masri) tienen en una etapa muy avanzada un proyecto conjunto, pero Lucía no encuentra el momento, la manera o directamente no se anima a decírselo a Nacho. La última oportunidad será a bordo del imponente barco que él ha comprado durante un viaje que compartirán con un amigo de él, Ramiro (Marco Antonio Caponi), y su joven novia Cleo (Zoe Hochbaum). Tras ese prólogo, la película se desarrolla a bordo del yate (las escenas diurnas en cubierta son reales y las restantes fueron recreadas en estudios) y describen el progresivo proceso de descomposición de la pareja a medida que esas mentiras van aflorando casi siempre de la peor manera. Lo que en principio aparecía como una comedia matrimonial leve y hasta con vuelcos cómicos se transforma con el correr de la poco más de hora y media de relato en algo bastante más enfermizo y opresivo. El problema es que ese vuelco resulta por momentos algo torpe, ya que la película trabaja conflictos bastante elementales y previsibles sobre la crisis afectiva y profesional en la madurez. En ese sentido, dos muy buenos intérpretes como Sbaraglia y Díaz sacan a relucir todo su profesionalismo para sobrellevar personajes sin demasiadas matices (él, un workaholic muy negador y con rasgos machistas; ella, una mujer frustrada que busca algún atajo para salir de la encerrona del matrimonio) en un film que apela además a simbolismos, alegorías y paralelismos bastante obvios (problemas mecánicos, una inminente tormenta, un posible naufragio). A nivel formal, Luciano Podcaminsky y su director de fotografía Nicolás Trovato apelan a una estética demasiado fría en la que proliferan las tomas aéreas con drones y una supuesta sofisticación que parece más propia de un comercial de tarjeta de crédito que de un drama íntimo como el que aquí se narra.
Manuela Martelli trabajó como actriz con Andrés Wood (uno de los coproductores de este film), Sebastián Lelio, Gonzalo Justiniano, Alicia Scherson y varios directores argentinos como Ezequiel Acuña, Manuel Ferrari y Martín Rejtman. Seguramente esas experiencias delante de cámara le sirvieron en mayor o menor medida para animarse a incursionar como realizadora en este drama familiar con ciertos elementos de thriller psicológico. La protagonista absoluta del film (dueña del punto de vista y presente en casi todos los planos) es Carmen (Aline Kuppenheim), una mujer de clase acomodada que abandona Santiago y viaja a una casa ubicada en un balneario para supervisar la renovación del lugar. Mientras su marido, hijos y nietos (es una abuela joven y atractiva) van y vienen, ella se instala en el lugar en plenas vacaciones inviernales. Apenas llega a esa casa de playa, Carmen -cuyos familiares está ligada a la medicina- se topará con el padre Sánchez (Hugo Medina), quien le pide cuide a Elías (Nicolás Sepúlveda), un joven herido de bala en una pierna del que poco sabemos pero intuimos está metido en la lucha contra la dictadura de Augusto Pinochet. Las diferencias generacionales, ideológicas y de clase quedarán expuestas de forma inmediata y evidente en el film, pero el aspecto más interesante de 1976 pasa por el viaje íntimo y externo que realiza Carmen, quien empieza a obsesionarse cada vez más por la historia y la situación de Elías. Y en esa búsqueda, esa creciente indagación, irá descubriendo un universo muy distinto y se irá topando con personajes de otros orígenes y realidades. Entre los personajes secundarios que aparecen en el film está Germán de Silva, seguramente como forma de justificar una coproducción con Argentina que incluye también a las siempre talentosas Yarará Rodríguez en la dirección de fotografía y Jesica Suárez en el sonido. En ese sentido, si bien es cierto que 1976 tiene una idiosincracia, localismos y observaciones propias de la historia chilena, hay múltiples elementos que remiten también a la realidad que se vivía en esa misma época en otros países de la región (en algunos momentos me hizo recordar a Rojo, de Benjamín Naishtat). Más allá de cuestiones evidentes -como los operativos represivos o los toques de queda-, en todos lados se experimentaba un clima ominoso, de inquietud, angustia y temor generalizado.