Adepto a los proyectos épicos, Peter Jackson incursiona esta vez como productor y coguionista en la ficción distópica con una historia ambientada en un futuro posapocalíptico en el que ciudades como Londres son transportadas por inmensas máquinas. Si la descripción suena un poco ridícula es porque la película apuesta al gigantismo y al absurdo. No hay en este film dirigido por el debutante Christian Rivers espacio para la sutileza o la profundidad y, así, las alegorías sobre el colonialismo británico o los paralelismos con la actualidad (muros que dividen regiones) resultan tan obvios que terminan cayendo en lo burdo. De todas formas, no es ese el principal objetivo (ni el principal problema) de esta producción de Jackson sustentada en el descomunal despliegue de efectos visuales cortesía de su Weta Digital. Este film con look retrofuturista arranca con alguna secuencia lucida (como la caza de un pequeño poblado ambulante por parte de la máquina de Londres), pero poco a poco va perdiendo creatividad y sorpresa para convertirse en un híbrido que "bebe" de diversas fuentes como Mad Max, Matrix, Terminator, El increíble castillo vagabundo o Star Wars. Hugo Weaving saca a relucir la misma impronta de siempre para interpretar a Thaddeus Valentine, un antropólogo con ínfulas de dictador, mientras que los héroes y heroínas de turno (Robert Sheehan, Hera Hilmar y la coreana Jihae) poco pueden hacer con papeles superficiales y sin matices.
Críticas laudatorias y decenas de premios (incluido el reciente Globo de Oro) convirtieron a este enésimo reboot del personaje de Spider-Man en una de las grandes sorpresas artísticas y comerciales de finales de 2018. Esta versión animada del héroe arácnido producida por la dupla Phil Lord-Christopher Miller resulta un relato lleno de gracia, ingenio, carisma y un vuelo visual que lo convierten en una de las mejores expresiones recientes del cine de animación. Para disfrutar en todo su esplendor en pantalla grande. Ni Tobey Maguire, ni Andrew Garfield, ni Tom Holland. El mejor Hombre Araña es animado, no se llama Peter Parker sino Miles Morales, es hijo de un policía afroamericano (Brian Tyree Henry) y una enfermera portorriqueña (Lauren Velez) y tiene la voz (si eligen la versión original subtitulada) de Shameik Moore. La película -que en su primera mitad apuesta sobre todo al humor irónico y en la segunda, a la acción pura- recicla y expande este nuevo universo de la popular creación de Marvel con un arranque en el que, con un toque canchero sustentado en la voz en off del protagonista, recicla “la misma historia que todos conocen”. Pero, si bien en pantalla aparece por momentos El Hombre Araña original (el Peter Parker con voz de Jake Johnson que se convertirá aquí en mentor), el verdadero protagonista es el apuntado Miles Morales, un preadolescente de 13 años que pasa de un colegio en su barrio (Brooklyn), donde es muy popular, a una elitista escuela en la que será objeto de todo tipo de burlas. Brillante artista del graffiti, el querible Miles vive bajo la sobreprotectora mirada de su padre y la fascinación por su tío Aaron (Mahershala Ali), de oscuro pasado. En una de las andanzas con él (pintando un mural en una recóndita zona del subte neoyorquino) es picado por una araña y, luego de más de un tropiezo y de un acelerado curso para aprovechar sus flamantes poderes, se convertirá en el sucesor de Peter Parker. La película tiene múltiples personajes (desde la simpática Gwen Stacy de Hailee Steinfeld hasta el Spider-Man Noir de un hilarante Nicolas Cage) y apela a diversas referencias y técnicas de animación que se combinan a la perfección en un relato que trabaja en diferentes dimensiones. Hay, por supuesto, un claro espíritu de cómic que invade todo el relato (incluso la animación a 12 cuadros por segundo en vez de los 24 habituales le da una impronta más de historieta), pero también elementos tomados directamente del manga y el animé (en especial el personaje de Peni Parker interpretado por Kimiko Glenn), el desenfado de la saga de películas de LEGO y hasta homenajes a los Looney Tunes y al recientemente fallecido Stan Lee (sí, tiene un “cameo animado”). El guión de Phil Lord y Rodney Rothman (Comando especial 2) sirve como base para un despliegue formal y narrativo asombroso a cargo de tres directores (Bob Persichetti, Peter Ramsey y el propio Rothman) que convierten a esta producción de Sony Pictures Animation en una de las mejores de un año como 2018 que tuvo en Los Increíbles 2 o Isla de perros a otros notables exponentes dentro del cada vez más apasionante universo de la animación.
Ralph, el demoledor era una buena película con espíritu vintage que homenajeaba con ternura y nostalgia al universo de los juegos arcade y presentaba a un protagonista torpe, gruñón y en el fondo querible. Seis años pasaron (en la realidad y en la ficción) y esta secuela resulta, afortunadamente, superior en todos los terrenos (guion, animación, ambientación, narración, desarrollo de personajes) al film original. Ralph sale de la comodidad del salón arcade para ayudar a su mejor amiga, Vanellope von Schweetz, para salvar el Sugar Rush, un juego de carreras con chicas al volante. Claro que al ingresar en el mundo real (la modernidad) conocerán los intrincados y muchas veces riesgosos vericuetos de internet. El planteo cómico de llevar unos personajes que representan el pasado al universo de las redes sociales, las aplicaciones, la venta online y los videogames de última generación puede sonar, en principio, como algo elemental, pero los directores Phil Johnston y Rich Moore lo hacen con tanto ingenio, vértigo e inteligencia que el relato jamás decae y propone además diferentes niveles de lectura que permiten el disfrute tanto de los niños (que ya de tecnología saben mucho) como de los adultos. Entre alusiones a Facebook, Instagram, eBay y WhatsApp, aparece en el film una zona de riesgo, cuando Disney hace alusión a todas sus posesiones y franquicias: Pixar, Star Wars, Marvel, etcétera. Pero justo cuando la película está al borde del infomercial, del presuntuoso alarde corporativo, incorpora a todas sus míticas princesas al relato y el resultado es brillante no solo por el juego de referencias, sino también por su bienvenida apuesta autoparódica. Así, con un despliegue visual extraordinario (el nivel de creatividad y la obsesión por el detalle no dejan de asombrar), Wifi Ralph resulta un entretenimiento sin estridencias, pero construido con indudable simpatía y nobleza. Los hallazgos están asegurados en cualquier versión, pero si el espectador adulto elige alguna de las pocas funciones subtituladas podrá disfrutar además de las voces originales de John C. Reilly (Ralph), Sarah Silverman (Vanellope), Gal Gadot (Shank), Taraji P. Henson (Yesss), Jane Lynch (Calhoun) y Alfred Molina (Double Dan), entre varias otras figuras. No se trata de un plus menor.
El comienzo de 3 rostros es desgarrador: una adolescente filma con su celular un video-selfie en el que -en medio de un ataque de angustia- explica que siempre ha soñado con ser actriz y que ha sido admitida en una prestigiosa academia de Teherán, pero sus padres no aceptan ese futuro para ella. Luego de recorrer unos metros dentro de una cueva, se ve cómo mete su cabeza en una soga y se ahorca. Ese video llega a manos del propio Jafar Panahi y la también reconocida actriz Behnaz Jafari, quienes viajan en camioneta a una zona del noroeste ubicada cerca de la frontera con Turquía y Azerbaiján (región de las que son oriundos los padres y abuelos del propio director de Esto no es un film). Allí, mientras siguen los rastros de la joven y buscan la cueva donde sucedió el hecho, verán que -detrás de las celebraciones, las tranquilas rutinas, los códigos y las tradiciones del lugar- se esconde una concepción bastante represiva contra las mujeres. El video del suicidio, entonces, funciona como MacGuffin, como punto de partida para la veta detectivesca de la película, pero en verdad lo que más importa en 3 rostros es la mirada desesperanzada por momentos y humanista en otros sobre cómo se vive en el interior más profundo, rural y austero de Irán. Esta road movie parece en varios pasajes -sobre todo en su segunda mitad y muy especialmente en su cierre- un homenaje bastante explícito al Abbas Kiarostami de películas como A través de los olivos, El sabor de la cereza y El viento nos llevará. Al fin de cuentas, Panahi se inició como asistente del mítico maestro y aquí sus caminos -aunque sea de forma simbólica- vuelven a cruzarse.
Lucrecia Martel, Daniel Burman, Israel Adrián Caetano, Santiago Loza... Historias breves ha sido durante más de dos décadas el principal semillero del cine argentino y un ejemplo de constancia, de perseverancia, una bienvenida política de Estado. Si bien hoy su importancia relativa es menor (cada escuela de cine produce de manera independiente decenas de cortometrajes por año), la posibilidad de filmar en condiciones presupuestarias y técnicas casi ideales sigue siendo un premio mayúsculo para nuevos directores y directoras. La cosecha 2018 de Historias Breves trae algunas novedades interesantes: desde apelar al humor negro para reconstruir un hecho absurdo y tragicómico ocurrido en un pueblo durante la última dictadura militar ( Una cabrita sin cuernos) hasta incursionar de lleno en los rituales de la comedia romántica ( Media hora, con Malena Sánchez y Martín Slipak), pasando por las hilarantes desventuras de una madre y una hija que irrumpen en casa ajenas (Marta Lubos y Paula Ransenberg en Nada de todo esto). Si el humor en sus múltiples variantes es el eje conductor de esas apuestas, en Niño rana hay un arriesgado y fascinante vuelco desde el realismo hacia lo fantástico; mientras que en La religiosa (sobre una tensa madre-hijo con secretos de fondo) y en Insilios (sobre un viaje en micro en el sur profundo) afloran cuestiones más íntimas y dramáticas. Menos solemne, más ligera y lúdica que en ediciones anteriores. Todo un síntoma de madurez.
Roma es una película importante por múltiples motivos: porque es el regreso del brillante realizador mexicano Alfonso Cuarón a su México natal con una historia de fuerte sesgo autobiográfico basado en sus recuerdos de infancia, porque ganó el León de Oro en la última Mostra de Venecia y es la principal apuesta de Netflix para ganar su primer premio Oscar; y porque el gigante del streaming cedió por una vez a los deseos del director de Y tu mamá también, Niños del hombre y Gravedad y permitió que el film tuviera un paso bastante amplio por las salas (hoy se estrenará en media docena de cines argentinos y desde mañana estará disponible también en la plataforma para su disfrute hogareño). Cuarón se comprometió tanto con este proyecto que, cuando su habitual director de fotografía, Emmanuel Lubezki, no pudo participar por problemas de agenda, fue él quien se ocupó de la cámara y la luz (también coeditó luego el film). El resultado estético es prodigioso: cada toma en blanco y negro, cada plano secuencia es una auténtica obra de arte. Roma -inspirada en sus experiencias familiares a principios de la década de 1970 en el barrio homónimo- es una película que funciona mejor en su primera mitad y cuando trabaja en una dimensión íntima y no tan épica. En su segunda parte abandona bastante las sutilezas, la delicadeza y los matices iniciales para abrazar por momentos la obviedad y apelar a ciertos excesos y regodeos en el sadismo que remiten al cine de su amigo, colega y compatriota Alejandro González Iñárritu. De todas maneras, durante buena parte de sus más de dos horas, Roma resulta una apasionante mirada a la dinámica familiar, un fascinante registro (reconstrucción) de una época convulsionada, una exploración de las diferencias de clase, del machismo imperante, de esa violencia contenida (que inevitablemente termina por explotar en la circunstancia y en el lugar menos pensados). Cuarón, más allá de las controvertidas decisiones artísticas que toma en la segunda mitad, nunca pierde el control de un relato que, por momentos, remite al cine de los grandes maestros del cine asiático como Yasujiro Ozu y consigue actuaciones prodigiosas tanto de intérpretes profesionales como de otros sin experiencia previa. Una película en muchos sentidos subyugante, con un despliegue visual y sonoro extraordinario que merece ser disfrutado en pantalla grande o, al menos, en las mejores condiciones que permita el consumo hogareño.
Si en Primero Enero (ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI 2016) la relación padre-hijo tenía algo de melancólica, de despedida anticipada, de fin de una etapa, en Mochila de plomo ese vínculo directamente ha quedado trunco. La ausencia, la pérdida, la angustia, la falta de explicaciones y el sentimiento de venganza invaden a Tomás (Facundo Underwood), un chico de 12 años que vive con una madre (Elisa Gagliano) que no lo contiene demasiado, como tampoco lo hacen su abuelo ni sus tíos (ni mucho menos el hostil entorno escolar). Tomás está particularmente movilizado porque es el día en que sale de la cárcel Nenino (Agustín Rittano), quien todo indica ha sido el asesino de su padre. El protagonista se hace de una pistola que guarda en la mochila del título y empieza a vagar en buscar de algunas respuestas que los adultos tantas veces le han negado o disfrazado con eufemismos o medias verdades que no hacen más que alimentar los fantasmas. No conviene adelantar nada más. Mascambroni, que citó a Kes, de Ken Loach, y a Los 400 golpes, de François Truffaut, como modelos (podríamos sumar a Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio), maneja con criterio e inteligencia la lógica de un chico de 12 años y consigue de Underwood y de Gerardo Pascual (que interpreta a su amigo Pichín) dos actuaciones con la suficiente contundencia como para sostener la creciente tensión y el suspenso de un drama con ciertos elementos de thriller que dura poco más de una hora. La dinámica de una ciudad de provincia como Villa María en Córdoba (fotografiada con precisión por Nadir Medina), con sus canchitas de fútbol, los chicos que se mueven en bicicletas o motonetas y sus rencillas callejeras, es el contexto ideal para este viaje interior y externo de Tomás, quien en medio de la soledad, la desorientación, la frustración y el rencor intenta construir su identidad e iniciar su intrincado camino hacia la adultez.
El Gasómetro de Avenida La Plata se inauguró en 1916, tenía una capacidad para 75.000 espectadores (el estadio más grande de la Argentina) y fue sede no solo de épicas futboleras sino también de recitales de Pappo, Serrat, Sandro y Santana o de masivas veladas de boxeo y carnavales. En diciembre de 1979 se jugó el último partido. La crisis económica del club y las presiones del gobierno militar derivaron en el remate del predio, que luego terminó en poder de la cadena francesa de supermercados Carrefour. Desde entonces pasaron casi cuatro décadas y los hinchas y socios de San Lorenzo nunca dejaron de soñar con volver a Boedo. Ni siquiera la construcción del Nuevo Gasómetro en el Bajo Flores o los éxitos deportivos (como la Libertadores de 2014) aplacaron la movilización muchas veces espontánea (y siempre masiva) conducida por la Subcomisión del Hincha ni los esfuerzos en el terreno político (para conseguir la Ley de Restitución Histórica) y económico (colectas multimillonarias para pagarle a Carrefour y recuperar la posesión). La rica historia del barrio, del club, de la cancha y de los personajes (en muchos casos anónimos y queribles como Adolfo Res y Walter Lo Votrico) es reconstruida con admirable precisión didáctica, pero sin perder jamás de vista el aspecto emotivo, la dimensión humana, la pasión (en el mejor aspecto de la misma, que excluye la violencia irracional) que generó toda esta movida. Con una buena investigación histórica (se sabe que los archivos no son el fuerte de la Argentina), diálogos que abordan las distintas aristas del tema (desde el reencuentro de futbolistas como Osvaldo Rinaldi, Sergio Villar y Mario Rizzi, hasta una charla de bar que incluye a periodistas y escritores, como Horacio Convertini y Fabián Casas, unidos por su amor incondicional a San Lorenzo) o testimonios como el del Nene José Sanfilippo que llora sobre los viejos tablones del Gasómetro que tiene en su quinta, el abanico de miradas, recuerdos y reflexiones resulta más que representativo. Además, el director no cede a la tentación de transformarlo en un documental “institucional” y la presencia de Matías Lammens y Marcelo Tinelli es limitada y recién sobre el final. Reconocido hincha de San Lorenzo, Criscolo -que en 1975 llegó a ser “mascota” del club- construye un film indispensable para los hinchas azulgranas, pero recomendado también para todos aquellos amantes de las grandes historias futboleras. Porque Volver a Boedo es bastante más que una sentida carta de amor de/a los Cuervos. Es un documental sobre la pasión que, cuando está bien encaminada, es capaz de mover montañas (léase el poder económico de las multinacionales o la máquina de impedir de la corporación política), una reivindicación de lo mejor de un fútbol tan dañado como el argentino y un legado generacional de padres a hijos y también de hijos a padres que en muchos casos ya no están (pero de alguna manera siguen estando). Preparen los pañuelos...
Sin peleas, el héroe se hunde El director malayo James Wan llegaba al "universo extendido" de DC Comics luego de sus exitosos pasos por sagas como las de El juego del miedo, Rápidos y furiosos y El conjuro. Sin embargo, más allá del exuberante despliegue visual para dar vida a la civilización de Atlantis y para desarrollar las espectaculares batallas subacuáticas, su aporte en Aquaman resulta decepcionante. Así, esa suerte de sino trágico que parece sobrevolar a esta franquicia (con algunas honrosas excepciones como Mujer maravilla, de Patty Jenkins) hace trastabillar incluso a un realizador que venía en franco ascenso.
Colette fue una de las artistas más fascinantes y provocativas de las letras y los escenarios de la Francia de la primera mitad del siglo XX y, por lo tanto, el eje de numerosas biografías y películas. En este caso, es el inglés Wash Westmoreland (director con Richard Glatzer de elogiados films como Siempre Alice y Quinceañera) quien reconstruye parte de la vida de esta mujer que cautivó y escandalizó por igual a varias generaciones y se constituyó en un ícono, una referencia en la moda, la liberación sexual y el empoderamiento femenino. Por eso -vencido el prejuicio de ver una historia tan francesa hablada en inglés- hay que analizar a Colette: liberación y deseo como una película que sintoniza a la perfección con estos tiempos de Ni una menos y #Me Too. Lejos de la solemnidad del cine académico y del preciosismo del cine de qualité (tiene algunos pasajes que remiten a la filmografía de James Ivory pero luego está más cerca del espíritu de Carol, de Todd Haynes), la historia fluye con ligereza, humor, encanto y, al mismo tiempo, con furia a la hora de exponer los efectos del patriarcado, que tuvo a Colette primero como víctima y luego como implacable cuestionadora. Aunque los subtítulos que suelen agregarse para su estreno local suelen ser innecesarios o hasta ridículos, en este caso hay mucho de deseo (en principio reprimido) y de liberación en el viaje de esta heroína protofeminista. El film de Westmoreland se concentra en los primeros años de la autora (interpretada por Keira Knightley), desde que es una inocente adolescente de un pueblo de provincia hasta que se casa con Henry Gauthier-Villars, más conocido como Willy (Dominic West), un magnético y seductor empresario que se ganaba la vida firmando libros que en verdad escribían autores fantasmas por él contratados. Es Willy quien descubre el talento de Colette y la convierte poco menos que en su esclava (la encierra bajo llave en una habitación hasta que termine una de las novelas de la escandalosa serie autobiográfica de Claudine), quedándose con el prestigio y el rédito de sus creaciones. Aunque uno de los ejes de la película es la forma que encuentra Colette para liberarse del yugo machista, descubrir y practicar su bisexualidad y desarrollar sus múltiples inquietudes artísticas, el principal hallazgo pasa por desarrollar la intensa relación entre ella y Willy, al que West convierte en un villano encantador. Es precisamente el trabajo sobre los distintos aspectos (tanto los seductores como los manipuladores) el que le da espesor, múltiples matices y le permite escapar de las limitaciones de la mera denuncia sobre la injusticias y los abusos. La declaración de principios está, pero Westmoreland no la hace apoyándose en el discurso aleccionador sino apelando a los mejores recursos del cine.