En 1997 Fernando Birri regresó a la Argentina para filmar una película sobre las utopías a 30 años de la muerte del Che Guevara. Carmen Guarini registró ese rodaje, pero no pasó de un primer corte que quedó perdido en un VHS. Dos décadas más tarde, la directora de H.I.J.O.S.: El alma en dos y Calles de la memoria retomó ese material para no sólo reconstruir aquel proyecto en el que el maestro santafesino se encontró con figuras como Ernesto Sabato, Osvaldo Bayer, León Ferrari y Eduardo Galeano sino también la propia historia del creador de Tire dié, Los inundados y Un señor muy viejo con unas alas enormes. De las imágenes de 1997 (en el rodaje, en su “ranchito” en Rincón, Santa Fe, en un asado con familiares y amigos) y las de su “utopía cumplida” (como el discurso de inauguración de la Escuela de San Antonio de los Baños el 15 de diciembre de 1986 y su posterior abrazo con Fidel Castro) se pasa a las de un encuentro reciente en su casa de Roma. Allí, con 92 años, bastón y ya sin su particular melena, el patriarca del Nuevo Cine Latinoamericano mantenía -a pesar de su por entonces ya deteriorada salud- su lucidez, su buen humor y hasta aprendía a usar una minicámara GoPro que le acercaba la directora. La voz en off de Guarini y un intercambio de correos electrónicos sirven para ordenar esta película hecha desde la admiración a un maestro que -como bien refleja Ata tu arado a una estrella- dejó su impronta tanto en la EICTV de Cuba como en el Centro Sperimentale de Cinematografia de Roma. Un registro tan sencillo como emotivo. Y, sobre todo, merecido.
Prolífico como pocos (en los últimos cuatro años rodó Tres D, Todo el tiempo del mundo, Maturità y este nuevo trabajo), el cordobés por adopción (nació en San Juan) Rosendo Ruiz consigue con Casa propia el largometraje más inteligente, sólido, maduro y convincente de una carrera que explotó cuando en 2010 estrenó la exitosa De caravana. El film arranca con un plano secuencia en el que unos jóvenes con sus motos estacionadas en la calle planean una inminente salida nocturna, mientras beben Fernet con Coca y unas chicas hacen jueguito con la pelota (¡son excelentes!). En el fondo, percibimos a un hombre (Gustavo Almada) al que su pareja se niega a abrirle la puerta de la casa. Tras mucho insistir (rogar), puede acceder y retirar sus pocas pertenencias. Los muchachos desaparecerán de la película (es una forma de presentar la esencia cordobesa), pero nos quedaremos con las desventuras y peripecias de ese señor en crisis. El antihéroe perfecto de Casa propia es un profesor de Literatura que se acerca a los 40 años y trabaja en un colegio secundario. El protagonista no sólo se ve inmerso en constantes peleas y reconciliaciones con su novia (Maura Sajeva), quien además tiene un hijo de un matrimonio previo, sino que además debe hacerse cargo de su madre (Irene Gonnet), que sufre de un cáncer y tiene múltiples recaídas. Su universo personal se completa con una hermana con la que no se lleva nada bien (y que lo ayuda poco a cuidar a la mamá) y un amigo de existencia bastante más despreocupada y que parece tener un incipiente éxito literario que él nunca pudo conseguir (en el mejor de los casos lo vemos corrigiendo los trabajos de sus alumnos). Mientras visita una y otra vez departamentos vacíos con el objetivo de alquilar algo acorde a sus magros ingresos como docente (provisoriamente se instala en la casa de su madre), mantiene múltiples relaciones sexuales (con una compañera de trabajo, con una prostituta y -cuando las cosas no están del todo descalabradas- con su novia), aunque siempre con una sensación de angustia, decepción insatisfacción y falta de compromiso. El principal hallazgo de Casa propia (además de su impecable trabajo con los planos secuencia y la excelencia de todo el elenco) es que Ruiz y su protagonista (y coguionista) Almada consiguen que nos consustanciemos con las distintas facetas y experiencias de un hombre común, por momentos hasta gris si se quiere, pero en el que descubrimos matices y cualidades inesperadas (que van desde lo querible hasta lo despreciable). Es la magia del cine: no hacen falta revelaciones sorprendentes, efectos visuales, pirotecnias narrativas ni situaciones superheroicas cuando afloran la carnadura y el espesor psicológico de los personajes cotidianos.
Juan Vera es uno de los principales ejecutivos de Patagonik, una de las compañías más grandes del cine argentino. Tras dedicarse durante casi dos décadas a producir a otros cineastas (Juan José Campanella, Pablo Trapero, Ariel Winograd y una larga lista), comenzó a desandar un camino paralelo primero como guionista (Igualita a mí, 2 + 2, Mamá se fue de viaje) y ahora también en la dirección, ya que debuta con esta comedia romántica (técnicamente sería del subgénero “de rematrimonio”) de la que también es coautor. Hay múltiples aristas interesantes y enfoques posibles a la hora de analizar los logros y carencias, hallazgos y traspiés, sorpresas y lugares comunes de El amor menos pensado, pero voy a iniciar con un aspecto que me parece define las búsquedas y los alcances de la película: dura 136 minutos. El cliché del crítico sería decir que es larga, que algunas escenas no aportan demasiado, que una mayor concisión beneficiaría el resultado final, pero aunque algo de todo eso pueda ser verdad prefiero buscarle el costado positivo. Cuando el manual del buen producto popular indicaría que una comedia romántica profesional, barata y al mismo tiempo eficaz podría resolverse en 90 minutos, Vera siempre va por más: muchas escenas, muchos conflictos, muchas locaciones, muchos personajes. No es un film hecho para zafar, para salir fácilmente airoso, para mostrar como carta de presentación (“soy productor pero también puedo dirigir”), sino una propuesta de género con algunos elementos de fórmula que buscan empatizar con un público masivo (más precisamente con el segmento de +50 años que todavía ve cine en el cine), pero que está hecha con convicción y sensibilidad. Cuando podía pensarse en un proyecto concebido desde el cálculo y la demagogia, El amor menos pensado tiene peso específico, tiene carnadura, tiene intensidad emocional. El lector podrá pensar que eso es lo mínimo que hay que exigirle hoy al cine mainstream argentino, pero convengamos que hace algunas semanas se estrenó Bañeros 5 y que dentro de la comedia romántica hemos asistido a no pocos subproductos que daban vergüenza ajena, o casi. tiene algunos recursos a esta altura bastante trillados del género (como romper la cuarta pared), que la narración en off a cargo de Darín por momentos luce demasiado ampulosa, que algunas apariciones de personajes secundarios (divertidas e ingeniosas como son) parecen unipersonales, pero incluso los “caprichos” desaconsejados en el cine actual (como dejar la versión completa de Rezo por vos que Mariú Fernández canta en el subte) resultan una bienvenida rareza y, por qué no, también una audacia. La película tiene un punto de partida que remite a El nido vacío, aquel film que Daniel Burman rodó hace una década con Oscar Martínez y Cecilia Roth. En este caso, Marcos (Ricardo Darín) y Ana (Mercedes Morán) son un matrimonio que lleva 25 años juntos con bastante armonía y humor. Pero, cuando su único hijo se marcha a estudiar a España, empiezan a percibirse ciertas incomodidades, ciertos silencios, ciertas inquietudes. Hasta que surgen las preguntas fatídicas y, de común acuerdo, llega el tiempo de la separación (y la flamante soltería). Cuando el film parece destinado a un sentimentalismo a la italiana, Vera decide apostar de lleno por la comedia y mete algunos plenos como el secundario del mejor amigo de Marcos (Luis Rubio, toda una revelación) o los encuentros zafados de él (un profesor de Literatura) en una cita vía Tinder con una hilarante Andrea Politti y de ella (una especialista en estudios de mercado y focus group) con un seductor presuntuoso (Juan Minujín). tiene algunos recursos a esta altura bastante trillados del género (como romper la cuarta pared), que la narración en off a cargo de Darín por momentos luce demasiado ampulosa, que algunas apariciones de personajes secundarios (divertidas e ingeniosas como son) parecen unipersonales, pero incluso los “caprichos” desaconsejados en el cine actual (como dejar la versión completa de Rezo por vos que Mariú Fernández canta en el subte) resultan una bienvenida rareza y, por qué no, también una audacia. La película tiene un punto de partida que remite a El nido vacío, aquel film que Daniel Burman rodó hace una década con Oscar Martínez y Cecilia Roth. En este caso, Marcos (Ricardo Darín) y Ana (Mercedes Morán) son un matrimonio que lleva 25 años juntos con bastante armonía y humor. Pero, cuando su único hijo se marcha a estudiar a España, empiezan a percibirse ciertas incomodidades, ciertos silencios, ciertas inquietudes. Hasta que surgen las preguntas fatídicas y, de común acuerdo, llega el tiempo de la separación (y la flamante soltería). Cuando el film parece destinado a un sentimentalismo a la italiana, Vera decide apostar de lleno por la comedia y mete algunos plenos como el secundario del mejor amigo de Marcos (Luis Rubio, toda una revelación) o los encuentros zafados de él (un profesor de Literatura) en una cita vía Tinder con una hilarante Andrea Politti y de ella (una especialista en estudios de mercado y focus group) con un seductor presuntuoso (Juan Minujín). La película pendula entre la bienvenida, ingeniosa y superficial escena de la cata de empanadas (tucumanas o salteñas) y momentos en los que aflora un retrato más generacional (a la Lawrence Kasdan, digamos) sobre cierto desencanto de los hoy burgueses y que alguna vez fueron los iracundos jóvenes de los '60. El film es un ensayo bastante mordaz y decididamente reconocible sobre la angustia existencial, los artilugios para mantener el deseo y las búsquedas para romper con el conformismo. Más allá de la solvencia del guión y la inteligente (por momentos incluso elegante) puesta en escena, son Darín y Morán -perfectos en su coraza cargada de ironía y cinismo, pero al mismo tiempo vulnerables en sus contradicciones- quienes hacen brillar los mejores momentos y logran “maquillar” los menos lucidos. La “química” entre ellos era el gran desafío y termina siendo el principal aliado de una película de recursos nobles y con destino masivo.
Teo (Adriano Giannini) es socio de una agencia de publicidad, tiene una novia oficial y una amante. Es el típico exponente del italiano de clase media acomodada, ejecutivo exitoso, mujeriego y algo chanta, habituado a las pequeñas mentiras para salir del paso, a no asumir otras responsabilidades que no sean las laborales y siempre dispuesto a cumplir con sus impulsos y deseos. El protagonista conoce a Emma (Valeria Golino), una osteópata que ha quedado ciega a los 16 años y lucha para sobrellevar esa dificultad con entereza y dignidad. Teo se obsesionará primero y se enamorará después de ella. Todo servido para una tragicomedia romántica donde la lógica de ambos personajes nunca es traicionada ni se cede (del todo) a los condicionamientos y la dictadura de la corrección política. El director viene trabajando la problemática de los no videntes desde hace bastante tiempo (hasta filmó en 2013 el muy buen documental Altri occhi), pero eso no implica que aquí caiga en la bajada de línea, la conmiseración o el paternalismo. L'amore con te -título en italiano que nada tiene que ver con el original Il colore nascosto delle cose- es una agradable, sencilla y por momentos divertida fábula sobre el amor en las diferencias. En ese sentido, hay bastante por agradecerle a la pareja protagónica (también hay buenos aportes de personajes secundarios como la amiga y confidente de Emma), ya que el hijo de Giancarlo Giannini (el mismo galán que trabajara hace más de 15 años con Madonna en Insólito destino, de Guy Ritchie) y Golino aportan una simpatía y un carisma incuestionables. Puede que el espectador más exigente sostenga que L'amore con te no es demasiado sorprendente ni audaz y esa aseveración tiene bastante de cierto, pero esa decisión es también parte de la fuerza y el atractivo de una película que no pretende contar grandes conflictos ni ofrecer alegorías ambiciosas. Es, en definitiva, un pequeño cuento, por momentos algo previsible, en otros decididamente encantador. No es poco.
Rhiannon (Angourie Rice) es una adolescente rubia y entusiasta que vive en un suburbio de clase media de Baltimore en el marco de una familia algo disfuncional (madre demasiado estresada, padre demasiado ausente) y tiene un novio afroamericano bastante básico que le presta poca atención. Para sorpresa de ella, una día Justin (Justice Smith) le propone huir juntos del colegio y terminan disfrutando de una jornada idílica. Sin embargo, a la jornada siguiente él no recordará nada y volverá a tratarla con el mismo desdén de siempre. Nuestra heroína no tardará en descubrir que, en verdad, se ha enamorado de un espíritu que vive cada día en el cuerpo (masculino o femenino) de una persona diferente. Esta transposición del best seller juvenil publicado en 2012 por David Levithan tiene elementos que remiten a Hechizo del tiempo y Como si fuera la primera vez, pero también incursiona en conflictos un poco más complejos como la angustia, la inseguridad y los ritos de iniciación adolescentes.
Cuando buena parte del cine contemporáneo a escala masiva está dominado por las historias de superhéroes, la saga de Misión imposible nos devuelve el placer de la vieja escuela, el clasicismo de un género de acción de "carne y hueso". Aunque -habrá que admitir inmediatamente- esto no es tan así porque ver al Ethan Hunt de Tom Cruise conduciendo una moto a toda velocidad y a contramano por las calles de París, lanzándose en paracaídas en medio de una tormenta eléctrica o saltando de un helicóptero a otro no calificaría precisamente como una "escala humana" (el aporte de los efectos visuales para realzar el trabajo de los dobles de riesgo es fundamental), en esta notable sexta película de la franquicia se puede sentir la adrenalina, el vértigo y la espectacularidad de cada secuencia con una visceralidad que Marvel o DC Comics no podrá conseguir jamás. Buena parte del mérito del éxito artístico de la franquicia se debe al inoxidable Cruise, no solo protagonista durante casi dos décadas, sino también productor y responsable de elegir a narradores siempre virtuosos (y distintos), como Brian De Palma, John Woo, J.J. Abrams y Brad Bird. Hasta que en 2012 trabajó con Christopher McQuarrie en Jack Reacher y de allí lo llevó como guionista y director de Nación secreta (2015), y ahora también de Repercusión. Una sociedad creativa que alcanza alturas y velocidades que están en sintonía con las andanzas de un Hunt que Cruise encarna con admirable (y envidiable) despliegue físico a sus 56 años. El punto de partida es -como siempre- básico y, al mismo tiempo, épico (desbaratar los planes de unos traficantes de plutonio), y allí estarán Hunt y sus fieles laderos (Ving Rhames y Simon Pegg) para recorrer Berlín, Londres, París y hasta Cachemira, en busca del objetivo. Maestros del engaño, los protagonistas tendrán la incómoda compañía de un nuevo agente (Henry "Superman" Cavill) y deberán sostenerse en medio de una disputa entre sus superiores (Alec Baldwin y Angela Bassett) y varios personajes tan inquietantes como peligrosos (Sean Harris y Vanessa Kirby). El minucioso y eficaz engranaje dramático concebido por McQuarrie incluirá, por supuesto, una veta romántica que esta vez combina a las dos mujeres que marcaron la vida afectiva de Hunt en las últimas entregas: la Ilsa de la sueca Rebecca Ferguson y la Julia de la estadounidense Michelle Monaghan. Cuando la mayoría de las franquicias tienden a agotarse, la deMisión imposible ha sido capaz no solo de reciclarse para estos nuevos tiempos, sino incluso de reinventarse con una potencia, una convicción y una vitalidad asombrosas. El viejo y querido género de acción y aventuras en todo su esplendor, una apuesta noble de artistas que aman el cine popular y utilizan los mejores recursos para seguir entreteniendo y asombrando hasta al espectador más escéptico y curtido.
Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi) son dos intelectuales, profesores de literatura que alguna vez vivieron un apasionado romance, armaron una larga relación, comenzaron a sufrir distintas crisis, se separaron y luego probaron con nuevas experiencias afectivas y sexuales. Nada que no le haya pasado a millones de hombres y mujeres. El principal problema de Amores frágiles, de todas maneras, no es el qué sino el cómo; es decir, los recursos que utiliza la directora, coguionista y autora de la novela homónima (Amori che non sanno stare al mondo) para narrar esa deconstrucción de un amor. La historia va y viene en el tiempo (los tiempos felices, los momentos turbios), pero el uso de flashbacks y flashforwards es más bien torpe. También es torpe la narración en off a cargo de ella (muchas veces redundante), la musicalización (¡ay, ese pianito!) y las escenas de sexo (parece que a la realizadora de Un giorno speciale le gustó La vida de Adèle). Los clichés no terminan ahí. Flavio, harto del torbellino de ella, se engancha y se casa con una jovencita, Giorgia (Camilla Semino Favro), que no le exige demasiado. Claudia se la pasa hablando con Diana (Carlotta Natoli), su amiga confidente, y se anima a tener una relación lésbica con Nina (Valentina Bellè), una joven y bella alumna ¿Algún lugar común más? Sí, escenas “intensas” en las que los otrora amantes se dicen las peores crueldades para herirse mutuamente y luego reconciliarse, o incluso a una suerte de realismo mágico con ella observando y comentando la relación de su ex con su nueva pareja. Tragicomedia de subrayada carga melancólica y nostálgica, Amores frágiles es una exploración de las miserias íntimas, la degradación física, la dificultad de envejecer, la paternidad/maternidad, la pasión que se desintegra y los celos que corroen, pero -más allá de los intentos por empatizar con un público adulto/maduro- el resultado final es bastante decepcionante.
En la línea de los films españoles de Guillermo del Toro, Los otros, de Alejandro Amenábar, y El orfanatoy Un monstruo viene a verme, de J. A. Bayona, Secretos ocultos es un drama familiar con todos los ornamentos del thriller psicológico y elementos propios del terror fantástico, con una maldición fantasmal que acosa a unos jóvenes huérfanos en el ámbito de una casa que cruje a cada paso y en la que se registrarán diversos hechos sobrenaturales. Secretos ocultos es el debut en la dirección de Sergio G. Sánchez, guionista tanto de El orfanato como de Lo imposible. En ese sentido hay que indicar que el universo de esta ópera prima es absolutamente fiel a sus obsesiones por el terror gótico, pero el resultado final no está a la altura de sus antecedentes como escritor. Aunque financiado y rodado en España, el film está hablado en inglés y ambientado en una ciudad costera de los Estados Unidos, en 1969. Los protagonistas son cuatro hermanos británicos (adolescentes y niños) que pierden a su madre y se han liberado (o eso creen) de la crueldad de su padre. Refugiados en una decadente casona tratan de pasar inadvertidos, pero el pasado los condena y los traumas los acechan. Lo mejor que puede decirse del film es que se trata de un producto prolijo, de impecable factura técnica, pero al mismo tiempo todo parece demasiado mecánico y un poco forzado. Los giros de guion, las actuaciones y los conflictos psicológicos son de manual. Un ejercicio de estilo sin demasiado riesgo ni sorpresa.
Hace exactamente diez años se estrenaba Mamma Mia!, mediocre musical basado en las populares y pegadizas canciones del grupo sueco ABBA. El éxito comercial en todo el mundo (en la Argentina sumó 400.000 entradas) hizo que buena parte del elenco se reuniera con algunas deserciones (Meryl Streep tiene esta vez poco más que un cameo) y otras bienvenidas incorporaciones, como la de Lily James. De hecho, James de alguna manera "reemplaza" a Streep, ya que interpreta a Donna de joven, en esta mezcla de secuela y precuela. La acción pendula entre 1979, con la Donna de James viajando hacia y luego instalándose en la paradisíaca isla griega y manteniendo sendos romances con Bill (Josh Dylan en el personaje que de adulto interpreta Stellan Skarsgård), Harry (Hugh Skinner como la versión juvenil de Colin Firth) y Sam (Jeremy Irvine como "precursor" de Pierce Brosnan), y la actualidad. Así, mientras descubrimos los orígenes de la historia, el guionista y director Ol Parker narra también el presente, con la hija de Donna, Sophie (Amanda Seyfried), tratando de cumplir el deseo de su madre de inaugurar con una multitudinaria fiesta el hotel de sus sueños. No conviene anticipar nada más, pero las letras de los clásicos de ABBA servirán otra vez para acompañar las desventuras afectivas y los vuelcos emocionales de los personajes. El principal problema de Mamma Mia! Vamos otra vez es el desnivel entre una luminosa James y una apagada Seyfried en las subtramas que se van presentando de forma casi paralela. Y, en una decisión incomprensible, el personaje de James -que había bendecido la película con su irresistible sonrisa- prácticamente desaparece durante la media hora final. De todas maneras, Mamma Mia! Vamos otra vez es una película que cumple exactamente con lo que promete: una apuesta kitsch, un pastiche sentimental sin temor al ridículo (e incluso jactándose de él), con la misma capacidad para reírse de y con los personajes con el que un grupo de amigos enfrentan una noche de karaoke (cantando temas de ABBA, por supuesto). No apto para puristas del musical ni mucho menos para espíritus cínicos, se trata de una propuesta que necesita (exige) que el espectador entre y acepte los códigos, guiños y convenciones que propone. Una vez aceptado el juego cómplice, hay espacio y motivos para unos cuantos pasajes de disfrute sin culpa.
Creer o reventar. La propuesta de El espanto desconcierta, genera perplejidad, divide ¿Qué es verdad y qué está armado (cuánto hay de falso documental? ¿Es otro registro sobre el patetismo pueblerino para reirse a puro cinismo desde la cómoda butaca del cine? Son muchos los interrogantes, las dudas que genera este film de la dupla Benchimol-Aparo (egresados de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA), que durante dos años viajó al pequeño pueblo de El Dorado para mostrar no sólo la dinámica del lugar sino también para exponer algunos de sus misterios. El dispositivo es sencillo: los vecinos explican a cámara cómo apelan a remedios caseros y técnicas milenarias para reemplazar a la medicina tradicional. Nadie viaja a atenderse con un doctor porque no lo necesitan. Entre ellos hay unos cuantos curanderos capaces de solucionar cualquier dolencia. Todas menos “el espanto”, una extraña enfermedad (¿un brote de locura? ¿una invasión demoníaca?) que solo es tratada por un misterioso anciano que vive del otro lado del puente y que nadie se anima a visitar por sus técnicas “invasivas”. El viejo huraño recibe a pacientes que llegan de todas partes, en El Dorado lo respetan, pero lo quieren lo más lejos posible. Esa enfermedad y esa figura constituyen el principal enigma del film, pero también es uno de los aspectos menos convincentes porque la construcción del suspenso no está del todo lograda. La otra cuestión discutible de El espanto -película de impecable factura técnica en todos su rubros- tiene que ver con el recorte que se hace a la hora de exponer el patetismo y el conservadurismo de la comunidad. Los personajes son en primera instancia bastante queribles, pero a la hora de hablar de, por ejemplo, el sexo (o la sexualidad), o de mostrar algunas de sus costumbres, los directores dejan todo servido para la risa burlona del espectador. La sensación, por momentos, es que terminan siendo un poco humillados en cámara. Lo cierto es que El espanto se suma a la larga lista de películas estrenadas en distintas ediciones del BAFICI sobre la vida pueblerina. En este sentido, bien podría ser la antítesis, el contraejemplo de la amabilidad y la falta de subrayados que Rodrigo Moreno propone en Una ciudad de provincia. La polémica, como siempre, está abierta.