Ya es norma que cuando una franquicia animada funciona bien en la taquilla se sigan produciendo nuevas entregas. Lo que no es tan habitual es que la calidad artística se mantenga. Hay excepciones (la saga de Toy Story, por ejemplo) y casos extraordinarios en los que el nivel parece mejorar con cada secuela: Cómo entrenar a tu dragón es una de ellos. En esta bella y sensible tercera parte se mantienen el encanto, la simpatía y la gracia de las películas de 2010 y 2014, pero en esta oportunidad hay una venta romántica (tanto en el caso del protagonista Hipo como del dragón Chimuelo) que completa el panorama y la hace disfrutable para todo tipo de público (adulto e infantil, niños y niñas). La trama es sencilla, pero muy bien construida: el joven Hipo es el heredero que ha quedado a cargo de Berk, pintoresca isla en la que conviven vikingos y dragones. Más allá del hacinamiento, la comunidad parece desarrollarse con bastante armonía hasta que entra en escena un malvado e implacable cazador llamado Grimmel. Ante la amenaza, deciden ir en busca de un lugar más seguro: un paraíso que -según la leyenda- está ubicado en los confines del planeta. La película combina en dosis justas peripecias, enredos, batallas y los apuntados momentos más íntimos. El resultado es deslumbrante desde lo visual y llevadero en lo narrativo. Además, para el público más adulto cabe la habitual recomendación: buscar alguna función nocturna que exhiba la versión original subtitulada. Los aportes en las voces de Jay Baruchel, America Ferrera, Cate Blanchett, Gerard Butler, Jonah Hill, Kristen Wiig, Christopher Mintz-Plasse, Craig Ferguson, Kit Harington y F. Murray Abraham son notables.
Benjamín Rojas y Gimena Accardi vienen de protagonizar el éxito teatral El otro lado de la cama y Rojas es una de las figuras de otro suceso actual como Una semana nada más. Ambos encabezan el elenco de esta película basada en... una obra de teatro. La autora Paula Manzone es, además, responsable del guión y codirectora junto al prolífico Nicanor Loreti (Diablo, La H, Kryptonita, 27: El club de los malditos y la saga de Socios por accidente). Si esta enumeración de datos puede parecer una mera acumulación de información intrascendente en verdad tiene su explicación. Es que Anoche carece de la fluidez, la naturalidad y el encanto de una buena (tragi)comedia romántica concebida para la pantalla grande y, sí, parece teatro filmado. Pilar (Accardi) decide pasar un sábado a la noche sola en su departamento. Más allá de una larga charla telefónica con su madre (la voz de Mirta Busnelli), su plan es hacerse unos pochoclos y seguramente ver algo en la TV o leer un libro. No lo sabremos porque a los pocos minutos toca el timbre su novio Marcos (Rojas), que viene de salir con sus amigos, algo beodo, con un regalo por el inminente aniversario de la pareja y cierta urgencia sexual que ella no parece dispuesta a satisfacer. Para colmo de males, el timbre vuelve a sonar y quien hace su aparición es Ema (Valeria Lois ), hermana de Pilar, que no puede contener la angustia de la crisis existencial que está atravesando. Y, con la llegada del cuarto personaje (Diego Velázquez) todo queda servido para una sucesión de enredos siempre caprichosos, por momentos patéticos y muy ocasionalmente graciosos. La película intenta sintonizar con cierto desencanto femenino en el terreno de las relaciones afectivas y en la inmadurez que tantos hombres mantienen incluso cuando ya entran de lleno en los treintaypico o incluso en los 40 y algo. Pero lo hace apelando al trazo grueso, sin sutilezas, matices ni gracia (tanto en el terreno de las actuaciones como en una puesta en escena elemental), con conflictos superficiales y diálogos demasiado explícitos que no dejan demasiado espacio para que el film conecte con el espectador.
Primero fue la francesa Amigos intocables (Intouchables, 2011), de Olivier Nakache y Eric Toledano; luego llegó la versión argentina titulada Inseparables (2016), de Marcos Carnevale, con Oscar Martínez y Rodrigo De la Serna. Ahora es el turno de la remake estadounidense con Bryan “Breaking Bad” Cranston y el popular cómico negro Kevin Hart (sí, el que estuvo a punto de conducir la entrega de los premios Oscar). No es que las entregas anteriores -cuyo punto de partida fue una novela y luego incluyeron también diversas transposiciones teatrales en todo el mundo- fuesen particularmente brillantes, pero el resultado de esta nueva propuesta no es demasiado estimulante. Más (o, mejor, menos) de lo mismo. La industria del cine se ha convertido en muchos casos en una una factoría de productos en serie: una película chilena como Sin filtro, una italiana como Perfectos desconocidos o una argentina como Sin hijos pueden derivar en films muy similares en todo el mundo con el simple cambio de intérpretes y una mínima adaptación al contexto local. En este sentido, si uno ya vio alguna versión anterior lo que queda es “el juego de las diferencias”; es decir, ver qué mínimas modificaciones se han introducido. La tarea sería similar a la de comer la misma hamburguesa de una cadena de comidas rápidas y apreciar si en España le ponen pepino; en México, tomate; y en la Argentina, lechuga. En Amigos por siempre Cranston es Phillip Lacasse, un multimillonario de Filadelfia que ha quedado tetrapléjico. Hombre culto y refinado, no logra superar las fobias, los traumas y el resentimiento por la realidad que le toca en suerte. La contraparte (y contracara) es Dell Scott (Hart), un afroamericano de clase baja, desempleado y con antecedentes penales, pero sin las inhibiciones ni represiones de Phillip, quien lo terminará contratando como su cuidador para desesperación de su asistenta Yvonne Pendleton (una Nicole Kidman totalmente deslucida y desaprovechada). Con la idea de que los extremos se atraen, cada uno le terminará dándole al otro aquello que no tiene en una mirada si se quiere con impronta humanista y políticamente correcta, pero en el fondo demagógica y tranquilizadora, sobre las diferencias de clase. Aquel director que admiramos en El ilusionista (2006) se limita aquí a hacer una comedia prolija, convencional, previsible y solo en algunos pasajes medianamente llevadera. Demasiado poco para una reversión de una fórmula / concepto que, si bien ya ha demostrado su eficacia, a esta altura cansa un poco.
Es difícil cuestionar una película como Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo sin ser acusado de cínico y desalmado. Es un film hecho por artistas con talento que apuesta a emocionar, a inspirar. El problema es apreciar con qué recursos lo hace. Y, según la sensibilidad de quien esto escribe, apela a una denuncia horrorizada y a formas tan manipulatorias y demagógicas que consigue irritar antes que emocionar. Si se tiene en cuenta que al final de la proyección para público “común” (los de prensa éramos pocos) hubo muchos más aplausos que abucheos es probable que esté en minoría y que unos cuantos espectadores se sientan conmovidos con este descenso a los infiernos de un adolescente de 18 años que consume mucho y de todo (heroína, cocaína y sobre todo metanfetaminas) durante buena parte de las casi dos horas de film. Más cerca del melodrama Hallmark que del cine de autor, Beautiful Boy está basado en el libro de memorias de David Sheff (Carell), un periodista de San Francisco que intenta (sin demasiado suerte) acompañar a su hijo Nic (Chalamet, la revelación de Llámame por tu nombre) en sus sucesivos e infructuosas internaciones para desintoxicar un cuerpo con demasiadas sustancias peligrosas. Cuando parece que hay un atisbo de luz en el camino, otra vez la oscuridad inunda el túnel. El joven se escapa, desaparece y es rescatado de los peores tugurios. Los dos protagonistas están bien (incluso muy bien), las dos mujeres -la madre del muchacho que interpreta Amy Ryan y la comprensiva nueva esposa de David que encarna Maura Tierney- también aportan intensos personajes secundarios, pero la película está desprovista de la nobleza que uno hubiese querido para este tipo de trances extremos. La corrección política y la concientización siempre parecen estar subrayando, dictándolo todo. Así, Beautiful Boy se sufre, se padece con una explicitud (en todo sentido) casi obscena, acompañada por una musicalización ampulosa y machacante que hasta termina arruinando hermosas canciones como la homónima de John Lennon o Heart of Gold, de Neil Young. Los múltiples carteles que “coronan” la película no hacen más que amplificar el tono aleccionador y de autoayuda. Seguramente, habrá a alguien que le sirva...
Más allá de que el interés que puede despertar en el extranjero es bastante menor que en los Estados Unidos, la figura de Dick Cheney "pedía" una película. Maestro de la manipulación, brillante lobista, ha sido decisivo -tanto desde la esfera pública como desde la privada- en los últimos 50 años de historia (se incorporó al gobierno de Richard Nixon en 1969; fue legislador y ocupó altos cargos en todas las gestiones republicanas). No llegó a ser presidente (sí multifacético y todopoderoso vice de George W. Bush), pero -así lo describe este impiadoso film escrito y dirigido por Adam McKay- ideó, entre varias otras cuestiones, la forma de justificar la intervención militar en Irak. McKay es un guionista ingenioso y un virtuoso narrador, pero (utilizando recursos similares a los de esa potente sátira contra los abusos de Wall Street que fue La gran apuesta) esta vez la eficacia es menor porque todas las herramientas (la cínica voz en off, muchos de los diálogos, los inevitables carteles finales y hasta una escena poscréditos) no hacen más que subrayar que Cheney (un irreconocible Christian Bale) era un representante de lo peor de una clase política. Así, el indudable talento de McKay y de un elenco de lujo (Amy Adams como su esposa, Steve Carell como Donald Rumsfeld, Sam Rockwell como Bush) queda minimizado por una película que en el campo de la ficción parece apropiarse de cierta demagogia y bajada de línea del documentalista Michael Moore.
M ary Poppins (1964) se filmó íntegramente en los estudios de Disney en Burbank, pero nos transportaba a la Londres de 1910. El regreso de Mary Poppins se rodó en varias locaciones reales de la capital inglesa, pero mantiene el artificio de la película original. Estamos en plena década de 1930, en medio de la Gran Depresión, y los hermanos Michael (Ben Whishaw) y Jane Banks (Emily Mortimer), a quienes conocimos como niños en el musical de Robert Stevenson, ya son adultos y deben luchar contra la codicia de un banquero (Colin Firth) para salvar la casa familiar. Para ayudarlos aparecen varios personajes de buen corazón. Por un lado, la niñera del título (Emily Blunt, en el papel que consagrara a Julie Andrews), que se encargará de cuidar a los tres hijos del viudo; la empleada doméstica Ellen (Julie Walters) y el farolero Jack (Lin-Manuel Miranda), que remite al personaje de Dick Van Dyke (quien a los 93 años tiene un simpático cameo en esta secuela). No hay demasiados cambios de tono, de estilo, de estética entre una película y otra. Ese respeto es a la vez la mayor fuerza, pero también la principal debilidad de un film eficaz y profesional aunque demasiado anclado en el ejercicio nostálgico. Por un lado, resulta seductor para aquellos que pretendan revivir las sensaciones que dejó el clásico musical, pero al mismo tiempo el director Rob Marshall (quien ya había incursionado en el género con Chicago y Nine) queda en varios sentidos preso de esa veneración como para conseguir un film más afín a estos tiempos y con verdadero vuelo propio.
La de Rocky es una saga de culto entre varias generaciones. Tras seis entregas en tres décadas (1976-2006) se produjo un largo silencio que terminó en 2015 con la notable Creed. Si aquella película dirigida por Ryan Coogler y protagonizada por Michael B. Jordan funcionaba como un spinoff con vuelo propio, Creed II vuelve a las fuentes. Que el nuevo guion haya sido escrito por Sylvester Stallone garantiza que esta historia clásica y eficaz recupere el espíritu de las Rocky originales. Está claro que en la comparación el novel director Steven Caple Jr. pierde frente a un Coogler mudado a las grandes ligas ( Pantera negra) y que en varios aspectos Creed II está más atada a las fórmulas del subgénero boxístico que su predecesora. Pero aun con sus lugares comunes y golpes de efecto (que no se preocupa en maquillar, porque cree en ellos) esta secuela entretiene e incluso emociona. El Adonis Johnson del otra vez muy convincente Jordan es campeón de peso pesado con la sabia conducción de Rocky Balboa (Stallone), pero en su camino se interpondrá Viktor Drago (Florian Munteanu) -hijo de Ivan (Dolph Lundgren), responsable de la muerte de su padre- por lo que todo excederá lo profesional para convertirse en una venganza personal. La película cabalga con convicción entre la intimidad familiar, esa relación padre-hijo que mantiene con Rocky y los altibajos de toda épica deportiva. Nada demasiado innovador, pero con una narración construida a puro rigor, nobleza y perserverancia.
A mitad de camino entre el thriller y el drama familiar, esta película de la directora Karyn Kusama tiene -más allá del virtuosismo de la estructura de su guion- un objetivo principal: el lucimiento de Nicole Kidman. Desprovista de todo glamour hasta el punto de aparecer casi irreconocible, la prolífica actriz aceptó este auténtico tour de force como para ratificar (por si todavía hiciera falta) su ductilidad y su permanente apuesta al riesgo. Kidman es Erin Bell, una experimentada detective de la policía de Los Ángeles con una existencia en degradación constante. La veremos durmiendo en un auto, siendo víctima de burla por parte de sus colegas y con una pésima relación con su rebelde hija adolescente. Su obsesión pasa por reencontrarse con los integrantes de una banda de asaltantes de bancos de la que formó parte en su juventud como agente encubierta. Su descenso a los infiernos y la búsqueda de la redención parecen por momentos una versión femenina del Harvey Keitel de Un maldito policía, de Abel Ferrara. Destrucción apuesta al relato enmarcado, pendula todo el tiempo entre el presente y el pasado, y -como buen ejercicio de género- recién podremos comprender la exacta dimensión de los conflictos tras el desenlace. Kusama se regodea demasiado en la sordidez, no siempre consigue articular las diferentes aristas e implicancias del film, pero -a partir de una puesta en escena muy potente y del portentoso trabajo de Kidman- sale airosa de un proyecto audaz y ambicioso.
Hay pocos directores (y muy pocas directoras) capaces de construir un estilo, de conseguir un tono tan personal que permite identificarlos con solo ver un plano de una de sus películas. Eso es lo que ocurre con el espíritu tragicómico y querible de Ana Katz. Sus historias pueden transcurrir en lugares, tiempos y circunstancias muy disímiles, pero hay algo (una mirada del mundo, una sensibilidad particular) que unifica a las atribuladas criaturas de su filmografía. Sus personajes están siempre al borte del patetismo, pero la realizadora y guionista combate la mirada cínica y despiadada con una dosis de ternura y comprensión que termina por entenderlos y, de las formas más insospechadas, por redimirlos. En el caso de Sueño Florianópolis no solo describe las desventuras de una típica familia de esas que inundaron las playas de Brasil en tiempos de cambio favorable (1992 en ese caso), sino que de alguna manera genera una retrato (y cuestiona ciertas miserias) de la clase media argentina en su conjunto. De lo particular a lo general, el film genera desde su arranque cierta identificación (y rechazo) al vernos reflejados en ciertas actitudes poco nobles como la de arrasar con el desayuno o robarse algunos elementos de un hotel. Lucrecia (Mercedes Morán) y Pedro (Gustavo Garzón), ambos psicólogos, son un matrimonio de larga data que está en avanzado proceso de separación (ella más decidida que él), pero igual deciden viajar con sus dos hijos adolescentes, Julián (Joaquín Garzón) y Flor (Manuela Martínez), rumbo a Florianópolis a bordo de un destartalado Renault 12 Break. Tras un interminable y accidentado derrotero, llegan al supuesto paraíso de la alegría brasileña, pero el departamento alquilado con antelación resulta ser una pocilga. Visiblemente decepcionados, optan por trasladarse a una casa bastante alejada y de difícil acceso que les ofrecen unos lugareños, Marco (Marco Ricca) y Larissa (Andrea Beltrão), a los que habían conocido de manera casual en el camino de ida. Entre las rencillas inevitables de toda experiencia vacacional, las tensiones entre esa pareja en disolución (que alguna vez disfrutaron de un viaje idílico al mismo lugar), las diferencias generacionales (los adolescentes están más interesados en experimentar su independencia que en sus padres) y las tentaciones (tanto Lucrecia como Pedro se sienten atraídos por sus huéspedes brasileños), Katz va tejiendo su habitual universo tragicómico, un poco provocador, algo incómodo, pero siempre fascinante. Con los valiosos aportes de Gustavo Biazzi en la fotografía y un sólido elenco en el que se destacan Morán (en su cuarta película en cuatro meses tras El amor menos pensado, El Ángel y Familia sumergida), Garzón y Ricca, Katz nos transporta a un universo de playas, litros y litros de cerveza y caiprinha, camarones, karaoke y paseos acuáticos, con romances cruzados, celos y esas sensaciones contradictorias que suelen potenciarse en tiempos de vacaciones. El film -leve y entrañable como una comedia rohmeriana- tiene un inevitable sesgo nostálgico, pero la mirada melancólica nunca está subrayada, recargada ni interfiere con el retrato íntimo, con las facetas más sensibles de la historia. Es, sí, una película de redescubrimiento, sobre el fin de una era (el adiós de un matrimonio, las últimas vacaciones con los hijos) y las inquietudes, las dudas, los temores que generan los cambios para el inicio de una nueva.
Podría decirse que una parte esencial de la cinefilia de las últimas dos décadas se define por la grieta entre los exégetas y los detractores de M. Night Shyamalan. Yo, que descreo de los bandos y las posturas inamovibles, he estado la mayoría de las veces en la vereda opuesta del director indio, aunque en el caso de Fragmentado me llevé una agradable sorpresa. Por lo tanto, la expectativa ante Glass, que funciona como una suerte de continuación de El protegido y Fragmentado, era alta. La decepción, lamentablemente, también lo fue. Antes de analizar Glass hay que advertir que, aun con todos sus problemas y caprichos, es superior a los bodrios de Shyamalan de su período 2006-2013 (La dama del agua, El fin de los tiempos, El último maestro del aire, Después de la Tierra). Pero, en el camino de la recuperación que había insinuado desde Los huéspedes (2015), surge como una clara recaída. Más allá de su algunos destellos de creatividad e ingenio, siempre consideré a Shyamalan como un encantador de serpientes, un artista presuntuoso que convenció a no pocos cinéfilos de que realmente era un genio que había bebido de géneros populares (de la historieta al terror) para construir una iconografía y una mitología propias. Esa pretensión reaparece a la enésima potencia en Glass, un film en el que nos pasamos más de dos horas escuchando supuestas revelaciones trascendentales sobre los superhéroes, los hechos sobrenaturales y el lugar de los series extraordinarios en un mundo ordinario, pero todo se desarrolla y culmina de la forma más banal, terrenal y obvia que pueda imaginarse. Y no solo eso: Glass es de las películas menos lucidas desde lo visual y narrativo (la puesta en escena es absolutamente chata) en la carrera de un director que, aun en sus trabajos menos logrados, siempre había entregado momentos de gran cine. Aquí ni siquiera ese virtuosismo aparece en cuentagotas durante el clímax con la interacción entre los tres principales personajes que reaparecen: el psicópata Kevin Wendell Crumb (con sus 24 personalidades) que interpreta James McAvoy (a la larga sus excesivos unipersonales resultan de lo más simpático del film), el justiciero David Dunn de Bruce Willis y el manipulador Elijah Price de Samuel L. Jackson (que por momentos parece un alter-ego de Shyamalan). El director de Sexto sentido logra mantenernos medianamente interesados durante esas largas dos horas (buena parte de las mismas restringidas al interior de un neuropsiquiátrico de Filadelfia) a la espera de lo que, suponemos, será un desenlace lleno de sorpresas y hallazgos. Lo que sobreviene, sin embargo, es una acumulación de falsos finales, la mayoría de ellos entre explícitos, didácticos (sobre-explicados), impostados y decepcionantes. Así, el resultado de Glass es el de un film ahogado en su grandilocuencia, su ampulosidad y su solemnidad (todo lo contrario a lo que debería ser un trabajo sobre superhéroes ligado al espíritu del cómic). En definitiva, otro ejercicio autocomplaciente y autoindulgente de un director que ha logrado aquí convencer a Universal, Disney y Blumhouse (debe ser la peor película de esta productora tan de moda) de asociarse para financiar sus caprichos. En ese sentido, Shyamalan es, sí, un auténtico genio.