Noredin (Fares Fares), protagonista absoluto del film, es un detective de El Cairo que, por conexiones familiares y políticas, tiene un promisorio futuro dentro de la policía local. Duro en sus modos, implacable en su accionar, este (anti)héroe acepta formar parte de una fuerza corrupta en todos sus niveles y estamentos, que además vive sometida a los dictados de los poderosos de turno y del control de los organismos de inteligencia. Cuando le toca investigar el asesinato de una hermosa joven en el hotel Nile Hilton al que alude el título original (un caso que tendrá múltiples alcances y ramificaciones), sus aparentes seguridades, certezas y convicciones empezarán a tambalear. La aparición de una seductora cantante con la que tendrá una relación íntima, las presiones de sus superiores y el enfrentamiento con un poderoso empresario y político lo llevarán a convivir con un riesgo impensado hasta entonces. El film -que remite por momentos a Barrio Chino, de Roman Polanski- maneja códigos, personajes, elementos visuales y conflictos propios del film-noir clásico, pero Saleh va todavía más allá e intenta conectar (no siempre con igual eficacia y en algunos pasajes incluso de manera forzada) los hechos -inspirados muy libremente en un caso real ocurrido en 2008- con el trasfondo social de las fuertes protestas y masivas movilizaciones de la Primavera Arabe de 2011. De todas maneras, el director construye una narración sólida y atrapante, con una acumulación de situaciones que llevan a una confabulación cada vez más grande y un tono paranoico que lo convierte en un más que valioso exponente de género. Así, su estreno comercial constituye una auténtica rareza para el mercado local.
El fenómeno de las remakes no es precisamente nuevo, pero en los últimos tiempos se está expandiendo la idea de hacer una versión distinta para cada mercado. Ocurrió con la italiana Perfectos desconocidos, está pasando con la coreana Miss Granny y por estos días se viene el aluvión a partir de la chilena Sin filtro. En efecto, la exitosa y mediocre comedia dirigida por Nicolás López en 2016 (actualmente disponible en Netflix) tuvo esta remake española a cargo de Santiago Segura titulada originalmente Sin rodeos y que ahora llega a los cines locales como Sin filtros. Pero eso no es todo: dentro de tres semanas desembarcará Re loca, con Natalia Oreiro, que no es otra cosa que la versión argentina de la fórmula. Y ya se estrenaron las producciones en México (Una mujer sin filtro), en Panamá (Sin pepitas en la lengua) y se viene la de Estados Unidos (a cargo de la compañía de Eva Longoria). La otra tendencia -igualmente preocupante- tiene que ver con dos directores otrora provocadores del cine español que se han convertido en serviles realizadores de remakes impersonales, personal por encargo que cumple mansa, cansinamente con productos sin vuelo. Pasó con Alex de la Iglesia con Perfectos desconocidos y ahora con Santiago “Torrente” Segura con Sin filtros/Sin rodeos. Aunque algo más fluida y elegante en lo visual que la original chilena, Sin filtros/Sin rodeos es una suerte de repetición del esquema de Después de hora, de Martin Scorsese; o Un día de furia, de Joel Schumacher (o sea, todo lo que puede salir mal saldrá peor), con protagonista femenina y la debida actualización temporal (en este caso, una apelación recurrente y bastante torpe de la “dictadura” de las redes sociales). La encantadora Maribel Verdú hace lo que puede (y es bastante) con el papel de Paz, una mujer casada y con un trabajo fijo en una agencia de comunicación. Sin embargo, las cosas con su insufrible marido artista plástica (un desaprovechado Rafael Spregelburd) no marchan nada bien y en lo laboral su jefe mujeriego le pone a una influencer juvenil por encima porque ella ya es un espécimen “vintage” (el personaje tiene 39 años y Verdú, 47). El trazo grueso, los diálogos a los gritos, las situaciones obvias y el escaso ingenio imperan en Sin filtros/Sin rodeos, una comedia que no irrita, que por momentos incluso se puede seguir con cierto agrado en su ligereza, pero que no aporta nada nuevo. Esperemos que la versión argentina con Oreiro ofrezca algo más de riesgo, de audacia, de provocación.
Si existe algo así como el cine de terror "de arte", El legado del diablo debería ser reivindicado como uno de sus mejores exponentes recientes junto con, por ejemplo, La bruja, de Robert Eggers. Es que esta ópera prima del guionista y director treintañero Ari Aster (estrenada en el último Festival de Sundance) tiene una puesta en escena tan virtuosa, una profundidad psicológica y un elenco tan notable que se desmarca por completo de los exponentes habituales de este género donde solo parece importar el impacto efímero y el golpe de efecto. En la primera de sus dos horas, El legado del diablo apuesta sobre todo por el drama familiar con la descripción minuciosa de la dinámica cotidiana de un matrimonio integrado por Annie Graham (Toni Collette, extraordinaria), una artista que diseña objetos en miniatura para galerías de arte, y Steve (Gabriel Byrne), un terapeuta racional, contenido y algo distante, y sus dos hijos: el adolescente Peter (Alex Wolff), que no la pasa demasiado bien en el colegio secundario, y la más pequeña y muy tímida Charlie (Milly Shapiro), que carga con unos cuantos traumas. En ese arranque de la película muere la madre de Annie -una suerte de matriarca que ha incursionado en las ciencias ocultas- y, a partir de ese entonces, se irán sucediendo hechos sobrenaturales cada vez más intensos e inquietantes. La película apuesta a recursos más propios de los clásicos del género de las décadas de 1960, 1970 y 1980 ( El bebé de Rosemary, El exorcista, La profecía, El resplandor) y a alguna vuelta de tuerca a-la- Sexto sentido (aquel exitoso film de M. Night Shyamalan, también con Toni Colette) que a la vertiente sádica y gore que se ha impuesto en los últimos años y que apreciamos en casi todos los estrenos de este rubro que llegan cada jueves. En ese sentido, si bien tiene unos cuantos sustos reservados para el final, puede que El legado del diablo resulte un poco lenta y ardua para un público ávido de propuestas más efímeras y pasatistas. Los cinéfilos que buscan nuevos caminos dentro del terror, en cambio, estarán más que agradecidos con la que seguramente quedará como una de las auténticas revelaciones del año.
Ya no está Steven Soderbergh, realizador de La gran estafa (2001), La nueva gran estafa (2004) y Ahora son 13 (2007), al frente del proyecto, pero -en un cambio aún más importante- tampoco están los hombres como protagonistas. La ficha técnica de esta cuarta entrega de la saga podrá decir que Gary Ross ( Los juegos del hambre) es el director y uno de los dos guionistas, pero el principal atractivo de la propuesta es el seleccionado de actrices convertidas en las encantadoras ladronas y glamorosas heroínas de este thriller con aires de comedia. En medio de una estructura coral es Debbie Ocean (Sandra Bullock) quien encabeza y justifica el relato. Hermana de Danny Ocean (George Clooney no aparece), ella sale de la cárcel bajo palabra y no tarda en demostrar sus dotes de estafadora en un shopping y en un hotel de lujo. Al poco tiempo se reencuentra con Lou (Cate Blanchett), dueña de un club nocturno, y la convence de dar un golpe decididamente audaz: robar el collar Toussaint de Cartier -cuyos diamantes están valuados en 150 millones de dólares- que usará la diva Daphne Kluger (Anne Hathaway) en el marco de la sofisticada gala anual del Metropolitan Museum of Art. Para ello, arman un equipo de ladronas y hackers integrado también por Rose Weil (Helena Bonham Carter), una diseñadora de moda en decadencia, Nine Ball (Rihanna), Tammy (Sarah Paulson), Amita (Mindy Kaling) y Constance (Awkwafina). Más allá de su impronta femenina -Debbie intentará vengarse además del egocéntrico galerista Claude Becker (Richard Armitage)- y de que hasta los cameos son todos de mujeres (Anna Wintour, Heidi Klum, Katie Holmes, etc.), Ocean's 8: Las estafadoras es una historia de robo con cierto ingenio en sus vueltas de tuerca e indudable carisma por parte de sus protagonistas (varias merecían mayor espacio para su lucimiento), pero que termina siendo un thriller convencional, sin aportes demasiado novedosos ni mucho menos disruptivos. La maquinaria de Hollywood aprovecha estos nuevos tiempos (como hace dos años con Cazafantasmas) para "maquillar" sus productos, pero -al menos por el momento- sin verdaderos cambios de fondo.
Aunque está vendida como una película de cine catástrofe, la nueva propuesta del director de Rápido y furioso (2001) es, en verdad, un thriller sobre un robo multimillonario (600 millones de dólares para ser precisos) en el contexto, sí, de un arrasador huracán que azota la costa de un pueblito de Alabama. Película de espíritu clase B, aunque con un amplio despliegue de efectos visuales, Huracán categoría 5 tiene una “justificación” dramática por demás endeble, decisiones arbitrarias, situaciones inverosímiles y resoluciones caprichosas. Pero, si el espectador se sumerge en la apuesta lúdica, aligera la carga y acepta las convenciones y sus momentos ridículos (no hay espacio para los matices ni las sutilezas y el villano interpretado por Ralph Ineson es ma-lí-si-mo), el film es bastante disfrutable. En la primera escena ambientada en 1992 vemos cómo dos niños presencian la muerte de su padre durante un huracán. Un cuarto de siglo después Will (Toby Kebbell) es un meteorólogo habituado a trabajar en zonas de riesgo y Breeze (Ryan Kwanten), un ex marine dedicado a perder el tiempo bebiendo cerveza. Los dos hermanos terminarán ayudando a Casey (Maggie Grace), una agente de la ATF que trata de evitar (ella tiene las claves de acceso) que una banda de mercenarios se quede con los apuntados 600 millones de dólares en billetes usados que están para ser destruidos en una base bajo custodia militar. Para sumar al conflicto también están los policías locales que no son precisamente nenes de pecho. Cohen logra imprimirle por momentos cierta tensión a este film carpentereano (perdón, John), pero más allá de los enfrentamientos armados, las persecuciones y de cierta espectacularidad que hay en las inundaciones y en los automóviles y edificios que son arrastrados por el huracán, la película deja gusto a poco, a guión mecánico, a oportunidad perdida. No está del todo mal, pero queda claro que con un poco más de talento, ingenio y audacia podría haber sido mucho mejor.
Dos personas montan una moto y observan a la distancia cómo una veterana mujer saca plata de un cajero automático. Cuando sale, uno de ellos trata de quitarle la cartera, pero la señora no la suelta y comienza a ser arrastrada a toda velocidad hasta que queda tirada sobre el asfalto. Los ladrones van hasta un basurero ubicado en las afueras de la ciudad de Tucumán, buscan la billetera y se dividen el botín. Sin embargo, uno se quedará también con el documento de la víctima. Así, con una secuencia poderosa y brutal, comienza El motoarrebatador. El conductor de la moto es Miguel (Sergio Prina), separado (se lleva bastante mal con su ex pareja, aunque de vez en cuando tienen algún encuentro sexual) y padre de un chico de 11 años al que ve a lo sumo un par de días a la semana, que se gana la vida con ese tipo de robos en una ciudad como la de Tucumán que está en estado de caos por una huelga de policías y una seguidilla de saqueos. Es decir, el contexto ideal para todo tipo de robos. Pero a Miguel el arrebato le resultó demasiado violento y -dominado por la culpa- acude al hospital y descubre que Elena (Liliana Juárez) ha quedado con amnesia casi total. Así, sigue visitándola todos los días haciéndose pasar por un familiar (el único que la acompaña hasta que aparece una vecina interpretada por Mirella Pascual). ¿Encontrará en ese engaño, en esa mentira piadosa, una forma de ayudar, de redimirse, de tener una segunda oportunidad? Ese es el planteo moral que está en el corazón de un film que describe la progresiva degradación, un descenso a los infiernos personales de un victimario que es también víctima del estado de las cosas en una Tucumán tensionada y agobiante. Con un registro que por momento remite al cine de los hermanos Dardenne y en otros al de Pedro Almodóvar (por los equívocos propios de la amnesia), y con un impecable elenco de actores tucumanos con los que Toscano viene trabajando desde hace tiempo también en teatro, El motoarrebatador resulta una potente, contradictoria, provocativa, incómoda y al mismo tiempo estimulante combinación entre tragicomedia y thriller psicológico con familias escindidas y crisis afectivas en medio de esos fuertes conflictos sociales. Un acercamiento a la angustia existencial y a la candente problemática de la inseguridad sin estigmas ni prejuicios y con una bienvenida mirada humanista.
Enamorado desde hace décadas de la Patagonia, el director de La película del rey, Historias mínimas y El perro se fue hasta el pueblo de Tolhuin, en Tierra del Fuego, para filmar un intenso drama familiar con la adopción, las diferencias de clases, la doble moral y la hipocresía social como temas principales. Cecilia (Vicky Almeida), una profesora de piano; y Diego (Diego Gentile), un ingeniero forestal, están cerca de los 40 y, como no han podido concebir hijos, se inscribieron en un programa de adopción. Cuando reciben una llamada del juzgado saben que sus vidas cambiarán para siempre. Si bien sus expectativas estaban puestas en que la criatura a su cargo tuviese 4 o 5 años, les informan que Joel tiene 9. Y no solo eso: viene de una dura existencia llena de carencias, descontención y hasta un reciente paso por un instituto de menores. “¿En qué nos estamos metiendo?”, se pregunta ella y la película de Sorín se encargará de dar algunas respuestas (y de abrir nuevos interrogantes). Padres primerizos (angustiados, dedicados y sobreprotectores), Cecilia y Diego se ocuparán de que a Joel no le falte nada, pero cuando lo anotan en la escuela pública del lugar comenzarán a percibir resistencias, prejuicios y estigmatizaciones varias. En este sentido, más allá del indudable sentido de denuncia que tiene el film respecto de las comunidades cerradas y conservadoras, el guión del propio Sorín maneja algunos interesantes matices, como las posturas “grises” (un poco acomodaticias y políticamente correctas) del director y la maestra, o las actitudes de una madre que intenta terciar en el conflicto que interpreta Ana Katz. La película por momentos peca -en el marco de una mirada humanista que intenta no caer en la crueldad y reivindicar las segundas oportunidades- de cierta simpleza e inocencia que le quita algo de profundidad a la trama. De todas maneras, con una narración sólida que saca provecho visual y en la construcción de climas de los paisajes sureños en el desolador invierno y con un impecable elenco, Sorín termina consiguiendo un film noble y riguroso.
El Román del título (Gabriel Peralta Rangel) es un policía metódico, de pocas palabras e inflexible, que cumple con su rutina: hace las rondas en el patrullero acompañado por Lucas (Nazareno Casero), desayuna en el mismo lugar y con la misma persona, mantiene un affaire semanal con una mujer casada (Aylin Prandi) y dedica buena parte de su tiempo a trabajar su físico. Pero su aparente calma contrasta con la creciente irritación que le generan las injusticias, los abusos y los actos de corrupción con los que se va topando. La ópera prima de Eduardo Meneghelli tiene una puesta en escena pobre, torpes actuaciones y diálogos artificiales. Un thriller sin climas, sin profundidad y sin alma.
En los planos iniciales de Una hermana vemos cómo un Peugeot 505 se incendia a orillas de un río en las afueras de un pueblo ferroviario de la provincia de Buenos Aires. La dueña del auto quiere ir a revisar los restos, pero la policía no la deja acercarse hasta que llegue el fiscal de turno. Ella -en medio de un ataque de angustia y desesperación- teme la peor de las suertes para una de sus hijas, que no ha regresado al hogar. El cadáver, de todas formas, no será encontrado en el interior del vehículo. Sin embargo, no será la madre sino la hermana menor, Alba (impecable trabajo de Sofía Palomino), quien comenzará una larga e intensa búsqueda. En ese raid se topará con la burocracia estatal y con la frialdad (miedo o desprecio) de muchos vecinos. Sin necesidad de apelar a ningún tipo de subrayado ni denuncia obvia, el film deja en evidencia los prejuicios y las diferencias sociales en esa zona cercana a Lobos. La propuesta de la alemana Verena Kuri y la canadiense Sofia Brockenshire (ambas estudiaron en la FUC porteña) es, en principio, la de un thriller, pero a los pocos minutos se desmarca por completo del cine de suspenso para convertirse en un relato sobre la búsqueda, la ausencia, el dolor, la incomprensión, la frustración y la sensación de vacío. El trabajo visual -sobre todo cuando Alba deambula por campos y bosques- es notable y está en perfecta sintonía con las sensaciones que ella va experimentando durante ese trayecto.
Las “cinéphilas” del título son seis: dos argentinas, dos uruguayas, dos españolas. En Buenos Aires y en Mar del Plata (una de ellas viaja a participar del festival de esa ciudad), en Montevideo o en Madrid estas sexagenarias, septuagenarias y hasta octogenarias concurren casi todos los días -incluso con bastón o con andador- a las funciones vespertinas de cinematecas y salas de arte y ensayo. Alvarez sigue de cerca (y hasta se involucra directamente con ellas) a estas seis viejitas, que por momentos resultan queribles; en otros, irritantes; en ciertos pasajes son hilarantes; en otros, bastante patéticas. La directora apuesta a la espontaneidad, a la naturalidad y no le molesta cierta desprolijidad en el registro (la cámara se ve en sombras y espejos, por ejemplo) porque lo que quiere transmitir es la esencia de estas damas cinéfilas. El film no es tanto sobre la cinefilia de la tercera y cuarta edad (aunque las jubiladas hablan de sus títulos e intérpretes favoritos) sino más bien sobre la soledad y el paso del tiempo. En ese sentido, aunque la película funciona como crowd-pleaser (hubo aplausos hasta en la función de prensa del BAFICI que fue su primera exhibición pública), en realidad es un relato melancólico y por momentos incluso bastante triste: lidiar con la vejez, la degradación, la ausencia y la inminencia de la muerte no es tarea fácil y ellas lo hacen como pueden: a veces con humor negro y en otras con torpeza. Más allá de que el interés por las distintas historias es dispar (algo inevitable en una apuesta coral como esta), la narración se resiente por momentos por una musicalización que tapa los silencios y acentúa el tono crepuscular y nostálgico de la propuesta. Una decisión que, de todas maneras, no invalida ni minimiza los hallazgos que Las cinéphilas evidentemente tiene.