Fernando Spiner pasó buena parte de su infancia y adolescencia en Villa Gesell, pero mientras él optó por formarse luego en Italia y radicarse en Buenos Aires, uno de sus mejores amigos, Aníbal Zaldívar, se quedó en aquel balneario, donde desarrolló una carrera como poeta y periodista. El director de La sonámbula, Adiós querida Luna y Aballay, el hombre sin miedo apela a registros íntimos para revivir ciertos rituales familiares y generacionales como el de nadar en el mar hasta la boya a la que alude el título. Particularmente intensas son las imágenes de uno de esos trayectos en medio de una tormenta eléctrica. En la película aparece no solo su amigo Zaldívar sino también otros habitués del lugar como Ricardo Roux, Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno, pero La boya está lejos de ser un trabajo esnob sobre intelectuales en contacto con la naturaleza, sino un sentido y entrañable trabajo de indagación personal, una historia de reencuentros, una reflexión sobre los distintos caminos elegidos en la vida. Spiner abandona la ficción para incursionar en el siempre riesgoso universo del diario íntimo, del ensayo familiar. Y sortea el desafío con un relato puro y cristalino, aunque por momentos pueda parecer un poco ingenuo, melancólico o solemne. Más allá de que la poesía, el mar, las distintas estaciones y el paso del tiempo están siempre en el centro de la escena, la película tiene múltiples hallazgos visuales (bello trabajo con las cámaras subacuáticas) y musicales (la compositora fue su hija Natalia Spiner), y surge además como una experiencia curativa, sanadora, una forma de exorcizar traumas, dolores, distancias y ausencias.
Un exorcismo en la escena inicial (una chica que “vence” a dos curas y a su propio padre hasta que este decide asfixiarla con un almohadón), una locación que sirve para casi todo el resto de la película (la morgue de un hospital de Boston), un presupuesto limitado (menos de 10 millones de dólares), una protagonista con algo de notoriedad como la canadiense Shay Mitchell (vista en series como Pretty Little Liars y You), un guión elemental, un director del montón (el holandés Diederik Van Rooijen) y... a recaudar. Apelar a lugares comunes del género, filmar rápido y aprovechar que el terror casi siempre garpa (para los productores, pero muchas veces no para los espectadores). Mitchell es Megan Reed, una ex policía que (tras un error en un operativo) se queda sin trabajo y debe reciclarse como empleada en la apuntada morgue. Sola y de noche, su tarea (sacar fotos de los cadáveres, por ejemplo) es por demás lúgubre. En uno de los habituales deliveries nocturnos que trae la ambulancia le llega el cuerpo mutilado y quemado de la joven vista en la escena de apertura y, claro, desde entonces las cosas ya no serán tranquilas como antes. Lo que sigue es un festival de efectos visuales para construir situaciones paranormales con el diabólico cadáver del título moviéndose por todas partes y generando el caos (y algunos sustos). En definitiva, un producto concebido a pura fórmula. Poco, muy poco como para justificar el pago de una entrada. Por suerte, en los últimos tiempos el terror nos regaló unos cuantos exponentes bastante más audaces, creativos y provocadores. A esperar, entonces, algo superador.
Kore-eda Hirokazu continúa con su preocupación (obsesión) por las relaciones afectivas en el seno de familias muchas veces dominadas por la incomunicación, los recelos, los viejos resentimientos y los malos entendidos. En este caso, el director de After Life, Nadie sabe, Un día en familia y De tal padre, tal hijo narra la historia de Souchi, Yoshino y Chika, tres hermanas que viven solas en un pueblo llamado Kamakura. Cuando se enteran de que su padre -al que no veían desde hacía 15 años y que había formado otra familia- ha muerto, deciden viajar al funeral, donde descubrirán a Suzu, esa tímida y encantadora hermana(stra) quinceañera a la que alude el título. La chica se mudará al poco tiempo con ellas y se iniciará entre las cuatro una experiencia de (re)descubrimientos y nuevos códigos de convivencia. Bella, simple y emotiva, como todas las películas del director japonés, Nuestra hermana menor no supone un punto de inflexión en la carrera de Hirokazu Kore-eda, ya que transita zonas bastante exploradas en films previos y sus 128 minutos resultan un poco excesivos, pero así y todo regala unos cuantos momentos de sensibilidad, encanto y lirismo.
En sus tres primeras películas -la artesanal Guy and Madeline on a Park Bench (2009) y las multipremiadas Whiplash: Música y obsesión (2014) y La La Land: Una historia de amor (2016)- el joven director Damien Chazelle participó también en la escritura del guion. Su salto del cine ultraindependiente a las grandes ligas de Hollywood hizo que ahora trabajara por primera vez sobre un guion ajeno (a cargo de Josh Singer) inspirado, a su vez, en un best seller como el de James R. Hansen. De todas maneras, Chazelle se las ingenia para trabajar -incluso en un contexto muy diferente- conflictos similares a los de sus films anteriores: desde sobrellevar pérdidas y culpas hasta el sufrimiento como camino a la trascendencia. A la película se le pueden rescatar la solvencia narrativa, algunas obsesiones de su autor (desde la musicalización hasta la exquisitez visual) y el realismo estremecedor en la reconstrucción de cada una de las misiones espaciales, pero aquí las "costuras" se notan demasiado, hay menos fluidez y el resultado, por lo tanto, es la película más convencional de su carrera. La historia personal del astronauta Neil Armstrong (Ryan Gosling), que incluye la temprana muerte de una hija a causa de un tumor (trauma que lo marcará para siempre) y la bastante fría relación con su esposa Janet (una poco aprovechada Claire Foy), está descripta con bastante superficialidad y lugares comunes. Tampoco se lucen demasiado los personajes secundarios (y eso que el elenco es un dream team), por lo que casi todo el peso recae en Gosling, correcto en las distintos registros que la historia le exige: desde el esfuerzo físico hasta la constante negación y la dificultad para la conexión emocional con sus seres queridos. El film narra el antes (la historia comienza en 1964), el durante y el después de la misión del Apolo 11 y es la crónica de una acumulación incontable de fracasos (incluidas varias muertes) de la NASA hasta el éxito que los Estados Unidos desesperadamente necesitaba tras ser aventajado durante muchos años en la carrera espacial por la Unión Soviética. Más allá de algunas imágenes intimistas que remiten por momentos al cine de Terrence Malick, lo mejor del film está en las escenas de entrenamientos, pruebas, lanzamientos fallidos y viajes espaciales con una tecnología que hoy parece obsoleta, pero que permitió la proeza de 1969. Los cohetes crujen, los tornillos vibran, los hierros se recalientan y Chazelle logra que nos sintamos dentro de esas carcasas que surcaron el espacio. Allí reside el principal atractivo de una película que significa un pequeño paso en la carrera de este director, pero que queda lejos de ser un gran salto para la historia del cine.
Julia (Umbra Colombo) y Emma (Victoria Castelo Arzubialde), su hija de 12 años, se instalan en una casona en la zona de Unquillo. Pero, aunque el ambiente en primera instancia pueda parecer idílico, las circunstancias claramente no lo son. Si bien ya ha pasado un tiempo prudencial desde la muerte del marido de Julia y padre de Emma, el duelo (el dolor) no tiene fecha de vencimiento. Para colmo, el lugar ha sido vandalizado en su ausencia: ni la heladera han dejado quienes irrumpieron en el lugar. Mientras intentan ordenar el lugar luego de los destrozos y acomodarse como pueden (la idea parece ser vender la propiedad), se empieza a percibir una fuerte tensión entre madre e hija. Es la adulta quien parece no tener paciencia ni mucho menos amor para dar en ese momento a una menor que, lógicamente, tiene reclamos y reproches para hacer. La precariedad de la existencia, la época invernal y la soledad no hacen más que amplificar la veta melancólica y por momentos desoladora de la historia. En este sentido, la directora de la formidable Atlántida no cede a las tentaciones facilistas y, con un rigor extremo, sostiene el planteo inicial al punto en que por momentos resulta difícil empatizar con los personajes, sobre todo con el de Julia, una mujer de pelo platinado con pasado como actriz. La película empieza a dar un giro cuando Julia se reencuentra con Gaspar (Pablo Limarzi), un viejo amigo y colega que intenta convencerla de que retome de alguna manera su actividad artística. ¿Habrá espacio para reconstituirse, reconstruirse y comenzar de nuevo como una familia ensamblada? Árida, áspera, ríspida, dueña de una extraña belleza en medio de la tristeza desgarradora, Julia y el zorro es una película que genera sensaciones encontradas, contradictorias. Un cine de climas, de estados de ánimo, construido con paciencia y determinación. Con sensibilidad, sí, pero jamás de forma complaciente ni espíritu demagógico.
Adam (Dawid Ogrodnik) regresa a Polonia luego de varios años en el extranjero para visitar por sorpresa a su familia, que vive en una aislada zona rural. Es invierno y en pocas horas más se celebrará la Navidad. El protagonista filma todo con su camarita digital porque quiere hacerle un video a su hijo que nacerá dentro de algunos meses. Cuando Adam llega lo reciben con sorpresa, pero también con bastante tensión. Se percibe un fuerte resentimiento, diferencias generacionales, envidias, reproches contenidos. Nuestro antihéroe (porque se trata de un personaje bastante especulador y manipulador) pronto dará a conocer sus intenciones: vender la casa del abuelo para montar un negocio en Holanda y luego devolverles a sus hermanos y a sus padres su parte con las ganancias. Algunos están de acuerdo, otros no tanto. Cuando la cosa empiece a complicarse, sacará el “as” de la manga: el inminente nacimiento del bebé. Esta ópera prima de Piotr Domalewski parece una combinación y acumulación de elementos típicos e identificables de buena parte del cine de Europa del Este: intensa, moralista, algo cruel y con un fuerte espíritu tragicómico. La puesta en escena apela a una cámara en mano “nerviosa” para acentuar lo íntimo, cercano y tenso de los enfrentamientos familiares con una violencia contenida y latente que la acumulación de alcohol durante la velada amenaza con convertirla en explícita. La película maneja unos cuantos secretos, mentiras y enigmas a resolver en su parte final, aunque por momentos cae en el subrayado a la hora de exponer la tentación y la codicia como amenaza frente a la calidad de las relaciones humanas y al tan mentado espíritu navideño. Para ser un primer largometraje es de destacar la potencia dramática, la solvencia formal y la buena dirección de actores por parte de Domalewski. Quizás con un poco más de sutileza esté llamado a convertirse en un realizador de fuste dentro del casi siempre interesante cine polaco contemporáneo.
Directora de premiados cortos como Lo que haría, y Princesas, Natural Arpajou debuta en el largometraje con una historia basada en duras e intensas experiencias autobiográficas. Yo niña narra las desventuras de Armonía (Huenu Paz Paredes), una pequeña que vive con Pablo (Esteban Lamothe) y Julia (Andrea Carballo) en una precaria cabaña sin luz, gas ni agua corriente en un idílico paisaje de lagos, ríos y bosques en el sur. Pablo y Julia abrazan una suerte de hippismo tardío y consideran que vivir fuera de la sociedad de consumo es una forma de descontaminación, aunque eso signifique -entre otras cosas- la falta de escolarización para Armonía. Los medios para la subsistencia no alcanzan y un descuido genera un incendio que los deja sin hogar. Tras una breve experiencia en la ciudad volverán a intentar una vida en contacto directo con la naturaleza, pero las carencias y las desatenciones se repetirán una y otra vez. La narración pendula entre la descripción del mundo interior de la niña y las crecientes angustias de una madre alcohólica e incapaz. Yo niña es un retrato sobre la soledad y la desprotección infantil narrado de forma descarnada. Tan visceral es que por momentos resulta una suerte de ajuste de cuentas no exento de rencor, una forma de exorcizar los demonios interiores. Incómoda, provocativa, un poco cruel, pero en varios pasajes fascinante.
Dos únicos personajes, una casa (sobre todo una habitación y más precisamente la cama a la que alude el título), planos fijos, y unos poco significativos diálogos. Tal es el grado de concentración, minimalismo y austeridad de esta angustiante y al mismo tiempo fascinante ópera prima de Mónica Lairana. No sabemos demasiado de ellos, pero Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini) se están separando después de muchos años de convivencia. Su hija se ha ido del hogar y la pasión también. Lo peor de la crisis ya ha pasado y han tomado la decisión de buscar nuevos rumbos por separado y vender la casa con jardín que han habitado juntos. Precisamente el proceso de vaciar armarios y cajones y proceder a la “división de bienes” es uno de los ejes de la mínima trama. Hay dolor, desazón, algunos rencores, pero también se percibe que cierta ternura y comprensión permanecen entre ellos. Que casi no medien palabras entre los protagonistas tiene su explicación: entre ellos está todo dicho, no hay razón para más rezongos ni culpabilización. Sí, se percibe una profunda tristeza (mezclada por momentos con enojo) cuando en la escena inicial no pueden completar un encuentro sexual. Hay llanto y frustración, cariño y repulsión. Precisamente Lairana pone el foco en la sexualidad de estos dos veteranos con sus cuerpos imperfectos, sus carnes que ya han perdido la plasticidad y la dureza de sus mejores épocas. La cama es una película sobre el paso del tiempo o sobre cómo el tiempo corroe. Es una narración construida con mínimas y lúcidas observaciones, donde cada gesto o cada impulso adquiere una intensidad que permite obviar el uso de la palabra. El cine en general (y mucho menos el argentino) no se ha ocupado demasiado de la sexualidad cuando se acerca la vejez (recuerdo, por ejemplo, Nunca es tarde para amar / Wolke 9, del alemán Andreas Dresen, como valiosa excepción) y Lairana nos permite un viaje a la intimidad más profunda (casi perturbadora) de sus dos criaturas con una paciencia, un rigor y una sensibilidad muy infrecuentes. Los vemos observar juntos fotos familiares, discos de vinilo, roncar, lavarse, tocarse, tomar mate, comer una mandarina, llamar a su hija, meterse en una mínima pelopincho, revisar los miles de elementos acumulados durante años de convivencia. Sus canas, sus arrugas, sus panzas son el reflejo de toda una vida transcurrida, pero -más allá del tono melancólico y elegíaco- también hay esperanzas de que todavía el final quede lejos y puedan rearmar sus vidas en esta nueva etapa. La cama es una película especial por su delicadeza, su rigor, su apuesta por lo esencial (del cine y del ser humano). No es fácil acercarse cual voyeur a una historia tan sencilla y desgarradora a la vez, que cuestiona los cánones de la belleza juvenil, esa que rechaza y censura a los cuerpos “incómodos” de mujeres mayores de 40 u hombres que se acercan a los 60. Lairana prescinde de los artilugios del cine moderno, del golpe de efecto, de la manipulación para ofrecernos dos personajes desnudos en todas la dimensiones del término y darles la posibilidad de que se despidan con dignidad. Cine sin artificios. Honestidad brutal.
Curiosa carrera la del director inglés Steve McQueen. Tras casi dos décadas rodando cortos experimentales, debutó en el largometraje con Hunger (2008), sobre la historia real de la huelga de hambre del activista irlandés Bobby Sands; en 2011 rodó la provocadora Shame: Sin reservas (también con Michael Fassbender); y en 2014 ganó el premio Oscar a Mejor Película con la amada y odiada 12 años de esclavitud. Ahora, tras cinco años de paréntesis, regresa con una película extraña y ambiciosa que tiene a un auténtico dream-team actoral para una estructura coral con claras reminiscencias del cine de Robert Altman en la que, tras un trasfondo de thriller de robos, hay una mirada descarnada al machismo imperante y a la corrupción del sistema político. Las viudas del título (no confundir con el film homónimo de Marcos Carnevale) son unas mujeres que pierden a sus maridos en un fallido golpe que se narra en el inicio del film. Todas quedan en condiciones penosas, sin sus negocios, con trabajos precarios, llenas de deudas y amenazadas por la mafia local para pagar los que sus esposos no cumplieron. La líder del clan es Veronica (Viola Davis), quien encuentra en una agenda que perteneciera a su marido Harry (Liam Neeson) los datos para concretar un golpe por un botín de cinco millones de dólares que puede sacarlas de tantos apuros. A ellas se les sumarán Alice (Elizabath Debicki), Linda (Michelle Rodriguez) y Belle (Cynthia Erivo), mientras que Amanda (una desaprovechada Carrie Coon) se quedará al margen por razones que mejor no revelar. Con elementos similares a Ocean's 8: Las estafadoras, pero con menos fluidez, más solemnidad y “mensaje”, Viudas es una película que sintoniza con estos tiempos de empoderamiento femenino y, por lo tanto, no extraña que los personajes masculinos sean desde mafiosos afroamericanos con claros sesgos psicopáticos (Daniel Kaluuya y Brian Tyree Henry) hasta políticos llenos de vicios (Robert Duvall y Colin Farrell, como padre e hijo). Basada en una serie británica de 1983 (que a su vez estaba basada en la novela de Lynda La Plante), Viudas tiene guión del propio McQueen y la reconocida escritora Gillian Flynn (Perdida, Lugares oscuros, Sharp Objects) con una propuesta interesante porque constantemente se desmarca de lo más previsible: el tono aleccionador y el mero thriller de suspenso. Es un híbrido, una mixtura, un constante pendular entre el drama femenino y el cine de género que ofrece más hallazgos que carencias.
Con La vida soñada de los ángeles (1998) y El pequeño ladrón (también de 1998) Erick Zonca se convirtió en una de las grandes esperanzas del cine francés de fines de los años '90. Sin embargo, su carrera se discontinuó y sólo volvió a dirigir Julia (2008) y ahora Sin dejar huella, un film noir en la tradición del polar con un elenco de lujo, pero resultados muy decepcionantes. Basada en la novela del israelí Dror Mishani, la película tiene algo de los thrillers más sórdidos de David Fincher, un poco de Un maldito policía, con el torturado Harvey Keitel dirigido por Abel Ferrara; y otro tanto de El desconocido del lago, de Alain Guiraudie. Pero, más allá de conexiones tangenciales, se trata de un caso lleno de condimentos perversos en el que, de uno y otro lado, hay personajes despreciables. Son de esas propuestas en las que nadie se salva: todos cargan con traumas, miserias, culpas y cometen los peores actos imaginables. Esta visión desoladora del mundo empaña cualquier posibilidad de empatía y genera -por lo menos a los que seguimos apostanto por al menos algún resquicio humanista- una sensación de hartazgo e irritación. El desdichado protagonista es el detective François Visconti (Vincent Cassel), divorciado (obsesionado con su esposa), alcohólico y con un hijo adolescente ligado al narcotráfico callejero. Será él quien -mientras trata de conectar sin suerte con el muchacho- deba investigar la desaparición de otro joven, al que no se ha vuelto a ver tras haber salido del colegio. El universo siempre violento y degradante de Sin dejar huella se completa con Solange (Sandrine Kiberlain), la madre del chico que no aparece; y con un profesor que oculta más de lo que cuenta (Romain Duris). También hay un policía que se mete en la investigación (Charles Berling) y una muchacha con síndrome de Down que tendrá una importancia vital en la trama. Zonca somete al espectador a un auténtico tour-de-force emocional (todos los personajes cometerán las peores bajezas) y habrá que esperar casi dos horas para llegar al desenlace. Demasiado esfuerzo, demasiado sufrimiento para conocer la verdad y las múltiples revelaciones finales.