Ridícula, algo tonta incluso, pero irresistible. Y encima con Dwayne Johnson. Así podría definirse Rascacielos: Rescate en las alturas, película que remite claramente a un cine a esta altura old-fashioned como el de las décadas de 1980 y 1990, más precisamente a las Duro de matar de John McTiernan y Renny Harlin. En este caso, Rawson Marshall Thurber (director de Pelotas en juego, The Mysteries of Pittsburgh y Un espía y medio) escribió y filmó un drama familiar con estructura de thriller y elementos de cine-catástrofe a partir del personaje de Will Sawyer (Johnson), un agente del FBI que pierde una pierna tras una explosión en un fallido operativo de rescate de unos secuestrados. Tras ese prólogo, la acción salta diez años hasta Hong Kong. Sawyer se ha casado con Sarah (Neve Campbell), tiene dos hijos pequeños y es un pequeño empresario de una compañía que asesora en temas de seguridad ante la gran oportunidad de su vida: ser el consultor de un multimillonario (Chin Han) que está por inaugurar allí la torre más alta y más moderna del mundo. Claro que a los pocos minutos se desata una confabulación interna y externa con mercenarios dispuestos a incendiar la aparentemente inviolable construcción. Y al bueno de Sawyer no le quedará otra que ir hasta la torre en llamas para salvar a su familia. Ese es el planteo de un film que tiene un argumento entre básico y torpe, pero está sólidamente narrado, tiene unos buenos recursos humorísticos (la pata de palo del protagonista será multiuso) y ese as en la manga que para cualquier película (ya sea comedia o de acción) es Johnson, probablemente la estrella más carismática de las últimas décadas. Quienes esperen un film lleno de matices, sorpresas y audacias hay que advertirles que Rascacielos: Rescate en las alturas no es la elección ideal. Se trata de una película clásica (más allá del uso de los efectos visuales y de algún regodeo con las nuevas tecnologías), algo elemental, pero en definitiva eficaz. No es un plato gourmet, sino más bien un combo de fast-food que deja una satisfacción efímera, pero cumple exactamente con lo que promete. Están advertidos.
Aunque no ha gozado del entusiasmo de la crítica especializada -como sí ocurrió con la mayoría de las producciones de Pixar, Illumination, Aardman o Laika-, esta saga de Sony Animation ha ido creciendo en el gusto de la gente. Tras la primera entrega de 2012, que convocó a 720.000 personas en los cines argentinos, en 2015 llegó la primera secuela, que sumó 1.355.000 espectadores. Esta tercera parte, dirigida al igual que las dos anteriores por el ruso Genndy Tartakovsky, tiene el desafío y la posibilidad de convocar aún más público porque es la primera de la franquicia en ser lanzada durante el siempre lucrativo receso invernal. Tartakovsky -aquí también coguionista- es un fanático del humor físico (el clásico slapstick) y, en ese sentido, los pasajes que mejor funcionan en esta esquemática trama son los que remiten a los viejos y queridos Looney Tunes: la apuesta por el delirio y el absurdo, sin miedo alguno al ridículo. Tras un prólogo ambientado a fines del siglo XIX con el mítico Van Helsing intentando (y fallando una y otra vez) cazar a diversos monstruos, la acción se traslada a la actualidad. Drácula (creación de Adam Sandler en la versión original, pero aquí doblada con la misma voz de Gru en Mi villano favorito) lleva 120 años de soledad, desde el fallecimiento de su esposa. Su vida transcurre entre el obsesivo cuidado de su hotel y la simbiótica relación con su hija Mavis, que ya tiene sus propios hijos. Abuelo, viudo y solitario, nuestro antihéroe es un alma en pena y, por eso, Mavis y sus amigos deciden sorprenderlo con un crucero que irá... desde el Triángulo de las Bermudas hasta la ciudad perdida de Atlántida. A poco de iniciar el viaje en el gigantesco barco, Drácula quedará encandilado y luego enamorado de Ericka, la impulsiva capitana de la nave. Pero, claro, las apariencias engañan. La película tiene algunos guiños para los más grandes (como el homenaje a los Gremlins), unos cuantos personajes atractivos para los más pequeños (como un enorme perro que lanza litros de baba) y muchos, demasiados números musicales cuya razón de ser en varios casos parece ser exclusivamente la de alcanzar los 90 minutos "reglamentarios" de duración neta. Cuando en un desafío entre canciones se usa el tema "Macarena" para combatir a unas melodías diabólicas, la sensación dedéjà vu resulta indisimulable. Pero, claro, mientras la saga continúe dando buenos dividendos, Hotel Transylvania, al igual que Drácula, se resistirá a morir.
El prolífico director de películas como Tiempo muerto, Planetario, I Am Mad y Casa Coraggio sigue trabajando en los intersticios, los imprecisos límites entre documental y ficción con propuestas tan desconcertantes como fascinantes. En el caso de Buscando a Myu hay un punto de partida documental (más ligado al espíritu de las home-movies) ligado a la fascinación de un padre por filmar los juegos de su pequeña hija Olivia y, más precisamente, la relación con sus amigos imaginarios. Pero Tokman redobla la apuesta, evita figurar en el centro de la escena y, por eso, crea un alter-ego llamado Garrik (el mago y psicólogo Emanuel Zaldua), mientras la película se interroga sobre qué ocurre en la mente de una niña de siete años y su capacidad de concebir otros mundos con sus propias reglas y lógicas. Y allí, cual ramas de un mismo tronco, Buscando a Myu se abre hacia lo autobiográfico (recurriendo a unos viejos Súper 8 familiares) y al (¿falso?) documental científico y didáctico, con voces “autorizadas” que desde distintos puntos del planeta cuentan experiencias personales y explican los beneficios de la imaginación infantil. No todos los recursos e ideas a las que recurre Tokman son igualmente eficaces, pero en este híbrido narrativo y patchwork visual hay audacia, inteligencia y un espíritu lúdico envidiables. Inevitablemente contradictoria (la mirada del director/padre trata de ocultarse, pero siempre termina reapareciendo), Buscando a Myu es un bello y misterioso registro (y resignificación) del universo de los más chicos y, también, una suerte carta de amor audiovisual de un hombre/artista para su hija.
Si ustedes creían que el exorcismo era un invento de jóvenes guionistas del cine de terror sin demasiadas ideas novedosas, este documental de la italiana Federica Di Giacomo (Il lato grottesco della vita, Housing) expone que el fenómeno está más vigente que nunca y no para de crecer (la película termina con estadísticas asombrosas de 2014). Estamos en Sicilia, una de las regiones más pintorescas y con mayor concentración de “posesiones” diabólicas del mundo. Allí, el Padre Cataldo no da abasto con sus actividades de exorcismos: misas masivas los jueves, encuentros individuales y hasta sesiones por teléfono. Cada vez son más los que llegan de distintas regiones, pese a que él aclara que sólo atiende a los lugareños. La cámara de Di Giacomo siguió pacientemente durante varios años a Cataldo en sus distintas interacciones con la comunidad, algunas de las cuales resultan más aterradoras y -claro- creíbles que la de cualquier film de terror de moda. Por supuesto, hay mucho de sugestión y alguno/a que se acerca con problemas que más que demoníacos parecen psicológicos, pero todo el asunto -trabajado con recato, pudor e intimidad- es ominoso y fascinante a la vez. Una película que no es sobre la religión sino sobre la emergencia espiritual y el desconcierto de estos tiempos. Y con una sociedad tan expresiva y extrema como la siciliana de fondo. Cuando cerca del final la directora se sumerge en un congreso/seminario en Roma al que asisten exorcistas de todo el mundo Liberami va de lo particular a lo general. Las cifras lo confirman. La Iglesia está desbordada y desesperada por conseguir nuevos exorcistas dispuestos a combatir a Satán. Las dotaciones en muchos casos se han triplicado o quintuplicado en los últimos tiempos y hasta hay call centers como si fuera 0-800 comerciales. El diablo sigue metiendo la cola y este documental muestra cómo y por qué.
Egresada del CIC, reconocida productora ejecutiva, Jimena Blanco debuta como directora de largometrajes con una melancólica y sensible película de inspiración autobiográfica sobre las experiencias de cuatro adolescentes que viajan al centro porteño durante una larga noche llena de peripecias a mediados de los años '90 (el espíritu de época con Nirvana, Calamaro, Chiquititas y Ricky Martin es fundamental para entender los acontecimientos y las reacciones de las protagonistas). En la primera escena de Paisaje vemos a las amigas disfrutando de un día de sol, lectura y piscina en el bucólico verano de Ingeniero Maschwitz. Sin embargo, cuando empieza a atardecer comienzan también los preparativos para una salida hacia Capital y, más precisamente, para asistir al show de una banda heavy/punk. Una vez en el boliche, habrá pogo, insinuaciones masculinas (y femeninas), invitación a una fiesta, marihuana, alcohol y una inesperada razzia policial. En medio del apuro por huir, olvidan la mochila con las pocas pertenencias y el dinero. Así, las protagonistas quedarán desconcertadas, a la deriva en medio de la madrugada de una ciudad tan desconocida como desolada y por momentos muy hostil. Paisaje es una historia de iniciación, sobre el paso de la adolescencia a la adultez, sobre las ansias de experimentar nuevas sensaciones y con los códigos femeninos como estandarte. Blanco pone su cámara muchas veces en mano y pegada a los cuerpos de sus protagonistas (convincentes trabajos de Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini y Ana Waisbein) para construir sin demasiados cortes un relato íntimo y urgente a la vez, en el que la seguridad, la inocencia y el relajo iniciales se transformarán con el correr del relato en inquietudes e incertidumbres no exentas de paranoias y reproches cruzados. Un debut auspicioso.
Franca González, pampeana ella, se obsesionó en los últimos años con la historia de Miró, un pequeño pueblo fundado en 1901 por mayoría de criollos e inmigrantes italianos a la vera de las vías del ferrocarril. Llegó a tener unos 500 habitantes, almacén de ramos generales, hotel, bar, escuela, comisaría, peluquería, herrería y hasta un prostíbulo. Pero en 1912 fue abandonado por la gente, que se trasladó en su mayoría a localidades cercanas como Aguas Buenas y Alta Italia. Hoy quedan pocos vestigios (básicamente lo que fuera la estación del tren) y casi ningún recuerdo. Este país tiene un problema serio con la memoria y, a nivel económico, las plantaciones de soja han arrasado con (casi) todo. Por suerte, todavía quedan cineastas como González que, a las búsquedas estéticas y hasta podríamos decir líricas de este film (la fotografía es bellísima y combina minuciosos planos fijos con panorámicas a puro drones) le suman un sentido detectivesco (y por momentos del orden de lo antropológico) al relato. Cartas, planos, objetos y algunos testimonios son las piezas que la realizadora va encontrando para reconstruir un rompecabezas escurridizo y enigmático. “Una especie de pequeña Pompeya”, resumió con acierto González. Por momentos, puede que la carga melancólica resulte un poco recargada, pero al fin de cuentas es algo lógico, ya que se trata de un viaje a un pasado del que casi no quedan registros. Su película es un viaje en el tiempo. Un pertinaz, obstinado trabajo de investigación. Un antídoto contra el olvido.
Tras tres exitosas películas dirigidas por James DeMonaco, esta saga que combina terror y sátira política apuesta en su cuarta entrega por la precuela; es decir, reconstruir el inicio de este experimento social que consiste en otorgarle a la población 12 horas de libertad absoluta para que dé rienda suela a "la purga", una descarga de violencia desenfrenada -y supuestamente catártica- que de alguna manera compense la frustración acumulada durante el resto del año. Ahora con DeMonaco solo a cargo del guion y con Gerard McMurray ( Código de silencio, Burning Sands) en la dirección, 12 horas para sobrevivir: El inicio resulta una contundente (aunque no demasiado sutil) alegoría sobre la era Trump. Los protagonistas son todos negros y latinos (más allá de las diferencias deberán unirse para enfrentar a las fuerzas del establishment), mientras que desde el gobierno de los Padres Fundadores se apuesta no solo a la manipulación más impiadosa sino también a grupos de choque supremacistas que remiten directamente al Ku Klux Klan. La película -ambientada en las calles y los monoblocks de Staten Island- parece una relectura contemporánea del género blaxploitation de la década del 70 mixturada con elementos propios de La Naranja Mecánica; Los dueños de la calle, de John Singleton; el John Carpenter de Asalto al precinto 13, y el Walter Hill de Los guerreros. Un homenaje al espíritu combativo del cine de clase B, pero con una factura y un lanzamiento propios de Hollywood.
La de Ant-Man es una saga "hormiga" en el marco del gigantesco universo de Marvel y esa característica -que puede ser vista como una carencia por el segmento de público ávido de la espectacularidad de, por ejemplo, los Avengers- resulta, en muchos casos, una ventaja comparativa. No solo el protagonista es más pequeño en Ant-Man and the Wasp, sino que desde las secuencias de acción hasta los malvados tienen una impronta mucho menos épica o solemne. Así, con una apuesta bastante menor por el impacto y el golpe de efecto, queda más espacio para el humor y un ingenio en la puesta en escena que el director Peyton Reed (el mismo de la primera entrega de 2015) y ese notable cómico minimalista que es Paul Rudd saben aprovechar en sus múltiples posibilidades. En esta secuela encontramos a Scott Lang (a.k.a Ant-Man) terminando de cumplir una condena de dos años de arresto domiciliario en su casa de San Francisco ante la atenta vigilancia de un agente de S.H.I.E.L.D. (un hilarante Randall Park). Dedicado a matar el tiempo como sea y a divertirse con su hija Cassie, el protagonista finalmente se verá forzado a volver a las andadas para ayudar al científico Hank Pym (Michael Douglas) a recuperar a su esposa Janet (Michelle Pfeiffer), perdida hace mucho tiempo en una dimensión desconocida. Pero Ant-Man esta vez no estará solo en su misión, ya que contará con la ayuda de la hija de Hank y Janet, Hope van Dyne (Evangeline Lilly), más conocida como Wasp, primer personaje femenino en figurar en un título de la factoría Marvel (los tiempos cambian). El recurso de empequeñecer o agigantar a Ant-Man y a Wasp les permite a los realizadores conseguir unos cuantos pasajes de auténtico deleite visual, la química entre Rudd y Lilly es más que digna, mientras que se extrañan más escenas entre Douglas y Pfeiffer, dos estrellas que aportan una intensidad actoral poco frecuente en este tipo de películas de superhéroes. Ant-Man and the Wasp tiene -como siempre- un simpático cameo del patriarca de Marvel, Stan Lee y dos escenas adicionales. La primera, que está incrustada en el medio de los créditos finales, es notable y termina de conectar al film con los eventos vistos en Avengers: Infinity War. La otra, que recién aparece tras el cierre del largo rodante de miles de expertos en efectos visuales de todos los rincones del mundo que participaron de la producción, es decididamente prescindible.
Carlos (al que muchos -para su disgusto- llaman Murciélago) es un hombre de casi 40 años con look de motoquero y/o cantante de heavy metal (una constante en el cine de Campusano). Pero el protagonista de El azote se dedica en verdad a trabajar como asistente social en un centro de menores en las afueras de Bariloche. Cada día intenta como puede salvar de la violencia institucional (la policía es de temer) y de la de los pares a muchos chicos y muchachos que consumen de todo y suelen arreglar cuentas pendientes a trompadas o con cuchillos. La vida íntima de Carlos, un tipo impulsivo y de poca paciencia, está también en la cuerda floja: su esposa Analía lo abandona, sus amantes ocasionales lo humillan y debe ocuparse de su madre postrada. En el universo de este nuevo film de Campusano aparecen varios personajes secundarios como Alicia, una joven de formación religiosa y un pasado con intentos de suicidio que se ofrece como voluntaria en el centro; Javier, un muchacho golpeado en todos los sentidos imaginables y que encima ha tenido un hijo con una joven del lugar; y Luis, un niño al que nadie quiere aceptar por sus antecedentes violentos. Lejos del glamour turístico de la ciudad, Campusano construye un mundo dominado por la miseria, el consumo de drogas y alcohol, prostitución y abuso infantil, bandas bastante pesadas, policías violentos, familias disfuncionales, una fuerte impronta machista y funcionarios y profesionales que no se toman demasiado en serio su trabajo por lo que la reinserción de delincuentes o el progreso de jóvenes hoy marginados parece una utopía. Lo más interesante del film tiene que ver con la disociación entre la encomiable tarea cotidiana de Carlos y su caótica vida familiar a partir de la dificultad de asumir responsabilidades y compromisos. El problema principal de El azote pasa, otra vez, por varias actuaciones poco convincentes y la sensación de que muchos intérpretes recitan los diálogos sin creerse demasiado lo que están diciendo. Eso le quita algo de credibilidad y fluidez al relato que, de todas maneras, mantiene en algunos tramos esa intensidad tan característica del cine de Campusano.
La directora de La sal de este mar (2008) y When I Saw You (2012) ganó cuatro premios en el último Festival de Locarno con esta historia sobre una relación padre-hijo entre los palestinos de hoy. Shadi (Saleh Bakri) es un joven arquitecto radicado en Roma que regresa a Nazaret para ayudar en los preparativos de la boda de su hermana Amal (Maria Zriek). Junto con su papá Abu Shadi (Mohammad Bakri), un sexagenario maestro de la ciudad, viajan a bordo de un viejo Volvo repartiendo las invitaciones para la ceremonia en esta suerte de road-movie urbana. En cada casa los reciben familiares, amigos o simples conocidos que “deben” (porque las apariencias importan) asistir a la fiesta. Las diferencias entre las miradas de ambos protagonistas (que también son padre e hijo en la vida real) constituyen el eje de este film que, a veces con mayor sagacidad y en otras apelando un poco al subrayado, expone las contradicciones generacionales, los disímiles puntos de vista de alguien que salió al mundo y otro que se ha mantenido en el lugar. En definitiva, se trata de un interesante y valioso acercamiento (no exento de buen sentido del humor) a un rincón del mundo (Palestina) del que tanto se habla, pero no mucho se conoce.